martes, 6 de noviembre de 2007

" El fin del estado y el porvenir del capitalismo. Reflexiones desde una lectura de Marx." por Hector León Moncayo S.



La globalización, o mejor el actual oleaje de globalización, contrario a lo que habitualmente se piensa, antes que un hecho económico es más que todo un hecho político. La preeminencia del dogma del libre comercio mundial o más exactamente su imposición práctica, especialmente en los países periféricos, es el resultado de una serie de decisiones (¿suicidas?) de Estado que, al “abrir” las economías nacionales, no han hecho otra cosa que renunciar a porciones significativas de soberanía a favor de las leyes “impersonales” del mercado [1] . O mejor, según se ha venido insistiendo en múltiples foros académicos y políticos, en favor de las grandes corporaciones multinacionales y de los estados hegemónicos (“hegemones”). El fortalecimiento, o la aparición, de instituciones supranacionales como las tradicionales de Bretton Woods o la Organización Mundial del Comercio (OMC), y la recientemente creada Corte Penal Internacional, refuerzan la imagen de que el antiguo orden mundial basado en estados nacionales, ha llegado a su final.

Tales decisiones forman parte de un programa político más general, denominado, para simplificar, neoliberalismo, que en el interior de los países viene concediendo también preeminencia al mercado. Así, podría decirse que si el primer proceso conduce a un debilitamiento de la soberanía “externa”, el segundo afecta la “interna”, sobre todo cuando se tiene en cuenta que a veces coincide con políticas de descentralización y en general de privatización de funciones públicas. No obstante, podría argumentarse en este último caso que otorgar primacía al mercado no está en contradicción con la naturaleza del Estado (¿gendarme?), en cuanto es un simple reordenamiento jurídico que, aún reduciendo o modificando por decisión propia la capacidad de intervención del aparato estatal, mantendría, de todas maneras, el marco constitucional. No sucede así, en cambio, en el plano internacional. Probablemente se podría invocar la existencia de una superestructura jurídica mundial pero, a esta altura, ya no es evidente que los estados hayan jugado un papel definitivo en su construcción. En el caso de la preeminencia otorgada al mercado mundial no puede, pues, procederse por analogía [2] .

El fin de los estados, aunque no se trate de todos, no es, sin embargo, una conclusión fácil de aceptar. No tanto desde el punto de vista práctico, como del teórico. Es posible reconocer que el espacio de las principales decisiones políticas ya no es el de las “naciones” y que hoy como nunca se ha materializado un poder que es de suyo global, o mundial. E incluso, que el ejercicio de dicho poder, pura y simple dominación del gran capital, ya no precisa de intermediaciones jurídico-políticas, ni siquiera en la forma de colonialismo. No obstante, las relaciones de mercado que regulan el intercambio y la circulación de mecancías y sobre todo la movilidad del capital, aún prescindiendo de las dificultades que propone, por ejemplo, la diferencia de monedas (atributo de la soberanía estatal), permiten la exacción, traslado y apropiación del valor generado en cualquier parte del planeta, pero no bastan ni para arbitrar la pugna entre las fracciones del capital ni mucho menos para construir verdaderas relaciones sociales de poder. La dimensión política, en el sentido de la relación de dominación legítima –para recurrir al lenguaje weberiano– sigue siendo indispensable.

Obviamente, desde otras perspectivas teóricas que no reivindican la centralidad del capital en la sociedad moderna y se ubican en una lógica de comportamientos e interacciones entre actores, el problema no adquiriría tal magnitud. En efecto, desde antes del auge de la noción de globalización, en los años setenta, ya algunas corrientes de la teoría de las relaciones internacionales cuestionaban el papel exclusivo del Estado, identificándose como transnacionalistas, transgubernamentales o globalistas [3] . Habría muchos otros actores, partidos, gremios, empresas multinacionales, organizaciones de la sociedad civil (ONG), las propias burocracias en los distintos niveles de los estados, e incluso las instituciones internacionales. Los resultados, así en el ámbito nacional como en el internacional, dependerían de un juego cooperativo (interdependencia, negociaciones) que eventualmente suscita el conflicto.

Sobra decir que estos enfoques son hoy predominantes en los análisis de la politología. En este ensayo no vamos a detenernos en estos aportes, aunque en su nivel, proporcionan perspectivas interesantes. En realidad es mayor su voluntad normativa (formulación de recomendaciones) que su capacidad interpretativa o explicativa. El punto de discrepancia tiene que ver con la noción de poder. Para la mayoría de ellos éste se reduce a una suma de recursos a disposición de cada uno de los “actores”. Entran en juego en el mismo nivel que otros factores que determinan la dinámica de la política global y abren o restringen los espacios de oportunidad política. El sentido de la “democracia” a nivel internacional es el mismo que se predica en el espacio nacional: la tramitación pacífica de conflictos entre intereses y actores o, mejor, su transformación en cooperación [4] . No es una feliz analogía. La naturaleza del Estado consiste, precisamente, en que, separado de la sociedad civil, concentra y monopoliza el poder político. Si esta pretensión es ya fallida a escala nacional e inexistente a escala mundial, estamos frente a un problema histórico que no podemos resolver constatando simplemente la “multiplicidad de poderes” en uno y otro caso, y menos si involucramos el espacio del mercado.

Es por eso que aquí volveremos sobre el problema fundamental planteado inicialmente. Se trata de esclarecer sus términos teóricos. El punto de partida es Marx.



El lugar del Estado en el pensamiento de Marx
En Marx hay dos aproximaciones a la teoría del Estado: una, desde la teoría “pura”, desde el análisis del modo de producción capitalista. Otra, desde una perspectiva histórica, desde la complejidad de la lucha de clases. En la primera el Estado aparece como un componente esencial. Sugestivo es en este sentido el plan de su obra liminar. Dice en una carta a Engels:

Lo que sigue es una síntesis muy breve de la primera parte. Me propongo reunir este material en seis libros: 1) Del capital; 2) De la propiedad territorial; 3) El trabajo asalariado; 4) El Estado; 5) El comercio internacional; 6) El mercado mundial [5] .

Seguramente introdujo modificaciones en este plan que no pudo llevar a cabo, y ya se sabe la participación de Engels en la edición del segundo y tercer tomos de El capital, pero no deja de ser sugestivo que introdujera, como asunto específico, el tema del Estado, incluso como presupuesto del comercio internacional y del mercado mundial. A primera vista daría lugar a pensar en un enfoque convencional de la economía política. No obstante, Adam Smith, por ejemplo, introduce el comercio internacional en el Libro sobre los sistemas de economía política, antes de tratar del Estado, tema que se reduce a considerar los ingresos del soberano o de la república. Obviamente, para éste, el punto de partida son las “naciones” y aunque reivindica las virtudes del mercado –en debate frontal, como se sabe, contra las doctrinas del mercantilismo–, el Estado como tal, es algo dado y no merece justificación alguna. En cambio, para Marx, quien por cierto señala que para los mercantilistas la riqueza de la nación es la “riqueza para el Estado”, el mercado mundial es, si no un supuesto analítico, por lo menos una fuerza que determina todo el proceso de despliegue de la dominación del capital, como lo sabemos desde el Manifiesto Comunista. Así, el Estado aparecería como una realidad histórica que se interpone en el avance de este proceso. Precisamente por ello, sería necesario considerarlo previamente.

En los famosos “borradores” (Grundrisse) detalla aún más esta lógica expositiva, aclarando que los tres primeros libros llevarían a una determinación de las tres clases fundamentales: “Luego, el Estado (Estado y sociedad burguesa-los impuestos o la existencia de las clases improductivas-la deuda pública-la población-el Estado volcado al exterior: colonias. Comercio exterior. El curso cambiario. El dinero como moneda internacional. Por último, el mercado mundial. Dominio de la sociedad burguesa sobre el Estado. La crisis. Disolución del modo de producción y de la forma de sociedad fundados en el valor de cambio. El trabajo individual puesto realmente como social y viceversa)” [6] ..

En este orden de ideas es evidente que se refiere al Estado en su forma nacional-territorial y que se trata de una realidad histórica necesaria. Por ello diferencia entre comercio internacional (división internacional del trabajo) y mercado mundial (que supone dinero mundial). Y no sería exagerado observar maliciosamente que la propia consideración del mercado mundial –más allá de los estados– lleva a la de la crisis. No hay que olvidar que medio siglo después se libraría un gran debate en torno a la naturaleza de la expansión planetaria del capitalismo, el cual daría lugar a las teorías del imperialismo. ¿Necesita el capital de un entorno no capitalista? ¿La incorporación de este último (internalización) llevaría, como lo había previsto Marx, a su conversión en capitalista? ¿Qué implicaciones tendría para la continuidad de la acumulación?

