viernes, 12 de octubre de 2007

"TERRITORIO, SOBERANÍA Y CRÍMENES DE SEGUNDO ESTADO: LA ESCRITURA EN EL CUERPO DE LAS MUJERES ASESINADAS EN CIUDAD JUÁREZ" por Rita Laura Segato



Ciudad Juárez, estado de Chihuahua, frontera Norte de México con El Paso, Texas, es un lugar emblemático del sufrimiento de las mujeres. Allí, más que en cualquier otro lugar, se vuelve real el lema “cuerpo de mujer: peligro de muerte”.

Ciudad Juárez es también, significativamente, un lugar emblemático de la globalización económica y del neo-liberalismo, con su hambre insaciable de ganancia. La sombra siniestra que cubre la ciudad y el miedo constante que sentí durante cada día y cada noche de la semana que allí estuve me acompañan hasta hoy, más de un mes después de mi regreso al Brasil. Allí se muestra la relación directa que existe entre capital y muerte, entre acumulación y concentración desreguladas y el sacrificio de mujeres pobres, morenas, mestizas, devoradas por la hendija donde se articulan economía monetaria y economía simbólica, control de recursos y poder de muerte.

Fui invitada a ir a Ciudad Juárez durante el mes de julio de 2004 porque el año anterior dos mujeres de las organizaciones mexicanas Epikeia y Nuestras Hijas de Regreso a Casa me habían oído formular lo que me pareció ser la única hipótesis viable para los enigmáticos crímenes que asolaban la ciudad - unas muertes de mujeres de tipo físico semejante que, siendo desproporcionalmente numerosas y continuas a lo largo de ahora once años, perpetradas con excesos de crueldad, con evidencia de violaciones tumultuarias y torturas, se presentaban como ininteligibles.

El compromiso inicial de nueve días para participar de un foro sobre los feminicidios de Juárez fue interrumpido por una serie de acontecimientos que culminaron, en el sexto día, con la caída de la señal de televisión de cable en la ciudad entera cuando comencé a exponer mi interpretación de los crímenes en una entrevista con el periodista Jaime Pérez Mendoza del canal 5 local. La asustadora precisión cronométrica con que coincidieron la caída de la señal y la primera palabra con que iría a dar inicio a mi respuesta sobre el por qué de los crímenes hizo que decidiéramos partir, dejando Ciudad Juárez la mañana siguiente para preservarnos y como protesta por la censura sufrida. Cuál no sería nuestra impresión al percibir que todos aquéllos con quienes hablamos confirmaron que la decisión de irnos de inmediato era sensata.

No olvidábamos que en Ciudad Juárez no parece haber coincidencias fortuitas y, tal como intentaré argumentar, todo parece formar parte de una gran máquina comunicativa cuyos mensajes se vuelven inteligibles solamente para quien, por una o otra razón, se adentró en el código. Es por eso que el primer problema que los horrendos crímenes de Ciudad Juárez presentan al forastero, a las audiencias distantes, es un problema de inteligibilidad. Y es justamente en su ininteligibilidad que los asesinos se refugian, como en un tenebroso código de guerra, un argot compuesto enteramente de acting outs.

Solamente para dar un ejemplo de esta lógica de la significación, la periodista Graciela Atencio, del diario La Jornada de Ciudad de México, también se preguntó, en una de sus notas sobre las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, si habría sido algo más que coincidencia que justamente el día 16 de agosto de 2003, cuando su periódico publicaba por primera vez la noticia de un revelador “informe del FBI que describía un posible modus operandi en el secuestro y desaparición de jóvenes”, problemas de correo impidieron su distribución en Ciudad Juárez[1].

Desafortunadamente, no había sido esa la única coincidencia que se nos ocurrió significativa durante nuestra estadía en la ciudad. El lunes 26 de julio, después de haber concluído mi primera exposición, a medio camino de la extensión total del foro que nos reunía y exactamente cuatro meses después del hallazgo del último cuerpo, apareció el cadáver de la obrera de maquiladora Alma Brisa Molina Baca. Ahorro aquí el relato de la cantidad de irregularidades cometidas por los investigadores y por la prensa local en torno de los restos de Alma Brisa. Era, sin cualquier exageración, ver-para-creer; estar allí para ser testigo de lo inconcebible, lo increíble. Pero hago notar, sí, que el cuerpo aparecía en el mismo terreno baldío del centro de la ciudad donde el año anterior fuera encontrada otra víctima. Esa otra víctima era la hija asesinada – todavía niña – de la madre que precisamente habíamos entrevistado la víspera, 25 de julio, en el sombrío barrio de Lomas de Poleo, asentado en el desierto inclemente que atraviesa la frontera entre Chihuahua y el estado de Nuevo México, en el país vecino[2]. Los comentarios generales también apuntaban al hecho de que el año pasado, justamente coincidiendo con la intervención federal en el Estado de Chihuahua ordenada por el presidente Fox, otro cuerpo había sido hallado. Las cartas estaban dadas. El siniestro “diálogo” parecía confirmar que estábamos dentro del código y que la huella que seguíamos llevaba a destino.

Ese es el camino interpretativo que deseo exponer aquí y, también, lo que estaba por comenzar a decir cuando la señal de la televisión de cable cayó, en la madrugada del viernes 30 de julio de 2004. Se trata, justamente, de la relación entre las muertes, los ilícitos resultantes del neoliberalismo feroz que se globalizó en las márgenes de la Gran Frontera después del NAFTA y la acumulación desregulada que se concentró en las manos de algunas familias de Ciudad Juárez. De hecho, lo que más impresiona cuando se le toma el pulso a Ciudad Juárez es la vehemencia con que la opinión pública rechaza uno a uno los nombres que las fuerzas públicas presentan como presuntos culpables. Da la impresión de que la gente, a pesar de desnorteada, desea mirar en otra dirección, espera que la policía dirija sus sospechas hacia el otro lado, hacia los barrios ricos de la ciudad.

