jueves, 6 de diciembre de 2007

"CIUDAD SACER" Capítulo 2. Por Darío Yancán





Esperó que se despejara la nube de humo de pólvora. La quietud era total.

4/4.

Certeza y economía de recursos. Su efectividad seguía siendo la misma y eso lo mantenía con vida.

Saltó sobre los cuerpos y recorrió el pasillo de su casa que ya no era ni la sombra de lo que fue. Vidrios rotos, tierra, sangre, fuego y humo. Las habitaciones ardían en llamas por la planta alta, la cocina saqueada.
Al llegar al garaje encontró dos de sus tres vehículos destruidos, sólo el Bora blindado tenía un neumático bajo. Escondido, realizó el cambio de la rueda y sin más, puso reversa y salió a las calles del country buscando la salida.
El paisaje era desolador. Todo había sido arrasado, muchos Privos conocidos yacían muertos en sus diseñados jardines. Muchos sacer terminando de destruir lo poco que quedaba en pié del mundo ideal. En cada golpe de destrucción, demostraban el resentimiento acumulado por años de negación. Imposible pedirles capacidad de entendimiento ante la explosión de quien se cansó de ser sumiso.

Colocó la caja de cambios en automático, aceleró a fondo y encaró a la turba. A medida que iba avanzado, el impacto de los cuerpos sobre la carrocería no le preocupaban en absoluto. Sabía que tan sólo estaba eliminando vida biológica.
Recordó la técnica del atropello, del ameno game del Lesscrash. Sabía que en un atropello frontal, se le debía golpear del centro del motor hacia un lado con el objeto que el cuerpo impactado no golpee sobre el parabrisas, o que los golpes laterales, debían hacerse usando el freno de mano de manera instantánea. Así, con tan sólo estas dos reglas, pudo abrirse paso entre los sacer que cuando lo detectaron, atacaron el auto con todo lo posible.
Gracias a Dios, su blindado lo soportó sin problema.

Como viejo habitante del country que era, conocía el camino más corto a la salida. Atravesó parques y lugares comunes sin respetar las señalizaciones que en otros tiempos tanto empeño había puesto en hacer respetar.
Una vez que se halló en la avenida principal atropelló al puesto de acceso. Ese que durante su vida lo había custodiado de los intrusos, ahora, en poder de los sacer se transformaba en un enemigo. A medida que iba llegando, una lluvia de molotovs caían sobre el auto sin cesar. Cruzó la barrera volándola e incendiando el puesto con el fuego desprendido de su chapa. También murieron 5 más.

Algo comenzó a fallarle en el vehículo en el justo momento en que se subió a la Autopista.

El paisaje que se veía era el de una zona de guerra, similar a aquel que la CNN nos mostraba de Bagdad. Las negras columnas de humo se elevaban desde los otros countries conocidos: Ayres, Lagartos, Chacras del Sur, Nordelta, San Facundo, La Elisa, se veían en llamas. Indefectiblemente el asalto había sido general, casi tenía características revolucionarias.

Ellos, los otros, se habían levantado en nuestra contra, no se contentaban con el lugar asignado, no se contentaban con ser los excluidos del sistema. Hacia años que este sector paria de la sociedad no tenía significación, como en la época de Videla y Cacciatore que se los tapaba tras un muro.
Estos tiempos eran diferentes, habían hallado su lugar. El de ser los excluidos de la sociedad y eso no es poco; su vida, ahora, tenía algún sentido. El de ser la parte negada, la otra pata del sistema, aquella que nos muestra el vaciadero donde podemos caer si nos apartamos del sistema capitalista y flexible de trabajo. Chocaban sociedades, chocaban culturas, se ratificaba el destino de lucha de clases. No comprendían que una cosa es ser ignorado e inexistente y otra muy diferente, es ser el propietario de todos los males del sistema. Esa propiedad les daba pertenencia y no lo entendían.

Hace tiempo que habíamos abandonados la urbe, nos habíamos recluido tras las alambradas, en los shopping, en los Houses pero en este momento desesperante, no había hacia donde escapar. Todo el “hacia afuera” era territorio ajeno, hostil. Sólo quedaba viajar sin detención hasta el próximo country no atacado o hasta la frontera, pero no creía contar con el combustible necesario y tampoco podría detenerse en la estación de servicio. Ella, seguramente estaría en manos de míseros empleados resentidos.

Algo volvió a fallarle en el vehículo, una luz parpadeó en el tablero. Un led de anomalía en el motor le cortó la respiración. Su vida dependía de una pequeña lucecita. Justo a él que había tenido en su mano la vida de miles de zöes, ahora era el mismo quién dependía de algo insignificante.

Cada 20 o 30 km, debía atropellar algún grupo de individuos que se le interponían en el camino o que montaban barricadas para cortar el tránsito por la Autopista.

Al llegar al peaje se le heló la sangre porque estaba totalmente bloqueado, inexpugnable. Se detuvo a 500 metros del puesto para ordenar los pasos a dar.
Del puesto del peaje se desplegaron cinco vehículos en su persecución.

El tiempo comenzaba a escasear.


400 mts.

Cada vehículo estaba ocupado por 15 personas armadas.

300 mts.

Dos se colocaron a derecha, dos a izquierda y uno al medio. Lo iban a rodear, reconoció la estrategia porque era la misma formación que usaban sus escuadrones al rodear la villas miserias para capturas selectivas.

200 mts.

Los que tenían armas largas comenzaron a tirar sobre las ruedas. Dos impactos astillaron el parabrisas sin mayor daño, el blindaje seguía resistiendo. Instintivamente se arrojó sobre el asiento del acompañante. Vio que el guard-rail estaba vencido en un pequeño sector, giró, aceleró.

100 mts.

Pude reconocer el auto de Luis Arango en poder de los atacantes, cosa que me hizo suponer de su eliminación.

10 mts.

Cruzó el guard-rail a 170.00 km/h. y se internó en la Urbe a toda velocidad con los cinco perseguidores detrás. Por un momento tuvo un respiro.

Con una cierta calma, colocó en auto nuevamente en la vía, pero ésta ya no era la Autopista. Era una simple calle de barrio, como aquellas que hacía años no veía. Una de las miles que persisten en el Conurbano bonaerense, de esas a las que el Primer Mundo no tiene la intención de llegar.
Nada había cambiado, todo estaba igual que en su niñez, como aquella calle de tierra donde nació y pasó su pobre pero feliz infancia. Quiera o no, el pasado regresa como futuro a pesar de los intentos de funeral que se le quiera dar.
La indeleble marca del origen sigue pegada a la piel. No podía dejar de tener flashes de aquella vida pasada, de la escuela pública, del fútbol con los chicos del barrio (cosa de la que sus hijos carecieron), de la salita de vacunación, del club social, cultural y deportivo “17 de octubre”, de las aventuras en los baldíos que se transformaban en junglas inexploradas, del vendedor de churros y del afilador en bicicleta, del camión de la basura, del bar de la esquina y de la vecina de la otra cuadra.
En definitiva, de todo aquello que alguna vez nos transformó en UNA SOCIEDAD, todo aquello que nos contenía y nos daba pertenencia común, nos tejía mutuamente.