Al “plan de la obra” que se está comentando se alude en varios documentos. Por ejemplo, en la Introducción general a la crítica de la economía política, que figura como primera parte de estos borradores, donde hace, respecto del Estado, una significativa precisión: “...las tres grandes clases sociales. Cambio entre ellas. Circulación. Crédito (privado). 3) Síntesis de la sociedad burguesa bajo la forma del Estado. Considerada en relación consigo misma. Las clases improductivas... etc.” [7] . En este contexto, no cabe duda de que la “síntesis de la sociedad burguesa” debe interpretarse en su forma nacional y necesariamente como Estado. Seguramente –y esta es una razón adicional– le interesaba diferenciarla claramente de la noción de “comunidad”. Esta suposición, cuyas implicaciones todavía están por verse, no debe sorprender. Ya algunos autores han señalado que, en el campo de la sociología, también se supone, muchas veces de manera inconsciente, que la “sociedad” objeto de estudio es aquella circunscrita por el Estado [8] .. Sin embargo, puede dejarse de lado provisionalmente esta constatación e indagar un poco más en la definición del Estado como si fuese en el campo de la “teoría pura”.



El análisis de la forma Estado en el capitalismo
El análisis del Estado, hasta donde conocemos, se levanta sobre la tradición de los teóricos de los siglos XVIII y XIX, especialmente Hegel, que lo construyeron sobre el artificio puramente abstracto de la “sociedad” o la “comunidad”, con alusiones –importantes, pero tal vez no esenciales– a la “nación”. Para Marx, el Estado moderno sólo podía nacer de las relaciones sociales capitalistas. Se explica por ellas. Pero, como se dijo antes: ¿las relaciones sociales capitalistas deben expresarse necesariamente en el Estado moderno? La pregunta es tanto más inquietante cuanto que el Estado moderno es nacional territorial.

El argumento es bien conocido. Se desarrolla, sin duda, por contraste con el antiguo régimen feudal europeo. El Estado moderno sólo puede surgir allí donde han desaparecido las relaciones personales de dependencia y donde, por lo tanto, las relaciones políticas asumen un carácter específico, diferente y separado de las relaciones puramente económicas que se presentan como intercambios entre sujetos individuales, libres e iguales. Aparece como un proceso de gradual monopolización del poder y por tanto exclusión (no la simple subordinación) de cualquier otro, llámese nobleza, clero, gremios o burgos. Es la construcción de la soberanía “interna” que significativamente sucede a la definición de la soberanía “externa”, primer paso en el establecimiento de un espacio territorial.

La fórmula que sintetiza esta presentación, es, en Marx como en la tradición filosófica precedente, la separación entre la sociedad civil y el Estado. Pero, como lo señaló muchas veces, y en eso consiste su aporte, se trata precisamente de analizar la primera. Tal como lo dice en la Introducción general:

El contrato social de Rousseau que pone en relación y conexión a través del contrato a sujetos por naturaleza independientes, tampoco reposa sobre semejante naturalismo (las robinsonadas). En realidad se trata más bien de una anticipación de la sociedad civil que se preparaba desde el siglo XVI y que en el siglo XVIII marchaba a pasos de gigante hacia su madurez. En esta sociedad de libre competencia cada individuo aparece como desprendido de los lazos naturales, etc., que en las epocas históricas precedentes hacen de él una parte integrante de un conglomerado humano determinado y circunscrito.

Así, el artificio conceptual, que aparece en Hobbes y en cierto modo en Rousseau, en Locke y hasta en Kant, en Marx es un producto histórico. Pero no le interesa solamente establecer la determinación (de la “superestructura” por la “base”), como creen muchos comentaristas, sino el mecanismo que la hace posible, la unidad que existe detrás de la separación y la eficacia específica de ésta en la reproducción de la sociedad burguesa en su conjunto. La lectura de Hegel le ayuda a la reflexión. Como se sabe a ello dedicó buena parte de sus estudios y trabajos de juventud, especialmente la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel; de juventud, es cierto, pero, como se señalará más adelante, la problemática no desaparecerá durante la madurez.

En los manuscritos que componen la obra mencionada, desarrolla una crítica acerba al que considera el extremo idealismo de Hegel. “El verdadero interés lo constituye la lógica y no la filosofía del derecho... El momento filosófico no es la lógica del objeto, es el objeto de la lógica. La lógica no sirve para probar el Estado, sino que, por el contrario, el Estado sirve para probar la lógica” [9] . La crítica avanza hasta señalar las ambigüedades y contradicciones del filósofo, aun dentro de su propia definición del Estado, la cual acepta, en los términos de la separación entre el Estado y la sociedad civil (la familia, la propiedad privada) y por tanto entre las esferas de lo universal (lo general) y de lo particular. Aquí uno de los problemas fundamentales, como en Rousseau, será el de la formación o expresión (¿representación?) de la voluntad general, que Hegel intenta resolver problemáticamente con la tridivisión: “poder legislativo”, “poder gubernativo (o ejecutivo)”, y “poder soberano”.. Es en esta intersección entre sociedad civil y Estado en donde Hegel parece enredarse, introduciendo a veces las clases sociales como mediadoras o colocando una de ellas, los propietarios de la tierra, como portadores (¿éticos?) del interés general, con lo cual se convierte en blanco fácil de los ataques de Marx.

La crítica tiene consistencia precisamente porque el punto de partida es en ambos el mismo. Las relaciones de poder político ya no son relaciones de producción. En el medioevo las clases de la sociedad civil y las clases desde el punto de vista político eran idénticas, puesto que la sociedad civil era la sociedad política Ello sucedía incluso en las monarquías absolutas. Por eso Marx concluye:

La Revolución Francesa fue la que terminó la transformación de las clases políticas (estamentos) en clases sociales o, en otros términos, hizo de las diferencias de clases de la sociedad civil, simples diferencias sociales, diferencias de la vida privada sin importancia en la vida política” [10] .

Es por eso que no acepta la solución sugerida por Hegel y lo llama a ser consecuente con su presupuesto atomístico que, por lo demás, no está lejos del paradigma de mercado introducido por la economía política, el cual sería la alternativa, aún para Marx, a la terrible “guerra de todos contra todos”: “Por lo tanto el ciudadano del Estado y el ciudadano simplemente miembro de la sociedad civil están también separados. (...) Para comportarse pues como ciudadano real del Estado, adquirir significación y actividad políticas, está obligado a salir de su actividad cívica, a hacer abstracción de ella, a retirarse de toda organización en su individualidad; pues la única existencia que cuenta para su cualidad de ciudadano del Estado, es su individualidad pura y simple, pues la existencia del Estado en tanto que es gobierno se lleva a cabo sin el, y su existencia en la sociedad civil se lleva a cabo sin el Estado” [11] .. En fin, los diferentes miembros del pueblo son iguales en el cielo de la política y desiguales en la existencia terrestre de la sociedad. Sólo así puede operarse el milagro de la abstracción en el Estado.



De la perspectiva histórica a la realidad de la política
El aspecto que cabe ahora resaltar de todo lo anterior consiste en que para Marx no se trata de un velo ideológico. Es un aspecto esencial en el funcionamiento del capitalismo y por ello toma el Estado como la síntesis de la sociedad burguesa. Incluso, en la misma crítica a Hegel, destaca la aparente paradoja de que apareciendo determinado el Estado por la sociedad civil (de la cual es su abstracción), a la vez ésta aparece determinada por el Estado que al “separarla” le asigna sus principios y modalidades de existencia “privada”. En el lenguaje de hoy diríamos que alude al campo de lo jurídico en lo que sería el surgimiento simultáneo del derecho público y el derecho privado.

En este orden de ideas, el que por mucho tiempo se denominó “carácter de clase del Estado” se explicaría, en principio, como un “efecto estructural”. Sin embargo, como se dijo antes, aparte de la “teoría pura”, Marx realiza igualmente una aproximación desde una perspectiva histórica, desde la complejidad de la lucha de clases que no contradice para nada la anterior y más bien la desarrolla. En principio, el argumento era puramente empírico: “A esta propiedad privada moderna corresponde el Estado moderno, el cual adquirido gradualmente por los dueños de la propiedad por medio de las contribuciones, ha caído enteramente bajo su dominio a través de la deuda nacional” [12] .

Aquí debe tenerse en cuenta, de todas maneras, que, desde un punto de vista histórico concreto, la formación del Estado moderno sólo puede examinarse en relación con las formas anteriores del poder en los avatares de la disolución del regimen feudal (allí habla de Alemania antes de 1848). Marx no ignora los antecedentes, hoy ampliamente reconocidos, de la paz de Westfalia, ni la importancia de las monarquías absolutas, o la disolución de los grandes imperios en el siglo XIX. En este proceso de transición, la propiedad territorial y el capital se disputan un lugar en la conformación del Estado que adquirirá en cada caso una forma distinta. Y ya conformado seguirá siendo el espacio de pugnas entre diferentes fracciones de las clases dominantes, como lo demostraría en sus textos posteriores sobre La lucha de clases en Francia y El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte.