El tráfico ilegal de todo tipo de lucro hacia el otro lado incluye las mercancías producidas por el trabajo extorsionado a las obreras de las maquiladoras, el valor excedente que la plusvalía extraída de ese trabajo agrega, además de drogas, cuerpos y, en fin, la suma de los cuantiosos capitales que estos negocios generan al sur del paraíso. Su tránsito ilícito se asemeja a un proceso de devolución constante a un tributador injusto, voraz e insaciable que, sin embargo, esconde su demanda y se desentiende de la seducción que ejerce. La frontera entre la miseria-del-exceso y la miseria-de-la-falta es un abismo.

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Existen dos cosas que en Ciudad Juárez pueden ser dichas sin riesgo y que, además, todo el mundo dice – la policía, la Procuraduría General del República, la Fiscal especial, el Comisionado de los derechos humanos, la prensa y las activistas de las ONG: una de ellas es que “la responsabilidad por los crímenes es de los narcos”, remitiéndonos a un sujeto con aspecto de malhechor y reafirmando nuestro terror a los márgenes de la vida social. La otra es que “se trata de crímenes con móvil sexual”. El diario del martes, un día después del hallazgo del cuerpo de Alma Brisa, repetía: “un crimen más con móvil sexual”, y la Fiscal especial subrayaba: “es muy difícil conseguir reducir los crímenes sexuales”, confundiendo una vez más las evidencias y desorientando el público al conducir su raciocinio por un camino que creo que es equivocado.

Es de esta forma que autoridades y formadores de opinión, aunque pretenden hablar en nombre de la ley y los derechos, estimulan una percepción indiscriminada de la cantidad de crímenes misóginos que ocurren en esta localidad como en cualquier otra de México, de Centroamérica y del mundo: crímenes pasionales, violencia doméstica, abuso sexual, violaciones a manos de agresores seriales, crímenes por deudas de tráfico, tráfico de mujeres, crímenes de pornografía virtual, tráfico de órganos, etc. Entiendo esa voluntad de indistinción, así como también la permisividad y naturalidad con que en Ciudad Juárez se perciben todos los crímenes contra las mujeres, como un smoke-screen, una cortina de humo cuya consecuencia es impedir ver claro un núcleo central que presenta características particulares y semejantes.

Es como si círculos concéntricos formados por una variedad de agresiones ocultasen en su interior un tipo de crimen particular, no necesariamente el más numeroso pero sí el más enigmático por sus características precisas, casi burocráticas: secuestro de mujeres jóvenes con un tipo físico definido y en su mayoría trabajadoras o estudiantes, privación de la libertad por algunos días, torturas, violación “tumultuaria” - como declaró en el foro el ex–jefe de peritos Oscar Máynez más de una vez -, mutilación, estrangulamiento, muerte segura, mezcla o extravío de pistas y evidencias por parte de las fuerzas de la ley, amenazas y atentados contra abogados y periodistas, presión deliberada de las autoridades para culpabilizar a chivos expiatorios a las claras inocentes, y continuidad ininterrumpida de los crímenes desde 1993 hasta hoy. A esta lista se suma el hecho de que nunca ningún acusado resultó verosímil para la comunidad y ninguna “línea de investigación” mostró resultados.

La impunidad, a lo largo de los ahora once años, se revela espantosa, y puede ser descrita en tres aspectos: 1. Ausencia de acusados convincentes para la opinión pública; 2. Ausencia de líneas de investigación consistentes; y 3. La consecuencia de las dos anteriores: el círculo de repetición sin fin de este tipo de crímenes.

Por otro lado, dos valientes periodistas de investigación, Diana Washington – que prepara un libro sobre las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez[3] - y Sergio González Rodríguez – autor de Huesos en el Desierto[4] (golpeado y dejado por muerto en una calle de la ciudad de México hace cuatro años, cuando se encontraba en plena investigación para su libro, lo que le causó la pérdida de todos los dientes y lo obligó a permanecer un mes hospitalizado), recogieron numerosos datos que la policía descartó a lo largo de los años y llegaron a una lista de lugares y personas que tienen, de una forma u otra, relación con las desapariciones y los asesinatos de mujeres.

Conversé con Diana Washington en dos oportunidades del otro lado de la frontera (pues la FBI no le permite cruzar el puente sin escolta) y leí el libro de Sergio González. Lo que emerge es que personas “de bien”, grandes propietarios, están vinculados con las muertes. Falta, sin embargo, un eslabón crucial: ¿qué lleva a estos respetados jefes de familia exitosos en las finanzas a implicarse en crímenes macabros y, por lo que todo indica, cometidos colectivamente? ¿Cuál sería el vínculo plausible entre estos señores y los secuestros y violaciones tumultuarias que permitiría indiciarlos y llevarlos a proceso? Falta ahí una razón. Y es justamente aquí, en la búsqueda de esta razón, que la idea de la que tanto se abusa del “móvil sexual” resulta insuficiente.

Nuevas tipificaciones y un refinamiento de las definiciones se hacen necesarios para que sea posible comprender la especificidad de un número restringido de las muertes de Juárez, y es necesario formular nuevas categorías jurídicas. Especialmente, es necesario decir lo que parece obvio: que ningún crimen realizado por marginales comunes se prolonga por tanto tiempo en total impunidad, y que ninguna policía seria habla con tamaña liviandad de lo que, en general, es producto de una larga investigación: el móvil, el motivo, la razón de un crimen. Esas verdades elementales causaron estremecimiento en Ciudad Juárez y resultaron impronunciables.

La ciencia y la vida

Algún tiempo antes de oír hablar de Ciudad Juárez por primera vez, entre los años 1993 y 1995, conduje una investigación sobre la mentalidad de los condenados por violación presos en la penitenciaria de Brasilia[5]. Mi “escucha” de lo dicho por estos presidiarios, todos ellos condenados por ataques sexuales realizados en el anonimato de las calles y a víctimas desconocidas, respalda la tesis feminista fundamental de que los crímenes sexuales no son obra de desviados individuales, enfermos mentales o anomalías sociales, sino expresiones de una estructura simbólica profunda que organiza nuestros actos y nuestras fantasías y les confiere inteligibilidad. En otras palabras: el agresor y la colectividad comparten el imaginario de género, hablan el mismo lenguaje, pueden entenderse.