Pero ya había perdido olfato, los códigos y la sonrisa. Había dejado de pertenecer y lo peor era que se hallaba en territorio desconocido.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Extracto de "NOMBRE DE PILA DE BENJAMIN" por Jacques Derrida





NOTA PREVIA:
Este extracto del libro FUERZA DE LEY de Jacques Derrida, lo traigo como inicio de un recorrido de investigación sobre la acción jurídica del abogado Jacques Vergés, del cual en la República Argentina me ha sido imposible hallar material en papel.
Existen dos títulos de particular interés, son :
"FEDAYÍN", "ESTRATEGIA JUDICIAL EN LOS PROCESOS POLÍTICOS", ambos son viejas publicaciones de Anagrama, sobre los cuales agradeceré a uds. quien tenga algún dato o me acerque por mail alguna edición digital.
De la misma manera si alguien cuenta con otro texto de dicho letrado será bienvenido.
Correlativamnete el libro de Derrida es recomendable de ser leido.


Desde ya, muchícimas gracias, Darío Yancán




"...con ocasión de un Coloquio reciente habido en la Law School de Cardozo Yeshiva University de Nueva York sobre Deconstruction and the possibility of Justice, yo había empezado, tras un largo discurso sobre las relaciones entre desconstrucción y justicia, a examinar desde otro punto de vista este texto de Benjamín, para seguir en él justamente, y con la mayor prudencia, una trayectoria desconcertante. Ésta es aporética pero produce también ciertos acontecimientos extraños en su aporía misma, una especie de autodestrucción, casi suicidio del texto, que sólo deja aparecer como herencia la violencia de su firma: pero como firma divina. Las últimas palabras, la última frase de este texto consagrado a la noción, tan difícil de traducir, de Gewalt («violencia», pero también «fuerza legítima», violencia autorizada, poder legal, como cuando se habla de Staatsgewalt, el poder de Estado) resuenan como el shofar en el atardecer o en la víspera de una oración que no se oye ya, o todavía. No es sólo que esta última frase, justo al lado del nombre de pila de Benjamín, Walter, firme. Sino que al final de un texto que se las ingenia para desconstruir y descalificar todas las oposiciones que ha llevado a cabo de manera crítica (especialmente la de lo decidible y lo indecidible, del juicio teórico y de la acción revolucionaria, de la violencia fundadora y de la violencia conservadora dentro del derecho mitológico, opuesto él mismo a la justa violencia divina, etc.), al final de un texto del que no queda ningún otro contenido (teórico, filosófico o semántico), quizás ningún contenido «traducible» fuera de la singularidad de su propio acontecimiento, fuera de su propia ruina, una frase última, una frase escatológica nombra la firma y el sello, nombra el nombre, y lo que se llama «die waltende». Ese «juego» entre walten y Walter no puede dar lugar a ninguna demostración ni a ninguna certeza. Ahí está, por otra parte, la paradoja de su fuerza «demostrativa»: esta fuerza consiste en la disociación entre lo cognitivo y lo realizativo. Pero este «juego» no tiene nada de lúdico. Pues se sabe por otra parte que Benjamín se ha interesado mucho, especialmente en su ensayo sobre Las afinidades electivas de Goethe, en las coincidencias aleatorias pero significativas que tienen lugar en los nombres propios.

Pero ¿quién firma la violencia? ¿Se sabrá alguna vez? ¿No es Dios, el totalmente Otro? Como siempre, ¿no es el otro el que firma? ¿No es la «violencia divina», que habrá precedido siempre, pero también que habrá dado todos los nombres de pila, dando únicamente al hombre el poder de nombrar? He aquí las últimas palabras de este extraño texto: «La violencia divina (die göttliche Gewalt), que es insignia y sello (Insignium und Siegel), jamás medio de ejecución sagrada, podría llamarse, la soberana (mag die waltende heissen)».

¿Cómo leer este texto con un gesto «desconstructor» que no sea, como ni es ahora ni ha sido nunca, ni heideggeriano ni benjaminiano? Ésta es en suma la difícil y oscura pregunta que esta lectura querría aventurar..."





"Abordemos ahora, en otro estilo, y si no he agotado su paciencia, la lectura prometida de un breve y desconcertante texto de Benjamín. Se trata de Zur Kritik der Gewalt[ii] (1921). No pretendo decir que este texto sea ejemplar. Nos encontramos en un dominio en el que, finalmente, no hay más que ejemplos singulares. Nada es ahí absolutamente ejemplar. No intentaré justificar absolutamente la elección de este texto. Pero sí diré por qué no es el peor ejemplo de lo que podría ser ejemplar en un contexto relativamente determinado como el nuestro.

1. El análisis de Benjamín refleja la crisis del modelo europeo de la democracia burguesa, liberal y parlamentaria, y en consecuencia del concepto de derecho que es inseparable de aquella. La Alemania derrotada es entonces un lugar de concentración extrema para esa crisis, cuya especificidad depende también de ciertos rasgos modernos como el derecho de huelga, el concepto de huelga general (con o sin referencia a Sorel). Es también el momento inmediatamente posterior de una guerra y de una preguerra que ha visto desarrollarse pero fracasar en Europa el discurso pacifista, el antimilitarismo, la crítica de la violencia, incluida la de la violencia jurídico-policial, cosa que no tardará en repetirse en los años siguientes. Es también el momento en que las cuestiones de la pena de muerte y del derecho de castigar en general conocen una dolorosa actualidad. La mutación de las estructuras de la opinión pública por la aparición de nuevas potencias mediáticas, como la radio, empieza a poner en cuestión ese modelo liberal de la discusión o de la deliberación parlamentaria en la producción de las leyes, etc. Condiciones todas ellas que motivan el pensamiento de juristas alemanes como Carl Schmitt, por no citar más que a éste, y ya que Benjamín tenía por él un gran respeto, y no ocultaba la deuda que tenía con él, deuda que el propio Schmitt no dudaba en recordar llegada la ocasión. Fue Zur Kritik der Gewalt lo que le valió por otra parte a Benjamín, desde el momento de su aparición, una carta de felicitación del gran jurista conservador católico, por aquel entonces todavía constitucionalista, pero cuya extraña conversión al hitlerismo en 1933 es bien conocida, como lo es también la correspondencia que mantendrá con Benjamín, con Leo Strauss y con Heidegger, entre otros. Así, me he interesado también por algunos de estos indicios históricos. Por ejemplo, este texto es a la vez «místico», en el sentido sobredeterminado que nos interesa aquí, e hipercrítico, lo cual está lejos de ser simplemente contradictorio. De acuerdo con algunos de sus rasgos, puede leerse como un injerto de mística neomesiánica judía en un neomarxismo post-soreliano (o a la inversa). En cuanto a las analogías entre Zur Kritik der Gewalt y ciertos giros del pensamiento heideggeriano, éstos no escaparán a nadie, especialmente en torno a los motivos de Walten y de Gewalt. Zur Kritik der Gewalt concluye con la violencia divina (göttliche Gewalt) y al final Walter dice de esa violencia divina que se la puede llamar die waltende (Die göttliche Gewalt... mag die waltende heissen). «... die waltende heissen»: tales son las últimas palabras del texto, algo así como el sello discreto y el nombre de pila de su firma.

