viernes, 16 de noviembre de 2007

" EL TEXTO JURÍDICO Y EL PROBLEMA DE LA INTERPRETACIÓN" por África Vidal Claramonte y M. Rosario Martín Ruano




Las cuestiones relativas a la interpretación de las leyes atraviesan, desde hace bastantes años (a partir de los primeros ataques de los Legal Realists contra el formalismo y de las reivindicativas aportaciones del movimiento que ha dado en llamarse Critical Legal Studies), por un periodo polémico e incluso crítico, tanto en el ámbito de lo público como de lo privado. El clima post-metafísico reinante en la filosofía tras la muerte de los Grandes Relatos y la disolución de los sistemas basados en las oposiciones binarias ha traspasado los distintos ámbitos epistemológicos, para instalarse incluso en campos como la ciencia y el derecho. En este último caso, la disolución de las metanarrativas adquiere una especial significación, en tanto la justicia no era sino una de ellas. Así las cosas, en la “modernidad líquida”, como la llama Zygmunt Bauman, en un momento histórico en el que se ha dejado de creer en lo sólido, ciertamente nos asalta la pregunta: ¿es posible llegar a ejercer la justicia?

La aplicación de la ley se ha basado tradicionalmente en conceptos tales como la verdad, la neutralidad o la universalidad, ideales todos ellos que hoy, puesto en duda el paradigma cultural blanco occidental, se tambalean en un mundo en el que se impone la heterogeneidad, la fragmentación y la multiplicidad. El conocimiento ha pasado a verse como una serie de múltiples juegos del lenguaje con los que expresamos nuestra visión del mundo, una red de creencias que contrasta poderosamente con la vieja estructura cartesiana del conocimiento fundacional. Y es que las cosas han cambiado mucho: vivimos en un mundo que se caracteriza por ser un sistema de códigos, de re-presentaciones, en el que la Verdad ya no pertenece al ámbito de la teología o de la filosofía sino al de la lingüística. La historia y la realidad son meras ficciones sintéticas, recicladas, constructos que, como nos recuerda Hayden White en Tropics of Discourse, intentan imponer coherencia donde no la hay. Y ésta es una visión, por otra parte, en la que se imponen las interpretaciones, en la que en último extremo dependemos de esas misreadings de las que hablaba Paul de Man. Miramos el mundo a través de una realidad que construimos y consumimos informados por un pensamiento débil à la Vattimo; un pensamiento que tanto recuerda a esa falsa conciencia ilustrada de la que habla Sloterdijk, cargada de amnesia y paralizada por la duda.

Que esta situación ha dejado huella en el ámbito de los estudios jurídicos es una realidad: no hay más que echar un vistazo a la bibliografía existente1 para darse cuenta de que cualquier resolución basada en los valores consensuados o impuestos, o cualquier referencia a una autoridad que intente fundamentar y otorgar validez por sí misma a un dictamen determinado tendrá que enfrentarse a un cúmulo de debates que, en el mejor de los casos, ponen en duda la neutralidad judicial.

Los cambios acaecidos a partir de la introducción de las nuevas tecnologías, los medios de comunicación y las telecomunicaciones han alterado radicalmente los modos de vida tradicionales, pero también han dado lugar a nuevas formas de ejercicio del Poder, del control: baste citar, a título ilustrativo, los sofisticados métodos de los nuevos tipos de encuestas y sondeos de opinión, la manipulación de la información que se presenta a una población cada vez más vulnerable al poder de la imagen, los debates televisivos que enjuician no sólo la actualidad política sino también los propios juicios y a los jueces, y la misma idea de Justicia, etc. Frente a la nueva esfera pública que surge, según Habermas, con la Ilustración, asistimos a su desintegración o transformación por la influencia de los medios de comunicación de masas, que propugnan una recepción unidireccional de los mensajes claramente opuesta a la dinámica de la esfera pública tradicional, más participativa. Por otro lado, la aparición de situaciones nuevas e insospechadas (por ejemplo, las debidas a los avances en el campo de la bioética) ha afectado al Derecho, a la práctica jurídica, a los derechos humanos y a la democracia, como también en ellos ha influido una serie de cambios perceptibles en el mercado laboral: los métodos de producción industrial han pasado a aplicarse asimismo al ámbito intelectual y a las formas simbólicas, algo que se refleja en el indudable hecho de que en los grandes e importantes bufetes de abogados el ideal de la justicia compite, cuando no se subordina, frente al objetivo de la productividad. En este sentido, bien puede aplicarse al ámbito de la justicia la conclusión que en su último libro extrae Vicente Verdú2, quien constata que el capitalismo, o esa forma avanzada que denomina “capitalismo de ficción”, permea y contamina todos los procesos de nuestra sociedad actual, y se ha integrado irremisiblemente en su evolución. Sin duda, en este contexto de visibles cambios, que los jueces, los abogados o los legisladores tomen todos estos factores en consideración a la hora de analizar la nueva construcción social del sujeto se antoja una labor absolutamente vital3.