Pero aún en este libro –La ideología alemana– que es anterior al desarrollo pleno de su teoría, nos ofrece también una indicación fundamental:

Los capitalistas forman una clase sólo en la medida en que son obligados a sostener una lucha común contra otra clase. Pues, por lo demás, ellos mismos se enfrentan unos con otros, en el plano de la competencia, en pos de ganancias en el mercado [13] .

Lo primero que salta a la vista es que, según esta apreciación, el capital, dado que existe empíricamente en la forma de capitales individuales, no podría constituirse, desde su realidad “civil”, en un proyecto consistente de dominación sobre la sociedad, simplemente porque se encuentra aherrojado por la inmedatez de la competencia. Sin embargo, lo necesita para asegurar la estabilidad social y la continuidad de la acumulación. Son otras clases, principalmente el proletariado, quienes se encargan de recordárselo. De ahí que resulte esencial el referente del Estado en donde sus intereses particulares asumen la forma de interés general, en lo cual reside el secreto de la política moderna por la vía indirecta de la representación.

Seguramente Marx nunca abandonó el contenido más profundo de lo establecido por Hegel. Tiempo después, en su obra fundamental, diría:

Estas leyes fabriles vienen a poner un freno a la avidez del capital, a su codicia de explotar sin medida la fuerza de trabajo, limitando coactivamente la jornada de trabajo por imperio del Estado, por imperio de un Estado gobernado por capitalistas y terratenientes. Prescindiendo del movimiento obrero, cada día más fuerte y amenazador, esta traba puesta al trabajo fabril fue dictada por la misma necesidad que trajo el guano a las tierras inglesas. La misma codicia ciega que en ese caso agotó la susutancia de la tierra, atentó en el otro contra las raíces de la fuerza vital de la nación [14] .

El interés de largo plazo del capital asume entonces la forma de interés general de la sociedad. O, expresado a la inversa: sólo el Estado en cuanto representante del interés general (¿público?) es capaz de materializar su interés de largo plazo. Desde luego, como resultado de una presión desde abajo.

Por eso al capitalista se le da un ardite la salud y la duración de la vida del obrero, a menos que la sociedad lo obligue a tomarla en consideración... la implantación de una jornada normal de trabajo es el fruto de una lucha multisecular entre capitalistas y obreros [15] .

Curiosamente, en Marx, esta dialéctica resulta implacable. Permite la confrontación pero a la vez conserva la unidad. En este terreno común, los obreros, sometidos ellos mismos a la competencia, hacen lo mismo y toman como referente al Estado. Se convierten así en clase. Parece como si Marx hubiera retomado la solución propuesta por Hegel. La atomización es superada mediante la conversión de las clases de la sociedad civil en una nueva forma de clases políticas que ejercerían la representación y la mediación frente al Estado.

Para defenderse contra la serpiente de sus tormentos, los obreros no tienen más remedio que apretar el cerco y arrancar, como clase, una ley del Estado, un obstáculo social insuperable que les impida a ellos mismos venderse y vender a su descendencia como carne de muerte y esclavitud mediante un contrato libre con el capital. Y así donde antes se alzaba el pomposo catálogo de los derechos inalienables del hombre aparece ahora la modesta Magna Charta de la jornada legal de trabajo, que establece por fin claramente en donde termina el tiempo vendido por el obrero y dónde empieza aquel de que él puede disponer [16] .

Esta conclusión ha sido cuestionada desde puntos de vista anarquistas. ¿Una creencia ingenua –o perversa– en el Estado? ¿O una manera de redefinir el interés general hegeliano a partir de la lucha de clases y ya no de la razón? Sin duda se trata de lo segundo. La diferencia consiste en lo siguiente: también para los anarquistas el punto de partida es el divorcio entre la sociedad civil y el Estado. Sin embargo, mientras que para éstos se trata, generalmente, de absolutizar la primera, para Marx sigue vigente el problema de la formación del interés general que sólo se resuelve con la superación de dicho divorcio y no con la simple supresión de uno de sus términos. Significa una ruptura. Ya no como en el caso de las leyes sobre la jornada de trabajo. Es precisa una revolución [17] .

Por eso dice en la Crítica del Programa de Gotha, tal vez el último documento representativo de su pensamiento fundamental:

El objetivo del movimiento obrero no debe consisitir en liberar el Estado de la sociedad, sino, al contrario, convertir el Estado, de un órgano que está por encima de la sociedad en un órgano completamente subordinado a ella [18] .

Como se sabe, es en este texto donde Marx concluye que el Estado burgués debe ser destruido para dar paso no tanto a otro tipo de Estado como a otro tipo de organización de la sociedad. El texto puede ser leído como una convergencia con los anarquistas aunque la solución es diferente. Pero lo más importante es que se enfrenta a los socialismos (o capitalismos) de Estado por entonces en boga. Y en esa medida anticipa un rechazo categórico al estalinismo que terminó por hacer del “socialismo” un proyecto de absorción de la sociedad civil en el Estado, como en todos los totalitarismos.



El Imperio como alternativa al declive de los estados nacionales
En síntesis, puede concluirse que, para Marx, la forma Estado es esencial en la reproducción de la sociedad capitalista. Queda, sin embargo, la inquietud que originó estas notas: ¿Necesariamente un Estado nacional territorial? Como se dijo antes, él no ignoraba el proceso histórico real y concreto que había dado lugar a los estados modernos, precisamente en contra de las ideologías que naturalizaban el concepto de Estado-Nación como un hecho simplemente cultural, ocultando la realidad de las violentas imposiciones y sojuzgamientos de pueblos (etnias) en la propia Europa. Y así mismo supo valorar los nacionalismos que resultaron justamente de ese proceso. Frente al caso de Irlanda, por ejemplo, no dudó en afirmar que mientras el obrero inglés no abandonara su pretensión de dominio sobre sus hermanos de clase, no sería capaz de emanciparse a sí mismo. Pero tomó todos los nacionalismos, de uno y otro signo, como fuerzas objetivas en capacidad de impulsar la consolidación o, eventualmente, la formación de estados. Sin duda reconocía que la posibilidad de materializar esa necesaria “síntesis de la sociedad burguesa” residía en alguna fuerza de cohesión. Pero sabía igualmente que la propia realidad del Estado, o del soberano, podía definir la “nacionalidad” –el pueblo–, como tuvo oportunidad de comentarlo a propósito de la definición de soberanía popular por exclusión que hacía Hegel [19] . Los estados nacionales eran, pues, ante todo, un hecho.

No obstante, independientemente de los orígenes de los estados, es claro que ellos se constituyen en la única forma de estructurar la relación de poder en el capitalismo, como ha quedado establecido. En ese sentido, Marx apreció las diversas formas de colonialismos como proyecciones de Estado hacia espacios no capitalistas. Dado que consideraba que el efecto de esta dominación no podía más que inducir el capitalismo, no se le hacía extraño el surgimiento de nuevos estados a través de luchas o acuerdos de independencia. Pero seguramente consideró, al mismo nivel, la formación y expansión del mercado mundial como una tendencia contradictoria. Tendencia que, en la medida en que erosionara los estados nacionales, serviría de base para la emancipación del proletariado. Es el sustento de la famosa consigna: “Proletarios de todos los países uníos”. No son ellos quienes idealmente se lo proponen sino el propio capitalismo el que los obliga a hacerlo. De ahí la insistencia, no exenta de ironía, sobre la marcha implacable del mercado mundial, en el Manifiesto Comunista, en lo que algunos han creído ver la primera apología de la globalización.

El proceso, como sabemos, ha dado, no obstante, algunas vueltas. Después del imperialismo, entre los siglos XIX y XX, y de dos guerras mundiales, la “descolonización” subsiguiente multiplicó de manera sorprendente (y ficticia) los “estados nacionales”. Pero la expansión del mercado mundial siguió su marcha. Hoy tenemos dudas fundadas de si muchos de esos estados en realidad sirvieron de formas de cohesión o de simples mediadores de la dominación del capital global (neocolonialismo). En todo caso, como se señaló al principio, la tendencia actual a la erosión es evidente. Dado que el colonialismo parece ya superado, la pregunta es si estamos en presencia de nuevas formas Estado que, en una escala superior, corresponderían a la necesaría “síntesis de la sociedad burguesa” contemplada en el pensamiento marxista. Podría decirse que existen diversos proyectos de integración, entre los cuales el mejor ejemplo es la Unión Europea, que apuntarían a conformar esos nuevos estados. Sin embargo, es claro que los capitales trascienden ya dichas fronteras integradas, en una intensificación y densificación de las relaciones económicas, de naturaleza planetaria. Por lo demás, la hegemonía de los Estados Unidos es incontestable, al menos desde el punto de vista de su capacidad de coerción. No hay muchas respuestas.

