jueves, 6 de diciembre de 2007

"CIUDAD SACER" Capítulo 2. Por Darío Yancán





Esperó que se despejara la nube de humo de pólvora. La quietud era total.

4/4.

Certeza y economía de recursos. Su efectividad seguía siendo la misma y eso lo mantenía con vida.

Saltó sobre los cuerpos y recorrió el pasillo de su casa que ya no era ni la sombra de lo que fue. Vidrios rotos, tierra, sangre, fuego y humo. Las habitaciones ardían en llamas por la planta alta, la cocina saqueada.
Al llegar al garaje encontró dos de sus tres vehículos destruidos, sólo el Bora blindado tenía un neumático bajo. Escondido, realizó el cambio de la rueda y sin más, puso reversa y salió a las calles del country buscando la salida.
El paisaje era desolador. Todo había sido arrasado, muchos Privos conocidos yacían muertos en sus diseñados jardines. Muchos sacer terminando de destruir lo poco que quedaba en pié del mundo ideal. En cada golpe de destrucción, demostraban el resentimiento acumulado por años de negación. Imposible pedirles capacidad de entendimiento ante la explosión de quien se cansó de ser sumiso.

Colocó la caja de cambios en automático, aceleró a fondo y encaró a la turba. A medida que iba avanzado, el impacto de los cuerpos sobre la carrocería no le preocupaban en absoluto. Sabía que tan sólo estaba eliminando vida biológica.
Recordó la técnica del atropello, del ameno game del Lesscrash. Sabía que en un atropello frontal, se le debía golpear del centro del motor hacia un lado con el objeto que el cuerpo impactado no golpee sobre el parabrisas, o que los golpes laterales, debían hacerse usando el freno de mano de manera instantánea. Así, con tan sólo estas dos reglas, pudo abrirse paso entre los sacer que cuando lo detectaron, atacaron el auto con todo lo posible.
Gracias a Dios, su blindado lo soportó sin problema.

Como viejo habitante del country que era, conocía el camino más corto a la salida. Atravesó parques y lugares comunes sin respetar las señalizaciones que en otros tiempos tanto empeño había puesto en hacer respetar.
Una vez que se halló en la avenida principal atropelló al puesto de acceso. Ese que durante su vida lo había custodiado de los intrusos, ahora, en poder de los sacer se transformaba en un enemigo. A medida que iba llegando, una lluvia de molotovs caían sobre el auto sin cesar. Cruzó la barrera volándola e incendiando el puesto con el fuego desprendido de su chapa. También murieron 5 más.

Algo comenzó a fallarle en el vehículo en el justo momento en que se subió a la Autopista.

El paisaje que se veía era el de una zona de guerra, similar a aquel que la CNN nos mostraba de Bagdad. Las negras columnas de humo se elevaban desde los otros countries conocidos: Ayres, Lagartos, Chacras del Sur, Nordelta, San Facundo, La Elisa, se veían en llamas. Indefectiblemente el asalto había sido general, casi tenía características revolucionarias.

Ellos, los otros, se habían levantado en nuestra contra, no se contentaban con el lugar asignado, no se contentaban con ser los excluidos del sistema. Hacia años que este sector paria de la sociedad no tenía significación, como en la época de Videla y Cacciatore que se los tapaba tras un muro.
Estos tiempos eran diferentes, habían hallado su lugar. El de ser los excluidos de la sociedad y eso no es poco; su vida, ahora, tenía algún sentido. El de ser la parte negada, la otra pata del sistema, aquella que nos muestra el vaciadero donde podemos caer si nos apartamos del sistema capitalista y flexible de trabajo. Chocaban sociedades, chocaban culturas, se ratificaba el destino de lucha de clases. No comprendían que una cosa es ser ignorado e inexistente y otra muy diferente, es ser el propietario de todos los males del sistema. Esa propiedad les daba pertenencia y no lo entendían.

Hace tiempo que habíamos abandonados la urbe, nos habíamos recluido tras las alambradas, en los shopping, en los Houses pero en este momento desesperante, no había hacia donde escapar. Todo el “hacia afuera” era territorio ajeno, hostil. Sólo quedaba viajar sin detención hasta el próximo country no atacado o hasta la frontera, pero no creía contar con el combustible necesario y tampoco podría detenerse en la estación de servicio. Ella, seguramente estaría en manos de míseros empleados resentidos.

Algo volvió a fallarle en el vehículo, una luz parpadeó en el tablero. Un led de anomalía en el motor le cortó la respiración. Su vida dependía de una pequeña lucecita. Justo a él que había tenido en su mano la vida de miles de zöes, ahora era el mismo quién dependía de algo insignificante.

Cada 20 o 30 km, debía atropellar algún grupo de individuos que se le interponían en el camino o que montaban barricadas para cortar el tránsito por la Autopista.

Al llegar al peaje se le heló la sangre porque estaba totalmente bloqueado, inexpugnable. Se detuvo a 500 metros del puesto para ordenar los pasos a dar.
Del puesto del peaje se desplegaron cinco vehículos en su persecución.

El tiempo comenzaba a escasear.


400 mts.

Cada vehículo estaba ocupado por 15 personas armadas.

300 mts.

Dos se colocaron a derecha, dos a izquierda y uno al medio. Lo iban a rodear, reconoció la estrategia porque era la misma formación que usaban sus escuadrones al rodear la villas miserias para capturas selectivas.

200 mts.

Los que tenían armas largas comenzaron a tirar sobre las ruedas. Dos impactos astillaron el parabrisas sin mayor daño, el blindaje seguía resistiendo. Instintivamente se arrojó sobre el asiento del acompañante. Vio que el guard-rail estaba vencido en un pequeño sector, giró, aceleró.

100 mts.

Pude reconocer el auto de Luis Arango en poder de los atacantes, cosa que me hizo suponer de su eliminación.

10 mts.

Cruzó el guard-rail a 170.00 km/h. y se internó en la Urbe a toda velocidad con los cinco perseguidores detrás. Por un momento tuvo un respiro.

Con una cierta calma, colocó en auto nuevamente en la vía, pero ésta ya no era la Autopista. Era una simple calle de barrio, como aquellas que hacía años no veía. Una de las miles que persisten en el Conurbano bonaerense, de esas a las que el Primer Mundo no tiene la intención de llegar.
Nada había cambiado, todo estaba igual que en su niñez, como aquella calle de tierra donde nació y pasó su pobre pero feliz infancia. Quiera o no, el pasado regresa como futuro a pesar de los intentos de funeral que se le quiera dar.
La indeleble marca del origen sigue pegada a la piel. No podía dejar de tener flashes de aquella vida pasada, de la escuela pública, del fútbol con los chicos del barrio (cosa de la que sus hijos carecieron), de la salita de vacunación, del club social, cultural y deportivo “17 de octubre”, de las aventuras en los baldíos que se transformaban en junglas inexploradas, del vendedor de churros y del afilador en bicicleta, del camión de la basura, del bar de la esquina y de la vecina de la otra cuadra.
En definitiva, de todo aquello que alguna vez nos transformó en UNA SOCIEDAD, todo aquello que nos contenía y nos daba pertenencia común, nos tejía mutuamente.

Pero ya había perdido olfato, los códigos y la sonrisa. Había dejado de pertenecer y lo peor era que se hallaba en territorio desconocido.

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