De ahí que muchos de quienes trabajan en Filosofía del Derecho aboguen por una justicia "creativa" que tenga en cuenta las novedades que presenta la situación actual. La forma tradicional de entender el Derecho como el sistema capaz de ofrecer normas de conducta y principios universales que debían ser acatadas por igual por todas las culturas y en cualquier circunstancia ha dado paso a movimientos como Law and Economy, el mencionado Critical Legal Studies, la Feminist Jurisprudence, Law and Literature, Critical Race Theory, etc., de marcado corte interdisciplinar e intercultural. Desde una visión mucho más relativista, estos movimientos entienden el Derecho como un discurso específico de la cultura que no asume la preexistencia de valores uniformes, sino que se transforma en un proceso influido por factores externos como la historia, la economía o la evolución cultural. Y esta concepción, según sus defensores, permite dar respuesta a preguntas que de otra forma quedan sin resolver, e incluso sin plantear. Frente a lo que se desprende de la visión universalista reinante, estos movimientos recuerdan lo que de manera gráfica reflejan los acalorados debates que suscitan ciertas decisiones emanadas de los tribunales: la mencionada crisis de los valores otrora absolutos de la sociedad occidental; la creciente falta de fe en la posible existencia de criterios objetivos que permitan la adscripción de significados transparentes a la Ley y a todo su entramado textual. Esta falta de fe se manifiesta en la intensificación de los conflictos entre la comunidad de actores legales, en la disolución de cualquier tipo de consenso respecto a los valores trascendentales, en la aparentemente inevitable indeterminación que en la actualidad se predica de las normas jurídicas y en la creencia cada vez más extendida de que todas las disposiciones legales son, en última instancia, políticas y subjetivas4.

Y es que las leyes, en los últimos tiempos, han dejado de percibirse como proclamas incuestionables y universales emanadas desde alguna esfera superior extraterritorial, para pasar a entenderse unidas a unas circunstancias precisas, a una mentalidad determinada, a unos posibles históricos particulares y, de hecho, limitados; en definitiva, a un orden del discurso concreto en el que, como nos advertía Michel Foucault, no todo puede o sabe decirse. En las nuevas tendencias, ya no cabe hablar de la Ley como la expresión de una Verdad objetiva; ya se les hace difícil a sus defensores repetir sin suspicacia o ironía la cantinela que en la Constitución norteamericana perpetúa este punto de vista: “We hold these truths to be self-evident”, reza la norma. A ojos de las orientaciones teóricas revisionistas, las Leyes, lejos de sacrosantas y atemporales, son contingentes y relativas: son, en última instancia, textos marcados por su propia historicidad; son, por otra parte, textos nunca inocentes en tanto influyen en los itinerarios que seguirá la historia. De esta manera, están condicionadas por el pasado y condicionan el futuro. Las leyes son construcciones, dice en esta línea James Boyd White, y también son constructoras: construyen mundos; construyen las culturas5. En cualquier caso, las Leyes no se ven como Verdades, sino como Textos en definitiva. Incluso como Ficciones, según nos recuerda Agnes Heller6. O como Literatura, al modo de Hillis Miller7. Así, no es de extrañar que un movimiento en principio centrado en el ámbito literario como la desconstrucción haya vuelto sus ojos a la Justicia, ni que Derrida haya declarado su interés por desentrañar las afinidades (y las diferencias) entre las obras literarias y las legislativas8. Y, como constata Christopher Norris, el hecho de que se hayan establecido paralelismos entre el ámbito de los estudios jurídicos y el de los literarios, el hecho de que en el primero se planteen preguntas típicas de los segundos, sugiere que el campo del Derecho ha dejado de tener la autonomía soberana que desde siempre se le ha concedido9. La Ley ya no está por encima de sus súbditos, y tampoco está a salvo de sus críticas.

De hecho, casi todos los días encontramos en algún tribunal alguna sentencia polémica, una decisión que genera posteriormente ríos de tinta porque en algunos casos las consecuencias son terribles. Así, ¿cuántos ejemplos pueden contarse ya de personas en el corredor de la muerte que han sido liberadas tras años de aislamiento por comprobarse que su sentencia había sido injusta?; ¿cuántos han corrido incluso peor suerte, al llegar esa comprobación demasiado tarde? Y esto sucede en un ámbito, el del Derecho, que en principio debería ser objetivo, claro y sin ambigüedades, y que tradicionalmente se ha basado en la posibilidad de distinguir entre interpretaciones correctas e incorrectas de la realidad. La realidad es muy otra, tal vez porque el instrumento de trabajo del abogado, del fiscal o del juez es el lenguaje, y el lenguaje es cualquier cosa menos objetivo: "Hablar no es nunca neutro", prevenía Luce Irigaray. Esta advertencia es, sin duda, perfectamente aplicable al trabajo cotidiano de jueces y abogados, cuyas actuaciones son "iterativas" en el sentido que le da Derrida a esa palabra en Ltd., Inc, abc: la capacidad de un signo de ser repetido en un contexto distinto, en cuyo caso tiene significados culturales que son a un tiempo similares y diferentes de los que tenía en otros contextos. Así, la repetición posibilita la divergencia en la unidad de significado porque los nuevos contextos revelan asociaciones culturales nuevas y heterogéneas.

