sábado, 15 de diciembre de 2007

ENTREVISTA A SILVIA BLEICHMAR por Silvina Friera




La psicoanalista no deja de observar el “factor esperanza” de los tiempos que corren, pero su libro analiza descarnadamente los efectos de la última gran crisis: “Cuando una parte de la Argentina se estabilizó un poco, se quisieron borrar los restos del deterioro del país, el residuo de la historia”.


Hábil lectora de los síntomas sociales y aguda analista de los sentimientos colectivos, la psicoanalista Silvia Bleichmar dice que la esperanza está renovando al país y al continente. Entre los estertores del siglo XX y los gemidos del siglo XXI, parece esbozarse un nuevo horizonte de mayor dignidad, con más conciencia de la solidaridad continental y menos relaciones carnales. Pero si hace cuatro años, cuando publicó Dolor país, se atrevió a formular y explicar las causas de la crisis con la rapidez que imponía la coyuntura, ahora en No me hubiera gustado morir en los 90 (Taurus) profundiza en las consecuencias que tuvo el retiro del Estado en la subjetividad –el saldo objetivo de millones de desocupados, un altísimo nivel de pobreza, una educación degradada–, pero sin perder de vista lo que ella llama “las reservas fenomenales” de la gente. La recuperación del “valor esperanza”, que el cuerpo agobiado de la sociedad civil encuentre un alivio, una brecha, no convierten sin embargo a la psicoanalista en una intelectual complaciente y satisfecha. No deja de advertir que la política ha dejado de entusiasmarnos, aunque algo perdura “como una chispa debajo del carbón que ahoga”, que la apatía pareciera desplegarse más en aquellos que intentan conservar lo poco que les queda y que las clases medias convalidan la exclusión social y la deshumanización a través de la caridad.

Bleichmar sostiene que cuando se pone el acento en la corrupción “se espera un sistema neoliberal que no sea corrupto, pero no que no sea inmoral, aunque es imposible que no lo sea con el tipo de distribución que hace y con los niveles de explotación salvaje a los que llega”. La autora añade que el problema de la exclusión es la negación del derecho a la existencia simbólica y la reducción del otro a su cuerpo biológico. “Hasta la inclusión pasa por modos de desubjetivación; el costo de la inclusión también es muy alto”, explica a Página/12. “Para poder pertenecer e insertarse hay que dejar de ser uno mismo y aceptar formas de acoso laboral, no solamente sexual, que son profundamente irrespetuosas y deshumanizantes, y no estoy hablando de los sectores tradicionalmente obreros sino de todo lo que implica el trabajo intelectual. Hay un proceso de desubjetivación que es el eje principal de la problemática de la ética. El debate tiene que ser alrededor de qué tipo de país y de ciudadanos queremos construir.”

–¿Cree que el Gobierno está habilitando este debate?

–No, más allá de que el Gobierno está poniendo bastante el acento en los procesos de inclusión. Al menos aparece en el discurso; el problema está en si puede ser resuelto en el marco de las reglas del sistema económico vigente. En este momento los derechos civiles pasan a ser derechos humanos porque alguien que está desocupado definitivamente entra en un nivel de marginación de la producción, de los enlaces que produce el trabajo, de la representación de sí mismo, que padece un proceso de aniquilamiento simbólico; no es sólo un problema de supervivencia material.

–En el 2002 el lema solidario era “piquetes y cacerolas, la lucha es una sola”. Daría la impresión de que se pasó de la compasión a la caridad.

–Totalmente. Cuando una parte de la Argentina se estabilizó un poco, se quisieron borrar los restos del deterioro del país. Hago una comparación terrible: cuando la gente pide que saquen a los piqueteros de las calles, es como cuando los judíos polacos salían del gueto y los polacos los miraban con asco y horror porque estaban sucios y mal alimentados. Es como si se pretendiera barrer los residuos de la historia, cuando en realidad no son residuos sino seres humanos. Una de las cosas que impresiona en el país es la pérdida de un proyecto nacional compartido. Hay una verdadera despolitización en el sentido de que todavía no hay una idea de que se puede incidir en las grandes cuestiones nacionales. La gente no discute el problema de la justicia, de los superpoderes. Esto lo plantean los diarios, pero no está en la agenda cotidiana.

–¿Qué temas integran la agenda cotidiana de la gente?

–Se ha instalado la inseguridad, cuando hay que variar el orden y poner en el centro la cuestión de la impunidad. El problema de la inseguridad es un residuo muy claro de la impunidad, con lo cual mientras se siga discutiendo la inseguridad no se va a poder llegar a ningún punto. Todavía no hay una perspectiva compartida y nacional de qué es lo que la determina y cuál es la manera realmente de resolverla. No considero que la pobreza genere delito, lo que genera es la enorme frustración y la rabia acumulada por las promesas incumplidas en un país que ha quedado partido en dos.

–¿A qué le temen, concretamente, las clases medias?

–Los sectores medios viven aterrados por el miedo de caer en el desempleo. En una sociedad en la que desaparecieron los productores y lo que existe son los consumidores, el terror a caer de la cadena productiva es muy alto, a tal punto que poseer un celular o una tarjeta de crédito es un símbolo de pertenencia.

–¿La cultura dejó de brindar esa pertenencia?

–Sí, salvo para sectores minoritarios. Lo que quiere un chico para ser reconocido es ser un gran deportista; las chicas aspiran a ser modelos, pero no aparece en los jóvenes la idea de realización intelectual.

–¿Es el final de “m’hijo el dotor”?

–A esta altura no le importa a nadie, sobre todo cuando un médico residente gana 1100 pesos por mes. Nadie tiene la certeza de cuáles son las áreas de producción que van a sobrevivir y de qué manera. Pero nuestro gran problema es haber devenido “la Malasia intelectual del mundo”.