Es esta red de contratos equívocos lo que me interesa, en su necesidad e incluso en sus peligros. De ahí, con esfuerzo, y un cierto número de precauciones, pueden obtenerse algunas lecciones para las democracias occidentales de 1989.

2. Este texto me ha parecido ejemplar, hasta un cierto punto, en la medida en que, habida cuenta de la temática de nuestro coloquio, se presta a un ejercicio de lectura desconstructiva, como voy a intentar mostrar.

3. Pero no es que esta desconstrucción se aplique a ese texto. La desconstrucción, por otro lado, no se aplica jamás a nada exterior. Es, de alguna manera, la operación o más bien la experiencia misma que este texto -me parece- hace por lo pronto él mismo, de él mismo, sobre él mismo.

¿Qué quiere decir esto? ¿Es eso posible? ¿Qué queda entonces de tal acontecimiento? ¿Qué de su auto-hetero-desconstrucción? ¿Qué de su justo o injusto inacabamiento? ¿Qué es la ruina de un acontecimiento como ése o la herida abierta de una firma así? He aquí una de mis preguntas. Es una pregunta sobre la posibilidad de la desconstrucción. Sobre su imposible posibilidad[iii].

La demostración de Benjamín concierne, pues, a la cuestión del derecho (Recht). Con ella pretende inaugurar incluso -se va a poder decir con todo rigor en un instante- una «filosofía del derecho». Y ésta parece organizarse en torno a una serie de distinciones que parecen todas ellas interesantes, provocadoras, necesarias hasta cierto punto, pero que me parece que siguen siendo radicalmente problemáticas.

1. Hay en primer término la distinción entre dos violencias del derecho, dos violencias en cuanto al derecho: la violencia fundadora, la que instituye y establece el derecho (die rechtsetzende Gewalt), y la violencia conservadora, la que mantiene, confirma, asegura la permanencia y la aplicabilidad del derecho (die rechtserhaltende Gewalt). Por comodidad conservamos la traducción de Gewalt por violencia, pero ya he mencionado las precauciones que reclama esa traducción. Gewalt puede significar también la dominación o la soberanía del poder legal, la autoridad autorizadora o autorizada: la fuerza de ley.

2. Hay a continuación la distinción entre la violencia fundadora del derecho, a la que se le llama «mítica» (hay que sobreentender «griega», me parece), y la violencia destructiva del derecho (Rechtsverninchtend), a la que se le llama divina (hay que sobreentender «judía», me parece).

3. Hay en fin la distinción entre la justicia (Gerechtigkeit) como principio de toda fundación divina de fines (das Prinzip aller göttlichen Zwecksetzung), y el poder (Macht) como principio de toda posición mítica de derecho (aller mythischen Rechtsetzung).

En el título Zur Kritik der Gewalt, «crítica» no significa simplemente evaluación negativa, rechazo o condena legítimas de la violencia, sino juicio, evaluación, examen que se da los medios para juzgar la violencia. Así, el concepto de crítica, en cuanto implica la decisión bajo la forma de juicio y la pregunta sobre el derecho a juzgar, tiene por sí mismo una relación esencial con la esfera del derecho. En el fondo un poco como en la tradición kantiana del concepto de crítica. El concepto de violencia (Gewalt) no permite una crítica evaluadora más que en la esfera del derecho y de la justicia (Recht, Gerechtigkeit) o de las relaciones morales (sittliche Verhältnisse). No hay violencia natural o física. Cabe hablar figuradamente de violencia a propósito de un terremoto o incluso de un dolor físico. Pero se sabe que no se trata en esos casos de una Gewalt que pueda dar lugar a un juicio, ante algún aparato de justicia. El concepto de violencia pertenece al orden simbólico del derecho, de la política y de la moral, al de todas las formas de autoridad o de autorización, o al menos de pretensión a la autoridad. Y es sólo en esta medida como ese concepto puede dar lugar a una crítica. Hasta aquí esta crítica se ha inscrito siempre en el espacio de la distinción entre medio y fin. Ahora bien, objeta Benjamín, preguntarse si la violencia puede ser un medio con vistas a fines (justos o injustos) equivale a prohibirse juzgar la violencia misma. La criteriología concerniría entonces solamente a la aplicación de la violencia, no a la violencia misma. No se podría decir si ésta, en tanto medio, es, en sí misma, justa o no, moral o no. Queda abierta la cuestión crítica, la cuestión de una evaluación y de una justificación de la violencia en sí misma, aunque ésta sea un simple medio, y cualquiera que sea su fin. Esa dimensión crítica habría sido excluida (forclose) por la tradición iusnaturalista. Para los defensores del derecho natural, el recurso a medios violentos no plantea ningún problema puesto que los fines naturales son justos. El recurso a medios violentos es algo tan justificado, tan normal, como el «derecho» del hombre a mover su cuerpo hacia la meta deseada. La violencia (Gewalt) es, desde ese punto de vista, un «producto natural» (Naturprodukt)[iv]. Benjamín da algunos ejemplos de esa naturalización de la violencia por parte del iusnaturalismo:

a) el Estado fundado en el derecho natural del que habla Spinoza en el Tratado teológico-político y en el que el ciudadano, con anterioridad al contrato formado por la razón, ejerce de jure una violencia de la que dispone de facto;

b) el fundamento ideológico del Terror en la Revolución francesa;

c) las explotaciones de un cierto darwinismo, etcétera.

Pero si, en oposición al iusnaturalismo, la tradición del derecho positivo está más atenta al devenir histórico del derecho, esa tradición sigue estando igualmente más acá del cuestionamiento crítico reclamado por Benjamín. Sin duda no puede ya considerar que todos los medios son buenos desde el momento en que se conforman a un fin natural y ahistórico. Esa tradición prescribe que se juzguen los medios, es decir, su conformidad con un derecho que está en curso de institución, con un nuevo derecho (por consiguiente no natural) que ella evalúa en función de los medios. De manera que no excluye una crítica de los medios. Pero las dos tradiciones comparten el mismo presupuesto dogmático, a saber, que se pueden alcanzar fines justos por medios justos. «El derecho natural aspira a “justificar” (“rechtfertigen”) los medios por la justicia de los fines (durch die Rechtfertigkeit des Zwecke); por su parte, el derecho positivo intenta “garantizar” (“garantieren”) la justicia (Berechtigung) de los fines a través de la legitimidad (Gerechtigkeit) de los medios»[v]. Las dos tradiciones girarían en el mismo círculo de presupuestos dogmáticos. Y no hay ninguna solución a la antinomia cuando surge una contradicción entre fines justos y medios justificados. El derecho positivo sería ciego a la incondicionalidad de los fines, el derecho natural a la condicionalidad de los medios.