En el ámbito del Derecho, respecto de los conceptos, los principios legales o las normas, esta cualidad explica que, al aplicarlos en contextos diferentes, cambien también los significados y asociaciones que generan, y, como consecuencia, su aplicabilidad política. En este sentido, resulta interesante recordar el ejemplo que Jack Balkin ofrece en "Deconstruction's Legal Career"10, donde comenta las asociaciones contrapuntísticas que a lo largo de los tiempos ha ido acumulando un concepto legal inglés de indudable carga metafórica como colorblindness. A finales del siglo XIX, cuando Norteamérica luchaba por poner fin a una historia permisiva con la esclavitud y la discriminación racial, el término se utilizó como tropo para conceptualizar y reafirmar la igualdad de todos los seres humanos y de las distintas razas ante la Ley, que, literalmente, debía ser “ciega” a las diferencias, no discriminatoria con la diversidad. Un siglo más tarde, cuando la distribución del poder se reexamina a partir de la noción de colectividad y, en consecuencia, se constata que la desigualdad tiene un carácter estructural, el concepto de colorblindness se percibe no como una garantía, sino como un escollo para (la consecución de) la igualdad. Entre quienes defienden medidas de discriminación positiva para remediar las desventajas que de partida arrastran, por mor de la pervivencia de determinados prejuicios históricos y en razón de sus particularidades, ciertos individuos –individuos que, a los ojos de una legislación ciega a la diferencia, son, valga la redundancia, meramente individuos, unos más–, la noción de colorblindness deja de ser ideal y platónica para descubrirse daltónica: incapaz de admitir que hay desniveles reales entre las diferentes comunidades; incapaz, por tanto, de combatirlos; propensa, además, a acrecentarlos. La “iterabilidad” es el rasgo oculto que explica que, como muestra el caso de colorblindness, los conceptos legales puedan encubrir una inmensa variedad significativa, que puedan emplearse con diferente intención y fines, e incluso suscitar entre quienes los escuchan evaluaciones distintas.

En el fondo, la cuestión subyacente que el paradigma predominante en el ámbito de lo legal ha ignorado hasta la fecha es que no todos utilizamos el lenguaje de la misma manera, que las palabras no significan lo mismo para todos, que el lenguaje no es universal. Así nos lo recuerda Roland Barthes en uno de los relatos incluidos en sus Mitologías, "Dominici o el triunfo de la literatura". En él, Barthes deja entrever que, en su opinión, la sentencia dictada para Gaston Dominici, acusado de triple asesinato, es injusta por cuanto todo el proceso se basó en uno de los mitos más utilizados en las instituciones oficiales, el de la transparencia y universalidad del lenguaje: Dominici y el juez hablan francés, pero eso no significa, dice Barthes, que hablen la misma lengua. Si analizamos las palabras pronunciadas en el juicio, nos damos cuenta de que son en realidad dos lenguajes impenetrables, impermeables. Lo que acusa a Dominici no son los hechos, advierte Barthes, sino todo el aparato de la retórica clásica. Y lo que más aterroriza a este autor es que ésta es una situación en la que cualquiera de nosotros podemos encontrarnos cuando el poder tiene la capacidad de despojarnos del lenguaje. Jacques Derrida también se fija en este tipo de situaciones en Fuerza de ley: es injusto, dice, juzgar a alguien que no comprende sus derechos ni la lengua en la que la ley está escrita o en la que la sentencia es pronunciada. "Y, por muy ligera o sutil que sea la diferencia de competencia en el dominio del idioma, la violencia de una injusticia comienza cuando todos los miembros de una comunidad no comparten completamente el mismo idioma"11. En el fondo, la injusticia, sigue diciendo Derrida, es suponer que el Otro debe hablar una lengua general, universal.

Es más, argumenta este autor sacando a la luz, como acostumbra, una serie de reveladoras contradicciones, la Justicia siempre lleva aparejada la injusticia, en tanto entraña violencia, imposición, poder, autoridad. La desconstrucción anima a cuestionar la tradicional visión en la que la Ley se concibe por encima del poder y a explorar hasta qué punto depende de él. Como afirma Derrida, “la justicia del derecho, la justicia como derecho, no es justicia. Las leyes no son justas en tanto que leyes. No se obedecen porque sean justas sino porque tienen autoridad”12. En cierto grado, esta autoridad puede entenderse al modo en que Michel Foucault concebía el poder, como un poder microfísico que no siempre requiere imposición, sino que también se nutre de la adhesión y empatía de sus súbditos. En este sentido, Derrida reconoce que “la autoridad de las leyes sólo reposa sobre el crédito que se les da. Se cree en ellas, ése es su único fundamento”13. Con todo, la autoridad de la Ley no es siempre admitida y compartida, sino que también requiere imposición, un concepto implícito en expresiones tan comunes como “imperio de la ley” o “poder judicial”. Si combinamos estos ejemplos, el hecho de que el material con que se fabrican las leyes, en último extremo, es el lenguaje, y la premisa desconstructivista aceptada, en general, por el post-estructuralismo de que el lenguaje es poder –“en el principio de la justicia habrá habido logos, lenguaje o lengua, lo que no estaría necesariamente en contradicción con otro incipit que dijera: ‘En el principio habrá habido fuerza’”, corrobora Derrida14–, se obtiene la conclusión de que la administración de la justicia no puede disociarse de la fuerza y de algún tipo de institucionalización; en otras palabras, de que la imposición, la violencia, no es suplementaria a la Ley sino inherente a ella. Esta contradicción también reside en la palabra alemana Gewalt, un concepto importantísimo en el conocido ensayo de Walter Benjamin Zur Kritik der Gewalt: el término significa “violencia”, pero, a la vez, “poder legítimo”, “fuerza pública”, “autoridad”. Como revelan estos ejemplos, ni la Justicia ni sus términos escapan a las aporías, a la indeterminación, a la indecibilidad, a la ambigüedad del significado.

