miércoles, 5 de septiembre de 2007

"DIÁLOGO SOBRE LA RELIGIOSIDAD DEL PRESENTE " por Walter Bénjamin. ( Enviado por Michelle)


Visité a un amigo con intención de aclarar en una conversación pensamientos y dudas sobre el arte que me habían traído las últimas semanas. Ya era casi medianoche cuando la conversación se alejó del arte y se dirigió a la religión.

YO. Le agradecería me dijera quién tiene en nuestro tiempo una buena conciencia al disfrutar del arte. Excluyo a los ingenuos y a los artistas. Considero ingenuos a quienes son capaces por naturaleza de no sentir embriaguez en la alegría instantánea (como tan a menudo nos sucede), porque para ellos la alegría viene a ser un recogimiento de la totalidad de la persona. Estas gentes no siempre tienen gusto, casi me atrevo a decir que la mayor parte de ellas son incultas. Pero sin duda saben qué hacer con el arte y en arte no se entregan a las modas. En cuanto a los artistas: ¿verdad que no hay problema? Porque, en su caso, la contemplación del arte es una profesión.

ÉL. Pero usted, en tanto que hombre ilustrado, traiciona así a la entera tradición. Hemos sido educados para no preguntarnos por el valor del arte. L'art pour l'art!

YO. Es correcto que así nos hayan educado. L'art pour l'art es la última barrera que protege al arte de los filisteos [2]. Pues, de lo contrario, cualquier concejal negociaría sobre el derecho del arte como sobre el precio de la carne. Pero nosotros tenemos libertad. Dígame: ¿qué piensa usted de l'art pour l'art? Mejor: ¿cómo lo entiende?, y ¿qué significa?

ÉL. Significa simplemente que el arte no está al servicio de la Iglesia, ni tampoco del Estado, que ni siquiera existe para la vida de los niños, etc. L'art pour l'art significa que no sabemos qué va a ser del arte.

YO. Tiene usted razón por cuanto hace a la mayoría. Pero no en cuanto a nosotros. Pienso que tenemos que librarnos de este misterio del filisteo, de l'art pour l'art. Pues sólo vale en el caso del artista, mientras que para nosotros tiene' otro sentido. Naturalmente, no hay que dirigirse al arte para obtener fútiles fantasías. Pero no podemos conformarnos con el asombro. Por tanto: l'art pour nous! Extraigamos de la obra de arte valores de vida: la belleza, el conocimiento de la forma y el sentimiento. «Todo arte está dedicado a la alegría. y no hay tarea más elevada e importante que la de hacer felices a los seres humanos», dice Schiller.

ÉL. Las personas menos capaces de disfrutar del arte son las semicultas con l'art pour l'art, con su entusiasmo ideológico y su desorientación personal, con su semiinteligencia técnica.

YO. Desde otro punto de vista, todo eso sólo es un síntoma. Nosotros somos irreligiosos.

ÉL. ¡Loado sea Dios! ¡Si usted entiende por religión la fe ciega en la autoridad, o incluso la fe en los milagros, o la mística incluso! La religión es incompatible con el progreso. Lo propio de ella es acopiar en la interioridad todas las fuerzas apremiantes, expansivas, para que formen un solo y elevado centro de gravedad. La religión es raíz de la apatía. Su santificación.

YO. No le llevaré la contraria. La religión es apatía si se considera apatía la interioridad perseverante y la meta permanente de todo esfuerzo. Somos irreligiosos porque ya no respetamos la perseverancia. ¿Se da cuenta de cómo se destruye el fin en sí mismo, que es la santificación última de una meta?; ¿de cómo todo lo que no se conoce con claridad y franqueza se viene a convertir en un «fin en sí mismo»? Como vivimos en la miseria por cuanto respecta a los valores, todo lo aislamos. Entonces, hacemos de la necesidad la virtud obligada. El arte, la ciencia, el deporte, las relaciones sociales... esta divina auto finalidad desciende al más andrajoso de los individuos. Cada uno es único, representa algo, significa algo.

MI AMIGO. Lo que usted describe no son sino síntomas de una alegría de vivir orgullosa y soberbia. Nos hemos vuelto mundanos, amigo mío, y ya va siendo hora de que hasta las cabezas más medievales lo comprendan. Damos su propia dignidad a las cosas; el mundo en sí mismo es ya perfecto.

YO. ¡De acuerdo! ¿Qué es lo mínimo que exigimos de lo mundano? La alegría por este mundo, que es nuevo y moderno. ¿Y qué tiene que ver todo progreso, toda mundanidad, con la religión, cuando no nos da una paz alegre? N o necesito decirle que nuestra mundanidad se ha convertido como en un deporte agotador. Estamos totalmente atosigados en aras de la alegría de vivir. Sentirla es nuestra maldita obligación. El arte, el tráfico, el lujo... todo nos obliga.

MI AMIGO. Eso no lo ignoro, pero repare en lo que viene sucediendo. Nuestra vida lleva ahora un ritmo que poco tiene que ver con la serenidad clásica y con la Antigüedad. Pero es una nueva forma de intensa alegría. A menudo se muestra algo forzada, pero está ahí. Buscamos lo alegre atrevidamente. Todos tenemos un extraño afán de irnos embarcando en aventuras para conocer lo sorprendentemente prodigioso y alegre.

