martes, 6 de noviembre de 2007

" El fin del estado y el porvenir del capitalismo. Reflexiones desde una lectura de Marx." por Hector León Moncayo S.



La globalización, o mejor el actual oleaje de globalización, contrario a lo que habitualmente se piensa, antes que un hecho económico es más que todo un hecho político. La preeminencia del dogma del libre comercio mundial o más exactamente su imposición práctica, especialmente en los países periféricos, es el resultado de una serie de decisiones (¿suicidas?) de Estado que, al “abrir” las economías nacionales, no han hecho otra cosa que renunciar a porciones significativas de soberanía a favor de las leyes “impersonales” del mercado [1] . O mejor, según se ha venido insistiendo en múltiples foros académicos y políticos, en favor de las grandes corporaciones multinacionales y de los estados hegemónicos (“hegemones”). El fortalecimiento, o la aparición, de instituciones supranacionales como las tradicionales de Bretton Woods o la Organización Mundial del Comercio (OMC), y la recientemente creada Corte Penal Internacional, refuerzan la imagen de que el antiguo orden mundial basado en estados nacionales, ha llegado a su final.

Tales decisiones forman parte de un programa político más general, denominado, para simplificar, neoliberalismo, que en el interior de los países viene concediendo también preeminencia al mercado. Así, podría decirse que si el primer proceso conduce a un debilitamiento de la soberanía “externa”, el segundo afecta la “interna”, sobre todo cuando se tiene en cuenta que a veces coincide con políticas de descentralización y en general de privatización de funciones públicas. No obstante, podría argumentarse en este último caso que otorgar primacía al mercado no está en contradicción con la naturaleza del Estado (¿gendarme?), en cuanto es un simple reordenamiento jurídico que, aún reduciendo o modificando por decisión propia la capacidad de intervención del aparato estatal, mantendría, de todas maneras, el marco constitucional. No sucede así, en cambio, en el plano internacional. Probablemente se podría invocar la existencia de una superestructura jurídica mundial pero, a esta altura, ya no es evidente que los estados hayan jugado un papel definitivo en su construcción. En el caso de la preeminencia otorgada al mercado mundial no puede, pues, procederse por analogía [2] .

El fin de los estados, aunque no se trate de todos, no es, sin embargo, una conclusión fácil de aceptar. No tanto desde el punto de vista práctico, como del teórico. Es posible reconocer que el espacio de las principales decisiones políticas ya no es el de las “naciones” y que hoy como nunca se ha materializado un poder que es de suyo global, o mundial. E incluso, que el ejercicio de dicho poder, pura y simple dominación del gran capital, ya no precisa de intermediaciones jurídico-políticas, ni siquiera en la forma de colonialismo. No obstante, las relaciones de mercado que regulan el intercambio y la circulación de mecancías y sobre todo la movilidad del capital, aún prescindiendo de las dificultades que propone, por ejemplo, la diferencia de monedas (atributo de la soberanía estatal), permiten la exacción, traslado y apropiación del valor generado en cualquier parte del planeta, pero no bastan ni para arbitrar la pugna entre las fracciones del capital ni mucho menos para construir verdaderas relaciones sociales de poder. La dimensión política, en el sentido de la relación de dominación legítima –para recurrir al lenguaje weberiano– sigue siendo indispensable.

Obviamente, desde otras perspectivas teóricas que no reivindican la centralidad del capital en la sociedad moderna y se ubican en una lógica de comportamientos e interacciones entre actores, el problema no adquiriría tal magnitud. En efecto, desde antes del auge de la noción de globalización, en los años setenta, ya algunas corrientes de la teoría de las relaciones internacionales cuestionaban el papel exclusivo del Estado, identificándose como transnacionalistas, transgubernamentales o globalistas [3] . Habría muchos otros actores, partidos, gremios, empresas multinacionales, organizaciones de la sociedad civil (ONG), las propias burocracias en los distintos niveles de los estados, e incluso las instituciones internacionales. Los resultados, así en el ámbito nacional como en el internacional, dependerían de un juego cooperativo (interdependencia, negociaciones) que eventualmente suscita el conflicto.

