miércoles, 19 de diciembre de 2007

VIDEOPOLÍTICA II: "La marketinización de la política" por Gustavo Martínez Pandiani*







En la actualidad, la organización de los actos proselitistas (selección de vestuario, oradores, escenografía, líneas discursivas, etc.) se hace cada vez más en función de los estándares de espectacularidad que requiere la TV. Las personas que concurren a presenciar dichos actos públicos han dejado de ser los destinatarios reales del mensaje político que allí se emite. En rigor, se han convertido en meros actores de reparto de una obra más amplia y mediatizada que tiene como verdadera audiencia a los millones de individuos que, a través del televisor, reciben el mensaje en la comodidad de su living.

Las fórmulas de expresión de la TV, más preocupadas por el significante que por el significado, refuerzan notablemente la relevancia de la puesta en escena de los actos políticos. Como consecuencia de ello, detalles como quién acompaña al candidato en el podio, qué ropa viste éste, cuál es el momento propicio para destacar la presencia de su esposa, qué horario es más conveniente para su cobertura en vivo y en directo, y cómo se musicaliza el cierre del evento pasan a ser objeto de una minuciosa consideración por parte de los equipos de campaña.

En resumen, el paradigma televisivo persigue siempre un objetivo primordial: magnificar la actuación del político que protagoniza el acontecimiento por comunicar. En términos electorales, ello implica que, de acuerdo con la lógica audiovisual, el corazón de la campaña es el candidato, y el corazón del candidato, su imagen. De allí que el núcleo estratégico de la “comunicación política” moderna esté constituido, esencialmente, por la imagen del candidato. Su caracterización como persona es para la TV más atractiva que su representación partidaria o doctrinaria; sus virtudes y defectos como individuo son para ella más interesantes que la viabilidad de sus ideas o el nivel técnico de sus propuestas de gobierno.

Personalización de la política

El fenómeno de la personalización se da cuando el primer plano de la comunicación masiva es ocupado por cuestiones privativas de los ocupantes del rol antes que por aspectos vinculados con las ideas que ellos representan. De acuerdo con esta visión personalista de la polis, el prestigio o desprestigio individual de los candidatos es transferible al de las organizaciones que encabezan; y la competencia o incompetencia de los funcionarios simboliza la calidad de las decisiones que adoptan. En consecuencia, algunos políticos se convierten en símbolos mediáticos y el ciudadano común tiende a privilegiar el valor de sus figuras personales, más que el de sus plataformas, en el momento de definir sus opciones en las urnas.

Si bien la pobreza de las actuales propuestas proselitistas obedece, en gran medida, a la escasez de definiciones programáticas de parte de los propios candidatos, es innegable que dicha patología partidaria se agrava por la manera en que los medios de comunicación llevan a cabo su cobertura de la lucha electoral. La presentación simplista y frívola de las responsabilidades públicas, el tratamiento estereotipado de los postulantes y la carencia de información detallada acerca de los planes en puja coadyuvan a la consolidación de este acelerado proceso de personalización del sistema de poder.

La televisión refleja a los protagonistas de la contienda política desde su particular perspectiva; su enfoque los faranduliza y los presenta como “celebridades” que, más que competir por cargos de autoridad, parecen pelear por meros espacios emotivos. La dimensión individual del dirigente desplaza del núcleo de la crítica mediática a otras aristas, como son sus pertenencias sociales, institucionales e ideológicas. En palabras de Roland Cayrol, la “comunicación política” moderna refuerza tanto el papel de las personalidades, que termina confiando a la TV la elaboración de la imagen que los ciudadanos perciben de sus propios gobernantes. Para ello, la televisión adquiere, incluso, cierta autonomía, pues es la encargada de asignar valores —positivos o negativos— a los rasgos dirigenciales que ella misma produce, difunde e interpreta.

Con la irrupción de la televisión adquiere vital relevancia la performance mediática del político, es decir, su desempeño comunicacional en el momento de enfrentar a la prensa. Su inevitable participación en programas de TV obliga a los gobernantes y postulantes a fortalecer sus habilidades de teatralidad e interpretación; en especial debido a la gran dosis de emotividad y gestualidad que este medio les exige. Como prueba de ello, cabe señalar que, al día siguiente de celebrado un debate televisivo, los telespectadores poseen una clara "sensación" acerca de quién “ganó” la discusión, aún a pesar de no poder recordar el contenido de las argumentaciones esgrimidas por los contrincantes. En rigor, la lógica de la TV hace que sea percibido como ganador aquél que “pareció” más firme, sereno, seductor, simpático, seguro o inteligente. Desde la óptica del paradigma audiovisual, la clave del éxito radica en las dotes de expresividad y seducción del mensajero más que en la solidez del mensaje emitido.