YO. Habla usted de manera harto imprecisa, y algo sin embargo nos impide atacarle. Tengo la sensación de que en el fondo dice usted la verdad, una verdad no banal que resulta tan nueva que presupone la religión en su propio surgimiento. No obstante, nuestra vida no se encuentra afinada en ese tono puro. Para nosotros, en los últimos siglos han estallado las viejas religiones. Pero creo que este hecho tiene unas consecuencias que impiden que celebremos sin más la Ilustración. La religión mantenía unidos a poderes cuya actuación libre es temible. Las religiones del pasado ocultaban en sí la necesidad y la miseria. Ahora éstas han quedado libres, y ante ellas ya no tenemos la seguridad que nuestros antepasados extraían de la fe en la compensación de la justicia. Nos intranquiliza la consciencia de un proletariado, un progreso y unas fuerzas que nuestros antepasados podían satisfacer de manera ordenada, para obtener la paz, en su servicio religioso. Estas fuerzas no nos dejan ser sinceros, o por lo menos no en la alegría.

MI AMIGO. Con la decadencia de la religión social, lo social se nos ha vuelto más cercano. Se encuentra ante nosotros de modo más exigente, o más presente al menos. Tal vez más despiadado. Ya ello hacemos frente con sobriedad, con severidad tal vez.

YO. Más por completo nos falta el respeto a lo social. Usted sonríe; ya sé que digo algo paradójico. Quiero decir que nuestra actividad social, por severa que sea, manifiesta un defecto: ha perdido toda su seriedad metafísica, convirtiéndose en asunto de orden público y decoro personal. Para casi todas las personas que se esfuerzan socialmente, ya no es más que cuestión de civilización, como la luz eléctrica. Se ha desdivinizado el sufrimiento, si me permite esta expresión poética.

MI AMIGO. Vuelvo a oírle lamentarse una vez más por la dignidad desapa­recida, es decir, por la metafísica. Pero introduzcamos las cosas sobriamente en la vida; no nos perdamos en lo ilimitado, no nos sintamos elegidos cada día. ¿No es cultura el bajar de las alturas de la patética arbitrariedad a la obviedad? Creo en efecto que toda la cultura se basa en que los mandamientos de los dioses se conviertan en humanas leyes. !Qué esfuerzo tan superfluo el tomar todo de lo metafísico!

YO. Si todavía tuviéramos conciencia de una sincera sobriedad en nuestra vida social pero no, ni eso. Estamos atrapados en una ridícula contradicción: se supone que la tolerancia ha liberado a la actividad social de toda exclusividad de orden religioso, y los mismos que proclaman la actividad social de los ilustrados convierten en religión la tolerancia, la Ilustración, la indiferencia e incluso la frivolidad. No tengo intención de hablar contra las formas sencillas de la vida cotidiana, pero hasta el propio socialismo es una religión si se hace de la natural actividad social un sagrado y tiránico patrón de las personas, mucho más allá de la necesidad de lo que el Estado prescribe. A su vez, los ilustrados son hipócritas frente a la religión o en sus exigencias. Un ejemplo entre muchos: los días de las flores [3].

MI AMIGO. Piensa usted con dureza porque piensa de manera ahistórica. Es verdad que nos encontramos en medio de una crisis reli­giosa, y todavía no podemos prescindir de la presión beneficiosa (pero indigna de una persona libre) de una obligación religioso­social. Aún no hemos conquistado por completo la autonomía moral. Ésta es la esencia de la crisis. Hemos descubierto que la religión, es decir, la guardiana de los contenidos morales, es tan sólo una forma, y estamos intentando conquistar nuestra moralidad como algo obvio. Este trabajo aún no está acabado; nos encontramos con fenómenos de transición.

YO. ¡Gracias a Dios! Por mi parte, me horroriza la imagen de autonomía moral que usted evoca. La religión es el conocimiento de nuestros deberes como mandamientos divinos, dice Kant [4]. Es decir, la religión nos garantiza algo eterno en nuestro trabajo cotidiano, y eso es lo que más falta nos hace. La autonomía moral de la que usted habla haría del ser humano una mera máquina de trabajo destinada a una serie interminable de fines, cada uno de los cuales condiciona al siguiente. Tal como usted la entiende, la autonomía moral es un absurdo, la reducción de todo trabajo a lo técnico.

MI AMIGO. Disculpe, pero se diría que usted vive tan lejos de la modernidad como el terrateniente más reaccionario de la Prusia Oriental. Sin duda, la concepción técnico-práctica ha despojado de alma todas las formas de vida en la naturaleza, incluso al sufrimiento y la pobreza. Pero en el panteísmo hemos encontrado el alma común de todo lo particular, es decir, de todo lo aislado. Podemos, en efecto, renunciar a todos los fines divinos supremos, pues el mundo, la unidad de todo lo múltiple, es el fin de los fines. Es casi vergonzoso tener que tratar de esto. Lea usted a nuestros grandes poetas vivos, a Whitman, a Paquet [5], a Rilke y muchos otros; estudie el movimiento de la libre religiosidad; lea los periódicos liberales: por todas partes hay un sentimiento vehementemente panteísta. Por no hablar del monismo, la síntesis de toda nuestra forma. La fuerza viva (pese a todo) de la técnica consiste en que nos ha dado el orgullo de los que saben y al tiempo la reverencia de quienes han estudiado el imponente edificio del mundo. Pues, pese a todo nuestro saber, ninguna generación ha conocido la vida con mayor reveren­cia que nosotros. El sentimiento panteísta de la naturaleza, que ha inspirado a los filósofos desde los primeros jonios hasta Spinoza, y a los poetas hasta llegar al spinozista Goethe, se ha convertido en nuestra propiedad.