Sobra decir que estos enfoques son hoy predominantes en los análisis de la politología. En este ensayo no vamos a detenernos en estos aportes, aunque en su nivel, proporcionan perspectivas interesantes. En realidad es mayor su voluntad normativa (formulación de recomendaciones) que su capacidad interpretativa o explicativa. El punto de discrepancia tiene que ver con la noción de poder. Para la mayoría de ellos éste se reduce a una suma de recursos a disposición de cada uno de los “actores”. Entran en juego en el mismo nivel que otros factores que determinan la dinámica de la política global y abren o restringen los espacios de oportunidad política. El sentido de la “democracia” a nivel internacional es el mismo que se predica en el espacio nacional: la tramitación pacífica de conflictos entre intereses y actores o, mejor, su transformación en cooperación [4] . No es una feliz analogía. La naturaleza del Estado consiste, precisamente, en que, separado de la sociedad civil, concentra y monopoliza el poder político. Si esta pretensión es ya fallida a escala nacional e inexistente a escala mundial, estamos frente a un problema histórico que no podemos resolver constatando simplemente la “multiplicidad de poderes” en uno y otro caso, y menos si involucramos el espacio del mercado.

Es por eso que aquí volveremos sobre el problema fundamental planteado inicialmente. Se trata de esclarecer sus términos teóricos. El punto de partida es Marx.



El lugar del Estado en el pensamiento de Marx
En Marx hay dos aproximaciones a la teoría del Estado: una, desde la teoría “pura”, desde el análisis del modo de producción capitalista. Otra, desde una perspectiva histórica, desde la complejidad de la lucha de clases. En la primera el Estado aparece como un componente esencial. Sugestivo es en este sentido el plan de su obra liminar. Dice en una carta a Engels:

Lo que sigue es una síntesis muy breve de la primera parte. Me propongo reunir este material en seis libros: 1) Del capital; 2) De la propiedad territorial; 3) El trabajo asalariado; 4) El Estado; 5) El comercio internacional; 6) El mercado mundial [5] .

Seguramente introdujo modificaciones en este plan que no pudo llevar a cabo, y ya se sabe la participación de Engels en la edición del segundo y tercer tomos de El capital, pero no deja de ser sugestivo que introdujera, como asunto específico, el tema del Estado, incluso como presupuesto del comercio internacional y del mercado mundial. A primera vista daría lugar a pensar en un enfoque convencional de la economía política. No obstante, Adam Smith, por ejemplo, introduce el comercio internacional en el Libro sobre los sistemas de economía política, antes de tratar del Estado, tema que se reduce a considerar los ingresos del soberano o de la república. Obviamente, para éste, el punto de partida son las “naciones” y aunque reivindica las virtudes del mercado –en debate frontal, como se sabe, contra las doctrinas del mercantilismo–, el Estado como tal, es algo dado y no merece justificación alguna. En cambio, para Marx, quien por cierto señala que para los mercantilistas la riqueza de la nación es la “riqueza para el Estado”, el mercado mundial es, si no un supuesto analítico, por lo menos una fuerza que determina todo el proceso de despliegue de la dominación del capital, como lo sabemos desde el Manifiesto Comunista. Así, el Estado aparecería como una realidad histórica que se interpone en el avance de este proceso. Precisamente por ello, sería necesario considerarlo previamente.

En los famosos “borradores” (Grundrisse) detalla aún más esta lógica expositiva, aclarando que los tres primeros libros llevarían a una determinación de las tres clases fundamentales: “Luego, el Estado (Estado y sociedad burguesa-los impuestos o la existencia de las clases improductivas-la deuda pública-la población-el Estado volcado al exterior: colonias. Comercio exterior. El curso cambiario. El dinero como moneda internacional. Por último, el mercado mundial. Dominio de la sociedad burguesa sobre el Estado. La crisis. Disolución del modo de producción y de la forma de sociedad fundados en el valor de cambio. El trabajo individual puesto realmente como social y viceversa)” [6] ..

En este orden de ideas es evidente que se refiere al Estado en su forma nacional-territorial y que se trata de una realidad histórica necesaria. Por ello diferencia entre comercio internacional (división internacional del trabajo) y mercado mundial (que supone dinero mundial). Y no sería exagerado observar maliciosamente que la propia consideración del mercado mundial –más allá de los estados– lleva a la de la crisis. No hay que olvidar que medio siglo después se libraría un gran debate en torno a la naturaleza de la expansión planetaria del capitalismo, el cual daría lugar a las teorías del imperialismo. ¿Necesita el capital de un entorno no capitalista? ¿La incorporación de este último (internalización) llevaría, como lo había previsto Marx, a su conversión en capitalista? ¿Qué implicaciones tendría para la continuidad de la acumulación?