En el reciente libro de Michael Hardt, que lleva la coautoría de Toni Negri, se introduce para este efecto el concepto de “Imperio”. La propuesta es tremendamente sugestiva. Sin embargo, la formulación es bastante débil y la sustentación, en lo que se refiere a la historia y el papel de los Estados Unidos, es poco menos que lamentable [20] .. Se puede rescatar la hipótesis según la cual, desde su nacimiento, el Estado de los Estados Unidos habría tenido una vocación de Imperio. Esto lo coloca en una posición privilegiada para asumir la reorganización del mundo, aunque curiosamente, para los autores, este no es el punto de partida. Efectivamente, estamos en presencia de una redefinición del espacio del capital y de la territorialidad y con ellos de la noción de soberanía. El imperio se caracteriza, entonces, porque no tiene límites. Pero tampoco tiene centro territorial. La insistencia en este último punto hace esfumar tanto el papel de los Estados Unidos, paradójicamente, como el sentido de cualquier reorganización política, lo cual los lleva a una formulación similar a la habitual de la politología, la cual se mencionó al principio de este ensayo.

En efecto, en este libro, de la mano de los enfoques “posmodernos”, se pone el énfasis en el descentramiento. “(El Imperio) es un aparato de mando descentrado y desterritorializado que incorpora progresivamente a todo el reino global dentro de sus fronteras abiertas y expansivas. El Imperio maneja identidades híbridas, jerarquías flexibles e intercambios plurales por medio de redes moduladoras de comando”. No gratuitamente se retoman las teorías de sistemas autorregulados (autopoiéticos). Pero cuando desciende a su formulación histórica, el esquema se reduce a un inventario de entidades u organismos de diferente tipo y naturaleza (incluyendo estados nacionales) que los autores organizan, para escapar del “aparente caos”, en una pirámide de tres escalones que a su vez contienen múltiples niveles.

En la cúspide están los Estados Unidos, los otros estados principales y ciertas asociaciones que cumplen funciones económicas o culturales claves en una función de unificación. En el segundo, las Corporaciones multinacionales, que no unifican sino que funcionan en red, hacia la articulación. Y los demás estados nacionales. En el tercer escalón, el más amplio, la base, están los grupos que representan intereses populares. La novedad aquí es que ya los estados nacionales no son los únicos que representan al pueblo sino también otro tipo de organizaciones, donde no falta la mención a las ONG. No podía ser más convencional. El principio de organización o de estructuración (no se trata en este caso del poder) no proviene de la propia lógica del entramado sino de la voluntad clasificatoria más o menos plausible de los autores.

El problema sigue sin resolverse. En realidad no basta con señalar que en la actualidad la política ya ha perdido su autonomía, como signo precisamente del declive de los estados, si es que se recurre al argumento simple de que hoy los consensos se tramitan en espacios diferentes (¿de la sociedad civil?), constatación que ya han hecho muchos autores desde otras vertientes ideológicas. Tampoco basta con advertir, de la mano de Foucault, la naturaleza biopolítica del nuevo paradigma de poder (se regula la vida social desde su interior), que en este caso va más allá de la sociedad disciplinaria hacia la sociedad de control a través de la tecnología. Se produce directamente la subjetividad, de ahí la importancia de los medios de comunicación. Pero afirmar que ahora el poder no está separado sino instalado en las propias relaciones de producción, antes que una refutación del supuesto paradigma de Marx (y ya se aclaró su contenido) no es otra cosa que buscar la forma de eludir el problema.

Sería indispensable definir en qué forma se estructura globalmente este poder, que aparentemente puede prescindir de la forma Estado, y la relación que tendría esta estructuración con el entramado antes descrito. Superando, eso sí, las dificultades que le crea al capital su empírica multiplicidad en el mercado, puesto que la tensión entre lo general y lo particular, entre lo inmediato y lo de largo plazo no ha desaparecido. Por el contrario; precisamente por eso se está hablando del actual malestar de la política (o de su ausencia). En fin, sería bueno establecer si esta redefinición es una alternativa societal o un signo de la crisis.

Y lo que es más importante: ¿Cómo se explica teóricamente la posibilidad de su contestación (contraimperio)? La verdad es que esta imagen totalitaria y omnipotente de la máquina imperial (biopolítica) no arroja muchas pistas sobre ello, a pesar de la emocionada reivindicación que se hace en el libro de los movimientos de resistencia. ¿Hay también aquí una redefinición de la política? ¿Cómo retomar las elaboraciones de Negri en torno a la noción de multitud? En realidad, la sugerencia de que la multitud está presente en el escalón bajo de la pirámide, empobrece el concepto al tratar de instrumentalizarlo y volverlo empírico. Mucho más fecundo sería redefinir la consigna de “proletarios de todos los países”.

La referencia a este libro, demasiado extensa para este ensayo aunque insuficiente como crítica, no tiene otro objetivo que poner en evidencia la magnitud del problema teórico, dada la significación de los autores en este diálogo con el pensamiento de Marx. Y llamar la atención sobre la noción de Imperio, que sin duda es fecunda. Otros procesos, no mencionados allí, como los de integración (ALCA), la consolidación de organismos como la OMC y el debate actual sobre la nueva arquitectura financiera mundial, pueden arrojar luces. Probablemente habrá que profundizar en el campo de lo jurídico. Pero no es claro que la alternativa del Imperio, cualquiera sea su naturaleza, constituya una solución medianamente perdurable. El mercado mundial, como lo vislumbrara Marx, ha hecho su tarea. Si hay un fin del Estado este será simultáneamente el fin de la sociedad capitalista.



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[1] La pregunta acerca de quién toma las decisiones no es ociosa. ¿Los gobiernos, respaldados o no por el Congreso, las élites, la sociedad civil? Se refiere a los procesos de legitimación y como tal remite a la misma cuestión del papel real de los estados.

[2] El hecho de que se le asigne a esta dimensión política el carácter de rasgo definitorio de la actual fase de globalización no niega y más bien confirma que se trata de un proceso histórico que algunos señalan como erosión de los estados, debida precisamente a la intensificación de las relaciones transnacionales. Lo que se pone en duda por muchas razones es la tríada, que se concebía de manera naturalista, “nación (ethnos)-territorio-aparato de Estado”. Habría que tenerse en cuenta el fenómeno de las migraciones con sus impactos sobre las “ciudadanías” de los países y la redefinición de las nacionalidades en un sentido no territorial. Véase A. Appadurai, “Soberanía sin territorialidad”, en revista Nueva Sociedad, No. 163, Caracas, Sep.- Oct. 1999.

[3] Puede mencionarse, por ejemplo, en el enfoque de la interdependencia compleja, el texto de R. Keohane y J. Nye, Power and Interdependence. World Politics in Transition, Boston, Little Brown, 1977.

[4] Véase, por ejemplo, la propuesta de gobernabilidad global que elabora el politólogo alemán Dirk Messner en “La transformación del Estado y la política en el proceso de globalización”, en revista Nueva Sociedad, ed. cit.

[5] Carta de Marx a Engels, abril de 1858.

[6] Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) 1857-1858, México, Siglo XXI Editores, 1971.

[7] Ibid.

[8] Anthony Giddens, The Consequences of Modernity, Cambridge, U.K., Policy Press, 1990.

[9] Karl Marx, Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, México, Grijalbo, 1968, p. 26.

[10] Ibid., p. 100.

[11] Ibid., p. 96.

[12] Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana, Montevideo, Ediciones Pueblos Unidos, 1959.

[13] Ibid.

[14] Karl Marx, El capital, tomo I, México, Fondo de Cultura Económica, p. 184.

[15] Ibid., p. 212.

[16] Ibid., p. 241.

[17] Para algunas tendencias anarquistas, por cierto, la revaloración de la sociedad civil, entendida como promoción y asociación de pequeños productores y propietarios o de formas cooperativas, sería un proceso gradual. Hoy en día el punto merece una consideración más detenida, pero no deja de ser delicado. Obsérvese que algunas vertientes radicales del neoliberalismo se llaman a sí mismas anarquistas.

[18] Karl Marx, “Crítica del Programa de Gotha”, en Marx y Engels, Obras escogidas, tomo II, Moscú, Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1971.

[19] Karl Marx, Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, ed. cit., p. 51.