YO. Si le llevo la contraria (y sé que se la llevo no sólo a usted, sino también a la época, desde sus más simples representantes hasta algunos de los más significativos), hágame el favor de no entenderlo como el deseo de resultar interesante. Hablo completamente en serio cuando digo que no reconozco otro panteísmo que el humanismo de Goethe. En su poesía, el mundo aparece divino por doquier, pues Goethe era un heredero de la Ilustración, al menos en el hecho de que sólo lo bueno era esencial para él. Y lo que en boca de cualquier otro no sólo habría resultado inesencial, sino que sería tan sólo retórica sin contenido, en la boca de Goethe (y en las obras de los poetas en general) se convirtió en contenido.
No me malinterprete: no se le puede discutir a nadie el derecho a sus sentimientos, pero hay que examinar la pretensión de tener sentimientos determinantes. Y ahí digo: por más sinceramente que una persona pueda sentir su panteísmo, tan sólo los poetas lo hacen comunicable y determinante. Y un sentimiento que tan sólo es posible en la cumbre de su configuración ya no cuenta como religión. Pues eso es arte, edificación, pero no ese sentimiento que puede fundamentar religiosamente nuestra vida de comunidad. Y eso lo ha de ser la religión.

MI AMIGO. Permítame, no quiero refutarle, pero me gustaría mostrar con un ejemplo la enormidad de lo que está diciendo: ese ejemplo es la escuela superior. ¿En qué espíritu educa la escuela superior a sus alumnos?

YO. En el espíritu del humanismo, según dice.

MI AMIGO. Por tanto, en su opinión, nuestro sistema escolar es una educación para poetas y personas con fuerte vida sentimental, la más capaz de configurar.

YO. Usted lo dice como yo lo siento. En verdad me pregunto qué puede hacer una persona normal con el humanismo. ¿Es el maduro equilibrio de conocimientos y sentimientos un medio formativo para jóvenes sedientos de valores? ¿Es el humanismo, el panteísmo, otra cosa que vigorosa encarnación de la concepción estética de la vida? En verdad, no lo creo. Podemos experimentar en el panteísmo los instantes más elevados y equilibrados de la felicidad, pero el panteísmo nunca tendrá fuerzas para determinar la vida moral. Del mundo no hay que reírse ni que lamentarse: sólo hay que comprenderlo. El panteísmo culmina precisamente en esas palabras de Spinoza [6]. Por cierto, ya que pregunta por la escuela: la escuela no nos da ni siquiera configurado su panteísmo.¡Qué pocas veces recurre sinceramente a los clásicos! La obra de arte, única sincera manifestación del sentimiento panteísta, se encuentra proscrita. Y si quiere oír otra de mis opiniones: a este panteísmo que nos receta la escuela le debemos la retórica vacía.

MI AMIGO. Así que ahora reprocha al panteísmo también la falta de sinceridad.

YO. Falta de sinceridad... pues no, no es eso lo que quería decir exactamente. Pero sí le reprocho falta de pensamiento. Porque nuestros tiempos ya no son los de Goethe. Hemos tenido el romanticismo, al que debemos el sólido conocimiento del lado oscuro de lo natural: lo natural no es bueno en su fondo; es extraño, espantoso, terrible, atroz... vulgar. Pero vivimos como si el romanticismo nunca hubiera existido, como si acabáramos de nacer. Por eso digo que nuestro panteísmo carece en realidad de pensamiento.

MI AMIGO. Casi creo haber dado con una idea fija entre las suyas. O, dicho abiertamente: desespero de hacerle comprender lo sencillo y elemental del panteísmo. Con agudeza lógica desconfiada jamás comprenderá lo maravilloso que es el panteísmo: en él lo feo y malo aparece como necesario y, por tanto, divino. Esta convicción nos produce el raro sentimiento de encontrarnos en casa, esa paz que Spinoza llamó insuperablemente el amor Dei[7].

YO. Admito que, en tanto conocimiento, el amor Dei resulta incompati­ble con mi idea de la religión. La religión tiene a su base un dualismo, una intensa aspiración a la unificación con Dios. Una per­sona grande puede llegar ahí por el camino del conocimiento. La religión pronuncia las más poderosas entre las palabras, pero además es más exigente, conoce lo no divino, incluso el odio. Una divinidad que se halle en todas partes, que comunicamos en efecto a toda vivencia y a todo sentimiento, es un ensalzar los sentimientos y, en realidad, una profanación.

MI AMIGO. Se equivoca si piensa que al panteísmo le falta el necesario dualismo religioso. De ninguna manera. Ya he dicho que en nosotros, pese a lo profundo del conocimiento científico, hay un sentimiento de humildad ante todos los seres, e incluso ante lo inorgánico. Nada está más lejos de nosotros que la arrogancia escolar. Contésteme usted :mismo: ¿no tenemos la más profunda com­prensión por cuanto sucede? Piense en las corrientes actuales del derecho penal. Queremos respetar como persona incluso al criminal. Exigimos mejora, no castigo. A través de nuestra vida sentimental se extiende el religioso antagonismo entre la comprensión penetrante y una humildad que casi llamaría «resignada».

YO. Por mi parte, en este antagonismo veo solamente escepticismo. No considero religiosa una humildad que niega todo posible conoci­miento científico porque duda (con Hume) de la validez de la ley causal, ni legas especulaciones similares. Eso es simplemente una debilidad sentimental. Si nuestra humildad socava la consciencia de lo que es más valioso para nosotros, tal como usted califica al saber, no nos proporciona un antagonismo vivo, religioso, sino una mera autodestrucción escéptica. Pero yo sé muy bien que lo que hace tan agradable al panteísmo es que precisamente gracias a él uno se siente igualmente bien en el infierno y en el cielo, en la arrogancia y en el escepticismo, como superhombre y en la humildad social. Pues está claro que la cosa no funciona sin un poco de sobrehumanidad de tono no patético, es decir, carente de sufrimiento. Donde la Creación es divina, tanto más lo es el rey de la Creación.