Al “plan de la obra” que se está comentando se alude en varios documentos. Por ejemplo, en la Introducción general a la crítica de la economía política, que figura como primera parte de estos borradores, donde hace, respecto del Estado, una significativa precisión: “...las tres grandes clases sociales. Cambio entre ellas. Circulación. Crédito (privado). 3) Síntesis de la sociedad burguesa bajo la forma del Estado. Considerada en relación consigo misma. Las clases improductivas... etc.” [7] . En este contexto, no cabe duda de que la “síntesis de la sociedad burguesa” debe interpretarse en su forma nacional y necesariamente como Estado. Seguramente –y esta es una razón adicional– le interesaba diferenciarla claramente de la noción de “comunidad”. Esta suposición, cuyas implicaciones todavía están por verse, no debe sorprender. Ya algunos autores han señalado que, en el campo de la sociología, también se supone, muchas veces de manera inconsciente, que la “sociedad” objeto de estudio es aquella circunscrita por el Estado [8] .. Sin embargo, puede dejarse de lado provisionalmente esta constatación e indagar un poco más en la definición del Estado como si fuese en el campo de la “teoría pura”.



El análisis de la forma Estado en el capitalismo
El análisis del Estado, hasta donde conocemos, se levanta sobre la tradición de los teóricos de los siglos XVIII y XIX, especialmente Hegel, que lo construyeron sobre el artificio puramente abstracto de la “sociedad” o la “comunidad”, con alusiones –importantes, pero tal vez no esenciales– a la “nación”. Para Marx, el Estado moderno sólo podía nacer de las relaciones sociales capitalistas. Se explica por ellas. Pero, como se dijo antes: ¿las relaciones sociales capitalistas deben expresarse necesariamente en el Estado moderno? La pregunta es tanto más inquietante cuanto que el Estado moderno es nacional territorial.

El argumento es bien conocido. Se desarrolla, sin duda, por contraste con el antiguo régimen feudal europeo. El Estado moderno sólo puede surgir allí donde han desaparecido las relaciones personales de dependencia y donde, por lo tanto, las relaciones políticas asumen un carácter específico, diferente y separado de las relaciones puramente económicas que se presentan como intercambios entre sujetos individuales, libres e iguales. Aparece como un proceso de gradual monopolización del poder y por tanto exclusión (no la simple subordinación) de cualquier otro, llámese nobleza, clero, gremios o burgos. Es la construcción de la soberanía “interna” que significativamente sucede a la definición de la soberanía “externa”, primer paso en el establecimiento de un espacio territorial.

La fórmula que sintetiza esta presentación, es, en Marx como en la tradición filosófica precedente, la separación entre la sociedad civil y el Estado. Pero, como lo señaló muchas veces, y en eso consiste su aporte, se trata precisamente de analizar la primera. Tal como lo dice en la Introducción general:

El contrato social de Rousseau que pone en relación y conexión a través del contrato a sujetos por naturaleza independientes, tampoco reposa sobre semejante naturalismo (las robinsonadas). En realidad se trata más bien de una anticipación de la sociedad civil que se preparaba desde el siglo XVI y que en el siglo XVIII marchaba a pasos de gigante hacia su madurez. En esta sociedad de libre competencia cada individuo aparece como desprendido de los lazos naturales, etc., que en las epocas históricas precedentes hacen de él una parte integrante de un conglomerado humano determinado y circunscrito.

Así, el artificio conceptual, que aparece en Hobbes y en cierto modo en Rousseau, en Locke y hasta en Kant, en Marx es un producto histórico. Pero no le interesa solamente establecer la determinación (de la “superestructura” por la “base”), como creen muchos comentaristas, sino el mecanismo que la hace posible, la unidad que existe detrás de la separación y la eficacia específica de ésta en la reproducción de la sociedad burguesa en su conjunto. La lectura de Hegel le ayuda a la reflexión. Como se sabe a ello dedicó buena parte de sus estudios y trabajos de juventud, especialmente la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel; de juventud, es cierto, pero, como se señalará más adelante, la problemática no desaparecerá durante la madurez.