Emerge de las entrevistas con más fuerza que nunca lo que Menacher Amin ya había descubierto en los datos empíricos y su análisis cuantitativo[6]: que, contrariando nuestras expectativas, los violadores, las más de las veces, no actúan en soledad, no son animales asociales que acechan a sus víctimas como cazadores solitarios, sino que lo hacen en compañía. No hay palabras suficientes para enfatizar la importancia de ese hallazgo y sus consecuencias para entender las violaciones como verdaderos actos que acontecen in societate, es decir, en un nicho de comunicación que puede ser penetrado y entendido.

Uso y abuso del cuerpo del otro sin que éste participe con intención o voluntad compatibles, la violación se dirige al aniquilamiento de la voluntad de la víctima, cuya reducción es justamente significada por la pérdida del control sobre el comportamiento de su cuerpo y el agenciamiento del mismo por la voluntad del agresor. La víctima es expropiada del control sobre su espacio-cuerpo. Es por eso que podría decirse que la violación es el acto alegórico por excelencia de la definición schmittiana de la soberanía - control legislador sobre un territorio y sobre el cuerpo del otro como anexo a ese territorio. Control irrestricto, voluntad soberana arbitraria y discrecional cuya condición de posibilidad es el aniquilamiento de atribuciones equivalentes en los otros y, sobre todo, la erradicación de la potencia de éstos como índices de alteridad o subjetividad alternativa. En ese sentido, también este acto está vinculado a la consumición del otro, a un canibalismo mediante el cual el otro perece como voluntad autónoma y su oportunidad de existir solamente persiste si es apropiada e incluída en el cuerpo de quien lo ha devorado. Su resto de existencia persiste sólo como parte del proyecto del dominador.

¿Por qué la violación obtiene ese significado? Porque debido a la función de la sexualidad en el mundo que conocemos, ella conjuga en un acto único la dominación física y moral del otro. Y no existe poder soberano que sea solamente físico. Sin la subordinación psicológica y moral del otro lo único que existe es poder de muerte, y el poder de muerte, por sí solo, no es soberanía. La soberanía completa es, en su fase más extrema, la de “hacer vivir o dejar morir”[7]. Sin dominio de la vida en cuanto vida, la dominación no puede completarse. Es por esto que una guerra que resulte en exterminio no constituye victoria, porque solamente el poder de colonización permite la exhibición del poder de muerte ante los destinados a permmanecer vivos. El trazo por excelencia de la soberanía no es el poder de muerte sobre el subyugado, sino su derrota psicológica y moral, y su transformación en audiencia receptora de la exhibición del poder de muerte discrecional del dominador.

Es por su calidad de violencia expresiva más que instrumental – violencia cuya finalidad es la expresión del control absoluto de una voluntad sobre otra – que la agresión más próxima a la violación es la tortura, física o moral. Expresar que se tiene en las manos la voluntad del otro es el telos o finalidad de la violencia expresiva. Dominio, soberanía y control son su universo de significación. Cabe recordar que estas últimas, sin embargo, son capacidades que sólo pueden ser ejercidas frente a una comunidad de vivos y, por lo tanto, tienen más afinidad con la idea de colonización que con la idea de exterminio. En un régimen de soberanía, algunos están destinados a la muerte para que en su cuerpo el poder soberano grabe su marca; en este sentido, la muerte de estos elegidos para representar el drama de la dominación es una muerte expresiva, no una muerte utilitaria.

Es necesario todavía entender que toda violencia, aun aquélla en la cual domina la función instrumental como, por ejemplo, la que tiene por objetivo apropiarse de lo ajeno, incluye una dimensión expresiva, y en este sentido se puede decir lo que cualquier detective sabe: que todo acto de violencia, como un gesto discursivo, lleva una firma. Y es en esta firma que se conoce la presencia reiterada de un sujeto por detrás de un acto. Cualquier detective sabe que, si reconocemos lo que se repite en una serie de crímenes, podremos identificar la firma – el perfil, la presencia de un sujeto reconocible por detrás del acto. El modus operandi de un agresor es nada más y nada menos que la marca de un estilo en diversas alocuciones. Identificar el estilo de un acto violento como se identifica el estilo de un texto nos llevará al perpetrador, en su papel de autor. En este sentido, la firma no es una consecuencia de la deliberación, de la voluntad, sino una consecuencia del propio automatismo de la enunciación: la huella reconocible de un sujeto, de su posición y de sus intereses, en lo que dice, en lo que expresa en palabra o acto[8].

Si la violación es, como afirmo, un enunciado, se dirige necesariamente a uno o varios interlocutores que se encuentran físicamente en la escena o presentes en el paisaje mental del sujeto de la enunciación. Sucede que el violador emite sus mensajes a lo largo de dos ejes de interlocución y no solamente de uno, como generalmente se considera, pensándose exclusivamente en su interacción con la víctima.

En el eje vertical, él habla, sí, a la víctima, y su discurso adquiere un cariz punitivo y el agresor un perfil de moralizador, de paladín de la moral social porque, en ese imaginario compartido, el destino de la mujer es ser contenida, censurada, disciplinada, reducida, por el gesto violento de quien reencarna, por medio de este acto, la función soberana.

Pero es posiblemente el descubrimiento de un eje horizontal de interlocución el aporte más interesante de mi investigación entre los presidiarios de Brasilia. Aquí, el agresor se dirige a sus pares, y lo hace de varias formas: les solicita ingreso en su sociedad y, desde esta perspectiva, la mujer violada se comporta como una víctima sacrificial inmolada en un ritual iniciático; compite con ellos, mostrando que merece, por su agresividad y poder de muerte, ocupar un lugar en la hermandad viril y hasta adquirir una posición destacada en una fratría que sólo reconoce un lenguaje jerárquico y una organización piramidal.