De este modo, la televisión impone a la “comunicación política” sus peculiares parámetros estéticos. En cuanto al uso del lenguaje, la teleaudiencia prefiere, en general, los estilos simples, directos y moderados. De allí que suela juzgar, con gran severidad, a aquellos que en la pequeña pantalla se enfadan con exageración, se excitan en exceso o son demasiado mordaces con sus interlocutores. Asimismo, se observa una fuerte predilección de la TV por la "autoreferencialidad" y "cotidianización" de los testimonios políticos. Ambas tendencias apuntan a humanizar la imagen del dirigente, dotándolo de rasgos de confianza y credibilidad. Para ello, nada mejor que la presencia informal, conversacional —casi amistosa— que le confiere el medio audiovisual. Este sentimiento de cercanía, de proximidad, que irradia el discurso televisivo genera en el público la fantasía de que no existe gran distancia entre líderes y seguidores.

Como respuesta a la creación de dicha ilusión, el "político mediático" no sólo actúa pensando en los votantes, sino que, además, lo hace pensando en los televidentes. Virtualmente, se trata de un emisor que debe considerar en forma simultánea las expectativas no siempre coincidentes de estas dos clases de destinatario. Ello implica que un mismo mensaje electoral puede estar diseñado correctamente en términos políticos, pero presentar un formato inapropiado para la lógica de la televisión. O viceversa.

No obstante, este enorme poder de construcción de imagen que posee la televisión es equivalente a su capacidad de destrucción. La cobertura masiva de actos fallidos, errores de información, furcios, incidentes ridículos o torpezas físicas amplifica tanto el daño sufrido en la figura de un candidato, que hasta puede afectar sus chances electorales. Al mismo tiempo, la personalización de las opciones electorales ensombrece el histórico papel de las organizaciones partidarias. Sus máximas autoridades observan con resignación cómo los medios de comunicación priorizan los gestos testimoniales de los individuos al respaldo orgánico de sus agrupaciones de origen. De hecho, existen hoy dirigentes que gozan de tanta exposición pública que, en términos de visibilidad, simbolizan más efectivamente que sus propios partidos las opciones políticas.

Esta mutación de las típicas campañas orientadas a los temas a otras orientadas a los candidatos hace que el perfil acaparador de los partidos contemporáneos se traslade al de sus propios dirigentes, que, en definitiva, actúan ellos mismos como candidatos “atrapa todo” (catch-all candidates). En efecto, lejos de limitar su acción propagandística a los simpatizantes cercanos a su causa, apuntan su convocatoria a toda la población sin importar identificación o representación particular. Así, sus mensajes electorales buscan conquistar sin distinción a propios y extraños; afiliados y no afiliados; dubitativos y escépticos.

La marketinización de la política. La corriente utilización de herramientas de marketing político en campañas electorales y de difusión gubernamental no se explica seriamente en términos de una moda pasajera o de un capricho de jóvenes consultores en búsqueda de nuevos mercados. En realidad, la irrupción de esta “visión marketinera” de la “comunicación política” debe ser entendida en el marco de los procesos sociológicos de fondo antes descriptos.

Crecientemente, los medios masivos parecen reemplazar a los partidos políticos como principal canal de intermediación entre gobernantes y gobernados, entre candidatos y votantes. Las acciones tradicionales de propaganda, tales como los actos multitudinarios, las caminatas y las pintadas callejeras no han desaparecido, pero han cedido su primacía ante innovadoras prácticas de publicidad. Los mensajes políticos son comunicados hoy en prolijas carteleras de uso arancelado y videoclips producidos según criterios de mercadeo y previo análisis del estado de la opinión pública.

Es necesario advertir que estas mutaciones no hacen de la política una mera mercancía. En sentido estricto, no es posible “vender un candidato” como si éste fuera un dentífrico o una bebida gaseosa. Una propuesta de gobierno no puede ser presentada ante la sociedad tal cual se hace con el lanzamiento de un jabón en polvo. En el ámbito comercial el marketing tiene como objetivo principal la satisfacción de una necesidad, sea ésta real o creada. Se trata de una necesidad de consumo y, como tal, se vincula con los gustos y preferencias de los potenciales compradores.

Por el contrario, en la esfera política el marketing posee, como fin, la elección de una alternativa que reviste una significación simbólica más profunda, toda vez que está referida al sistema de valores de los electores. A diferencia del consumidor que selecciona bienes o servicios según sus apetencias superficiales, el votante decide en virtud del grado de adecuación de la opción de poder a sus principios e ideales.