En los manuscritos que componen la obra mencionada, desarrolla una crítica acerba al que considera el extremo idealismo de Hegel. “El verdadero interés lo constituye la lógica y no la filosofía del derecho... El momento filosófico no es la lógica del objeto, es el objeto de la lógica. La lógica no sirve para probar el Estado, sino que, por el contrario, el Estado sirve para probar la lógica” [9] . La crítica avanza hasta señalar las ambigüedades y contradicciones del filósofo, aun dentro de su propia definición del Estado, la cual acepta, en los términos de la separación entre el Estado y la sociedad civil (la familia, la propiedad privada) y por tanto entre las esferas de lo universal (lo general) y de lo particular. Aquí uno de los problemas fundamentales, como en Rousseau, será el de la formación o expresión (¿representación?) de la voluntad general, que Hegel intenta resolver problemáticamente con la tridivisión: “poder legislativo”, “poder gubernativo (o ejecutivo)”, y “poder soberano”.. Es en esta intersección entre sociedad civil y Estado en donde Hegel parece enredarse, introduciendo a veces las clases sociales como mediadoras o colocando una de ellas, los propietarios de la tierra, como portadores (¿éticos?) del interés general, con lo cual se convierte en blanco fácil de los ataques de Marx.

La crítica tiene consistencia precisamente porque el punto de partida es en ambos el mismo. Las relaciones de poder político ya no son relaciones de producción. En el medioevo las clases de la sociedad civil y las clases desde el punto de vista político eran idénticas, puesto que la sociedad civil era la sociedad política Ello sucedía incluso en las monarquías absolutas. Por eso Marx concluye:

La Revolución Francesa fue la que terminó la transformación de las clases políticas (estamentos) en clases sociales o, en otros términos, hizo de las diferencias de clases de la sociedad civil, simples diferencias sociales, diferencias de la vida privada sin importancia en la vida política” [10] .

Es por eso que no acepta la solución sugerida por Hegel y lo llama a ser consecuente con su presupuesto atomístico que, por lo demás, no está lejos del paradigma de mercado introducido por la economía política, el cual sería la alternativa, aún para Marx, a la terrible “guerra de todos contra todos”: “Por lo tanto el ciudadano del Estado y el ciudadano simplemente miembro de la sociedad civil están también separados. (...) Para comportarse pues como ciudadano real del Estado, adquirir significación y actividad políticas, está obligado a salir de su actividad cívica, a hacer abstracción de ella, a retirarse de toda organización en su individualidad; pues la única existencia que cuenta para su cualidad de ciudadano del Estado, es su individualidad pura y simple, pues la existencia del Estado en tanto que es gobierno se lleva a cabo sin el, y su existencia en la sociedad civil se lleva a cabo sin el Estado” [11] .. En fin, los diferentes miembros del pueblo son iguales en el cielo de la política y desiguales en la existencia terrestre de la sociedad. Sólo así puede operarse el milagro de la abstracción en el Estado.



De la perspectiva histórica a la realidad de la política
El aspecto que cabe ahora resaltar de todo lo anterior consiste en que para Marx no se trata de un velo ideológico. Es un aspecto esencial en el funcionamiento del capitalismo y por ello toma el Estado como la síntesis de la sociedad burguesa. Incluso, en la misma crítica a Hegel, destaca la aparente paradoja de que apareciendo determinado el Estado por la sociedad civil (de la cual es su abstracción), a la vez ésta aparece determinada por el Estado que al “separarla” le asigna sus principios y modalidades de existencia “privada”. En el lenguaje de hoy diríamos que alude al campo de lo jurídico en lo que sería el surgimiento simultáneo del derecho público y el derecho privado.

En este orden de ideas, el que por mucho tiempo se denominó “carácter de clase del Estado” se explicaría, en principio, como un “efecto estructural”. Sin embargo, como se dijo antes, aparte de la “teoría pura”, Marx realiza igualmente una aproximación desde una perspectiva histórica, desde la complejidad de la lucha de clases que no contradice para nada la anterior y más bien la desarrolla. En principio, el argumento era puramente empírico: “A esta propiedad privada moderna corresponde el Estado moderno, el cual adquirido gradualmente por los dueños de la propiedad por medio de las contribuciones, ha caído enteramente bajo su dominio a través de la deuda nacional” [12] .

Aquí debe tenerse en cuenta, de todas maneras, que, desde un punto de vista histórico concreto, la formación del Estado moderno sólo puede examinarse en relación con las formas anteriores del poder en los avatares de la disolución del regimen feudal (allí habla de Alemania antes de 1848). Marx no ignora los antecedentes, hoy ampliamente reconocidos, de la paz de Westfalia, ni la importancia de las monarquías absolutas, o la disolución de los grandes imperios en el siglo XIX. En este proceso de transición, la propiedad territorial y el capital se disputan un lugar en la conformación del Estado que adquirirá en cada caso una forma distinta. Y ya conformado seguirá siendo el espacio de pugnas entre diferentes fracciones de las clases dominantes, como lo demostraría en sus textos posteriores sobre La lucha de clases en Francia y El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte.