Esto es así porque en el larguísimo tiempo de la historia del género, tan largo que se confunde con la historia de la especie, la producción de la masculinidad obedece a procesos diferentes a los de la producción de femineidad. Evidencias en una perspectiva transcultural indican que la masculinidad es un status condicionado a su obtención – que debe ser reconfirmada con una cierta regularidad a lo largo de la vida - mediante un proceso de probación o conquista y, sobre todo, supeditado a la exacción de tributos de un otro que, por su posición naturalizada en este orden de status, es percibido como el proveedor del repertorio de gestos que alimentan la virilidad. Ese otro, en el mismo acto en que hace entrega del tributo instaurador, produce su propia exclusión de la casta que consagra. En otras palabras, para que un sujeto adquiera su status masculino, como un título, como un grado, es necesario que otro sujeto no lo tenga pero que se lo otorgue a lo largo de un proceso persuasivo o impositivo que puede ser eficientemente descrito como tributación[9]. En condiciones socio-políticamente “normales” del orden de status, nosotras, las mujeres, somos las dadoras del tributo; ellos, los receptores y beneficiarios. Y la estructura que los relaciona establece un orden simbólico marcado por la desigualdad que se encuentra presente y organiza todas las otras escenas de la vida social regidas por la asimetría de una ley de status.

En síntesis, de acuerdo con este modelo, el crimen de estupro resulta de un mandato que emana de la estructura de género y garantiza, en determinados casos, el tributo que acredita el acceso de cada nuevo miembro a la cofradía viril. Y se me ocurre que el cruce tenso entre sus dos coordenadas, la vertical, de consumición de la víctima, y la horizontal, condicionada a la obtención del tributo, es capaz de iluminar aspectos fundamentales del largo y establecido ciclo de los feminicidios de Ciudad Juárez. De hecho, lo que me llevó a Ciudad Juárez es que mi modelo interpretativo de la violación es capaz de lanzar nueva luz sobre el enigma de los feminicidios y permite organizar las piezas del rompecabezas haciendo emerger un diseño reconocible.

Inspirada en este modelo que tiene en cuenta y enfatiza el papel de la coordenada horizontal de interlocución entre miembros de la fratría, tiendo a no entender los feminicidios de Juárez como crímenes en los que el odio hacia la víctima es el factor predominante[10]. No discuto que la misoginia, en el sentido estricto de desprecio a la mujer, sea generalizada en el ambiente donde los crímenes tienen lugar. Pero estoy convencida de que la víctima es el desecho del proceso, una pieza descartable, y de que condicionamientos y exigencias extremas para atravesar el umbral de la pertenencia al grupo de pares se encuentran por detrás del enigma de Ciudad Juárez. Quienes dominan la escena son los otros hombres y no la víctima, cuyo papel es ser consumida para satisfacer la demanda del grupo de pares. Los interlocutores privilegiados en esta escena son los iguales, sean éstos aliados o competidores: los miembros de la fratría mafiosa, para garantizar la pertenencia y celebrar su pacto; los antagonistas, para exhibir poder frente a los competidores en los negocios, las autoridades locales, las autoridades federales, los activistas, académicos y periodistas que osen inmiscuirse en el sagrado dominio, los parientes subalternos - padres, hermanos, amigos- de las víctimas. Estas exigencias y formas de exhibicionismo son características del régimen patriarcal en un orden mafioso.

Los feminicidios de Ciudad Juárez: una apuesta criminológica

Presento aquí una lista con algunas ideas que, combinadas, se constelan en una imagen posible del lugar, las motivaciones, las finalidades, los significados, las ocasiones y las condiciones de posibilidad de los feminicidios.

Mi problema aquí es que la exposición no puede más que ser hecha en forma de listado. Sin embargo, los temas desplegados forman una esfera de sentido; no una sucesión lineal de ítems sucesivos sino una unidad significativa: el mundo de Ciudad Juárez. Y es por eso que no es preciso que los hechos formen parte de una conciencia discursiva por parte de los autores, ya que son, fundamentalmente, acciones constitutivas de su mundo. Hablar de causas y efectos no me parece adecuado. Hablar de un universo de sentidos entrelazados y motivaciones inteligibles, sí.

El lugar - la Gran frontera

Frontera entre el exceso y la falta, Norte y Sur, Marte y la Tierra, Ciudad Juárez no es un lugar alegre. Abriga muchos llantos, muchos terrores.

Frontera que el dinero debe atravesar para alcanzar la tierra firme donde el capital se encuentra, finalmente, a salvo y da sus frutos en prestigio, seguridad, confort y salud. La frontera detrás de la cual el capital se moraliza y se encuentran los bancos que valen la pena.

La frontera con el país más controlado del mundo, con sus rastreos de vigilancia cerrada y casi infalible. A partir de ese punto, de esa línea en el desierto, cualquier negocio ilícito debe ser ejecutado con un sigilo más estricto, en sociedades clandestinas más cohesionadas y juradas que en cualquier otro lugar. El lacre de un silencio riguroso es su requisito.

La frontera donde los grandes empresarios viven de un lado y “trabajan” del otro; de la gran expansión y valorización territorial – literalmente, terrenos robados al desierto cada día, cada vez más cerca del Río Bravo.

La frontera del tráfico más lucrativo del mundo: tráfico de drogas, tráfico de cuerpos.

La frontera que separa una de las manos de obra más caras del mundo de una de las manos de obra más baratas.

Esa frontera es el escenario del mayor y más prolongado número de ataques y asesinatos de mujeres con modus operandi semejante de que se tiene noticia en “tiempos de paz”.

Los propósitos.

La evidencia de un larguísimo período de inercia de la justicia en torno a los crímenes conduce inmediatamente nuestra atención hacia el subtexto permanente de los mismos: los crímenes hablan de impunidad. Impunidad es su gran tema y, por lo tanto, es la impunidad la puerta de entrada para su desciframiento. Podría ser que, si bien el caldo de cultivo para los asesinatos es el ambiente que acabo de describir, caracterizado por la concentración de poder económico y político y, por lo tanto, con altos niveles de privilegio y protección para algunos grupos, se me ocurre sin embargo que nos equivocamos cuando pensamos en la impunidad exclusivamente como un factor causal.

Deseo proponer que los feminicidios de Juárez se pueden comprender mejor si dejamos de pensarlos como consecuencia de la impunidad e imaginamos que se comportan como productores y reproductores de impunidad. Ésta fue mi primera hipótesis y es posible también que haya sido el primer propósito de sus perpetradores en el tiempo: sellar, con la complicidad colectivamente compartida en las ejecuciones horrendas, un pacto de silencio capaz de garantizar la lealtad inviolable a cofradías mafiosas que operan a través de la frontera más patrullada del mundo. Dar prueba, también, de la capacidad de crueldad y poder de muerte que negocios de alta peligrosidad requieren. El ritual sacrificial, violento y macabro, une a los miembros de la mafia y vuelve su vínculo inviolable. La víctima sacrificial, parte de un territorio dominado, es forzada a entregar el tributo de su cuerpo a la cohesión y vitalidad del grupo y la mancha de su sangre define la esotérica pertenencia al mismo por parte de sus asesinos. En otras palabras, más que una causa, la impunidad puede ser entendida como un producto, el resultado de estos crímenes, y los crímenes como un modo de producción y reproducción de la impunidad: un pacto de sangre en la sangre de las víctimas.