En realidad, la polémica contemporánea en torno a la interpretación de los textos jurídicos no hace sino reavivar el debate sobre si hay en realidad reglas claras para desentrañar el significado de un texto, normas para su evaluación, estrategias para llegar a la verdad. En tela de juicio, en último extremo, está si el lenguaje significa por sí mismo, si las decisiones del mundo jurídico pueden considerarse irrebatibles porque emanen de valores y creencias universales y totalmente objetivos, si el lenguaje puede hurtarse a las interpretaciones tendenciosas y a las utilizaciones sesgadas. Por mucho que algunos autores, como por ejemplo Alisdair MacIntyre, echen de menos los tiempos pasados en los que había una serie de criterios objetivos aceptados por todos los miembros de la polis y en los que existía una correspondencia entre los códigos morales y sus referentes (así, podía distinguirse entre el Bien y el gusto particular), lo cierto es que la respuesta contemporánea general es que no hay estándares (ni estéticos ni éticos) absolutos a los que quepa apelar, que nuestras reglas y creencias son sólo condicionales, contingentes e inestables.

Sin embargo, eso no significa que las decisiones, los dictámenes, no puedan o deban ser valorados según ciertos criterios, que variarán en función de los diferentes juegos del lenguaje, convenciones o comunidades interpretativas, por utilizar la terminología de las diferentes escuelas. Al menos, eso es lo que se desprende de las propuestas y explicaciones con las que las distintas orientaciones teóricas han tratado de superar el relativismo al que, tomados de manera extrema, abocan estos planteamientos, y con las que se ha intentado conjurar los peligros que entraña propugnar la imposibilidad de fijar los significados. Estas propuestas de las que hablamos toman en consideración los rasgos formales del lenguaje que influyen en el significado, tanto desde el punto de vista del emisor como del destinatario, así como las inevitables asimetrías que existen entre ambos y que explican las diferencias entre la intención y la recepción, las fallas en la comunicación, los malentendidos y tergiversaciones que acechan a cualquier enunciado. Asimismo, estas propuestas invitan a reflexionar en torno a la heterogeneidad de las condiciones en que se produce el significado y de las circunstancias que rodean e influyen a quien emite un juicio o lo interpreta, y a considerar toda la multiplicidad de factores que priman una determinada interpretación sobre el resto, que legitiman, en definitiva, una visión particular del mundo, los textos o los hechos.

Estas propuestas certifican cómo la filosofía del lenguaje ha empezado a actuar en el ámbito de lo legal. Tratan, efectivamente, de reflexionar sobre cuestiones relativas al habla y a la hermenéutica, a cómo se ejerce la autoridad, y al modo en que se va construyendo el punto de partida que otorga validez y legitimidad a una determinada interpretación. Hasta cierto punto, no es de extrañar que estas propuestas se hayan topado con ciertas reservas, dadas las restricciones del campo en el que nos movemos: no hay que olvidar que se trata de un ámbito que necesita preservar la autoridad de la ley, durante siglos entendida como un discurso inmune a cualquier crítica. Aceptar que el Derecho es resultado de la interpretación de las pruebas en virtud a su vez de una determinada lectura de las leyes, los precedentes y otras fuentes escritas implica, en cierta medida, poner en entredicho los fundamentos de su poder legitimador15.

Sea como fuere, y por mencionar tan sólo algunas de las propuestas, recordaremos la hermenéutica gadameriana, que reconoce la importancia de la palabra y del lenguaje como hilo conductor ontológico, de la interpretación de los textos como forma de sacar a la luz nuestros prejuicios contextuales. El texto nos plantea preguntas y viceversa. Así, finalmente, es posible llegar a una "fusión de horizontes" siempre dialéctica, al encuentro del horizonte del intérprete y el del texto, que permite que el acontecimiento hermenéutico se convierta en una verdadera revelación: el proyecto hermenéutico resulta ser un acto verdaderamente creativo, y no una mera repetición. En el fondo, la hermenéutica desea llegar a la comprensión, a una comprensión. En este punto se distancia, por ejemplo, de la desconstrucción, que considera que la interpretación es siempre necesaria pero siempre imposible, que el texto está siempre abierto, es indefinido e indefinible, y carece de significado único, lleno como está de las huellas de otros textos. La hermenéutica desea llegar al otro, unir horizontes; la desconstrucción considera que esto no es más que una manera sutil de imponer nuestra interpretación, una forma soterrada de imperialismo. No es posible hablar en nombre de nadie, nos recuerda Gayatri Spivak; no es posible ponerse en el lugar del subalterno. Por eso en el famoso encuentro de 1981 entre Derrida y Gadamer en el Instituto Goethe de París, Derrida callaba mientras Gadamer buscaba el diálogo; éste intentaba llegar al Otro, aquel deseaba mantener su alteridad.16

Si la actitud que prima la hermenéutica gadameriana puede calificarse de conciliadora, las aportaciones de la desconstrucción derrideana fomentan más bien el espíritu crítico. La desconstrucción persigue descentralizar y desestabilizar: desenmascarar los centros, los puntos fijos, las ideas preconcebidas o los valores establecidos. Más que desentrañar la Verdad, el proyecto derrideano se propone descubrir qué procesos erigen cierta visión del mundo hasta ese estatus, cómo se constituye y legitima lo ortodoxo, lo admitido, lo doctrinario. Aunque sólo sea porque la “doctrina” es también una de las fuentes del Derecho, no debiera resultar extraño que la desconstrucción se haya interesado por el ámbito de la Justicia. De hecho, en el campo del Derecho las últimas tendencias teóricas perciben la desconstrucción como un modo de explorar sus fundamentos incuestionados y de sacar a la luz las bases ideológicas (y los sesgos) sobre los que se cimienta el razonamiento jurídico. En realidad, el propio Derrida reconoce que la desconstrucción y el Derecho están íntimamente relacionados, y llega incluso a afirmar que “la desconstrucción es la justicia”17.