Sin embargo, aunque parece no darle la razón a ninguno de los dos, Benjamín conserva, de la tradición del derecho positivo, el sentido de la historicidad del derecho. Es verdad, a la inversa, que lo que dirá más adelante de la justicia divina no es siempre incompatible con el fondo teológico de todos los iusnaturalismos. En cualquier caso, la crítica benjaminiana de la violencia pretende exceder las dos tradiciones, y no depender ya de la esfera del derecho y de la interpretación interna de la institución jurídica. Esa crítica pertenece a lo que él llama en un sentido bastante singular una «filosofía de la historia» y se limita expresamente, como hace siempre Schmitt, a las peculiaridades del derecho europeo.

En lo que tiene de más fundamental, el derecho europeo tiende a prohibir la violencia individual y a condenarla en tanto que amenaza no tal o cual ley, sino el orden jurídico mismo (die Rechtsordnung). De ahí el interés del derecho, pues hay un interés del derecho en establecerse y conservarse a sí mismo, o en representar el interés que justamente él representa. Que se hable del interés del derecho puede parecer «sorprendente», ésa es la palabra de Benjamín; pero al mismo tiempo es normal, está en la naturaleza de su propio interés, el que pretenda excluir las violencias individuales que amenazan su orden; es con vistas a su interés por lo que monopoliza así la violencia, en el sentido de Gewalt, la violencia en cuanto autoridad. Hay un «interés del derecho en la monopolización de la violencia» (Interesse des Rechts an der Monopolisierung der Gewalt)[vi]. Ese monopolio no tiende a proteger tales o cuales fines justos y legales (Rechtszwecke), sino el derecho mismo.

Esto parece una trivialidad tautológica. Pero ¿no es la tautología la estructura fenomenológica de una cierta violencia del derecho que se establece a sí mismo decretando que es violento, esta vez en el sentido de fuera-de-la-ley, todo aquello que no lo reconoce? Tautología realizativa o síntesis a priori que estructura toda fundación de la ley a partir de la cual se producen realizativamente las convenciones (o el «crédito» del que hablábamos más arriba) que garantizan la validez del realizativo gracias al cual uno se da a sí mismo los medios para decidir entre la violencia legal y la violencia ilegal. Las expresiones de tautología o de síntesis a priori, y sobre todo la del realizativo no son benjaminianas, pero me atrevo a pensar que no traicionan su intención.

La fascinación admirativa que ejerce en el pueblo la «figura del «gran» delincuente» (die Gestalt des «grossen» Verbrechers[vii]) se explica así: no es alguien que ha cometido tal o cual crimen por quien se experimentaría una secreta admiración; es alguien que, al desafiar la ley, pone al desnudo la violencia del orden jurídico mismo. Se podría explicar de la misma manera la fascinación que ejerce en Francia un abogado como Jacques Vergès, que defiende las causas más difíciles, las más insostenibles a los ojos de la mayoría, practicando lo que llama la «estrategia de la ruptura», es decir, la discusión radical del orden establecido de la ley, de la autoridad judicial, y finalmente de la legítima autoridad del Estado que hace comparecer a sus clientes ante la ley. Autoridad judicial ante la que en suma el acusado comparece sin comparecer, ante la que no comparece más que para dar testimonio (sin dar testimonio) de su oposición a la ley que le reclama que comparezca. Mediante la voz de su abogado, el acusado aspira al derecho de discutir el orden del derecho, a veces la identificación de las víctimas. Pero ¿qué orden del derecho? ¿El orden del derecho en general o este orden del derecho instituido y puesto en obra («enforced») por la fuerza de este Estado? ¿O el orden en tanto se confunde con el Estado en general?

El ejemplo significativo aquí sería el del derecho de huelga. En la lucha de clases, indica Benjamín, el derecho de huelga está garantizado a los trabajadores que son, así, junto al Estado, el único sujeto de derecho (Rechtssubjekt) al que se le garantiza un derecho a la violencia (Recht auf Gewalt) y en consecuencia a compartir el monopolio del Estado a este respecto. Algunos han podido considerar que el ejercicio de la huelga, este cese de actividad, este Nicht-Handeln, en la medida en que no es una acción, no se lo puede llamar violencia. Se justifica así la concesión de este derecho por el poder estatal (Staatsgewalt) cuando éste no puede hacer otra cosa. La violencia provendría del patrón, y la huelga consistiría solamente en una abstención, un alejamiento no-violento mediante el que el trabajador, suspendiendo sus relaciones con la patronal y sus máquinas, simplemente se haría extraño a éstas. El que llegará a ser amigo de Brecht define este alejamiento (Abkehr) como una «Entfremdung» («distanciamiento»). Y escribe esta palabra entre comillas[viii].

Pero visiblemente Benjamín no cree en este argumento de la no-violencia de la huelga. Los huelguistas ponen condiciones para su vuelta al trabajo, no interrumpen su huelga más que si un orden de cosas ha cambiado. Hay, pues, violencia contra violencia. Al llevar el derecho de huelga a su límite, el concepto o la consigna de huelga general pone de manifiesto así la esencia de aquél. El Estado soporta mal ese paso al límite. Lo juzga abusivo y pretende que hay ahí un malentendido, una mala interpretación de la intención original, y que el derecho de huelga no se había entendido «así», en ese sentido (das Streikrecht «so» nicht gemeint gewesen sei[ix]). Puede entonces condenar la huelga general como ilegal y, si ésta persiste, nos encontramos con una situación revolucionaria. Una situación como ésa es de hecho la única que nos permite pensar la homogeneidad del derecho y de la violencia, la violencia como el ejercicio del derecho y el derecho como ejercicio de la violencia. La violencia no es exterior al orden del derecho. Amenaza al derecho en el interior del derecho. No consiste esencialmente en ejercer su poder o una fuerza bruta para obtener tal o cual resultado sino en amenazar o en destruir un orden de derecho dado, y precisamente, en este caso, el orden de derecho estatal que ha tenido que conceder ese derecho a la violencia por ejemplo, el derecho de huelga.

¿Cómo interpretar esta contradicción ¿Es sólo de facto y exterior al derecho, o bien inmanente al derecho del derecho?