En este sentido, es posible apuntar ya aquí una diferencia fundamental entre este tipo de crimen y los crímenes de género perpetrados en la intimidad del espacio doméstico, sobre víctimas que pertenecen al círculo de relaciones de los abusadores – hijas, hijastras, sobrinas, esposas, etc. Si al abrigo del espacio doméstico el hombre abusa de las mujeres que se encuentran bajo su dependencia porque puede hacerlo, es decir, porque éstas ya forman parte del territorio que controla, el agresor que se apropia del cuerpo femenino en un espacio abierto, público, lo hace porque debe para mostrar que puede. En uno, se trata de una constatación de un dominio ya existente; en el otro, de una exhibición de capacidad de dominio que debe ser reeditada con cierta regularidad y puede ser asociada a los gestos rituales de renovación de los votos de virilidad. El poder está, aquí, condicionado a una muestra pública dramatizada a menudo en un acto predatorio del cuerpo femenino.

Pero la producción y la manutención de la impunidad mediante el sello de un pacto de silencio en realidad no se distinguen de lo que se podría describir como la exhibición de la impunidad. La estrategia clásica del poder soberano para reproducirse como tal es divulgar e incluso espectacularizar el hecho de que se encuentra más allá de la ley. Podemos entender también de esta forma los crímenes de Ciudad Juárez y sugerir que, si por un lado son capaces de sellar la alianza en el pacto mafioso, por otro lado, también, cumplen con la función de ejemplaridad por medio de la cual se refuerza el poder disciplinador de toda ley.

Esto es así porque en la capacidad de secuestrar, torturar y matar reiterada e impunemente, el sujeto autor de estos crímenes ostenta, más allá de cualquier duda, la cohesión, vitalidad y control territorial de la red corporativa que comanda. Es evidente que la continuidad de este tipo de crímenes por once años sin que su recurrencia sea perturbada requiere recursos humanos y materiales cuantiosos que involucran: control de una red de asociados extensa y leal, acceso a lugares de detención y tortura, vehículos para el transporte de la víctima, acceso e influencia o poder de intimidación o chantaje sobre los representantes del orden público en todos sus niveles, incluso federal; acceso e influencia o poder de intimidación o chantaje sobre los miembros del gobierno y la administración pública en todos sus niveles, incluso federal. Lo que es importante notar es que, al mismo tiempo que esta red de aliados es accionada por quien comanda los crímenes corporativos de Ciudad Juárez, se exhibe su existencia, en franca ostentación de un dominio totalitario de la localidad.

Los significados

Es precisamente al cumplir este último papel que los asesinatos pasan a comportarse como un sistema de comunicación. Si escuchamos con atención los mensajes que allí circulan, podremos acceder al rostro del sujeto que en ellos habla. Solamente después de comprender lo que dice, a quién y para qué, podremos localizar la posición desde la cual emite su discurso. Es por eso mismo que debemos insistir en que, cada vez que el lema del móvil sexual se repite con liviandad antes de analizar minuciosamente lo “dicho” en estos actos de interlocución, perdemos la oportunidad de seguirle el rastro a quien se esconde detrás del texto sangriento.

En otras palabras, los feminicidios son mensajes emanados de un sujeto autor que sólo puede ser identificado, localizado, perfilado, mediante una “escucha” rigurosa de estos crímenes como actos comunicativos. Es en su discurso que encontramos al sujeto que habla, es en su discurso que la realidad de este sujeto se inscribe como identidad y subjetividad y, por lo tanto, se vuelve rastreable y reconocible. Así mismo, en su enunciado, podemos encontrar el rastro de su interlocutor, su impronta, como un negativo. Eso no es verdad solamente para los acting outs violentos que la policía investiga, sino también para el discurso de cualquier sujeto, como lo han explicado una variedad de filósofos y teóricos literarios contemporáneos[11].

Si el acto violento es entendido como mensaje y los crímenes se perciben orquestados en claro estilo responsorial, nos encontramos con una escena donde los actos de violencia se comportan como una lengua capaz de funcionar eficazmente para los entendidos, los avisados, los que la hablan,, aun cuando no participen directamente en la acción enunciativa. Es por eso que, cuando un sistema de comunicación con un alfabeto violento se instala, es muy difícil desinstalarlo, eliminarlo. La violencia constituida y cristalizada en forma de sistema de comunicación se transforma en un lenguaje estable y pasa a comportarse con el casi-automatismo de cualquier idioma. Preguntarse, en estos casos, por qué se mata en un determinado lugar es semejante a preguntarse por qué se habla una determinada lengua – el italiano en Italia, el portugués en Brasil. Un día, cada una de esas lenguas se estableció por procesos históricos como conquista, colonización, unificación de territorios bajo un mismo estado nacional o migraciones. En ese sentido, las razones por las cuales hablamos una lengua son arbitrarias y no pueden ser explicadas por una lógica necesaria. Son, por lo tanto, también históricos los procesos por los cuales una lengua es abolida, erradicada de un territorio. El problema de la violencia como lenguaje se agrava aún más si consideramos que existen ciertas lenguas que, en determinadas condiciones históricas, tienden a convertirse en lingua franca y generalizarse más allá de las fronteras étnicas o nacionales que le sirvieron de nicho originario.

Preguntamos entonces: ¿Quién habla aquí? ¿A quién? ¿Qué le dice? ¿Cuándo? ¿Cuál es la lengua del feminicidio? ¿Qué significante es la violación?

Mi apuesta es que el autor de este crimen es un sujeto que valoriza la ganancia y el control territorial por encima de todo, incluso por encima de su propia felicidad personal. Un sujeto con su entourage de vasallos que deja así absolutamente claro que Ciudad Juárez tiene dueños, y que esos dueños matan mujeres para mostrar que lo son. El poder soberano no se afirma si no es capaz de sembrar el terror.