MI AMIGO. Echo en falta una cosa en cuanto dice. Usted no ha podido describir la excelsitud de un saber que lo domine todo. Yeso es un pilar fundamental de nuestra convicción.

YO. ¿Qué es ese nuestro saber para nosotros? No pregunto con ello qué significa para la humanidad, sino qué valor tiene de vivencia para cada uno de los individuos. Tenemos que preguntar por la vivencia, y ahí sólo veo que dicho saber se ha convertido en un hecho de costumbre con el cual crecemos, desde que tenemos seis años hasta nuestro final. Creemos en el significado de este saber para algún problema, para la humanidad o para el saber mismo, pero no nos afecta personalmente, nos deja bien fríos, como pasa con todo lo que es habitual. ¿Qué dijimos al alcanzarse el Polo Norte? Fue una sensación que prontamente cayó en el olvido. Cuando Ehrlich descubrió el remedio contra la sífilis, la prensa satírica respondió con escepticismo y cinismo. Un periódico ruso incluso escribió que era lamentable que el vicio tuviera así el campo libre. En pocas palabras: simplemente, no creo en la excelsitud religiosa del saber.

MI AMIGO. ¿No tiene usted que desesperar? ¿No cree usted en nada? ¿Es usted un escéptico completo?

YO. Creo en nuestro propio escepticismo, en nuestra propia desespe­ración. Debe comprender lo que le digo. No creo menos que usted en el significado religioso de nuestra época, pero creo también en el significado religioso del saber. Comprendo el horror que el conocimiento de la naturaleza nos ha causado, y, sobre todo, tengo la sensación de que seguimos viviendo profundamente en los descubrimientos del romanticismo.

MI AMIGO. ¿Ya qué llama usted “descubrimientos del romanti­cismo” ?

YO. Es lo que he dicho antes, la comprensión de todo lo terrible, inconcebible y bajo que se halla entrelazado en nuestra vida. Pero todos estos conocimientos y mil más no son un triunfo. Nos han asaltado; estamos apabullados, simplemente. Hay una ley tragicómica en el hecho de que en el mismo instante en que tomamos consciencia de la autonomía del espíritu con Kant, Fichte y Hegel, la naturaleza se presentara en su enorme objetualidad; que en el instante en que Kant descubrió las raíces de la vida humana en la razón práctica, la razón teórica construyera con un trabajo infinito la moderna ciencia de la naturaleza. Así están las cosas. Toda la moralidad social que queremos crear con un celo soberbio, juvenil, está encadenada por la escéptica profundidad de nuestros conocimientos. Así, hoy comprendemos aún menos que nunca la primacía kantiana de la razón práctica sobre la razón teórica.

MI AMIGO. En nombre de esa necesidad religiosa, usted está propug­nando un reformismo desenfrenado y acientífico. Parece no adaptarse a la sobriedad que antes pareció reconocer. Ignora la grandeza y santidad del trabajo objetivo y abnegado que se lleva a cabo no sólo al servicio de la ciencia, sino (en una era de formación cientí­fica) también, igualmente, en el campo social. Pero una juventud revolucionaria no cubre así los costes.

YO. Sin duda. De acuerdo con la situación de nuestra cultura, también ese mismo trabajo social ha de someterse no a esfuerzos heroico­revolucionarios, sino a un curso evolucionista. Pero le digo una cosa: ¡ay de nosotros si olvidamos la meta y nos abandonamos confiados al canceroso curso de la evolución! Y eso está sucediendo. Por eso nunca saldremos de esta situación en nombre del desarrollo, sino, antes bien, en nombre de la meta. Y esta meta no podemos establecerla de modo exterior. El hombre ilustrado sólo tiene un lugar que pueda conservarse puro, en el que pueda existir realmente sub specie aetemi: ese lugar es él mismo, su interior. Y el viejo problema es que nos perdemos a nosotros mismos. Nos perdemos mediante todos los progresos gloriosos que usted ahora ensalza; me atrevería a decir que nos perdemos mediante el progreso. Las religiones no proceden de la felicidad, sino de los problemas. Y el sentimiento panteísta de la vida se equivoca cuando ensalza como fusión con lo social a esta pura negatividad, al perderse a sí mismo y al volverse extraño a sí mismo.

MI AMIGO. Claro, por supuesto. Más no sabía que usted fuera un individualista.

YO. Es que no lo soy, lo mismo que usted. Los individualistas hacen de su yo el factor determinante de la vida. Ya le he dicho que el hombre ilustrado no puede hacer esto si el progreso de la humanidad es una máxima incuestionable para él. Por lo demás, esta máxima ha sido acogida en la cultura de forma tan rotunda que ya por eso mismo sería vacía, cómoda e indiferente para los avanzados, en tanto base de la religión. Se lo digo de paso. No tengo la intención de predicar el individualismo. Sólo quiero que el ser humano cultural capte su relación con la sociedad. Que rompamos con la indigna falsedad de que el hombre se realiza por entero en el servicio a la sociedad, de que lo social en que vivimos es lo que en última instancia determina la personalidad.
Hay que tomar en serio la máxima socialista, hay que admitir que el individuo está forzado y oscurecido en su vida interior; y, a partir de esta situación de necesidad, recuperar una conciencia de la riqueza y el ser natural de la personalidad. Poco a poco, una nueva generación se atreverá a estudiarse de nuevo a sí misma, y ya no solamente a sus artistas. Se conocerá la presión y falsedad que ahora nos fuerzan, y se reconocerá el dualismo de moralidad social y personalidad. De esta necesidad crecerá una religión, que será necesaria porque nunca antes la personalidad había estado enre­dada de una forma tan desesperada en el mecanismo social. Pero temo que no me haya entendido por completo y que suponga un individualismo donde yo sólo exijo sinceridad, reclamando por tanto un socialismo sincero contra el socialismo convencional actual. Contra un socialismo que reconoce todo el que siente que en sí mismo hay sin duda algo que va mal.