Pero aún en este libro –La ideología alemana– que es anterior al desarrollo pleno de su teoría, nos ofrece también una indicación fundamental:

Los capitalistas forman una clase sólo en la medida en que son obligados a sostener una lucha común contra otra clase. Pues, por lo demás, ellos mismos se enfrentan unos con otros, en el plano de la competencia, en pos de ganancias en el mercado [13] .

Lo primero que salta a la vista es que, según esta apreciación, el capital, dado que existe empíricamente en la forma de capitales individuales, no podría constituirse, desde su realidad “civil”, en un proyecto consistente de dominación sobre la sociedad, simplemente porque se encuentra aherrojado por la inmedatez de la competencia. Sin embargo, lo necesita para asegurar la estabilidad social y la continuidad de la acumulación. Son otras clases, principalmente el proletariado, quienes se encargan de recordárselo. De ahí que resulte esencial el referente del Estado en donde sus intereses particulares asumen la forma de interés general, en lo cual reside el secreto de la política moderna por la vía indirecta de la representación.

Seguramente Marx nunca abandonó el contenido más profundo de lo establecido por Hegel. Tiempo después, en su obra fundamental, diría:

Estas leyes fabriles vienen a poner un freno a la avidez del capital, a su codicia de explotar sin medida la fuerza de trabajo, limitando coactivamente la jornada de trabajo por imperio del Estado, por imperio de un Estado gobernado por capitalistas y terratenientes. Prescindiendo del movimiento obrero, cada día más fuerte y amenazador, esta traba puesta al trabajo fabril fue dictada por la misma necesidad que trajo el guano a las tierras inglesas. La misma codicia ciega que en ese caso agotó la susutancia de la tierra, atentó en el otro contra las raíces de la fuerza vital de la nación [14] .

El interés de largo plazo del capital asume entonces la forma de interés general de la sociedad. O, expresado a la inversa: sólo el Estado en cuanto representante del interés general (¿público?) es capaz de materializar su interés de largo plazo. Desde luego, como resultado de una presión desde abajo.

Por eso al capitalista se le da un ardite la salud y la duración de la vida del obrero, a menos que la sociedad lo obligue a tomarla en consideración... la implantación de una jornada normal de trabajo es el fruto de una lucha multisecular entre capitalistas y obreros [15] .

Curiosamente, en Marx, esta dialéctica resulta implacable. Permite la confrontación pero a la vez conserva la unidad. En este terreno común, los obreros, sometidos ellos mismos a la competencia, hacen lo mismo y toman como referente al Estado. Se convierten así en clase. Parece como si Marx hubiera retomado la solución propuesta por Hegel. La atomización es superada mediante la conversión de las clases de la sociedad civil en una nueva forma de clases políticas que ejercerían la representación y la mediación frente al Estado.

Para defenderse contra la serpiente de sus tormentos, los obreros no tienen más remedio que apretar el cerco y arrancar, como clase, una ley del Estado, un obstáculo social insuperable que les impida a ellos mismos venderse y vender a su descendencia como carne de muerte y esclavitud mediante un contrato libre con el capital. Y así donde antes se alzaba el pomposo catálogo de los derechos inalienables del hombre aparece ahora la modesta Magna Charta de la jornada legal de trabajo, que establece por fin claramente en donde termina el tiempo vendido por el obrero y dónde empieza aquel de que él puede disponer [16] .

Esta conclusión ha sido cuestionada desde puntos de vista anarquistas. ¿Una creencia ingenua –o perversa– en el Estado? ¿O una manera de redefinir el interés general hegeliano a partir de la lucha de clases y ya no de la razón? Sin duda se trata de lo segundo. La diferencia consiste en lo siguiente: también para los anarquistas el punto de partida es el divorcio entre la sociedad civil y el Estado. Sin embargo, mientras que para éstos se trata, generalmente, de absolutizar la primera, para Marx sigue vigente el problema de la formación del interés general que sólo se resuelve con la superación de dicho divorcio y no con la simple supresión de uno de sus términos. Significa una ruptura. Ya no como en el caso de las leyes sobre la jornada de trabajo. Es precisa una revolución [17] .