Se dirige con esto a los otros hombres de la comarca, a los tutores o responsables de la víctima en su círculo doméstico y a quienes son responsables de su protección como representantes del Estado; le habla a los hombres de las otras fratrías amigas y enemigas para demostrar los recursos de todo tipo con que cuenta y la vitalidad de su red de sustentación; le confirma a sus aliados y socios en los negocios que la comunión y la lealtad de grupo continúa incólume. Les dice que su control sobre el territorio es total, que su red de alianzas es cohesiva y confiable, y que sus recursos y contactos son ilimitados.

Se pronuncia de esta forma cuando se consolida una fratría; cuando se planea un negocio amenazado por el peligro del ilícito en esta frontera patrullada; cuando se abren las puertas para algún nuevo miembro; cuando otro grupo mafioso desafía el control sobre el territorio; cuando hay intrusiones externas, inspecciones, en el coto totalitario de la localidad.

La lengua del feminicidio utiliza el significante cuerpo femenino para indicar la posición de lo que puede ser sacrificado en aras de un bien mayor, de un bien colectivo, como es la constitución de una fratría mafiosa. El cuerpo de mujer es el índice por excelencia de la posición de quien rinde tributo, de víctima cuyo sacrificio y consumición podrán más fácilmente ser absorbidos y naturalizados por la comunidad.

Es parte de este proceso de digestión la acostumbrada doble victimación de la ya víctima, así como la doble y triple victimación de su familia, representada las más de las veces por una madre triste. Un mecanismo de defensa cognitiva casi incontrolable hace que, para reducir la disonancia entre la lógica con que esperamos que la vida se comporte y la manera en que se comporta en realidad, odiemos a quien encarna esa inversión, esa infracción a la gramática de la sociabilidad. Ante la ausencia definitiva de un agresor, alguien tiene que ser responsabilizado por la desdicha colectiva así causada. Así como es común que el condenado recuerde a su víctima con gran rencor por asociarla al desenlace de su destino y a la pérdida de su libertad, de la misma forma la comunidad se sume más y más en una espiral misógina que, a falta de un soporte más adecuado para deshacerse de su malestar, le permite depositar en la propia víctima la culpa por la crueldad con que fue tratada. Fácilmente optamos por reducir nuestro sufrimiento frente a la injusticia intolerable testimoniada, aduciendo que “debe haber una razón”. Así, las mujeres asesinadas de Ciudad Juárez se transforman rápidamente en prostitutas, mentirosas, fiesteras, drogadictas y en todo aquello que pueda liberarnos de la responsabilidad y la amargura que nos inocula depararnos con su suerte injusta.

En la lengua del feminicidio cuerpo femenino también significa territorio y su etimología es tan arcaica como sus transformaciones son recientes. Ha sido constitutivo del lenguaje de las guerras, tribales o modernas, que el cuerpo de la mujer se anexe como parte del país conquistado. La sexualidad vertida sobre el mismo expresa el acto domesticador, apropiador, cuando insemina el territorio-cuerpo de la mujer. Por esto, la marca del control territorial de los señores de Ciudad Juárez puede ser inscrita en el cuerpo de sus mujeres como parte o extensión del dominio afirmado como propio.

La violación tumultuaria es, como en los pactos de sangre, la mezcla de substancias corporales de todos los que en ella participan; el acto de compartir la intimidad en su aspecto más feroz, de exponer lo que se guarda con más celo. Como el corte voluntario del que aflora la sangre, la violación es una publicación de la fantasía, la transgresión de un límite, un gesto radicalmente comprometedor.

La violación, la dominación sexual, tiene también como rasgo conjugar el control no solamente físico sino también moral de la víctima y sus asociados. La reducción moral es un requisito para que la dominación se consume y la sexualidad, en el mundo que conocemos, está impregnada de moralidad.

¿Qué es, entonces, un feminicidio, en el sentido que Ciudad Juárez le confiere a esta palabra? Es el asesinato de una mujer genérica, de un tipo de mujer, sólo por ser mujer y por pertenecer a este tipo, de la misma forma que el genocidio es una agresión genérica y letal a todos aquellos que pertenecen al mismo grupo étnico, racial, lingüístico, religioso o ideológico. Ambos crímenes se dirigen a una categoría, no a un sujeto específico. Precisamente, este sujeto es despersonalizado como sujeto porque se hace predominar en él la categoría a la cual pertenece sobre sus rasgos individuales biográficos o de personalidad.

Pero hay, me parece, una diferencia entre estos dos tipos de crímenes que debería ser mejor examinada y discutida. Si en el genocidio la construcción retórica del odio al otro conduce la acción de su eliminación, en el feminicidio la misoginia por detrás del acto es un sentimiento más próximo al de los cazadores por su trofeo: se parece al desprecio por su vida o a la convicción de que el único valor de esa vida radica en su disponibilidad para la apropiación.

Los crímenes, así, parecerían hablar de un verdadero Derecho de Pernada bestial de un Barón feudal y postmoderno con su grupo de acólitos, como expresión por excelencia de su dominio absolutista sobre un territorio, donde el derecho sobre el cuerpo de la mujer es una extensión del derecho del señor sobre su gleba. Sin embargo, en el más que terrible orden contemporáneo postmoderno, neoliberal, postestatal, postdemocrático, el Barón se volvió capaz de controlar de forma casi irrestricta su territorio como consecuencia de la acumulación descontrolada característica de la región de expansión fronteriza, exacerbada por la globalización de la economía y las reglas sueltas del mercado neoliberal en vigencia. Su única fuerza reguladora radica en la codicia y en la potencia de rapiña de sus competidores: los otros Barones del lugar. Microfacismos regionales y su control totalitario de la provincia acompañan la decadencia del orden nacional de este lado de la Gran Frontera y urgen, más que nunca, la aplicación de formas de legalidad y control de cuño internacionalista.

La misteriosa muerte de las mujeres de Ciudad Juárez puede ser la pista definitiva de que la descentralización, en un contexto de desestatización y de neoliberalismo, no puede sino instalar un totalitarismo de provincia, en una conjunción regresiva entre postmodernidad y feudalismo, donde el cuerpo femenino vuelve a ser anexado al dominio territorial.