Lo que teme el Estado, esto es, el derecho en su mayor fuerza, no es tanto el crimen o el bandidaje, incluso a gran escala, como la mafia o el narcotráfico, si trasgreden la ley con vistas a obtener beneficios particulares, por importantes que éstos sean. (Es cierto que hoy esas instituciones quasiestatales e internacionales tienen un estatuto más radical que la del bandidaje, y representan una amenaza con la que tantos Estados no llegan a enfrentarse sino haciendo alianza con ella, y sometiéndose a ella, por ejemplo, al sacar provecho con el «blanqueo de dinero», por más que finja que la combate por todos los medios.) El Estado tiene miedo de la violencia fundadora, esto es, capaz de justificar, de legitimar (begründen) o de trasformar relaciones de derecho (Rechtsverhältnisse), y en consecuencia de presentarse como teniendo un derecho al derecho. Esta violencia pertenece así por adelantado al orden de un derecho que queda por trasformar o por fundar, incluso si puede herir nuestro sentimiento de justicia (Gerechtigkeitsgefüh[x]). Sólo esta violencia reclama y hace posible una «crítica de la violencia» que determina ésta como otra cosa que el ejercicio natural de la fuerza. Para que sea posible una crítica, es decir una evaluación interpretativa y significante de la violencia, se debe reconocer en primer término el sentido de una violencia que no es un accidente que sobreviene desde lo exterior al derecho. Lo que amenaza al derecho pertenece ya al derecho, al derecho del derecho, al derecho al derecho, al origen del derecho. La huelga general proporciona así un hilo conductor precioso puesto que ejerce el derecho concedido para discutir el orden del derecho existente y para crear una situación revolucionaria en la que se tratará de fundar un nuevo derecho, si no siempre, como veremos inmediatamente, un nuevo Estado. Todas las situaciones revolucionarias, todos los discursos revolucionarios, de izquierda o de derecha (y a partir de 1921, en Alemania, se dieron muchos que se asemejaban de forma inquietante, encontrándose Benjamín frecuentemente entre los dos) justifican el recurso a la violencia alegando la instauración en curso o por venir de un nuevo derecho: de un nuevo Estado[xi]. Como este derecho por venir legitimará retroactivamente, retrospectivamente, la violencia que puede herir el sentimiento de justicia, su futuro anterior la justifica ya. La fundación de todos los Estados acaece en una situación que se puede así llamar revolucionaria. Inaugura un nuevo derecho, lo hace siempre en la violencia. Siempre, es decir, incluso cuando no tienen lugar esos genocidios, expulsiones o deportaciones espectaculares que acompañan tan frecuentemente la fundación de los Estados, grandes o pequeños, antiguos o modernos, muy cerca o muy lejos de nosotros.

En esas situaciones, llamadas fundadoras de derecho o de Estado, la categoría gramatical de futuro anterior se sigue asemejando todavía demasiado a una modificación del presente para describir la violencia en curso. Consiste justamente en fingir la presencia o la simple modalización de la presencia. Quienes dicen «nuestro tiempo», pensando entonces «nuestro presente» a la luz de una presencia futura anterior, no saben muy bien, por definición, lo que dicen. Es en ese no-saber en lo que consiste justamente el carácter propio del acontecimiento, lo que se llama ingenuamente su presencia[xii]..."

ENTREVISTA A MARISTELLA SVAMPA por Gabriela Vulcano

“En el country se rompió el ideal de seguridad absoluta”



Considerada la mayor especialista argentina en el tema de los barrios cerrados, esta investigadora del Conicet sostiene que los paradigmas que hicieron nacer el fenómeno de los countries ya no existen. Qué reflejan los casos García Belsunce y Dalmasso. Pobreza, discriminación y críticas al Gobierno.


—Durante los ’90 se profundizó la fragmentación social y hubo una mayor polarización económica en nuestra sociedad, ¿cómo se relaciona esto con el surgimiento de los countries?

—Habría que decir que en esa década se consolida el gran pasaje a la asimetría social, económica, política y cultural entre los grandes grupos económicos y las clases medias y populares, que pierden peso relativo por esos procesos de desestructuración. En ese marco, que implica también un nuevo modelo de dominación y el cercenamiento de la figura del ciudadano social, se van asentando nuevos modelos de ciudadanía que no tienen como referencia lo universal, sino que se propone una figura más restrictiva de la ciudadanía. Por ejemplo, la integración a través del consumo o la afirmación de la gestión privada de los riesgos, entre los cuales se inserta este fenómeno de los countries y los barrios privados. En términos más generales, este proceso de polarización social registra una fuerte segregación por parte de las clases populares, que sufren un proceso de descolectivización y se multiplican así las villas miserias y los asentamientos. La segregación también tiene como protagonistas a las clases medias altas y las clases medias en ascenso. Es un doble proceso de segregación que aparece ilustrado de manera paradigmática en el Conurbano bonaerense. El fenómeno de los countries hay que analizarlo en varios niveles. Es un momento en que el Estado hace una inflexión importante, ya que no provee los servicios fundamentales, como el derecho a la educación o a la seguridad, y plantea la gestión privada de estas cuestiones.

—En esa época, los barrios cerrados se transformaron en espacios seguros, pero en los últimos tiempos los robos y los crímenes en estos lugares parecen haberse incrementado. ¿Cuál es la razón por la que hoy algunos deciden ir a vivir allí?

—Hay diferentes etapas. Del ’94 al ’98, que es el momento de la huida frenética a los countries, la mayoría de los que fueron a vivir a estos sitios sobreactuó las ventajas y minimizó los riesgos potenciales que podía acarrear un estilo de vida diferente. Si bien la seguridad aparecía como un elemento importante, la cuestión de la calidad de vida era fundamental. Entre el ’98 y el 2001 la cuestión de la incertidumbre en términos económicos se instala en el modo de vivir. El 2002 es el año del gran pánico, en donde el fantasma de la invasión recorre countries y barrios privados. Esto fue impulsado no sólo por los medios sino también por las agencias de seguridad, que hicieron muy buenos negocios en ese período: no hubo saqueos y los piqueteros no acosaron las murallas. Era todo del orden de los fantasmático. A partir de 2003 comienza a consolidarse el fenómeno country/ barrio privado. En términos económicos hay una suerte de salida de la crisis, pero sin dudas la seguridad aparece como el elemento central. Ilustran la figura de la comunidad del miedo: no los une la concepción de lo que es lo mejor sino la necesidad de evitar lo peor. Asimismo la seguridad es estrategia de distinción. En 2004 se resquebraja ese ideal de seguridad absoluta. Hoy se habla tanto de los robos, pero esto empezó antes. Sucede que hubo una estrategia de ocultamiento: a quienes vivían ahí no les convenía que se supiera que cada vez había más robos, secuestros express y no nos olvidemos que es la época del crimen de García Belsunce.

—¿Dejó de ser el paraíso soñado?