[20] Toni Negri y Michael Hardt, Imperio, Bogotá, Ediciones “Desde Abajo”, 2001. Véase especialmente el capítulo 2.5 “Poder en cadena: la soberanía de U.S. y el nuevo imperio”

"KOSOVO Y EL FIN DEL ESTADO-NACIÓN" por Václav Havel




La intervención de la OTAN en Yugoslavia plantea un problema de derecho internacional. Para Václav Havel, el dramaturgo y presidente de la República Checa, al fin los nuevos tiempos supeditan la preponderancia jurídica del Estado nacional a los derechos de sus habitantes.
El siguiente es el discurso que el presidente Václav Havel dirigió al Senado canadiense y a la Cámara de los Comunes en Ottawa, el pasado 29 de abril. El bombardeo de la OTAN sobre Yugoslavia estaba entonces en su sexta semana. La República Checa, junto con Polonia y Hungría, se había convertido recientemente en miembro de la alianza; en Praga, sin embargo, el bombardeo no era bien visto: según encuestas recientes, sólo lo apoyaba el 35% de la población. El primer ministro checo, Milos Zeman, comparaba el conflicto con "cavernarios tirando piedras" y preguntaba si la República Checa se había unido a la OTAN para protegerse de Yugoslavia. Más aún, el gobierno checo vacilaba en enviar tropas terrestres a los Balcanes. Havel calificó públicamente de "vergonzosa" la falta de compromiso de su gobierno.
En su discurso al Parlamento canadiense, traducido aquí, Havel ofrece una explicación razonada de su apoyo a la OTAN. Pero es más que eso: a la vez que los comentarios de Havel reflejan su propia postura, también conducen a discusiones que tuvieron lugar en los meses anteriores en el interior del Ministerio Checo de Asuntos Extranjeros (tanto el ministro actual, Jan Kavan, como su ministro diputado, Martin Palous, son veteranos en la lucha por la democracia en Checoslovaquia) sobre cómo convertir las lecciones de la experiencia de su país con el totalitarismo en una fuerza moral para el mundo posterior a la Guerra Fría. Estas discusiones establecen una clara distinción entre "intereses nacionales" y el principio, más elevado, de los derechos humanos. Cuando el apoyo a los derechos humanos es visto como una herramienta —esto es, como un simple recurso utilizado en la búsqueda de un interés nacional más amplio—, trae consigo, en el mejor de los casos, una puesta en práctica inconsistente y a menudo inefectiva. Para Havel, la guerra en Yugoslavia es un parteaguas en las relaciones internacionales: es la primera vez que los derechos humanos de una comunidad —los albaneses de Kosovo— están, de manera inequívoca, en primer lugar.— Paul Wilson Todo parece indicar que la gloria del Estado-nación como culminación de toda historia de comunidad nacional, así como su alto valor terreno —el único, de hecho, en nombre del cual se permite matar o por el que se espera que la gente muera— ya ha dejado atrás su punto más alto.
Parecería que los esfuerzos iluminadores de generaciones de demócratas, la terrible experiencia de las dos guerras mundiales —que tanto contribuyeron a la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos— y el desarrollo de la civilización han obligado por fin a la humanidad a reconocer que los seres humanos son más importantes que el Estado.
En este nuevo mundo, la gente —sin importar las fronteras— está conectada de millones de maneras distintas: a través del intercambio, las finanzas, la propiedad y la información. Tales relaciones traen consigo una amplia variedad de valores y modelos culturales que tienen validez universal. Aun más: es un mundo en el que la amenaza hecha a algunos tiene un impacto inmediato en todos los demás; en el que, por muchas razones —sobre todo los enormes avances en la ciencia y la tecnología—, nuestros destinos individuales se están fusionando en un destino único; en el que todos nosotros —nos guste o no— debemos comenzar a asumir responsabilidad por todo lo que ocurre. En tal mundo, el ídolo de la soberanía estatal debe desaparecer inevitablemente.
De forma clara, el amor ciego por el país propio —un amor que no reconoce nada más allá de sí mismo, que perdona todo lo que el país propio hace sólo porque es el país propio, pero rechaza todo lo demás sólo porque es diferente— se ha convertido necesariamente en un anacronismo peligroso, en una fuente de conflicto y, en casos extremos, de inmenso sufrimiento humano.
Creo que en el próximo siglo la mayoría de los Estados dejarán de ser entidades idolatradas y cargadas de emoción para convertirse en entidades mucho más simples y más civilizadas, en unidades administrativas menos poderosas y más racionales que representarán sólo una de las maneras, complejas y compuestas de muchos niveles, en las que está organizada nuestra sociedad planetaria.
Con esta transformación, la idea de la no intervención —la idea de que no nos concierne lo que sucede en otro país o si los derechos humanos están siendo violados ahí— deberá también desaparecer por el escotillón de la historia.
¿Pero qué sucederá con las muchas funciones que ejerce actualmente el Estado? Revisemos primero el rol emocional que éste juega en nuestras vidas. En mi opinión, el Estado debe ser redistribuido entre los otros aspectos que conforman nuestra identidad. Con esto me refiero a los distintos niveles de aquello que percibimos como nuestro hogar y nuestro entorno natural: nuestras familias, las compañías para las que trabajamos, las comunidades en las que vivimos y las organizaciones a las que pertenecemos, así como nuestra región, nuestra profesión, nuestra Iglesia, a lo largo de nuestro continente e incluso nuestra Tierra, el planeta que habitamos. Todos éstos son los diferentes contextos en los que se forman nuestras identidades y en los cuales vivimos nuestras vidas. Y si nuestro vínculo con el Estado, que se ha hipertrofiado tanto, se debilitara, entonces debe ser debilitado en formas que beneficien a todos los otros niveles de nuestra identidad.
Las responsabilidades prácticas del Estado —sus poderes legales— pueden sólo transmitirse en dos direcciones: hacia abajo o hacia arriba. Hacia abajo, a las organizaciones no gubernamentales y las estructuras de la sociedad civil; hacia arriba, a las organizaciones regionales, transnacionales y globales. Esta transferencia de poderes ya ha comenzado y, en algunos casos, ha recorrido un largo camino. En otras áreas está menos avanzada, es claro que este proceso está en desarrollo, y que debe continuar avanzando en ambas direcciones.
Si los Estados democráticos modernos usualmente se definen tanto por sus cualidades como por su respeto a los derechos y libertades humanas, por la igualdad de la que gozan sus ciudadanos y por la existencia de una sociedad civil, entonces la condición hacia la cual la humanidad se dirigirá —y deberá hacerlo en interés de su propia sobrevivencia— probablemente estará caracterizada por un respeto universal o global por los derechos humanos, por la igualdad cívica universal y la aplicación de la ley, y por una sociedad civil global.
Uno de los mayores problemas en la creación de los Estados-nación fue su delimitación geográfica y el delineamiento de sus fronteras. Muchos factores —étnicos, culturales, geográficos y militares— estaban en juego.
La creación de comunidades regionales y transnacionales más grandes en ocasiones cargará el lastre de estos mismos problemas, algunos de los cuales serán heredados de los Estados-nación participantes. Sin embargo, debemos hacer todo lo posible para garantizar que la evolución lejos del dominio del Estado-nación no sea tan dolorosa como fue en nuestra historia la creación misma de esos Estados-nación.
Permítanme darles un ejemplo. Canadá y la República Checa son ahora aliadas porque ambos países son miembros del Tratado del Atlántico Norte. Esta es la consecuencia de un proceso histórico importante: la expansión del Tratado con el fin de incluir a los países de Europa Central y del Este. Es el primer paso serio e históricamente irreversible hacia la eliminación de la cortina de hierro y al desmantelamiento —en hechos, no sólo palabras— de los acuerdos que surgieron del Tratado de Yalta.
La expansión de la OTAN, como todos sabemos, no fue fácil. No se concretó sino hasta diez años después del fin de la Guerra Fría y de la división bipolar del mundo. Una de las muchas razones por las que este proceso resultó tan difícil fue la oposición de la Federación Rusa, que cuestionaba, ansiosamente y sin comprender, por qué el Oeste se estaba expandiendo y acercando a Rusia, sin incluir a Rusia misma. Sin tomar en cuenta cualquier otro motivo que pudo haber tenido, la posición de Rusia revela algo muy interesante: su incertidumbre acerca de dónde empieza y termina aquello que podríamos llamar el mundo de Rusia o del Este. Cuando la OTAN le ofrece a Rusia una mano en sociedad, lo hace en el entendido de que hay dos entidades grandes y equivalentes: el mundo Euroatlántico y un vasto poder Euroasiático. Estas dos entidades pueden —y deben— tenderse la mano y cooperar, porque esto es del interés del mundo entero. Pero sólo pueden hacerlo si son conscientes de sus propias identidades; en otras palabras, si saben en dónde empieza y termina cada una de ellas. Históricamente, Rusia ha tenido siempre una ligera dificultad con esto, y claramente acarrea consigo esta dificultad al mundo actual, en donde la pregunta crucial ya no es en dónde empieza o termina un Estado-nación específico, sino en dónde empieza o termina una región específica de cultura o civilización.
Sin duda alguna, hay un millar de cosas que vinculan a Rusia con el mundo Euroatlántico o con el Oeste, pero también hay un millar de maneras en las que difieren —de la misma forma en que América Latina, África, el Lejano Oriente u otras regiones o continentes difieren uno del otro. El hecho de que estos mundos, o partes del mundo, difieran entre sí, no significa que una sea más valiosa que la otra. Todas valen lo mismo. Es sólo que también son un tanto distintas una de la otra. No hay nada vergonzoso en ser diferente. Rusia considera de suma importancia ser vista como un jugador principal, uno que, como potencia mundial, merece trato especial. Al mismo tiempo, le incomoda ser percibida como una entidad separada, una que difícilmente puede ser considerada parte de otra entidad.