Por eso dice en la Crítica del Programa de Gotha, tal vez el último documento representativo de su pensamiento fundamental:

El objetivo del movimiento obrero no debe consisitir en liberar el Estado de la sociedad, sino, al contrario, convertir el Estado, de un órgano que está por encima de la sociedad en un órgano completamente subordinado a ella [18] .

Como se sabe, es en este texto donde Marx concluye que el Estado burgués debe ser destruido para dar paso no tanto a otro tipo de Estado como a otro tipo de organización de la sociedad. El texto puede ser leído como una convergencia con los anarquistas aunque la solución es diferente. Pero lo más importante es que se enfrenta a los socialismos (o capitalismos) de Estado por entonces en boga. Y en esa medida anticipa un rechazo categórico al estalinismo que terminó por hacer del “socialismo” un proyecto de absorción de la sociedad civil en el Estado, como en todos los totalitarismos.



El Imperio como alternativa al declive de los estados nacionales
En síntesis, puede concluirse que, para Marx, la forma Estado es esencial en la reproducción de la sociedad capitalista. Queda, sin embargo, la inquietud que originó estas notas: ¿Necesariamente un Estado nacional territorial? Como se dijo antes, él no ignoraba el proceso histórico real y concreto que había dado lugar a los estados modernos, precisamente en contra de las ideologías que naturalizaban el concepto de Estado-Nación como un hecho simplemente cultural, ocultando la realidad de las violentas imposiciones y sojuzgamientos de pueblos (etnias) en la propia Europa. Y así mismo supo valorar los nacionalismos que resultaron justamente de ese proceso. Frente al caso de Irlanda, por ejemplo, no dudó en afirmar que mientras el obrero inglés no abandonara su pretensión de dominio sobre sus hermanos de clase, no sería capaz de emanciparse a sí mismo. Pero tomó todos los nacionalismos, de uno y otro signo, como fuerzas objetivas en capacidad de impulsar la consolidación o, eventualmente, la formación de estados. Sin duda reconocía que la posibilidad de materializar esa necesaria “síntesis de la sociedad burguesa” residía en alguna fuerza de cohesión. Pero sabía igualmente que la propia realidad del Estado, o del soberano, podía definir la “nacionalidad” –el pueblo–, como tuvo oportunidad de comentarlo a propósito de la definición de soberanía popular por exclusión que hacía Hegel [19] . Los estados nacionales eran, pues, ante todo, un hecho.

No obstante, independientemente de los orígenes de los estados, es claro que ellos se constituyen en la única forma de estructurar la relación de poder en el capitalismo, como ha quedado establecido. En ese sentido, Marx apreció las diversas formas de colonialismos como proyecciones de Estado hacia espacios no capitalistas. Dado que consideraba que el efecto de esta dominación no podía más que inducir el capitalismo, no se le hacía extraño el surgimiento de nuevos estados a través de luchas o acuerdos de independencia. Pero seguramente consideró, al mismo nivel, la formación y expansión del mercado mundial como una tendencia contradictoria. Tendencia que, en la medida en que erosionara los estados nacionales, serviría de base para la emancipación del proletariado. Es el sustento de la famosa consigna: “Proletarios de todos los países uníos”. No son ellos quienes idealmente se lo proponen sino el propio capitalismo el que los obliga a hacerlo. De ahí la insistencia, no exenta de ironía, sobre la marcha implacable del mercado mundial, en el Manifiesto Comunista, en lo que algunos han creído ver la primera apología de la globalización.

El proceso, como sabemos, ha dado, no obstante, algunas vueltas. Después del imperialismo, entre los siglos XIX y XX, y de dos guerras mundiales, la “descolonización” subsiguiente multiplicó de manera sorprendente (y ficticia) los “estados nacionales”. Pero la expansión del mercado mundial siguió su marcha. Hoy tenemos dudas fundadas de si muchos de esos estados en realidad sirvieron de formas de cohesión o de simples mediadores de la dominación del capital global (neocolonialismo). En todo caso, como se señaló al principio, la tendencia actual a la erosión es evidente. Dado que el colonialismo parece ya superado, la pregunta es si estamos en presencia de nuevas formas Estado que, en una escala superior, corresponderían a la necesaría “síntesis de la sociedad burguesa” contemplada en el pensamiento marxista. Podría decirse que existen diversos proyectos de integración, entre los cuales el mejor ejemplo es la Unión Europea, que apuntarían a conformar esos nuevos estados. Sin embargo, es claro que los capitales trascienden ya dichas fronteras integradas, en una intensificación y densificación de las relaciones económicas, de naturaleza planetaria. Por lo demás, la hegemonía de los Estados Unidos es incontestable, al menos desde el punto de vista de su capacidad de coerción. No hay muchas respuestas.