—Bueno, ese es el momento en que se quiebra este imaginario de que el country es una fortaleza inviolable y se pone de manifiesto que hay falencias en el sistema de seguridad, ya que éste está focalizado sobre todo hacia el afuera. El miedo está puesto en zonas que contrastan mucho socialmente y a su vez la vigilancia que ejercen hacia el adentro pone la atención en los empleados de servicios. Hay historias terribles sobre la persecución y la humillación que sufren los trabajadores de servicios, en manos de los guardias privados. Y esto devela que la gestión privada de los riesgos tiene sus límites.

—A partir del asesinato de María Marta García Belsunce y de Nora Dalmasso, ¿el “enemigo” no sólo está afuera sino también adentro?

—Creo que había una visión muy ingenua, muy en empatía con ese imaginario neoliberal y también con la noción de impunidad que, sobre todo, las clases más pudientes ostentan. Además, había una suerte de ideal de tranquilidad. Pero en definitiva no es un lugar completamente controlado y vigilado. Esto muestra los límites de la confianza cuando en la base lo que hay es una relación mercantilizada.

—¿Piensa que estas dos muertes dejan al descubierto otras cuestiones de la vida alrededor de los countries?

—La vida dentro de estos sitios nunca fue armoniosa. Hubo conflicto desde el comienzo. Por ejemplo, en el ’99 en un country muy elitista de la zona de Los Polvorines salió a la luz el vandalismo infantil. Los mismos chicos que viven allí destrozan las casas recién terminadas. También siempre hubieron accidentes, incluso fatales, debido a que la vigilancia se focalizaba en los trabajadores de servicios y no de los niños. Además se registraron situaciones como ataques de pánico de parte de niños que estaban acostumbrados al modelo de la burbuja, de una vida realizada intramuros. Luego vinieron los robos y los secuestros express. Siempre hubo conflictos entre vecinos, desde cuestiones pequeñas hasta un cuestionamiento de la vida privada de las personas y una aspiración por regularlas. Pero esa aspiración fracasó porque lo que encontramos son ciudadanos de carne y hueso, con todos los defectos que hay en la ciudad abierta.

-¿Es común a todos los barrios cerrados cierto “código de silencio”?

—Se quiso hacer una lectura muy idealizada, sobre todo en aquellos que accedían por primera vez a un estilo de vida diferente, que implicaba contacto con otros sectores sociales. Sin embargo, todos ellos sabían que se enfrentaban a un fenómeno nuevo y que ante eso no se pueden medir los riesgos. Sí, en un momento, hubo una estrategia de ocultamiento de lo que estaba pasando. En 2002, cuando se desarrolló ese sentimiento de miedo por la probable invasión de sectores empobrecidos, los que primero hablaron fueron los periodistas que viven en los countries e instalaron la paranoia. En 2005 hubo cierto silencio de los medios sobre el tema country. Es cierto que la atención estaba en otro lado, pero creo que hay muchos periodistas que viven en estos lugares y no querían ser interpelados del por qué elegir un estilo de vida que implica segregación y estrategia de distinción. Ese silencio se rompió de manera definitiva con el crimen de Dalmasso.

—¿Por qué?

—Ese crimen generó una suerte de histeria sobre el tema de los countries y no nos olvidemos que esto produce una suerte de voyeurismo terrible en el resto de la sociedad, con elementos perversos. Y en lo de Dalmasso se combinó ese voyeurismo de clase, que ya estaba en el crimen de García Belsunce, con el tema de la sexualidad femenina. Ahí hay un clivaje de género. La cantidad de barbaridades que se dijeron sobre la sexualidad de Dalmasso habla a las claras que esta es una sociedad que aún no puede procesar los cambios que se dieron en la relación entre géneros y tampoco la idea de una sexualidad femenina plena.

—Le cambio el tema. Mientras las clases medias altas se encerraban en los countries, las clases populares salían a las calles, ¿cómo se lee eso?

—Hubo un empobrecimiento y un proceso de descolectivización muy grande que afectó a amplios sectores de las clases medias y a la totalidad de los sectores populares. La segregación no es una elección para gran parte de estos últimos sectores que viven en asentamientos y villas. Sin embargo en los ’90 se gestaron nuevos modos de organización en donde la cuestión territorial aparece como central. En el ’96 surgen nuevas formas de organización (también territorial) que son las agrupaciones piqueteras, que rompen con ese encapsulamiento y colocan la demanda de trabajo y la cuestión de la dignidad en el espacio público. Entre ese año y 2001 las movilizaciones se masifican y estas organizaciones se expresan en el espacio público. Hay que tener en cuenta que hay un modelo que las condena, que sólo le garantiza la inserción como excluidos dentro del sistema. No obstante este modelo que pugna por volver a encapsularlos en el barrio, no puede evitar que estos sectores se expresen en las calles.

—¿Ahora los “excluidos” desaparecieron del espacio público?

—Hubo una explosión de conflictos particulares sin articulación entre sí que hacen que prendamos la TV y veamos que Buenos Aires sigue siendo un centro de movilización constante y que la acción directa es una herramienta de poder en manos de los que no tienen poder. Respecto de las organizaciones piqueteras, sucedió algo que tiene que ver con la integración y cooptación que el Gobierno hizo de los movimientos piqueteros de matriz nacional-popular y del proceso de estigmatización y de demonización que hizo de las organizaciones piqueteras opositoras. Es un período donde se da una confrontación muy desigual entre estas organizaciones y el Gobierno, los grandes sectores de poder y los medios. El resultado fue que en la sociedad argentina se instaló una especie de consenso antipiquetero que obligó a las mismasorganizaciones a hacer una suerte de repliegue en los barrios, donde realizan trabajo comunitario y desarrollan emprendimientos productivos.

—¿El hecho de que no estén tan presentes en las calles como antes saca del eje de la discusión la problemática de la redistribución de la riqueza?

—El Gobierno presenta una continuidad con los ’90 en términos de reafirmación de lo asistencial respecto de los sectores más vulnerables: es la naturalización de las desigualdades sociales. Es como si el Gobierno, y la sociedad también, hubiesen decidido cerrar esa cuestión. Y desde 2005 en adelante hubo un corrimiento de los conflictos de matriz territorial a los de matriz sindical. Hay una voluntad oficial por darle voz a esos conflictos para mostrar el regreso a la normalidad. Son los sindicatos los que ahora se hacen oír como si fuera un síntoma de salud. Es importante que haya una reactivación de esos conflictos sindicales, que no sólo apuntan a tener un mejoramiento de salarios sino también a las condiciones de trabajo. Pero desde el punto de vista del Gobierno hubo una intencionalidad manifiesta de correr el eje hacia los conflictos sindicales para mostrar una suerte de renormalización del país. La política del Gobierno es muy oscilante y poco tiene que ver con un modelo de redistribución justa de la riqueza.

Las rupturas sociales

—¿Cuáles son los principales cambios culturales que se dieron por el progresivo retiro del Estado?