Incluso Rusia está reconciliándose con la expansión del Tratado del Atlántico Norte y un día llegará a aceptarla. Esperemos que cuando lo haga, tal aceptación no sea tan sólo una expresión del "reconocimiento de la necesidad", referido por Engels, sino de un entendimiento nuevo y más profundo de sí misma. Así como otros países deben aprender a redefinirse en este nuevo mundo multicultural y multipolar, así debe hacerlo Rusia. No puede seguir reemplazando una confianza natural en sí misma con megalomanía o autoimportancia; debe también saber en dónde empieza y dónde termina. Debe comprender, por ejemplo, que Siberia —con sus espacios enormes y sus recursos naturales inmensos— es propiamente una parte de Rusia; pero que no lo es —y nunca lo será— la diminuta Estonia, y que si Estonia siente que pertenece al mundo representado por el Tratado del Atlántico Norte o la Unión Europea, esto debe ser entendido y respetado —no visto como una expresión de hostilidad.
He tratado de demostrar que el mundo del siglo xxi —si es que la humanidad logra resistir los peligros que se ha creado— será un mundo de mayor cercanía y cooperación equitativa entre entidades más grandes, la mayoría de ellas supranacionales, que en ocasiones abarque continentes enteros. Para que tal mundo llegue a concretarse, cada entidad individual y esfera de cultura y civilización deberá ser claramente consciente de su propia identidad; deberá entender qué la hace distinta de las otras, y aceptar que su diferencia no es un obstáculo sino sólo una contribución sumamente específica a la riqueza y variedad de la comunidad global. Por supuesto, lo mismo deberá ser entendido por aquellos que, por el contrario, tienen una tendencia a considerar su propia "otredad" como base de sentimientos de superioridad.
Una de las organizaciones más importantes, en la cual todos los Estados y grandes entidades supranacionales pueden reunirse para el debate y la discusión en términos equitativos, y que toma un sinnúmero de decisiones importantes que conciernen al mundo entero, es las Naciones Unidas.
Siento que para llevar a cabo las tareas importantes que el próximo siglo le impondrá, la ONU deberá pasar por una reforma significativa. El Consejo de Seguridad, el órgano más importante de la ONU, no puede seguir conservando el estatus que le fue asignado cuando la ONU fue creada. Ahora debe reflejar con más precisión el mundo multipolar de la actualidad. Tenemos que reconsiderar si todavía es apropiado, aun hipotéticamente, que en el Consejo de Seguridad un país pueda ganarle por votación al resto del mundo. Tenemos que reconsiderar cuál de los países poderosos, grandes y populosos debe estar actualmente representado de manera permanente, repensar el esquema de rotación para los miembros no permanentes, así como muchas otras cosas.
Debemos hacer que la inmensa estructura de la ONU sea menos burocrática y más efectiva. Tenemos que pensar en maneras para ganar flexibilidad genuina en la toma de decisiones, sobre todo en la Asamblea General. Y, lo más importante de todo, debemos asegurarnos de que todos los ciudadanos del mundo vean a la ONU como su organización, una organización que realmente les pertenece, y no como un club de élite para gobernantes. Después de todo, lo que esta organización hace por los habitantes de nuestro planeta es más importante que lo que hace por los países individuales como Estados.
Por esta razón, es probable que los métodos de financiamiento de la ONU deban ser reformados también, junto con la forma en que las declaraciones son ejecutadas y reforzadas. No se trata de abolir los poderes de los países miembros y de establecer algo así como un superestado mundial. Significa asegurar que no todos los asuntos serán siempre y exclusivamente tratados por países individuales o por sus gobiernos. Para satisfacer los intereses de la humanidad, sus libertades, sus derechos y su propia vida, es necesario crear más canales a través de los cuales las decisiones de los representantes de la ONU sean retransmitidas a los ciudadanos, y a través de los cuales los ciudadanos den a conocer su voluntad a los representantes. Esto traería consigo más equilibrio y una mayor confianza mutua.
Espero que quede claro que no estoy en contra de la institución del Estado como tal. En todo caso, sería un tanto absurdo que la cabeza de un Estado pidiera la abolición del Estado ante los cuerpos representativos de otro Estado. Me refiero a otra cosa, al hecho de que existe algo de más alto valor que el Estado. Ese valor es la humanidad. Como sabemos, el Estado existe para servir a la gente y no al contrario. Si un individuo sirve a su país, debería de esperarse que él o ella lo sirvan sólo en la medida necesaria para permitir que el Estado sirva a todos sus ciudadanos. Los derechos humanos son superiores a los derechos de los Estados. Las libertades humanas representan un valor más alto que la soberanía estatal. Las leyes internacionales que protegen al ser humano deben clasificarse por encima de las leyes internacionales que protegen al Estado.
Si nuestros destinos se están ahora fusionando en un destino único, si cada uno de nosotros asume responsabilidad por todos, entonces nadie, ni siquiera un país, puede limitar el derecho que tiene cualquiera de ejercer esta responsabilidad en una forma real. Los países individuales deben abandonar gradualmente una categoría de política extranjera que, hasta ahora, ha sido usualmente crítica con su pensamiento: la categoría de los "intereses nacionales".
Más que unirnos, es probable que los "intereses nacionales" nos separen. Es claro que cada país tiene sus propios intereses particulares, y por ningún motivo es necesario que abandonen esos intereses, que son legítimos. Sin embargo, debemos reconocer que existe algo más allá de esos intereses: los principios que adoptamos. Los principios, en todo caso, nos unen más de lo que nos separan. A través de los principios medimos la legitimidad o ilegitimidad de nuestros intereses. No me parece correcto cuando un país proclama que es uno de los intereses del "Estado" defender un principio particular. Antes que nada, los principios deben ser honrados y defendidos en y para ellos mismos. Sólo entonces nuestros intereses pueden derivarse de ellos.
Por ejemplo, no sería correcto que yo dijera que es uno de los intereses de la República Checa que haya paz justa en el mundo. Por el contrario, el principio de paz justa en el mundo debe venir primero, y los intereses de la República Checa deben estar subordinados a eso.
El tratado al que pertenecen Canadá y ahora la República Checa sostiene una lucha en contra del régimen genocida de Slobodan Milosevic. Esta lucha no es fácil ni vista con buenos ojos, y podemos diferir respecto a sus estrategias y tácticas. Sin embargo, hay algo que ninguna persona razonable puede negar: probablemente ésta sea la primera guerra que no se ha llevado a cabo en nombre de los "intereses nacionales", sino en nombre de los principios y los valores. Si uno pudiera decir que una guerra es ética, o que se está llevando a cabo por razones éticas, eso podría decirse de esta guerra. Kosovo no tiene campos petroleros que sean codiciados. Ninguno de los miembros del Tratado tiene demandas territoriales sobre Kosovo, y Milosevic no amenaza la integridad territorial de ningún miembro del Tratado. Y, aún así, el Tratado está presente en la guerra; está peleando preocupado por el destino de otros. Está peleando porque ninguna persona decente puede quedarse allí parada y observar el asesinato sistemático, ordenado por el Estado, de otras personas. No puede tolerar tal cosa; no puede dejar de suministrar ayuda si está en sus posibilidades hacerlo.
Esta guerra coloca a los valores humanos por encima del Estado. La República Federal de Yugoslavia fue atacada por la alianza sin una orden directa de las Naciones Unidas. Esto no sucedió de manera irresponsable, como un acto de agresión o por falta de respeto a la ley internacional. Por el contrario, sucedió por respeto a la ley: a una ley que se clasifica por encima de la ley que protege la soberanía de los Estados. La alianza ha actuado por respeto a los derechos humanos, tal y como lo dictan tanto la conciencia como los documentos legales internacionales.
Éste es un precedente importante para el futuro. Se ha dicho de manera clara que no es permisible asesinar a la gente, arrastrarla fuera de sus hogares, torturarla y confiscar sus propiedades. Lo que ha sido demostrado aquí es el hecho de que los derechos humanos son indivisibles, y que si se comete una injusticia con uno se comete también con todos.
A menudo me he preguntado por qué los seres humanos tienen derechos. Siempre llego a la conclusión de que los derechos, las libertades y la dignidad humana tienen sus raíces más profundas en algún lugar fuera de este mundo perceptible. Estos valores son muy poderosos porque, bajo ciertas circunstancias, la gente los acepta tranquilamente y está dispuesta a morir por ellos, y tienen sentido sólo desde una perspectiva de lo infinito y de lo eterno. Estoy profundamente convencido de que lo que hacemos, ya sea en armonía con nuestra conciencia —la embajadora de la eternidad— o en conflicto con ella, puede ser valorado solamente en una dimensión que yace bajo el mundo que vemos a nuestro alrededor. Si no intuyéramos esto, o lo asumiéramos inconscientemente, habría cosas que nunca podríamos hacer.
Permítanme concluir mis comentarios sobre el Estado y su posible rol en el futuro con la afirmación de que, mientras el Estado es una creación humana, los seres humanos son la creación de Dios. -—


Traducción del inglés de Fernanda Solórzano ©
The New York Review of Books

¿HACIA EL FIN DELESTADO-NACIÓN? por Miguel de Iñigo

1.- Introducción.