MI AMIGO. Llegamos a un terreno casi indisputable. Usted apenas aporta prueba alguna y apela al futuro. Dé un vistazo al presente. Tiene usted el individualismo. Ya sé que lo combate, pero precisamente, desde su punto de vista, tiene que reconocer su sinceridad, según me parece. Ahora bien, el individualismo no conduce a la meta que usted busca.

YO. Hay muchos tipos de individualismo. No niego que haya incluso personas que se puedan disolver de manera sincera en lo social, mas no son las mejores, ni las más profundas. No puedo determinar si en el individualismo existen gérmenes para mis ideas, o quizás, mejor dicho: para una futura religiosidad. En todo caso, veo sus inicios en este movimiento. Por así decirlo, la época heroica de una nueva religión. Los héroes de los griegos son fuertes como dioses, pero aún les faltan la madurez y cultura divinas. Así me parecen los individualistas.

MI AMIGO. No le pido una construcción. Pero indíqueme en la vida sentimental de nuestra época esas corrientes neorreligiosas, ese socialismo individualista, igual que usted detecta en todas partes panteísmo en los ánimos. Yo no encuentro nada en lo que usted pudiera apoyarse. Un cinismo ingenioso y un esteticismo agotado no pueden ser los gérmenes de esa religiosidad futura.

YO. Nunca me hubiera imaginado que usted también rechazaría nuestra literatura con la mirada habitual desde su alta atalaya. Veo de otra manera todo eso. Al margen de que el ingenioso esteticismo no es propio de nuestras más grandes creaciones. Y no ignore lo exigente que hay en lo ingenioso, en lo rico en espíritu, el ansia de abrir abismos y saltar por encima. No sé si me comprende si le digo que esa riqueza de espíritu es la precursora y, al tiempo, la enemiga de ese sentimiento religioso.

MI AMIGO. ¿Cree usted religioso al deseo saciado de lo inaudito? Entonces sí podrá tener razón.

YO. ¡Contemplemos ese deseo de manera algo diferente! ¿No procede de una fuerte voluntad de no creerlo todo basado en el yo de la forma tranquila e incuestionable que es habitual? Ese deseo predica una hostilidad místico-individualista frente a lo habitual. Es lo fecundo en él. Pero no puede conformarse con su última palabra y añade la conclusión impertinente. La trágica ingenuidad de lo inge­nioso. Lo ingenioso, como he dicho, salta por encima de los abismos que ha abierto él mismo. Yo temo y amo al tiempo este atrevido cinismo que tan sólo es un poco demasiado egoísta para no poner la propia contingencia por encima de la necesidad histórica existente.

MI AMIGO. Usted fundamenta un sentimiento que también yo conozco. El neorromanticismo: Schnitzler, Hofmannsthal, a veces Thomas Mann, significativo, agradable, peligroso y simpático.

YO. No estoy hablando de ésos, sino de otros que dominan nuestra época. O que al menos le otorgan un significado. Si quiere, le hablo de esto, pero no acabaremos.

MI AMIGO. Los sentimientos no terminan nunca, y el objeto de la reli­gión es la infinitud. Esto es lo que aporto con mi panteísmo.

YO. Bolsche [8] nos dice en cierta ocasión que el arte presiente y anticipa la conciencia general y la esfera vital de épocas posteriores. Y a mi vez yo pienso que las obras de arte que dominan toda nuestra época..., no, no la dominan simplemente..., pienso que las obras que nos afectan con más contundencia al encontrarnos con ellas por primera vez (sobre todo Ibsen y el naturalismo) llevan en sí esta conciencia neorreligiosa. Veamos los dramas de Ibsen. Sin duda, en el trasfondo está el problema social. Pero el impulso es de las personas que tienen que orientar su personalidad justamente frente al nuevo orden social: Nora, la señora Alvingy, si profundizamos algo más: Hedda, Solne, Borkmann, Gregers, etc. Luego está el modo de hablar de estas personas. El naturalismo ha descubierto el lenguaje individual. Y esto es algo que nos impresiona tanto cuando leemos nuestro primer Ibsen o nuestro primer Hauptmann [9] que con nuestra manifestación más cotidiana e íntima reconocemos un derecho en la literatura, en un orden válido del mundo. Nuestro sentimiento individual se habrá elevado así. O, si no, veamos una concepción del individuo y de la sociedad como la de Herakles' Erdenfahrt de Spitteler [10]. Eso nos convence, nos conmueve, pues ahí tenemos nuestra meta, y al tiempo se trata de uno de los textos más vibrantes y entusiastas que se hayan escrito en la modernidad. Heracles no puede conservar su personalidad (ni su honor siquiera) estando al servicio de la humanidad como su redentor. Pero esto lo confiesa con honestidad cortante y jubilosa. Honestidad que en todo sufrimiento lo eleva mediante ese sufri­miento. (Viva e impetuosa oposición a la apatía social de nuestra época.) Aquí tenemos la más profunda humillación (sí, la más pro­funda) a la que ha de sucumbir el individuo moderno bajo pena de perder las posibilidades sociales: la ocultación de la individualidad, de todo lo que se agita interiormente. Voy a decirle algo más concreto: la religión se enderezará a partir de aquí. Vendrá a partir de lo esclavizado, y el estamento que hoy sufre esta esclavitud histórica, necesaria, es justamente el de los literatos. Los literatos quieren ser los mas honestos, exponer su entusiasmo por el arte, su «amor a los lejanos», por decirlo con Nietzsche [II], pero la sociedad los rechaza, y así ellos mismos tienen que extirpar en una patológica autodestrucción lo demasiado humano que quien vive precisa. Así, son también ellos quienes han de llevar valores a la vida, a la convención: nuestra falsedad los condena a ser outsiders y a exagerar hasta volverse estériles. Jamás espiritualizaremos las convenciones si no llenamos con nuestro espíritu personal todas estas formas de la vida social. A esto nos ayudan los literatos y nos ayuda la nueva religión. La religión da nuevo fundamento y una nueva nobleza a la vida cotidiana, a la convención. Se convierte en un culto. ¿No estamos sedientos de una convención espiritual, cultual?