Aunque la desconstrucción se ha reseñado fundamentalmente como un movimiento aplicable al ámbito literario, lo cierto es que la obra de Derrida aborda desde muy pronto cuestiones relacionadas con lo legal (así, uno de sus primeros ensayos se ocupa de la problemática de los derechos de reproducción y de propiedad intelectual). Es más, sus trabajos más recientes basculan claramente hacia cuestiones relacionadas con la justicia, la ética y la moralidad, como la responsabilidad, el perdón, la crueldad, el racismo o la pena de muerte. No en vano, Derrida opina que la desconstrucción, para ser consecuente con ella misma, no debería quedar encerrada en discursos puramente especulativos, teóricos y académicos18; de hecho, como afirma en ¡Palabra!, está ante todo interesada en interrogar los discursos performativos, aquellos que producen derecho y normas19. En realidad, muchos de los textos de Derrida se ocupan directamente de la Justicia: así, Spéculer – sur Freud, “Devant la loi”, o “The Laws of Reflection: Nelson Mandela, In Admiration”, incluida en For Nelson Mandela). De manera indirecta –u oblicua, por decirlo con el propio Derrida–, toda su obra gira en torno a la idea de Justicia: por un lado, recalca el valor de la diferencia y la heterogeneidad, la ética de lo indecidible, la multiplicidad de interpretaciones y el carácter abierto de los textos como elementos que abren vías para el diálogo; por otro lado, plantea hasta qué punto es justo que la autoridad se imponga, en qué medida son justas las jerarquías existentes y dónde reside su capacidad para permanecer. Así, la desconstrucción anima a someter a análisis los procesos de legitimación que convierten ciertos textos en ideal que hay que seguir, en Ley.

En cualquier caso, conviene advertir que el objetivo de la desconstrucción no es rechazar ese ideal, sino mostrar los inconvenientes que acarrea reificar sus imperfecciones. En realidad, la desconstrucción establece una diferencia entre los conceptos tradicionalmente equivalentes de Ley y Justicia. Para Derrida, las leyes son productos humanos que vienen marcados por una localización espaciotemporal concreta y que, por tanto, están limitados por su historicidad y su contingencia; la Justicia, por el contrario, es inconmensurable e infinita. En cualquier caso, en tanto sólo puede articularse e instrumentarse a través de las leyes, la Justicia es un ideal imposible siempre diferido, una demanda insaciable, en palabras de Balkin20. No hay Justicia sin la experiencia de la aporía:

El derecho no es la justicia. El derecho es el elemento del cálculo, y es justo que haya derecho. La justicia es incalculable, exige que se calcule con lo incalculable; y las experiencias aporéticas son experiencias tan improbables como necesarias de la justicia, es decir, momentos en que la decisión entre lo justo y lo injusto no está jamás asegurada por una regla.21

La desconstrucción, en efecto, subraya la singularidad de cada lectura, de cada interpretación, de cada resolución, de cada dictamen. Y así aboga por una justicia “responsable”: una justicia que responda a las circunstancias concretas de cada caso, que recele de las aplicaciones regulares y sistemáticas, acríticas, de las normas, y esté alerta a los pequeños matices, a la especificidad de unas situaciones siempre particulares.

Frente a este énfasis en la responsabilidad, la propuesta de Stanley Fish recalca el concepto de Autoridad, la noción que soterradamente vertebra su teoría de las comunidades interpretativas. Éstas son el locus donde, para Fish, se crea el significado de los textos, incluidos los jurídicos, y están formadas por expertos o grupos de personas autorizadas, como abogados, académicos y críticos. Nuestras interpretaciones dependerán siempre de las comunidades a las que pertenezcamos. En opinión de Fish, nuestro comportamiento social es siempre político, y, por tanto, no existe una razón objetiva ni unos valores trascendentes. En contra del liberalismo, este autor considera que las distinciones entre lo público y lo privado son inexistentes. Desde esta perspectiva, los textos tienen sentido gracias a una serie de poderosas normas, expectativas y reglas que dan lugar a una especie de acuerdo tácito en la comunidad interpretativa, la cual legitimará determinadas interpretaciones en contra de otras que no se adecuan a sus convenciones. El mantenimiento de ese núcleo de significado es, pues, posible gracias al papel que desempeñan estas guardianas del orden del discurso, y poco tiene que ver con otros elementos como las intenciones originales del autor (algo que defiende por ejemplo un crítico como E.D. Hirsch). En cualquier caso, Stanley Fish está convencido de que no hay principios neutros, la tesis que sostiene en The Trouble with Principle22. Los principios se definen en el contexto de las normas de una comunidad interpretativa, y no en un reino objetivo ni en un territorio imparcial. En opinión de Fish, nuestra supuesta libertad intelectual o religiosa no es más que un artificio, un constructo creado precisamente por el partidismo que se pretende superar. Para él, cuando invocamos una serie de principios como la libertad, la justicia, la igualdad o cualquier otra norma abstracta, en realidad estamos apelando a nuestra propia interpretación de un concepto determinado.