—No diría que hubo una retirada del Estado, sino más bien una transformación del Estado en su rol o en cómo interviene en la sociedad. Dejó de garantizar una serie de derechos básicos y se implementaron medidas privatizadoras que tuvieron un gran impacto social. El Estado asumió una dimensión patrimonialista, amparó a los grandes grupos que desarrollaron un monopolio de los servicios privatizados, asumió también la dimensión asistencial (como el desarrollo de estrategias de contención de la pobreza y del conflicto social) y reforzó el sistema represor institucional. Es decir, la sociedad sufrió determinadas transformaciones, sobre todo los sectores populares y medios, que implicaron la emergencia de nuevas formas de movilización y de interpelación al Estado. No en vano hubo distintos episodios de represión y un avance de la judicialización del conflicto social. Hubo cambios culturales enormes. Tengamos en cuenta que el neoliberalismo en términos generales exige al individuo que se haga cargo de sí mismo, que desarrolle una especie de autonomía que el Estado ya no garantiza. De ahí que la gestión privada de los riesgos sea fundamental. En ese marco, la noción de individualismo toma un rol fundamental.

—¿Esta transformación del Estado ayudó a romper los lazos de solidaridad en algunos sectores y a fortalecerlos en otros?

—En los últimos treinta años la Argentina cambió enormemente. Hizo el pasaje de una sociedad con grandes déficits pero con ciertos niveles de integración a una sociedad con grandes asimetrías. Esas asimetrías implicaron a todo nivel, intra e inter social, ruptura de solidaridades. Hubo ruptura de solidaridades al interior de las clases medias, al interior de los sectores populares, por ejemplo entre la escasa solidaridad que los trabajadores ocupados dieron a los desocupados. También hubo ruptura de solidaridades entre diferentes clases sociales. Las rupturas están ligada a estas grandes transformaciones, a un modelo donde el individualismo, la ostentación, la integración por el consumo aparecen como fundamentales. Si bien a partir de 2002 hubo ciertos cruces sociales que dejaron marcas, para una gran parte de la población se rompieron nuevamente las escasas pasarelas que se tendieron entre clases medias movilizadas y sectores populares.


Una sociedad racista y antisemita

—¿La sociedad argentina es discriminatoria?

—La Argentina tiene una matriz social bastante abierta y marcada por el igualitarismo, que se rompe en los ’70 y más claramente en los ’90. Sin embargo, desde los orígenes de la república, eso estuvo marcado por una política sumamente discriminatoria. Nuestro país nace en 1880 con el ideal del inmigrante que va a venir a poblar el país, y ese momento fundacional va precedido del exterminio de las últimas rebeliones caudillistas y de los indígenas del Sur. No es un detalle menor que al mismo tiempo que se incorpora a otras poblaciones se excluye, extermina y discrimina a otras.

—¿Es un país más clasista que racista o ambas cuestiones están ligadas?

—Considero que en nuestro país los dos componentes están articulados.

—¿Y en cuanto a lo religioso?

—Hay una suerte de sentido común antisemita que está instalado en los sectores altos conservadores católicos tradicionalistas, como también en los sectores populares más tradicionales. Es una suerte de prejuicio antisemita que está instalado y que puede ser vehiculizado o no, como otras imágenes que atraviesan a los distintos sectores sociales. Por ejemplo, esto se puede ver en los countries y los barrios privados, o en los militares, que durante la represión castigaban más a los desaparecidos de origen judío. Son elementos que están ahí y pueden ser reactivados. Eso depende de los contextos y del rol que asume el gobierno de turno así como los medios, atizando o no estos prejuicios que residen en el sentido común de distintos sectores.

"YOUTHANASIA" por Leonardo Sai




Sociología de la cultura y urbanidad.

“Crear la muerte de esa manera artificial como lo hace la medicina actual es impulsar un reflujo de nada que jamás fue provecho para nadie... ¿Pero quien garantiza que los alienados de este mundo puedan ser curados por auténticos vivientes?”
“Alienación y Magia Negra”;
Artaud.



“¿Qué van a decir ahora que no existe el comunismo? Que son todos drogadictos, que son todos boluditos...”
León Gieco.




Repetición—.

Allí donde las márgenes de lo urbano parecen terminar y tan solo existe un doblez que lo hace posible. ¿Qué es lo que se desplazó hacia las villas y no cesa de infiltrarse? ¿Guerra de Countries contra Villas? Ambos no se atacan directamente. Lo hacen de modo indirecto y sobre el espacio que co-existe entre ellos: ni siquiera es la “clase media”. Si el villero detecta algo “del country” en un sujeto x, lo monitorea como “cheto”, es decir, un peinado, una marca, colegio privado, Raza. Si la garita del country detecta un sujeto x con gorra, un mestizo en bicicleta = intervención de las seguridades privadas. Esta exageración matemática advierte de que lo que esta en juego no es solo objetos parciales de deseo social: un celular digital, un auto, un mini-disc. La delincuencia no es un problema de consumo. No es fácil matar a otro ser humano. La razón coexiste con la demencia y no se deja persuadir con facilidad . La voluntad se inventa un motivo y lo llama Robo. Ese hombre no quiere avergonzarse de su locura, un discurso sobre la fatalidad existencial y social vomita en su interior como extensiones de resentimiento, envidia, venganza, rechazo que recibe y devuelve a la sociedad. El robo es una excusa. En las villas existe un placer asesino ligado, por ejemplo, a la muerte de un policía. Esto se concibe como trofeo, es signo de reputación, de virilidad, de lealtad. El que sufre quiere hacer sufrir. Schopenhauer bien sabía que el dolor existe y que no es algo construido. El castigo supone preservar de un daño futuro— intimida—según dicen. Aquí la sociedad castiga en pos de su conservación. En los tribunales se organiza jurídicamente la venganza y se trata de reestablecer un estado de cosas. La sociedad busca una reparación como violenta réplica asegurada por la debilidad del acusado. Esta venganza por reparación da cuenta de que quien causó el daño no temía hacerlo, ahora nosotros tampoco. El castigo es odio por miedo y ausencia de miedo—ambos asociados a la venganza. Estos elementos diferentes del odio contribuyen a mantener una confusión de ideas en virtud de la cual el individuo que se venga no sabe generalmente lo que quiere. El castigo devuelve un mal con otro. El círculo lejos de cerrarse sobre sí se disemina.