MI AMIGO. Por decirlo de manera delicada, no veo claro cómo puede usted esperar la nueva religión de unas personas que llevan una vida impura en los cafés, además a menudo carente de espíritu, de personas que por megalomanía y apatía evitan asumir obligaciones, personas que representan la desvergüenza misma.

YO. No he dicho que espere de ellos la nueva religión, sino que los considero portadores del espíritu religioso en nuestra época. Y esto lo afirmo aunque me reproche cien veces que estoy haciendo una construcción. Sin duda, esas personas llevan en parte la vida más ridícula, pervertida y antiespiritual. Pero esta miseria surge precisamente de la necesidad de espíritu, de la aspiración a una honesta vida personal. Pues, ¿qué hace esta gente, sino ocuparse de su propia y dificultosa honestidad? Pero, naturalmente, lo que consentimos a los héroes de Ibsen no nos interesa en nuestra vida.

MI AMIGO. ¿No ha dicho hace un rato que esta honestidad fanática le está negada al hombre ilustrado?, ¿que destruye toda nuestra capacidad, tanto interior como exterior?

YO. Sí, y por eso mismo sería terrible que la vida de literato se extendiera. Pero hace falta un fermento, una levadura. No queremos ser literatos en este último sentido, pero debemos respetar a los literatos en tanto que ejecutores de la voluntad religiosa.

MI AMIGO. La religión actúa pudorosamente, es purificación y santificación en soledad, mientras que en la vida del literato percibimos todo lo contrario. Por eso no es conveniente para las personas pudorosas.

YO. ¿Por qué atribuye usted toda la santidad a la vergüenza y no habla en cambio del éxtasis? Olvidamos que los movimientos religiosos no han apresado en el silencio interior a las generaciones. Diga que la vergüenza es un arma necesaria del impulso de autoconservación, pero no la santifique, pues es completamente natural. La vergüenza nada tiene que temer de un Páthos o de un éxtasis que puedan extenderse' difundirse. Lo único que tal vez pueda destruirla es el fuego impuro de un páthos cobarde, reprimido.

MI AMIGO. En verdad el literato se encuentra bajo el signo de esta completa falta de vergüenza. Por eso perece, como a causa de una putrefacción interior.

YO. Eso no debería usted decirlo; el literato sucumbe bajo el efecto de un Páthos corrosivo porque la sociedad lo ha desterrado, porque apenas posee las formas más lastimosas de vivir de acuerdo a sus ideas. Si recuperásemos la fuerza para configurar la convención de forma seria y digna, en vez de nuestro actual embeleco social, tendremos el síntoma de la nueva religión. La cultura de la expresión es la más elevada, y sólo podemos pensarla sobre la base de la religión. Pero nuestros sentimientos religiosos son libres. Y así dotamos a conven­ciones y sentimientos falsos con la inútil energía de la piedad.

MI AMIGO. Le felicito por su optimismo y coherencia. ¿Cree usted de verdad que en medio de la miseria social dominante, en esta inundación de irresueltos problemas, es necesaria o posible simplemente una problemática nueva, que incluso denomina «religión»? No tiene más que pensar en un problema enorme: la cuestión del orden sexual del futuro.

YO. ¡Una idea magnífica! Esto precisamente sólo se puede resolver, en mi opinión, sobre la base de una honestidad personal. No podremos tomar posición abiertamente ante el complejo de los problemas sexuales y el amor hasta que hayamos liberado a éste de su falaz conexión con tal cantidad de ideas sociales. El amor es un asunto personal entre dos seres humanos, no un medio para el fin de la procreación; lea a este respecto la Faustina de Wassermann [12]. Por lo demás, pienso que una religión ha de nacer de una necesidad profunda y casi desconocida. Por tanto, también pienso que para los dirigentes espirituales el elemento social ya no es un elemento religioso' tal como he dicho antes. Al pueblo hay que dejarle su religión, sin cinismo. Es decir, el pueblo no necesita todavía unos conocimientos y fines nuevos. Habría podido hablar con una persona que se expresara de forma completamente distinta a la de usted. Para esa persona, lo social sería una vivencia que le arrancó violentamente de su honestidad ingenua, cerrada. Esa persona habría representado a la entera masa de los vivos, perteneciendo en el más lato sentido a las religiones históricas.