En el reciente libro de Michael Hardt, que lleva la coautoría de Toni Negri, se introduce para este efecto el concepto de “Imperio”. La propuesta es tremendamente sugestiva. Sin embargo, la formulación es bastante débil y la sustentación, en lo que se refiere a la historia y el papel de los Estados Unidos, es poco menos que lamentable [20] .. Se puede rescatar la hipótesis según la cual, desde su nacimiento, el Estado de los Estados Unidos habría tenido una vocación de Imperio. Esto lo coloca en una posición privilegiada para asumir la reorganización del mundo, aunque curiosamente, para los autores, este no es el punto de partida. Efectivamente, estamos en presencia de una redefinición del espacio del capital y de la territorialidad y con ellos de la noción de soberanía. El imperio se caracteriza, entonces, porque no tiene límites. Pero tampoco tiene centro territorial. La insistencia en este último punto hace esfumar tanto el papel de los Estados Unidos, paradójicamente, como el sentido de cualquier reorganización política, lo cual los lleva a una formulación similar a la habitual de la politología, la cual se mencionó al principio de este ensayo.

En efecto, en este libro, de la mano de los enfoques “posmodernos”, se pone el énfasis en el descentramiento. “(El Imperio) es un aparato de mando descentrado y desterritorializado que incorpora progresivamente a todo el reino global dentro de sus fronteras abiertas y expansivas. El Imperio maneja identidades híbridas, jerarquías flexibles e intercambios plurales por medio de redes moduladoras de comando”. No gratuitamente se retoman las teorías de sistemas autorregulados (autopoiéticos). Pero cuando desciende a su formulación histórica, el esquema se reduce a un inventario de entidades u organismos de diferente tipo y naturaleza (incluyendo estados nacionales) que los autores organizan, para escapar del “aparente caos”, en una pirámide de tres escalones que a su vez contienen múltiples niveles.

En la cúspide están los Estados Unidos, los otros estados principales y ciertas asociaciones que cumplen funciones económicas o culturales claves en una función de unificación. En el segundo, las Corporaciones multinacionales, que no unifican sino que funcionan en red, hacia la articulación. Y los demás estados nacionales. En el tercer escalón, el más amplio, la base, están los grupos que representan intereses populares. La novedad aquí es que ya los estados nacionales no son los únicos que representan al pueblo sino también otro tipo de organizaciones, donde no falta la mención a las ONG. No podía ser más convencional. El principio de organización o de estructuración (no se trata en este caso del poder) no proviene de la propia lógica del entramado sino de la voluntad clasificatoria más o menos plausible de los autores.

El problema sigue sin resolverse. En realidad no basta con señalar que en la actualidad la política ya ha perdido su autonomía, como signo precisamente del declive de los estados, si es que se recurre al argumento simple de que hoy los consensos se tramitan en espacios diferentes (¿de la sociedad civil?), constatación que ya han hecho muchos autores desde otras vertientes ideológicas. Tampoco basta con advertir, de la mano de Foucault, la naturaleza biopolítica del nuevo paradigma de poder (se regula la vida social desde su interior), que en este caso va más allá de la sociedad disciplinaria hacia la sociedad de control a través de la tecnología. Se produce directamente la subjetividad, de ahí la importancia de los medios de comunicación. Pero afirmar que ahora el poder no está separado sino instalado en las propias relaciones de producción, antes que una refutación del supuesto paradigma de Marx (y ya se aclaró su contenido) no es otra cosa que buscar la forma de eludir el problema.

Sería indispensable definir en qué forma se estructura globalmente este poder, que aparentemente puede prescindir de la forma Estado, y la relación que tendría esta estructuración con el entramado antes descrito. Superando, eso sí, las dificultades que le crea al capital su empírica multiplicidad en el mercado, puesto que la tensión entre lo general y lo particular, entre lo inmediato y lo de largo plazo no ha desaparecido. Por el contrario; precisamente por eso se está hablando del actual malestar de la política (o de su ausencia). En fin, sería bueno establecer si esta redefinición es una alternativa societal o un signo de la crisis.