Las condiciones de posibilidad

La extrema asimetría por la extracción desregulada de ganancias por parte de un grupo es una condición crucial para que se establezca un contexto de impunidad. Cuando la desigualdad de poderes es tan extrema como en un régimen irrestricto neoliberal, no hay posibilidad real de separar negocios lícitos de negocios ilícitos, ya que la desigualdad se vuelve tan acentuada que permite el control territorial absoluto a nivel subestatal por parte de algunos grupos y sus redes de sustentación y alianza. Estas redes instalan, entonces, un verdadero totalitarismo de provincia y pasan a demarcar y expresar sin ambigüedades el régimen de control vigente en la región. Los crímenes de mujeres de Ciudad Juárez me parecen una forma de significar ese tipo de dominio territorial.

Una característica fuerte de los regímenes totalitarios es el encierro, la representación del espacio totalitario como un universo sin lado de afuera, encapsulado y autosuficiente, donde una estrategia de atrincheramiento por parte de las elites impide a los habitantes acceder a una percepción diferente, exterior, alternativa, de la realidad. Una retórica nacionalista que se afirma en una construcción primordialista de la unidad nacional – como es el caso de la “mexicanidad” en México, la “civilización tropical” en Brasil o el “ser nacional” en Argentina - beneficia a los que detentan el control territorial y el monopolio de la voz colectiva.

Estas metafísicas de la nación basadas en un esencialismo antihistórico, por más populares y reivindicativas que puedan presentarse, trabajan con los mismos procedimientos lógicos que ampararon el nazismo. Este mismo tipo de ideología nacional puede ser también encontrado en las regiones cuando una elite regional consolida su dominio sobre el espacio y legitima sus privilegios en una ideología primordialista de la región, es decir, trabajando su identificación con un grupo étnico o con una herencia de civilización. Consignas nativistas poderosas presionan para la formación de un sentimiento de lealtad a los emblemas de la unidad territorial con los cuales la elite, por otro lado, diseña su heráldica. Cultura popular significa, en un medio totalitario, cultura apropiada; pueblo son los habitantes del territorio controlado; y autoridades son los dueños del discurso, la cultura tradicional, la riqueza producida por el pueblo, y el territorio totalizado.

Como en el totalitarismo de nación, una de las estrategias principales del totalitarismo de región es la de prevenir a la colectividad contra cualquier discurso que pueda ser tildado de no autóctono, no emanado y sellado por el compromiso de la lealtad interior. “Extranjero” y “extraño en la comarca” son transformados en categorías de acusación y se confisca la posibilidad de hablar “desde afuera”. Por lo tanto, la retórica es la de un patrimonio cultural que ha de ser defendido por encima de todo y la de una lealtad territorial que predomina y excluye otras lealtades - como, por ejemplo, la del cumplimiento de la ley, la de la lucha por la expansión de los derechos y la demanda de activismo y arbitraje internacional para la protección de los derechos humanos. Es por esto que, si el “lado de adentro” y el sitio mediático es la estrategia inequívoca de los líderes totalitarios, el “lado de afuera” es siempre el punto de apoyo para la acción en el campo de los derechos humanos.

En un ambiente totalitario, el valor más martillado es el nosotros. El concepto de nosotros se vuelve defensivo, atrincherado, patriótico, y quien lo infringe es acusado de traición. En este tipo de patriotismo, la primera víctima son los otros interiores de la nación, de la región, de la localidad – siempre las mujeres, los negros, los pueblos originarios, los disidentes. Estos otros interiores son coaccionados para que sacrifiquen, callen y posterguen su queja y el argumento de su diferencia en nombre de la unidad sacralizada y esencializada de la colectividad.

Es blandiendo ese conjunto de representaciones típicamente totalitarias – de un totalitarismo de provincia - que los medios de comunicación juarenses descalifican uno a uno a los veedores foráneos. El discurso de los medios, cuando se “escucha” el subtexto de la noticia, cuando se lee entre líneas, es: es mejor un asesino propio, por más cruel que sea, que un justiciero ajeno, aunque tenga razón. Esta conocida estrategia propagandística elemental construye, todos los días, frente a cualquier amenaza de la mirada exterior, la muralla totalitaria de Ciudad Juárez, y ha contribuído, a lo largo de estos once años, a escamotear la verdad al pueblo y a neutralizar las fuerzas de la ley que se resistan a una articulación protética con los poderes locales.

Imposible no recordar Ciudad Juárez cuando leemos Hannah Arendt:

Los movimientos totalitarios han sido llamados de “sociedades secretas montadas a la luz del día”[12]. Realmente,[...] la estructura de los movimientos [...] nos recuerda en primer lugar ciertas características de esas sociedades. Ls sociedades secretas forman también jerarquías de acuerdo con el grado de “iniciación”, regulan la vida de sus miembros según un presupuesto secreto y ficticio que hace que cada cosa parezca ser otra diferente; adoptan una estrategia de mentiras coherentes para engañar a las masas de afuera, no iniciadas; exigen obediencia sin reservas por parte de sus miembros, cuya cohesión se mantiene por la fidelidad a un líder frecuentemente desconocido y siempre misterioso, rodeado, o supuestamente rodeado, por un pequeño círculo de iniciados; y éstos, a su vez, son rodeados por semi-iniciados que constituyen una especie de “amortiguador” contra el mundo profano y hostil. Los movimientos totalitarios tienen todavía en común con las sociedades secretas la escisión dicotómica del mundo entre “hermanos por pacto de sangre” y una masa indistinta e inarticulada de enemigos jurados [...] distinción basada en la absoluta hostilidad al mundo que los rodea. [...] Tal vez la más clara semejanza entre las sociedades secretas y los movimientos totalitarios resida en la importancia del ritual [...]. (Sin embargo), esa ideolatría no prueba la existencia de tendencias seudoreligiosas o heréticas [...] son simple trucos organizacionales, muy practicados en las sociedades secretas, que también forzaban a sus miembros a guardar secreto por miedo y respeto a símbolos truculentos. Las personas se unen más firmemente a través de la experiencia compartida de un ritual secreto que por la simple admisión al conocimiento del secreto”[13].