MI AMIGO. Habla usted aquí también de honestidad. Por lo tanto, ¿debemos volver al punto de vista del hombre egocéntrico?

YO. Usted me malinterpreta sistemáticamente. Estoy hablando de dos honestidades: la honestidad ante lo social y la honestidad que tiene una persona después de conocer sus vinculaciones sociales. Tan sólo desprecio el término medio: el falaz primitivismo propio de la persona complicada.

MI AMIGO. ¿Y cree usted realmente en la posibilidad de erigir esa nueva honestidad en medio del caos religioso y cultural en el que están atados los dirigentes? ¿Pese a la mística ya la décadence, a los teósofos, a los adamitas y a lo innumerable de las sectas? Pues la religión tiene en ellos otros tantos encarnizados enemigos. Usted oculta el abismo entre la naturaleza y el espíritu, entre la honesti­dad y la mentira, entre el individuo y la sociedad, o como usted lo prefiera agrupar.

YO. Ahora es usted quien dice que la mística es enemiga de la religión. La mística no sólo reduce la severidad de la problemática religiosa, sino que, al mismo tiempo, es social y adecuada. Pero pregúntese en qué medida valdría esto para el panteísmo. Por el contrario, no vale para el sentimiento religioso que está despertando. Hasta tal punto que incluso percibo sus síntomas en la vigencia y difusión de la mística y de la décadence. Pero permítame que me explique con más detalle: ya he dicho que sitúo históricamente el instante de esta nueva religión, el instante de su fundación. Fue aquel en que Kant abrió el abismo entre sensibilidad y entendimiento, y vio obrando en todo cuanto sucede a la razón práctica, moral. La humanidad había despertado del ensueño de su desarrollo, ya l tiempo ese des­pertar le había quitado su unidad. ¿ Qué hizo la época clásica? [13] Reunificó naturaleza y espíritu: puso en funcionamiento la capaci­dad de juzgar y creó esa unidad que sólo puede ser unidad del ins­tante, del éxtasis, de los grandes visionarios. Fundamentalmente, en verdad, no podemos vivirla. Dicha unidad no puede ser funda­mento de la vida, sino que significa su elevación estética. Así como la época clásica fue una reacción estética provocada por la conciencia incisiva de que había que luchar por la totalidad del ser humano, considero igualmente reacciones a la décadence y a la mística. La conciencia que en el último momento quiere salvarse de la honestidad del dualismo, que quiere huir de la personalidad. Pero la mística y la décadence libran sin duda alguna una batalla perdida, dado que se niegan a sí mismas. La mística, con la forma rebuscada escolástico-extática con que entiende lo sensible como espiritual, o ambos en calidad de aparición de lo suprasensible verdadero. En estas especulaciones sin salida incluyo al monismo. Pienso que se trata de unos productos inocuos del pensamiento que necesitan una enorme aportación de ánimo sugestionable; lo ingenioso es, como hemos dicho, el lenguaje propio de la mística. La décadence es peor, pero para mí es el mismo síntoma, y es también la misma esterilidad. La décadence busca la síntesis en lo natural, y así comete el pecado mortal de naturalizar el espíritu, de considerarlo algo obvio, sólo causalmente condicionado. Niega los valores (y por tanto a sí misma) para dominar el dualismo de deber y persona.

MI AMIGO. Tal vez usted sepa lo que a veces sucede. Uno piensa con esfuerzo durante algún tiempo, cree seguir la pista de algo inaudito, y se encuentra temblando de repente ante una monstruosa banalidad. Es lo que me sucede a mí. Por ello, me pregunto sin querer: ¿de qué estamos hablando? El hecho de que vivamos en una escisión de lo individual y lo social, ¿no es una obviedad, algo de lo que no vale la pena que hablemos? Todos la hemos experi­mentado en nosotros mismos, la experimentamos cada día. Hemos provocado el triunfo de la cultura y del socialismo, y así todo ha quedado decidido. Ya lo ve, he perdido la visión, he perdido toda comprensión.. .

YO. Según mi experiencia, quien profundiza (o espiritualiza, como me gustaría decir) una obviedad se encuentra de pronto ante una verdad profunda. Así nos ha sucedido con la religión. Sin duda, tiene razón en lo que dice. Pero añada una cosa. Esta relación no debemos entenderla como relación técnico-necesaria surgida de modo exterior y azaroso. Entendámosla como una relación moral-necesaria, espiritualicemos aún una vez más la necesidad como virtud. Sin duda, vivimos en la necesidad. Pero nuestro comportamiento sólo será valioso si es que se comprende moralmente. ¿Quizás nos hemos dicho lo terrible, lo incondicionado que subyace en la sumisión de la persona respecto a los fines morales sociales? No. Y ¿por qué no? Porque actualmente ya nada sabemos de la riqueza y el peso de la individualidad. Por lo que conozco a las gentes de hoy día creo poder decirle que han perdido el sentimiento corporal de su personalidad espiritual. En el instante en que lo reencontramos y nos doblegamos con ello a la moralidad cultural, nos volvemos humildes. Obtenemos entonces ese sentimiento de dependencia absoluta del que habla Schleiermacherh [14], en vez del sentimiento de una dependencia convencional. Pero quizás yo apenas pueda decirle esto, dado que se basa en una nueva conciencia de la inmediatez personal.

MI AMIGO. De nuevo sus pensamientos se elevan verticalmente, con lo que usted se aleja a toda máquina de la problemática actual.

YO. Pues eso es lo último que esperaba oír, después de estar hablando casi toda la noche de la necesidad de los dirigentes.