En rigor, la asimilación que se da entre marketing político y marketing comercial surge a raíz de que ambas disciplinas utilizan técnicas de segmentación para analizar sus “mercados” e instrumentos de targeting para diseñar los correspondientes “mensajes”. En las campañas proselitistas, la investigación de redes motivacionales del voto permite obtener información que resulta esencial a fin de planificar contenidos y estilos de comunicación a la medida de cada blanco identificado. El marketing político ayuda a candidatos y gobernantes a evaluar mejor la composición sociodemográfica de sus distritos, a identificar más cabalmente las expectativas y anhelos allí existentes, y a anticipar los movimientos tácticos de sus adversarios.

Asimismo, la incorporación de la mercadotecnia a la lucha electoral —fenómeno que, por su epicentro en los Estados Unidos, la literatura europea etiqueta peyorativamente como “americanización”— transforma al dirigente en una verdadera marca política. De allí que una eficiente estrategia de construcción de imagen permita a éste corporizar en su persona el núcleo del sello partidario, ideológico o programático al que pertenece. Para asistirlo en dicha tarea, aparecen los denominados spin doctors. Se trata de consultores de imagen que, actuando detrás de bambalinas y merced a sus excelentes dotes de relacionistas públicos y buenos contactos, organizan eventos mediáticos que le dan el "giro correcto" a la información que la prensa proyecta sobre su cliente.

En síntesis, hasta mediados del siglo XX la difusión de las ideas políticas es encarada desde una perspectiva propagandística que apuesta a la movilización de masas como operación central de la acción partidaria. Cerrado el ciclo histórico de los liderazgos carismáticos, las agrupaciones políticas se ven obligadas a actualizar sus técnicas de divulgación y captación de votos. Frente al impresionante avance de los medios de comunicación audiovisual, el mural de tiza y carbón, la pegatina barrial y el pasacalle casero pierden su lugar preponderante. En la actualidad, se ha impuesto la práctica de contratar agencias de publicidad para el diseño de avisos televisivos, slogans, piezas gráficas, jingles y demás material de promoción proselitista.

En las democracias mediáticas del siglo XXI, un número cada vez mayor de dirigentes utiliza técnicas de advertising político, sean o no conscientes de ello. Aun aquellos que públicamente se proclaman contrarios a la prácticas marketineras, suelen utilizar esas afirmaciones como una forma de posicionar su imagen. Y, habitualmente, se aseguran de realizar sus declaraciones antimarketing en las pantallas de TV o en las tapas de los periódicos.

La (in)cultura cívica del homo zapping

El advenimiento de la política-espectáculo y el marketing de la imagen es motivo de alarma para muchos pensadores contemporáneos. El filósofo Karl Popper representa tal vez la versión más apocalíptica de dicha preocupación; en su libro Television. A danger for democracy advierte que “en nuestros días, la TV se ha convertido en un poder colosal, como si hubiese reemplazado a la voz de Dios (...) Ninguna democracia puede sobrevivir si no se le pone fin a esta omnipotencia (...) Si un nuevo Hitler dispusiera de la televisión, tendría un poder sin límites”.

En igual sentido, el sociólogo Jarol Manheim asegura que “la TV está diluyendo la base experimental e informativa de la cultura política y, en consecuencia, altera la efectividad del sistema democrático (...) la utilización de la TV como un dispositivo para la enseñanza y el aprendizaje afecta negativamente a las capacidades interpretativas e interactivas de la sociedad (...) su uso excesivo produce una clara declinación en las habilidades analíticas y expresivas de los votantes”.

Son muchos los pensadores contemporáneos que consideran que la televisión es una suerte de “chupete electrónico” que entretiene, pero no nutre a los ciudadanos; un aparato omnipresente que reduce el arte de gobernar a una perversa combinación de “política, mentiras y video”. Sin embargo, a la hora de adjudicar culpas y condenas, la mayoría de los analistas olvida la cuota parte de responsabilidad que le corresponde a la propia sociedad.

Según Giovanni Sartori, el homo videns (el hombre que ve) privilegia la imagen a la palabra escrita, decisión que empobrece seriamente su capacidad de abstracción. La preponderancia de la televisión como fuente informativa afecta en forma irreparable su habilidad simbólica, dañando así el tradicional aparto cognoscitivo del homo sapiens (el hombre que piensa).

En este contexto, la TV destruye más saber del que genera, toda vez que debilita las funciones de comprensión y entendimiento de sus receptores. Dado que el trono de la videopolítica es ocupado por la imagen, en las polis de fin de siglo lo visible prima sobre lo inteligible. El ciudadano toma sus decisiones electorales sobre la base de la información que recibe más por vía del lenguaje perceptivo que del lenguaje conceptual. Como para el hombre ocular lo que existe es sólo lo que se ve, la lámpara de Diógenes no tiene nada que buscar. Esta circunstancia implica una fuerte pérdida en la riqueza connotativa del decir político.