Uno de los sucesos que hancaracterizado en mayor medida los últimos años ha sido, sin lugar a dudas, laapertura de un proceso de imparable interconexión entre todos los rincones denuestro planeta. Este fenómeno, al que habitualmente denominamos globalización,ha traído consigo múltiples consecuencias, algunas de ellas claramentepositivas, otras de un tono más ambiguo y, por último, algunas de caráctertristemente negativo. Entre estas últimas debemos citar la que, de entre todasellas, resulta a nuestro juicio más preocupante: el paulatino predominio de laeconomía sobre la política o, si se quiere decir de otra forma, la decisivainfluencia de las consideraciones económicas en la deliberación política .
A esta primera afirmación senos pueden oponer dos tipos de consideraciones. De un lado, las de todosaquellos que, desde una ideología típicamente liberal, no ven nada de negativoen este hecho, sino que, más bien, lo consideran como un maravilloso logro enel que ahondar . De otro,hay quienes podrían objetar que esta situación no es nueva en absoluto sinoque, mientras el mundo sea mundo, la economía tendrá mucho que ver con lapolítica. En lo que respecta a la primera objeción, no hay mucho que podamosresponder. A fin de cuentas, si alguien sigue defendiendo la validez del modeloliberal a pesar de los estragos que ha causado en muchos de los países en losque se ha aplicado, y de las falacias teóricas que encierra en sí mismo, no nostomaremos ahora la molestia de intentar rebatir sus argumentos .No hay aquí espacio ni tiempo suficiente como para acometer semejante tarea,que ocuparía, por sí misma, un libro entero. En cuanto a la segundaconsideración nos atreveremos a refutar que, si bien es cierto que en todomomento ha existido un condicionamiento del poder político por parte de laeconomía, lo que es una verdadera novedad es que sea el poder económico, en símismo, quien se permita el lujo de incidir directamente en la situaciónpolítica internacional. De la misma forma, es este también el momento en quelas consecuencias económicas pueden, por primera vez, condicionar la toma dedecisiones de un gobierno hasta el punto de que cualquier otro tipo deconsideración sea dejada de lado .
Por otra parte, no debemosolvidar que, aun cuando lo que acabamos de reflejar no fuera cierto, no sonpocos quienes consideran que, en muchas ocasiones, los Estados se sientenimpotentes, encerrados dentro del estricto marco de sus fronteras para hacerfrente a la libertad de acción de la que hacen gala muchas grandes compañías enun mundo libre de restricciones al movimiento de capitales. Esto hace que, enocasiones, las empresas puedan utilizar a su libre antojo la rivalidad entreunos y otros estados, o la necesidad de algunos países en vías de desarrollopara actuar de acuerdo con parámetros que atentan contra los derechos humanosmás básicos . A ello sedebe añadir, de otro lado, la capacidad que tienen muchas de las grandesempresas para eludir todo tipo de responsabilidad amparándose en sociedadesinterpuestas , o en elcumplimiento de las normas de países subdesarrollados para llevar a cabo tareasque, sin embargo, pueden causar graves perjuicios a los países que los rodean .
La conclusión más obvia que sepuede entresacar de todo lo que acabamos de exponer es que se está produciendo untrasvase evidente del poder desde lo político hacia lo económico, consideraciónque, por otra parte, no tiene gran cosa de original, sino que ha sido yaconvenientemente interpretada por muchos de nuestros más brillantes pensadores .Ahora bien, aceptada esta primera hipótesis, debemos plantearnosinevitablemente una pregunta: ¿cómo va a afectar esta circunstancia a la actualestructura política? O, lo que es prácticamente lo mismo: ¿qué va a ocurrir conel Estado? ¿Va a seguir siendo el agente esencial de la acción política o va aser sustituido por otro tipo de institución capaz de contrapesar la imparablepujanza de la economía? La respuesta que vamos a dar aquí a esta cuestióndifiere mucho de las que se han dado hasta ahora. A nuestro juicio, el Estadova a continuar siendo el principal agente institucional, lo cual no significaque sea el agente con mayor poder en el entramado internacional. De otro lado,va a ser cada vez más incapaz de hacer frente a la importancia del podereconómico. Ello no obstante, y para poder justificar estas dos afirmaciones,creemos que es necesario introducir antes algunas reflexiones previas.


2.- El papel del Estado.

Muchos de los autores que sehan ocupado del tema de la globalización han llegado a una conclusión: ya queeste fenómeno tiene un carácter inequívocamente supranacional, es inevitableque el poder político olvide su estructura actual, marcada por el Estado-nación ,para dar origen o bien a una situación muy parecida a la del estado de lanaturaleza, o bien a organizaciones supranacionales que puedan ejerceradecuadamente el poder político. En lo que ya no coinciden los diversos autoreses en la forma que adoptarán estas instituciones supranacionales .Así, los hay que aventuran que el Estado seguirá existiendo como tal, aunque lasoberanía pasará a residir en esos futuros supraestados, convirtiéndose así enpartes o nodos de una red más amplia .Otros, en cambio, consideran que el auge de lo local que está surgiendo alcalor de la globalización puede hacer que los estados desaparezcan, siendosustituidos por otras formas de representación ciudadana que dé pie a unaintegración mundial fundada sobre el Derecho .De la misma forma, no se puede hablar de unanimidad a la hora de juzgar laprobabilidad de que estos supraestados acaben formándose, ni de si finalmentellegará a formarse un único Estado en el ámbito mundial. Tampoco se puedehablar de consenso si de lo que se trata es de definir cuál debería ser laestructura de esos macroestados, siendo así que hay quienes consideran quepueden dar lugar a una democracia directa marcada por un voto por cadaciudadano o una de corte más directo, en el que sea cada país quien goce de unvoto.
Este tipo de consideracionesson, desde nuestra perspectiva, perfectamente lógicas si consideramos que laglobalización trae como consecuencia una pérdida notoria de poder por parte delEstado. A fin de cuentas, si la fragmentación del poder político produce unainevitable indefensión frente al ámbito de lo económico, parece inevitablepensar en una futura unificación internacional. Sin embargo, este razonamientoolvida, a nuestro juicio, un pilar básico: que los efectos de la globalizaciónno son simétricos, esto es, que hay algunos países que han salido ganando y,probablemente, continuarán ganando con un proceso como el que está teniendolugar ahora mismo. Esta apreciación, sutil pero esencial implica, desde nuestraperspectiva, que habrá quienes no tengan en más mínimo interés en alterar elactual orden internacional. De este modo, surge una evidencia que demasiado amenudo es pasada por alto: si hay Estados que no pierden poder con laglobalización, es más que probable que se nieguen a perder su soberanía sólopor solidaridad con otros Estados que sí han salido y saldrán perdiendo en elproceso. Ahora bien, ¿cuáles son los factores que hacen que esa globalizaciónno sea tan unificadora, que impulsan más bien la diferencia entre unos y otros?En el siguiente apartado tendremos ocasión de analizar este aspecto.