MI AMIGO. Y, sin embargo, «fe y saber» es el lema de nuestras luchas religiosas. Usted no ha dicho ni una sola palabra al respecto. Yo añado por mi parte que, desde mi punto de vista panteísta o monista, esta cuestión no existe tan siquiera. Pero usted tendría que contar con ella.

YO. Claro que lo hago: al decir que el sentimiento religioso tiene sus raíces en la totalidad de la época; a esto pertenece justamente el saber. Si el mismo saber no es problemático, una religión que empiece por lo más apremiante no tendrá sin duda que preocuparse de él. Y apenas hubo épocas en las que el saber haya sido problemático de modo natural. A tal punto lo han llevado los malentendidos históricos. Y este modernísimo problema, del que los periódicos rebosan, surge por el hecho de que no se pregunta a fondo por la religión de la época; sino que solamente se pregunta si alguna de las religiones históricas aún podría encontrar acomodo en ella, aunque hubiera que cortarle los brazos, las piernas e incluso la cabeza. Aquí me detengo: el tema es conocido.

MI AMIGO. Recuerdo unas palabras de Walter Calé: Tras una conversación, uno sIempre cree que no a dicho lo "autentico" [15]. Tal vez tenga usted ahora un sentimiento así.

YO. En efecto, lo tengo. Pienso que en última instancia una religión no puede ser sólo dualismo; que la honestidad y la humildad de que estábamos hablando es su concepto moral unitario. Pienso que no podemos decir nada sobre el Dios y la doctrina de esta religión, y muy poco sobre su vida cultual. Que lo único concreto es el senti­miento de una realidad nueva e inaudita que hace que suframos. Creo también que ya hemos tenido profetas: Tolstoi, Nietzsche, Strindberg. Que al final nuestra época preñada encontrará a un nuevo ser humano. Recientemente oí una canción; creo en el ser humano religioso, tal como lo dice esta pícara canción de amor:


Da¡¡' doch gemalt all deine Reize waren
Und dann der Heidenfürst das Bildnis fande:
Erwürde dir ein gro¡¡" Geschenkverehren
Und legte seine Kron' in deine Hande.
Zum rechten Glauben mü¡¡'te sich bekehren
Sein ganzes Reich bis an sein fernstes
Ende. 1m ganzen Lande würd' es ausgeschrieben:
Christ soU ein jeder werden und dich lieben.
Einjeder Heide flugs bekehrte sich .
Und würd' ein guter Christ und liebte dich[16].

Mi amigo sonrió, de manera escéptica pero amable, y me acompañó en silencio hasta la puerta.




[1] Benjamín no publicó nunca este texto, que escribió entre finales de 1912 y principios de 1913.

[2] La palabra alemana Philister era utilizada desde finales del siglo XVIII por los estudian­tes de universidad para referirse despectivamente a las personas de la generación de sus padres que, gozando de una situación económica acomodada, carecían de gusto artístico y literario y no se recataban en exhibir públicamente su mal gusto. La traducción literal como filisteo de esta palabra de origen teológico (los filisteos eran los enemigos del pueblo elegido) está autorizada por la Real Academia Española, que en su diccionario define filisteo en sentido figurado del siguiente modo: “Dícese de la persona de espíritu vulgar, de conocimientos escasos y poca sensibilidad artística o literaria”.[N. del T.]

[3] Al parecer, los «días de las flores» eran una propuesta de grupos ateos para sustituir las fiestas religiosas por otras fiestas laicas.

[4] Critica de la razón práctica, primera parte, libro segundo, sección segunda, V.

[5] Alfons Paquet (1881-1944), poeta alemán. Por lo demás, Walt Wbitman habia falle­cido veinte años antes, en el 1892. [N. del T.]

[6] Carta xxx. [N. del T.]

[7] Spinoza, Ética, V. proposiciones 32 y siguientes. [N. del T.]

[8] Wilhelm Bolsche (I861-1939). Escritor alemán.[N. del T.]

[9] Gerhart Hauptmann (I862-1946), escritor naturalista y simbolista alemán. [N. del T.]

[10] Se trata del quinto canto de la quinta parte de Primavera Olímpica. [Sobre Spitteler, véase supra. p. 12, nota 7 de La Bella Durmiente (N. del T.)]

II Así habló.zaratustra, primera parte, «Del amor al prójimo».

[11] Crítica de la razón práctica, primera parte, libro segundo, sección segunda, V.
Alfons Paquet (I88I-I944), poeta alemán. Por lo demás, Walt Whitman había fallecido veinte años antes, en el I89'4. [N.del T.]

[I2] Jakob Wassermann. Faustina: Ein Gespriich über die Uebe. Berlín. 19I2.

[13] En la historia cultural de Alemania, la época clásica (die KIassik) es la época dominada por Goethe y Schiller. [N. del T.]

[14] El concepto de «dependencia absoluta» (sehleehthinnige Abhangigkeit) procede de Ferdi­nand Delbrück, aunque fue SchIeiermacher quien lo popularizó en su libro Derehrist­¡iehe Claube, de 183 O .

[15]Walter Calé, Nachgelassene Schriften, ed. de A. Brückmann, Berlín, 1920, p. 329.

[16]"Si hubiera un retrato de todos tus encantos / y el príncipe de los paganos lo encon­trara, / él sin duda te haría un gran regalo / y depositaría en tus manos su corona. / Tendría que convertirse a la fe verdadera / todo su imperio, hasta las regiones más remotas, / y se haría saber en todo el país / que todos tenían que amarte y hacerse cristianos. / Los paganos se convertirían muy rápidamente, / te amarían y serían unos buenos cristianos".

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