Otras teorías interesantes priman el proceso de interpretación frente al objeto de interpretación, como hace Ronald Dworkin en esa conocida tesis en la que compara la interpretación de la ley con la elaboración de una novela en cadena. Así, de la misma forma en que, en este caso, cada escritor escribe un capítulo basándose en los anteriormente creados por los otros autores, un juez toma una decisión que podría calificarse de intertextual por cuanto revela unas circunstancias históricas, unos precedentes judiciales y una voluntad de eslabonarlo a una narrativa común que preserva la integridad del proceso a la vez que lo hace evolucionar. Para Dworkin, la administración de la justicia es una cuestión de precedentes pero también de interpretaciones innovadoras de esos casos anteriores, que deberán ser revisados o incluso alterados en función de los cambios en las circunstancias sociales. Así, se consigue no quedar encerrado en la tradición pero tampoco dar cabida a cualquier interpretación. Tanto los escritores de la novela como los juristas tienen la obligación de que cada capítulo sea coherente con el anterior, pero también de que cada nueva aportación sea igualmente una respuesta ética a las necesidades sociales del momento. En los casos difíciles el juez recurrirá a la discrecionalidad, a la conciencia, para decidirse.

A pesar de que tanto Fish como Dworkin consideran fundamental el acto de interpretar, existe entre ellos una diferencia importante. Ambos convienen en que las creencias éticas, morales o ideológicas de la comunidad influyen en cualquier tipo de decisiones, incluidas las judiciales. Lo que Fish no acepta es la idea que propugna Dworkin de que los jueces pueden, con sus dictámenes, abrir nuevos caminos que impliquen la reescritura de los precedentes. Según Fish, nuestros principios en el fondo no son más que valores que aceptamos como verdaderos en la medida en que están ratificados por la comunidad. Dworkin, en cambio, cree que ese bagaje de creencias comunitarias no es suficiente, y que los principios y valores individuales resultan imprescindibles para la justificación última de cualquier tipo de decisiones.23 Dicho de otro modo, ambos autores coinciden en que los jueces reinterpretan los precedentes según el caso que tengan entre manos e influidos por sus convicciones ideológicas y éticas. Sin embargo, Fish considera que están sobre todo condicionados por las decisiones tomadas en el pasado y por las normas asumidas por la comunidad. Dworkin, en cambio, invierte esta argumentación y afirma que son las convicciones propias las que determinan las decisiones posteriores. Evidentemente, tanto la teoría de Fish como la de Dworkin han recibido críticas: así, a Fish se le ha reprochado que minimice el hecho de que la obtención de una solución consensuada implica la supresión de las diferencias entre las voces enfrentadas de la comunidad interpretativa en cuestión y la subordinación de unas opiniones a otras; en la teoría de Dworkin, por otra parte, se echa en falta una explicitación de los criterios que establecen una cadena de coherencia entre las diferentes decisiones individuales.

A todas las propuestas comentadas hasta ahora como reflexiones que tratan de superar los problemas de interpretación que plantean los textos jurídicos (y las importantísimas consecuencias que dichas dificultades generan) cabría añadir toda una rama del Derecho, a la que ya hemos aludido, denominada Critical Legal Studies, tal vez la vía más radical. Se trata de una escuela que oficialmente surge en Estados Unidos, en Madison (Wisconsin), durante la celebración en mayo de 1977 de un Congreso titulado Conference on Critical Legal Studies24. Los CLS revelan una clara deuda con el realismo jurídico americano de los años veinte y treinta del siglo XX, aunque también encuentran inspiración en el neo-marxismo, en la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Marcuse, etc.) o en críticos de las instituciones sociales como Foucault y Lévi-Strauss. Este movimiento desafía las ortodoxias y conceptos legales establecidos, entre ellas la idea misma de justicia. Al estilo de la desconstrucción, los CLS no buscan proponer una teoría ni una metodología correctas ni únicas sino más bien incorporar, sobre todo últimamente, lo periférico, lo minoritario. Así, los intereses de ciertos grupos minorizados informan la llamada "feminist jurisprudence" o la "critical race theory", tendencias que no se identifican en realidad plenamente con los CLS pero que los apoyan y comparten sus reivindicaciones. Los CLS luchan contra la marginalización que, hasta cierto punto, debieron sufrir en un primer momento. En efecto, en sus inicios, todas estas orientaciones revisionistas eran percibidas con cierto recelo en las serias y prestigiosas facultades de Derecho norteamericanas, que las identificaron como las seguidoras iconoclastas del radicalismo cultural de la nueva izquierda de los sesenta. Hoy en día, quizá debido a los cambios epistemológicos acontecidos desde los años sesenta en el panorama intelectual, que han revertido por ejemplo en la transformación de los cánones literario y artístico, esta marginalidad se ha modificado. De hecho, estas tendencias han adquirido una fuerza insospechada en las universidades más prestigiosas (Harvard, Stanford, UCLA, etc.), que contratan a parte de su profesorado según sus intereses en cuestiones como Law and Economics, Law and Literature, Feminist Jurisprudence, Critical Race Theory o Critical Legal Studies. Las cosas, por lo que se ve, han cambiado mucho, tal vez porque los valores que estos movimientos enarbolan —la tolerancia, el pluralismo, el respeto a las minorías o la diversidad académica— son cada vez más importantes en el ámbito universitario.