Y lo que es más importante: ¿Cómo se explica teóricamente la posibilidad de su contestación (contraimperio)? La verdad es que esta imagen totalitaria y omnipotente de la máquina imperial (biopolítica) no arroja muchas pistas sobre ello, a pesar de la emocionada reivindicación que se hace en el libro de los movimientos de resistencia. ¿Hay también aquí una redefinición de la política? ¿Cómo retomar las elaboraciones de Negri en torno a la noción de multitud? En realidad, la sugerencia de que la multitud está presente en el escalón bajo de la pirámide, empobrece el concepto al tratar de instrumentalizarlo y volverlo empírico. Mucho más fecundo sería redefinir la consigna de “proletarios de todos los países”.

La referencia a este libro, demasiado extensa para este ensayo aunque insuficiente como crítica, no tiene otro objetivo que poner en evidencia la magnitud del problema teórico, dada la significación de los autores en este diálogo con el pensamiento de Marx. Y llamar la atención sobre la noción de Imperio, que sin duda es fecunda. Otros procesos, no mencionados allí, como los de integración (ALCA), la consolidación de organismos como la OMC y el debate actual sobre la nueva arquitectura financiera mundial, pueden arrojar luces. Probablemente habrá que profundizar en el campo de lo jurídico. Pero no es claro que la alternativa del Imperio, cualquiera sea su naturaleza, constituya una solución medianamente perdurable. El mercado mundial, como lo vislumbrara Marx, ha hecho su tarea. Si hay un fin del Estado este será simultáneamente el fin de la sociedad capitalista.



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[1] La pregunta acerca de quién toma las decisiones no es ociosa. ¿Los gobiernos, respaldados o no por el Congreso, las élites, la sociedad civil? Se refiere a los procesos de legitimación y como tal remite a la misma cuestión del papel real de los estados.

[2] El hecho de que se le asigne a esta dimensión política el carácter de rasgo definitorio de la actual fase de globalización no niega y más bien confirma que se trata de un proceso histórico que algunos señalan como erosión de los estados, debida precisamente a la intensificación de las relaciones transnacionales. Lo que se pone en duda por muchas razones es la tríada, que se concebía de manera naturalista, “nación (ethnos)-territorio-aparato de Estado”. Habría que tenerse en cuenta el fenómeno de las migraciones con sus impactos sobre las “ciudadanías” de los países y la redefinición de las nacionalidades en un sentido no territorial. Véase A. Appadurai, “Soberanía sin territorialidad”, en revista Nueva Sociedad, No. 163, Caracas, Sep.- Oct. 1999.

[3] Puede mencionarse, por ejemplo, en el enfoque de la interdependencia compleja, el texto de R. Keohane y J. Nye, Power and Interdependence. World Politics in Transition, Boston, Little Brown, 1977.

[4] Véase, por ejemplo, la propuesta de gobernabilidad global que elabora el politólogo alemán Dirk Messner en “La transformación del Estado y la política en el proceso de globalización”, en revista Nueva Sociedad, ed. cit.

[5] Carta de Marx a Engels, abril de 1858.

[6] Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) 1857-1858, México, Siglo XXI Editores, 1971.

[7] Ibid.

[8] Anthony Giddens, The Consequences of Modernity, Cambridge, U.K., Policy Press, 1990.

[9] Karl Marx, Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, México, Grijalbo, 1968, p. 26.

[10] Ibid., p. 100.

[11] Ibid., p. 96.

[12] Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, Montevideo, Ediciones Pueblos Unidos, 1959.

[13] Ibid.

[14] Karl Marx, El capital, tomo I, México, Fondo de Cultura Económica, p. 184.

[15] Ibid., p. 212.

[16] Ibid., p. 241.

[17] Para algunas tendencias anarquistas, por cierto, la revaloración de la sociedad civil, entendida como promoción y asociación de pequeños productores y propietarios o de formas cooperativas, sería un proceso gradual. Hoy en día el punto merece una consideración más detenida, pero no deja de ser delicado. Obsérvese que algunas vertientes radicales del neoliberalismo se llaman a sí mismas anarquistas.

[18] Karl Marx, “Crítica del Programa de Gotha”, en Marx y Engels, Obras escogidas, tomo II, Moscú, Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1971.

[19] Karl Marx, Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, ed. cit., p. 51.

[20] Toni Negri y Michael Hardt, Imperio, Bogotá, Ediciones “Desde Abajo”, 2001. Véase especialmente el capítulo 2.5 “Poder en cadena: la soberanía de U.S. y el nuevo imperio”

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