3.- Los motivos de la no-integración

Hablar de integración es, de por sí,equívoco, porque se trata de un vocablo que puede cobijar diferentes opciones,sin embargo, mutuamente excluyentes. Así, se puede considerar como un procesode integración la creación de ámbitos de poder supraestatales, pero en los quelos agentes participantes en las votaciones sean los Estados, o de otros en losque sean los propios ciudadanos quienes elijan a sus representantes. De lamisma forma, puede producirse una progresiva integración a través de organismosque no posean soberanía, pero que ostenten un enorme poder que escape alcontrol de los propios Estados que ahora mismo existen .
En el presente apartado nos vamos acentrar exclusivamente en el primero de esos tipos de integración. El motivo deesta limitación es que la integración a través de una democracia supraestatalen el que sean los propios ciudadanos quienes elijan directamente susrepresentantes y éstos tomen todo tipo de decisiones en atención a su mandatonos parece harto improbable en un futuro próximo. En lo que a esto respecta, notenemos más que ver que, después de cincuenta años, este objetivo no se halogrado ni siquiera en la Unión Europea, sin dudas el área del mundo que másprofundamente ha avanzado en la integración de varias naciones soberanas.Pensar que un proceso de este corte pueda tener lugar en otras zonas, comoLatinoamérica, o el Sureste asiático es, por el momento, quimérico. Y todavíalo es más creer que los ciudadanos de los países desarrollados estén dispuestosa compartir su soberanía con los habitantes de otras naciones menos favorecidasen algún tipo de democracia mundial o, al menos, regional.
En cuanto a la segunda de las opcionespresentadas, esto es, la creación de centros de poder en el ámbito internacional,que, aunque no ostenten soberanía alguna, sean capaces de imponer su voluntad amuchos países, nos permitiremos indicar que se trata del modelo menos deseablede entre todos los que podemos concebir. Baste para justificar nuestraafirmación con observar la actuación que ha llevado a cabo en los últimos añosun organismo que cumple fielmente con todas las características que acabamos dereseñar, como el FMI, para darse cuenta de lo poco deseable que resulta esteesquema. Así, el continuo secretismo que envuelve esta clase de organismos, asícomo la posibilidad de actuar sin tener que responder ante ninguna instanciademocrática ha permitido, en último término, que sus dirigentes asumierandecisiones claramente erróneas y de gravísimas consecuencias sin tener queresponder ante nadie por ello.
Nos queda, por tanto, el tercer modelo,esto es, la integración en un modelo de soberanía compartida en el ámbitointernacional, en el que los principales agentes fueran los países. Dentro deeste esquema podrían apreciarse, a su vez, múltiples variante, como una cesiónde soberanía centrada en un cúmulo de materias, como la justicia, la políticaexterior, la política monetaria, etc., o en una unión más estrecha, que privarade soberanía a los propios Estados que la componen. Si el primer modelo resultasimilar al de la Unión Europea, el segundo sería más parecido al de los EstadosUnidos de América o la Confederación Helvética. Evidentemente, es mucho másfácil imponer el primer modelo que el segundo, pero, aún así, en los últimostiempos se ha demostrado que aún queda mucho camino por recorrer para llegarhasta allí. Si esto es así se debe a múltiples motivos. De entre ellosdestacaremos ahora tres que, a nuestro juicio, no han sido todavía lo suficientemente bien analizados.

1.- Existencia de una única superpotencia.Como es de sobra conocido, después de lacaída del bloque soviético, Estados Unidos ha permanecido como la única granpotencia político-militar. Y después del 11 de septiembre, parece haber optadopor una política de inequívoco liderazgo, olvidando toda idea de aislacionismo,tan común en su historia. Ese liderazgo, no obstante, se ha mostrado como unfenómeno más desintegrador de lo que cabía esperar, por la insistenciaamericana en no rubricar ningún acuerdo que merme mínimamente su soberanía .Las víctimas de esta política han sido tratados de la importancia del Protocolode Kyoto, o instituciones a las que se supone trascendentales, como el TribunalPenal Internacional. A esto, por supuesto, debemos unir la grave tendencia desu administración actual a obviar por completo a la ONU como foro de discusióno la adopción de medidas unilaterales en materia económica, como los arancelessobre el acero, que más parecen propias de épocas pasadas.
Toda esta serie de hechos viene aindicarnos claramente que Estados Unidos no está dispuesto a llegar a ningúntipo de acuerdo que suponga una cesión de soberanía de ninguna clase, ni apactar acerca de ningún asunto que pueda suponer una mínima pérdida para susintereses nacionales. Y teniendo en cuenta que goza de la capacidad suficientecomo para poder actuar unilateralmente sin enfrentarse a grandes riesgos ,parece claro que no será fácil conseguir que Estados Unidos lleva adelanteningún proceso de integración en un ámbito supraestatal. Si a ello sumamos quedifícilmente permitirá que sean otros países los que articulen este tipo depolíticas , podemoshacernos una mejor idea de por qué es tan complicado hablar de integración siEstados Unidos está de por medio.

2.- Importanciadel poder económico sobre el político.
En segundo lugar, debemostener en cuenta que los propios intereses económicos no desean en absolutoningún tipo de acuerdo internacional que suponga nuevas limitaciones a lo queconstituyen sus intereses. En este sentido, debemos recodar que, para elideario liberal, un escenario como el actual, en el que la mayor parte de losestados se ven cada vez más reducidos a meros garantes del orden público rozala perfección. Por eso mismo, la presión de las grandes compañías iráencaminada a promover la fragmentación del poder político.
Por otra parte, es obvio quela propia configuración del nuevo orden que está surgiendo dota a los grandesgrupos de grandes oportunidades para verse respaldados ante las naciones másdébiles. En cuanto a las naciones más poderosas, es cada vez más obvio quenadie pude llegar a la presidencia de sus gobiernos sin un apoyo financierosólido por parte de las grandes compañías. Así, por ejemplo, el sistemaamericano de financiación de los partidos políticos puede acabar ocasionandouna inevitable degradación de la democracia, inevitablemente mediatizada porlos generosos donativos de las grandes compañías a los candidatos electorales.Lo que en cualquier caso resulta evidente es que muy difícilmente llegará a laCasa Blanca un candidato dispuesto a adoptar medidas que mermen la impunidadcon la que se mueven muchos de sus grandes consorcios.

3.- El triángulo de Krugman
Uno de los mecanismo que mejorexplican el incremento de poder que experimentan algunos Estados en unescenario de liberalización internacional del mercado de capitales es eltriángulo de Krugman, economista americano de reconocida fama. En consonanciacon esta explicación teórica, los Estados capaces de garantizar la confianza desus monedas tienen una libertad en un marco de liberalización de los mercadosde capitales de la que no gozan todos los demás. Por eso mismo, las crisisprovocadas por un ataque especulativo a una moneda sólo afectan a según quétipos de países, mientras que otros permanecen siempre a salvo de este tipo decomportamientos. A largo plazo, esto hace que algunos países cuenten con unpoder mucho mayor que otro, en cuanto acumulan masas ingentes de capitaldisponible.
Por este motivo, existe uninterés obvio por parte de los países más desarrollados para mantenerliberalizado el mercado de capitales, sabiendo de sobre que sus monedas están asalvo. La creación de cualquier ente supraestatal que permitiera acabar conesta anarquía supondría, en último término, la anulación de una ventajacomparativa muy importante para los países desarrollados, ventaja que lesgustaría mantener, aun cuando ello pusiera en peligro la estabilidad de todo elsistema.

4.- El futuro que nos esperaA partir de todo lo queacabamos de exponer, nos atreveremos a afirmar que, pese a todo, elEstado-nación, tal y como lo conocemos, continuará existiendo en un futuropróximo y, en algunos casos, llegará a hacerse más fuerte que nunca. Motivostan sólidos como los que acabamos de mostrar así lo parecen señalar. Ello noobstante, es obvio que ni siquiera los países más poderosos serán capaces deofrecer una respuesta efectiva a problemas globales, como el del crimenorganizado a escala internacional, los problemas ecológicos o los que planteala desigual distribución de los recursos en el ámbito mundial. Como dice LIMATORRADO, lo que es obvio es que los problemas globales requieren solucionesglobales, y a eso aún no hemos llegado .
¿Significa esto que estamosabocados a un escenario pesimista, que no tenemos ninguna posibilidad dereorientar nuestro futuro porque el marco en el que nos movemos es perverso?Creemos sinceramente que no, pero eso no significa que la batalla sea sencilla,ni mucho menos. Es necesaria una reorganización ciudadana que, partiendo de labase de las limitaciones inherentes a los Estados nacionales, sea capaz decrear un nuevo concepto de democracia, que englobe una vuelta a laresponsabilidad individual. Necesitamos volver a hacer sentir a las personas comopartes de una realidad. Y partes capaces de modificarla. Necesitamos persuadira las personas de que su opinión sigue siendo importante, y que la democraciano se agota necesariamente porque el voto político que pueden ejercer cadacierto tiempo tenga cada vez menos valor. Porque la democracia no necesita deEstados, ni de fronteras .Frente a esta realidad, siempre podrán crearse nuevas formas de presiónpopular. Nos espera un futuro cargado de organizaciones no gubernamentales, deprotestas silenciosas, y de una más que posible toma de conciencia del votoeconómico, todavía tan desaprovechado .Y la clave, como muy bien ha indicado CABALLERO HARRIET estará, entre otras cosas, en una vuelta efectiva a la cultura, una vuelta quenos haga ser capaces de ver más allá de las limitaciones del marco que se nosintentará imponer.