Partiendo del realismo jurídico, que destacaba la indeterminación del lenguaje jurídico y la discrecionalidad del intérprete frente al Derecho, entendido éste como un sistema coherente de reglas, doctrinas y principios capaz de dar una única respuesta correcta a una situación, los Critical Legal Studies critican "la insuficiencia de los argumentos estrictamente formales como vía para alcanzar resultados supuestamente necesarios, mostrando en cambio cómo principios y doctrinas similares pueden llevar a resultados opuestos, cómo a un caso que expresa una regla puede oponérsele otro caso que establece su contrarregla, cómo es posible manipular los casos mediante formulaciones amplias que permiten reconciliarlos entre sí y mediante formulaciones estrictas, ligadas a su peculiaridades contextuales"25. Los seguidores de este movimiento hablan de la legalidad de lo contingente26, mantienen que el sujeto no es autónomo ni libre, y que la ley es un discurso mistificador que, apelando al sentido común típico del liberalismo, trata en último extremo de asegurar su propio poder y su autoridad, y perpetúa así las desigualdades e injusticias sociales. No en vano, las leyes nacen de una red de relaciones de poder establecida en la sociedad que favorece los intereses de determinados partidos, clases sociales, razas, sexos, etc., y en buena medida los consolidan. La ley, según esta perspectiva, es un mecanismo más que contribuye en la reproducción de las relaciones de opresión de los ricos o los fuertes sobre los pobres y débiles. En este sentido, no es, pues, neutral. De hecho, como señala Morton J. Horwitz en una importante antología del movimiento, los jueces transforman la ley en un instrumento político de la clase capitalista27.

No en vano, las leyes no son sino unos textos más que ayudan a configurar el orden del discurso y, por añadidura, el orden establecido. Siguiendo a Foucault, los teóricos afines a los Critical Legal Studies entienden que saber y poder están inextricablemente unidos. En este sentido, perciben que la ley transforma en conocimiento (en forma de convenciones, códigos éticos y profesionales) los efectos del poder que a través de ella se autolegitima, que la verdad es un constructo derivado de diversas disciplinas del poder y que se articula en el campo de las representaciones discursivas. De ahí que, según escribe en su libro The Critical Legal Studies Movement (1986) uno de los representantes más destacados de los CLS, Roberto Mangabeira Unger, deba hacerse frente a estas situaciones con una "disidencia constructiva o interpretativa" que saque a la luz los conflictos para llegar a crear un nuevo orden social. Pues, como dice Balkin, el mundo tal y como lo conocemos es sólo un mundo de representaciones, y de representaciones de representaciones. Todo significado es en realidad un significante disfrazado28. Escarbar en los signos y despertar las asociaciones más azarosas que puedan generar puede ser un medio para crear nuevos mundos.

No es de extrañar, por lo expuesto, que los CLS se hayan interesado por el enfoque de la descontrucción, que ya hemos mencionado. La desconstrucción proporciona un método para escudriñar las doctrinas legales vigentes y los argumentos con los que se han formado; como el post-estructuralismo en general, invita a criticar cualquier estructura determinante y predeterminada, y prima una visión de la realidad como un constructo, del lenguaje como un medio cargado de indeterminación, y de la Razón y la Justicia como Grandes Narrativas heredadas de la Ilustración que conviene revisar en una época donde los valores absolutos se han quebrado. Porque, efectivamente, como ya dijimos al principio, a todas estas propuestas subyace un giro trascendental: el cambio epistemológico operado durante la segunda mitad del siglo XX, que en el fondo representa un intento de pasar de la Verdad absoluta a las verdades abiertas y relativas, múltiples. Las nuevas tendencias que surgen en el ámbito del Derecho, como otros muchos campos del saber, se hacen eco de una época caracterizada por la ambigüedad, la heterogeneidad y la fragmentación, el rechazo de la Razón universal y de las narrativas totalizadoras.

Percibida la insuficiencia de los modelos jurídicos vigentes y de las formas de interpretación tradicionales, estas tendencias abren una puerta al futuro, avanzan la Justicia, suponen un paso adelante. Con todo, no son ni el Futuro ni la Justicia. Flaco favor harían al ámbito que pretenden mejorar si, tras derrocar las certezas existentes, pretendieran constituir en ortodoxia y doctrina sus (in)seguridades. Como advierte Balkin, la desconstrucción bien aplicada ha de subvertir todos los cánones, no sólo los que provienen del poder establecido, no únicamente los de una determinada tendencia ideológica, sino todos, incluidos los propios.29 Se trata, en este sentido, de desentrañar, en beneficio de la Ley, las leyes por las que se rigen las leyes, y sus fallas; de desconfiar de las interpretaciones doctrinarias y, a renglón seguido, de desconfiar de las propias interpretaciones; de proseguir, en nombre de la Justicia, la desestabilización y reconstrucción de la Justicia en un proceso imparable. Porque, como dice Derrida, la Justicia es infinita. Porque, como apostilla este autor, la Justicia presupone un sentido de la responsabilidad sin límites.