–¿Cómo es eso?

–En lugar de producir prendas, producimos proyectos intelectuales. Estudios de arquitectura argentinos hacen los planos y los dibujos para arquitectos del primer mundo, a precios bajísimos, de construcciones que nunca van a ver. Suministramos cada vez más instrumentos de trabajo y no formas de pensamiento, porque en realidad lo que se está formando son capataces del tercer mundo a nivel intelectual. En el libro cuento algo que me conmovió mucho. Cuando volví a la Argentina en 1986, en una frutería de San Juan y Boedo había escrito en un pizarrón: “Señora, ¿quiere que su esposo cante como Plácido Domingo? Llévele nuestro melón rocío de miel. ¿Quiere que su hijo gane el Premio Nobel? Llévele nuestros duraznos priscos”.

–Parece una anécdota del ‘40 o del ’50, del siglo pasado y no de hace 20 años...

–Exactamente, y esto fue en los ‘80, donde todavía estaba esa fantasía de un hijo que ganara el Nobel o de un marido que cantara como Plácido Domingo. Hoy los padres les dicen a los hijos que se tienen que formar para “ganarse la vida” y no el Premio Nobel, con lo cual el terror a caer de la cadena productiva marca una economización precoz de la infancia y de la adolescencia.

–¿Este terror es consecuencia del pragmatismo de los ’90?

–Sí, y del modelo neoliberal, porque no hay existencia que no sea a través de ciertos paradigmas de inserción vinculados con el consumo y con la capacidad adquisitiva. Las madres no les dicen a los hijos: “Si robás, me muero de vergüenza”, sino “Si robás te echan del colegio”. El imperativo categórico desaparece y lo que queda es algo del orden de la pragmática: las acciones no se realizan no porque sean inmorales en sí mismas, sino porque podrían traer problemas.

–¿Por qué la sociedad argentina apela tanto al argumento del ingenuo, el “yo no sabía nada” durante la dictadura?

–El argumento de la ingenuidad es una forma de reconocer el horror sin asumir la responsabilidad que implica haberlo tolerado. Cerrar los ojos ante el asesinato del otro es algo terrible. Yo espero que el día que alguien confiese lo haga con culpa. Acepto que alguien diga que no sabía como disculpa, pero no como exculpación, que es muy diferente.

–¿Siente que Kirchner es un par de los ’70, de su generación?

–No tengo la menor duda de que si hay algo que está claro en este gobierno es la protección de los derechos humanos. Pero no hay coherencia entre la forma con la que se encara la impunidad policial del gatillo fácil y la reivindicación de las víctimas de los ’70. Hay una coherencia en las lealtades hacia mi generación, pero falta la coherencia del proyecto generacional. Respeto mucho la política de derechos humanos de este gobierno y entiendo la perspectiva gozosa con que la asumen Madres y Abuelas, pero al mismo tiempo me preocupa que no se ponga coto a ciertos aspectos de impunidad y a bolsones de fascismo que el país arrastra.

–¿Por qué cuesta tanto extirpar esta impunidad?

–El poder es impiadoso con la moral, siempre obliga a transacciones, es inevitable. Sé que hablo desde una posición de comodidad porque no he tenido que involucrarme en actos de poder, pero tengo una mirada de mucha benevolencia por quienes honestamente participan y al mismo tiempo se ven obligados a pensar alianzas que los juntan con malvados y perversos. Este país viene de períodos tan complejos que el proceso es muy difícil de sanear. Los focos más brutales del poder patriarcal se han instalado siempre en el interior, y la Argentina es un país que se ha demostrado ingobernable sin alianzas con ellos. Pero siento que el Gobierno ha dado pasos que para mí son importantes.

–¿Se definiría, entonces, como una kirchnerista crítica?

–No, no me considero una kirchnerista. Tengo respeto por el Presidente, que no es lo mismo que ser una kirchnerista. Y la diferencia está en que los intelectuales tienen que ceder los pensamientos, pero no la máquina de pensar. Los instrumentos de producción no se pueden ceder. Puedo colaborar con los ministerios y en todo lo que se me solicite porque pienso que hay buenas intenciones en educación, en cultura, pero de ninguna manera me embanderaría en una propuesta política mientras la sociedad civil no logre una politización más alta o saludable. Yo me embanderaría en un proyecto, que es muy diferente.

–¿Cree que hay una recuperación del papel del Estado?

–Sí, pero las críticas de la clase media al dinero que gasta el Estado en ayudar a los desprotegidos dan cuenta de que la sociedad todavía no se hace cargo de que su bienestar está montado sobre el malestar de una enorme masa de gente. En algunos puntos el Gobierno ha estado más avanzado de lo que se le permitía. Todos los créditos para la vivienda que el Gobierno dio tienen como eje el criterio de la dignidad, que pone en cuestión lo que muchos plantean: que a los pobres hay que darles viviendas de segunda categoría.

–Este es el pensamiento de los sectores medios. Si le dan dinero a alguien que está pidiendo y se va a comprar vino, el comentario es: ¡Qué barbaridad, tendría que haberse comprado pan!

–Totalmente, ¿por qué no puede comprar vino? ¿Por qué no pueden tener un televisor? Ahí está la concepción biopolítica: lo mantengo con vida en el horizonte de los límites mismos de la supervivencia, pero no tiene derecho a tomar una copa de vino, a comer algo muy rico. Sólo tiene que nutrirse para seguir vivo. Es brutal, es una concepción fascista. Condenar a los pobres a la mera supervivencia biológica es deshumanizarlos.

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