Pero ¿qué Estado es ése?, ¿qué liderazgo es ése que produce el efecto de un totalitarismo regional? Es un segundo Estado que necesita de un nombre. Un nombre que sirviera de base para la categoría jurídica capaz de encuadrar en la ley a sus dueños y la red de complicidad que controlan. Los feminicidios de Ciudad Juárez no son crímenes comunes de género sino crímenes corporativos y, más específicamente, son crímenes de segundo Estado, de Estado paralelo. Se asemejan más, por su fenomenología, a los rituales que cimientan la unidad de sociedades secretas y regímenes totalitarios. Comparten una característica idiosincrática de los abusos del poder político: se presentan como crímenes sin sujeto personalizado realizados sobre una víctima tampoco personalizada: un poder secreto abduce a un tipo de mujer, victimizándola, para reafirmar y revitalizar su capacidad de control. Por lo tanto, son más próximos a crímenes de Estado, crímenes de lesa humanidad, donde el Estado paralelo que los produce no puede ser encuadrado porque carecemos de categorías y procedimientos jurídicos eficientes para enfrentarlo.

Es por eso que sería necesario crear nuevas categorías jurídicas para encuadrarlos y tornarlos jurídicamente inteligibles, clasificables: no son crímenes comunes, o sea, crímenes de género de motivación sexual o de falta de entendimiento en el espacio doméstico, como afirman frívolamente agentes de la ley, autoridades y activistas. Son crímenes que podrían ser llamados de segundo Estado o crímenes de corporación, en los que la dimensión expresiva de la violencia prevalece. Entiendo aquí ¨corporación¨ como el grupo o red que administra los recursos, derechos y deberes propios de un Estado paralelo, establecido firmemente en la región y con tentáculos en las cabeceras del país.

Si invirtiésemos los términos por un momento y dijéramos que el telos o finalidad del capital y de “los mandamientos de la capitalización” no es el proceso de acumulación, porque eso significaría caer en una tautología (la finalidad de la acumulación es la acumulación; la finalidad de la concentración es la concentración) y, por lo tanto, estaríamos describiendo el ciclo cerrado de un fin en sí mismo; si en lugar de eso dijésemos que la finalidad del capital es la producción de la diferencia mediante la reproducción y ampliación progresiva de la jerarquía hasta el punto del exterminio de algunos como expresión incontestable de su éxito, concluiríamos que solamente la muerte de algunos es capaz de alegorizar idóneamente y de forma autoevidente el lugar y la posición de todos los dominados, del pueblo dominado, de la clase dominada. Es en la exclusión y su significante por antonomasia: la capacidad de supresión del otro, que el capital se consagra. ¿Y qué más emblemático del lugar de sometimiento que el cuerpo de la mujer mestiza, de la mujer pobre, de la hija y hermana de los otros que son pobres y mestizos? ¿Dónde podría significarse mejor la otredad producida justamente para ser vencida? ¿Qué trofeo emblematizaría mejor la prebenda de óptimos negocios más allá de cualquier regla o restricción? Esa doblemente otra mujer emerge así en la escena como el lugar de la producción y de la significación de la última forma de control territorial totalitario – de cuerpos y terrenos, de cuerpos como parte de terrenos – por el acto de su humillación y supresión.

Nos encontramos, así, frente al sin-límite de ambas economías – simbólica y material. La depredación y la rapiña del ambiente y de la mano de obra se dan las manos con la violación sistemática y corporativa. No olvidemos que rapiña, en español, comparte su raíz con rape, violación en inglés.

Si esto es así, no solamente podemos afirmar que una comprensión del contexto económico en gran escala nos ayuda a iluminar los acontecimientos de Ciudad Juárez, sino también que las humildes muertas de Juárez, desde la pequeña escala de su situación y localidad, nos despiertan y nos conducen a una relectura más lúcida de las transformaciones que atraviesa el mundo en nuestros días, mientras se vuelve, a cada instante, más inhóspito y aterrador.


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[1]Atencio, Graciela: “El circuito de la muerte”. Triple Jornada – suplemento feminista del diario la Jornada. No. 61, septiembre de 2003.

[2] Los restos de Alma Brisa fueron hallados entre girasoles en el mismo terreno del centro de la ciudad donde había sido hallado el cuerpo de Brenda Berenice, hija de Juanita, una de las principales colaboradoras del proyecto de Epikeia y de esta publicación.

[3] The Harvest of Women, de próxima aparición en México y los Estados Unidos de Norte América, fragmentos del cual fueron apareciendo en su columna del diario El Paso Times.

[4] Barcelona: Anagrama, 2002.

[5] Presenté los resultados en mi libro Las Estructuras Elementales de la Violencia. Ensayos sobre género entre la Antropología, el Psicoanálisis y los Derechos Humanos. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes / Prometeo 3010, 2003.

[6] Amir, Menacher: Patterns in Forcible Rape. Chicago y Londres: The University of Chicago Press, 1971

[7] Foucault, Michel: Aula de 17 de marzo de 1976 . En Em Defesa da Sociedade. Curso no Collège de France (1975-1976). São Paulo: Martins Fontes, 1999

[8] Derrida, Jacques, Marges de la philosophie. Paris: Minuit, 1972.

[9] Ver el capítulo “La célula violenta que Lacan no vio: un diálogo (tenso) entre la antropología y el psicoanálisis” en mi libro de 2003 ya citado.

[10] Como se afirma, por ejemplo, en el libro de Radford, Jill and Diana E.H. Russell: Femicide: The Politics of Woman Killing. Nueva York: Twayne Publishers, 1992.

[11] Ver un panorama de esta forma de “escucha” contemporánea del texto en autores como Bakhtin, Lacan, Lévinas y otros en Patterson, David: Literature and Spirit. Essays on Bakhtin and his contemporaries. Lexington: The University Press of Kentucky, 1988

[12] Apud Alexandre Koyré: “The Political Function of the modern lie”. Contemporary Jewish Record, junio 1945

[13] Arendt, Hannah : Origens do Totalitarismo. São Paulo: Companhia das Letras, 1998 (1949), pp. 425-427. Mi traducción de la edición portuguesa.

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