NOTAS

1 Thomas Bridges, The Culture of Citizenship: Inventing Postmodern Civic Culture (Albany: State University of New York Press, 1991); Costas Douzinas, Postmodern Jurisprudence: The Law of Texts in the Texts of Law (Nueva York: Routledge, 1991); Gary Minda, Postmodern Legal Movements: Law and Jurisprudence at Century's End (Nueva York: New York University Press, 1995); Rochard Posner, Overcoming Law (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1995); Richard Epstein, "Legal Education and the Politics of Exclusion", Stanford Law Review, 45, 1993; Dennis Paterson, "Postmodernism, Feminism, Law", Cornell Law Review, 77, 1992.
2 Cf. Vicente Verdú, El estilo del mundo (Barcelona: Anagrama, 2003).
3 Cf. James Boyle, "Is Subjectivity Possible? The Postmodern Subject in Legal Theory", University of Colorado Law Review, 489,1991; Pierre Schlag, "The Problem of the Subject", Texas Law Review, 1627,1991.
4 Cf. Michel Rosenfeld, "Deconstruction and Legal Interpretation: Conflict, Indeterminacy and the Temptations of the New Legal Formalism", en Drucilla Cornell et al., Deconstruction and the Possibility of Justice (Londres y Nueva York: Routledge, 1992), pág. 152.
5 James Boyd White, Justice as Translation. An Essay in Cultural and Legal Criticism (Chicago/Londres: University of Chicago Press, 1990), pág. 267.
6 Agnes Heller, “Rights, Modernity, Democracy”, en Drucilla Cornell et al. (eds.), op. cit., pág. 351.
7 J. Hillis Miller, “Laying Down the Law in Literature: The Example of Kleist”, en Drucilla Cornell et al. (eds.), op. cit., págs. 305-329.
8 Cf. Michel Rosenfeld et al., “An Interview with Jacques Derrida”. Cardozo Life, otoño de 1998, consultable en formato electrónico en la dirección http://www.cardozo.net/life/fall1998/derrida.
9 Christopher Norris, "Law, Deconstruction and the Resistance to Theory", Deconstruction and the Interests of Theory (Leicester y Londres: Leicester University Press, 1992), pág. 127.
10 J. M. Balkin, "Deconstruction's Legal Career", 1998, consultable en formato electrónico en la dirección http://www.yale.edu/lawweb/jbalkin/articles/deconstructionslegalcareer1.pdf.
11 Jacques Derrida, Fuerza de ley. El “fundamento místico de la autoridad” (Trad.: Adolfo Barberá y Patricio Peñalver. Madrid: Tecnos, 1997), pág. 42.
12 Ibid, pág. 29.
13 Ibid, pág. 30.
14 Ibid, pág. 26.
15 Cf. Christopher Norris, The Contest of Faculties. Philosophy and Theory after Deconstruction (Londres y Nueva York: Methuen, 1985), pág. 168.
16 Cf. Karin Littau, “Incommunication: Derrida in Translation”, en J. Brannigan et al., Applying: to Derrida (Londres: Macmillan, 1996); Diane Michelfelder y Richard Palmer (eds.), Dialogue and Deconstruction. The Gadamer-Derrida Encounter (Nueva York: State University of New York, 1989); Hugh Silverman, Textualities: Between Hermeneutics and Deconstruction (Londres: Routledge, 1994); y David Wood, Philosophy at the Limit (Londres: Unwin Hyman, 1990).
17 Jacques Derrida, Fuerza de ley, pág. 35.
18 Ibid, pág. 22.
19 Jacques Derrida, ¡Palabra! Instantáneas filosóficas (Trad.: Cristina de Peretti y Francisco Javier Vidarte. Madrid: Trotta, 2001), pág. 23.
20 Jack M. Balkin, «Deconstruction’s Legal Career».
21 Jacques Derrida, Fuerza de ley, pág. 39.
22 Stanley Fish, The Trouble with Principle (Harvard: Havard University Press, 2001).
23 Christopher Norris, Deconstruction and the Interests of Theory, pág. 133.
24 De todas formas, el resorte que activó el nacimiento de los CLS fue el despido a finales de los sesenta y principios de los setenta —una época, como sabemos, de fuertes convulsiones políticas desde el ámbito intelectual— de seis profesores de la Facultad de Derecho de Yale. Para una excelente descripción de la historia del nacimiento de los CLS, véase Juan A. Pérez Lledó, El movimiento Critical Legal Studies (Madrid: Tecnos, 1996), especialmente págs. 50ss.
25 Juan A. Pérez Lledó, El movimiento Critical Legal Studies, pág. 172.
26 Cf. Costas Douzinas, Peter Goodrich y Yifat Hachamovitch (eds.), Politics, Postmodernity and Critical Legal Studies: The Legality of the Contingent (Londres: Routledge, 1994).
27 Morton J. Horwitz, "The Doctrine of Objective Causation", en David Kairys (ed.), The Politics of Law: A Progressive Critique (Nueva York: Basic Books, 1998 [1983]).
28 Cf. Jack Balkin, "Deconstructive Practice and Legal Theory", Yale Law Journal, vol. 96, 1987, págs. 743-786.
29 J. M. Balkin, "Deconstruction's Legal Career".

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