No obstante, la atrofia que para Sartori significa el paso de la galaxia de Gutemberg (cultura del texto) a la galaxia de McLuhan (cultura de la imagen), lejos está de haberse detenido. En efecto, en los últimos años irrumpe una versión empeorada del hombre que ve. Se trata del homo zapping (el hombre que ve imágenes fragmentadas), una nueva especie que incorpora patologías adicionales a las ya adjudicadas a su antecesor. En particular, se destaca su tendencia a fraccionar su capacidad de atención en porciones cada vez más pequeñas.

A fin de establecer el modo en que el homo zapping favorece la consolidación de la televisión como principal arena de la “comunicación política” contemporánea es esencial precisar algunas de sus actitudes y características distintivas:

Consume imágenes antes que contendidos. Sólo responde a estímulos audiovisuales; no logra concentrarse por largos períodos de tiempo. Busca sensaciones cortas y de alto impacto emotivo; es naturalmente haragán. No está dispuesto a hacer grandes esfuerzos para descifrar los mensajes que recibe; carece de disciplina receptiva. Evita el razonamiento exhaustivo y el análisis detallado; prefiere las impresiones veloces y fragmentadas. Presenta poca disposición a interpretar y sistematizar ideas.

En general, el homo zapping está acostumbrado a recibir información desde la pasividad y la soledad de su “sillón para ver”. Estas condiciones de recepción influyen en su manera de construir el significado de los mensajes. El discurso político le llega filtrado por el enfoque espectacular de la TV, por lo que percibe la puja electoral como una confrontación estereotipada de imágenes contrastantes. Se comporta más como un espectador que como un ciudadano; para él, los signos televisivos más atrayentes son los rostros y los gestos físicos del emisor; el lenguaje corporal le genera mayor afectividad que los conceptos y demás formatos textuales. Dado que no le interesan las polémicas ideológicas, sino los enfrentamientos de personalidad, recurre a la televisión para simplificar la discusión a su medida.

Asimismo, la inmediatez de la imagen televisiva acentúa su percepción intimista de la política. La ilusión del contacto que genera la pequeña pantalla le permite establecer una suerte de relación “directa” con los protagonistas de la contienda. En consecuencia, los dirigentes se suman al discurso audiovisual en búsqueda de rasgos de cercanía, complicidad y confiabilidad. La TV magnifica las expresiones e impone su tendencia a personalizar y corporizar el debate de ideas. De este modo, cuando se trata del ámbito proselitista, el candidato es el mensaje.

De acuerdo con la lógica de la telepolítica, la imagen es garantía absoluta de verdad. De allí la necesidad que experimentan los medios de “mostrar”, aunque más no sea un conjunto de pseudoacontecimientos que brinden la cuota de verosimilitud exigida por el telespectador. En su peculiar mundo, el sucesor del homo videns reclama la exposición de un conjunto de imágenes como único modo aceptable de probar la realidad de los hechos.

No obstante, la videopolítica conlleva tantos riesgos como oportunidades para los regímenes democráticos; su impacto final depende, sobre todo, de la calidad y eficiencia de las instituciones políticas que la rodean. Cuanto más sólidas son las organizaciones de la sociedad, más difícil es para la televisión abusar su rol. Cuanto más débil es la credibilidad de la clase dirigente, más fácil resulta para ella trivializar sus funciones.

Resulta un hecho incontrastable que el desarrollo de los medios masivos cambia el modo en que los ciudadanos perciben y construyen la realidad social. Es evidente que la TV altera los parámetros tradicionales de la relación política-medios al imponer su visión espectacular y personificante. Por ello, parece desaconsejable atrincherarse en actitudes excesivamente idealistas ancladas a la mera “queja” frente a los efectos nocivos del paradigma mediático. En verdad, quejarse de que el medio audiovisual antepone la imagen a la sustancia es como quejarse de que la lluvia moja.

En lugar de congelarse ante el espanto que provocan los coletazos de la videopolítica, es más productivo orientarse a descubrir la manera de mejor utilizar las imágenes al servicio de las ideas. Para lograr dicho propósito, resulta vital comprender que los formatos audiovisuales no son enemigos, sino socios estratégicos del buen comunicador de propuestas. La responsabilidad descansa siempre en los hombros del dirigente que los usufructúa; en su liderazgo, su sentido ético y su compromiso con la calidad institucional de la política. No se trata de comunicar malas o nulas ideas mediante buenas imágenes, sino de comunicar buenas ideas mediante buenas imágenes.

De este modo, el desafío principal que enfrentan las videopolis del siglo XXI consiste en conciliar las dos dimensiones de la “comunicación política” moderna: sustancia y forma. Ambas, en igual proporción, reclaman ser atendidas por el “nuevo príncipe”; su delicada tarea es precisamente la de lograr un sano equilibrio entre la escenificación y la credibilidad del decir político. Para ello la televisión es a la vez el veneno y el antídoto.


(*) Politólogo. Decano de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad del Salvador.

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