Nuestra urbanidad cotidiana del 2001/2002 no fue otra cosa que hostilidades materiales y psicológicas, semi-indirectas, de sospechas y miedos, de racismos, vigilantes y castigados, de apariencias, de paranoia. Por un lado, todo la dramática de la seguridad. Y, por el otro, ese boom musical de la “cumbia villera”. En las discos, boliches y pubs de “clase media” se baila al ritmo de la cumbia hit del momento, se comenta el programa tropical, se imitan personajes, se copian tonos y palabras de esa “tribu” o “guetto” que se denomina “pibes chorros”. ¿Se podría pensar esto como trasgresión de un individuo sobre su clase? No. La peligrosidad del delincuente, las violaciones, los secuestros, las entrevistas laborales no son casualmente tramas de películas porno nacionales. Guerra casi indirecta, entre murallas, y sobre pactos de ambos lados con la policía. Esta polarización social que espantaba a los periodistas de las ediciones matutinas cuando despuntaban sus “reflexivas” intervenciones en los asesinatos de “Sopapita”, Fuerte Apache, 1996. Fenómeno social conocido por muchas latitudes. “Menem lo hizo” insisten todavía algunos. Adjudicar “el Mal” a Menem impide comprendernos. La “década del 90” podría haber desembocado en el modelo de una sociedad de tolerancia cero. Cuando el estado de excepción deja de serlo la distinción entre guerra y política se borra y la guerra misma organiza la sociedad: es muy claro que el segundo mandato de Bush el escenario de despliegue de sus ambiciones es el mundo entero. Es una cuestión de poder pura y no de derecho. Por eso este modo de hacer funcionar la guerra anula en la práctica lo interior y lo exterior: la guerra hay que ganarla todos lo días ya que esa lógica es la misma que la de la competencia . El discurso de los derechos humanos permite universalizar operaciones militares en interés de la humanidad. Este poder/control entra en contradicción con las nuevas formas de productividad, de vida, de expresión. Nada se resuelve con cierta fobia izquierdista contra el sistema de seguridad y si permite eludirlo como problemática. El Deseo que se agita debajo de la frase de campaña “voy a militarizar las villas” no es otro que el modelo de esa sociedad cuya materialidad se observa en el verano 2005 en Pinamer, en Cariló como “operativo policial faraónico”. Es ilusorio pensar que se trata solo de proteger al turismo TOP . La jurisprudencia se diseña también con planes maestros, con libretos ejemplares. En un mundo donde el estado de excepción se convierte en regla una “aldea vigilada” es un sueño político y social de ciertos sectores para su Argentina deseada.

¿Quién es Axel Blumberg? En una zona como Garín es el cuerpo del odio del villero medio, como ideal del hijo del Amo, futuro Amo: una interioridad insoportable que hay que borrar. La villa tiene padres que no ejercen límites, presencia de lo mágico, es decir, Umbanda y una relación con la Raza. El villero no ve en el “Empresario” un hombre que se hizo a sí mismo sino un Heredero. El Villero en tanto figura no querida es repudiada pero vuelve bajo la forma de alucinación paranoica: “me roban” “no me dejan vivir tranquila” “esa música de mierda por todos lados” Y se filtra: en los secundarios, en los preceptores, en los stereos. El adolescente que tiene que ser un “nene bien” no percibe la villa únicamente bajo la sensibilidad social de lo bajo, lo sucio, lo feo y todo aquello que no debe imitarse: lo percibe como peligrosidad, como lo que los espacios de lo nocturno gritan “joda”: un imaginario que se liga al placer y al exceso. Entonces, un “hijo rebelde” de “clase media” cualquiera compra Cumbia Villera. No es extraño que un local de música especializada en San Isidro centro venda los originales de “Damas Gratis” a 22 pesos, baje una señora de una 4x4 a comprarlo y le diga a mi amigo vendedor “no le puedo sacar esa música de la cabeza”. Lo marginal es absorbido, se familiariza y se admite como trasgresión adolescente. Una caricatura del mapa turístico. De la misma manera que se vende la alegría de la batucada en las fabelas. Axel Rose vivía en las calles de New York, se drogaba con todo lo que podía, se prostituyó y armó el último gran grupo de rock: Guns n’ Roses. Noel Gallagher se drogaba con pegamento, robaba y como no tenía recursos para hacer vida universitaria y detestaba el trabajo industrial de Manchester formó el mejor homenaje a John Lennon: Oasis, un grupo de rock de clase obrera inglesa que captura el espíritu mismo de la composición Beatle sin caer en la copia profesional, erudita, ni tampoco distanciándose como influencia-inspiración. Los pibes de las villas manejan opciones similares: entre la formación delictiva y el trabajo manual, el fútbol y la cumbia villera. El paso del peronismo al menemismo, al nivel de las líricas de la música popular, es la transformación de la dignidad del pobre a la revancha del villero. El punto en el que la gente vive su destino de clase en forma auténtica y no impuesta es cuando lo dado se reforma, se muta y se aplica a nuevos fines.

Este verano percibe en sus costas cierto deseo de exhibición, es decir, las vacaciones permiten enmascarar aquello que liga a los sujetos a su vida cotidiana el resto del año; faceta de artista: los adolescentes se sueñan en las playas, entre una indumentaria y música rave-electrónica, ser parte de aquél souvenir de primer mundo. Las vacaciones proponen un ser otro o mejor dicho: vivir lo que se desea ser sobre la base de una acumulación previa. Si la música electrónica pega y es fuerte en la costa no se debe tanto a su carente melodía sino a lo que gime y a su atractivo principal: la intensidad que barre los cuerpos. La electrónica es convulsión. La electrónica es más experiencia corporal, un sonido corpóreo. Esa violencia que descubrió el rock con los famosos “power chords” es amplificada al máximo al punto de que, desorganizada todas las secuencias de sonidos, subsistiendo solo timbres, es hasta difícil de catalogarla como lo que es: música. Una música cuya innovación codea con la histeria: se baila tanto solo como con otro. No hay obligación de ir a bailar con una pareja, práctica jurásica. La electrónica retumba, es adicta, narcótica, y snob. La música electrónica es tan innovadora en lo que hace a la capacidad de mezcla y de composición con músicas ajenas como, por momentos, tediosa. Pocos Djs superan cierta maquinal repetición que es incompatible con la esquizofrenia del gusto ecléctico que necesita no solo combinación de lo dispar sino constante renovación, cambio, fisura, otra canción, otro ritmo, otro corte. Creo que el límite de la música electrónica es su fuerza de incorporar y combinar prácticamente de todo. La electrónica se “pelea”, como dicen los sociólogos, con “tribus” o “guettos”: se trataría de una lucha simbólico-grupal . Esta guerra es con la cumbia. En rigor: la cumbia villera. La cumbia villera fusiona: “cumbia histórica”, es decir, los ritmos clásicos de la música tropical pero revierte sus temáticas: del amor traicionado y casi provinciano a la vivencia de la urbanidad, de la droga, del robo. La cumbia villera es música electrónica y su estructura musical no dista demasiado de las canciones que se cantan en los jardines de infante. Salvo que le agrega el baile que inventó el punk rock: el pogo. El Punk rock nace en una sucia ciudad inglesa, cercada por industrias y basureros y su símbolo fue Jhonny Rotten y el grupo fundador “The Sex Pistols”. Los Pistols eran más provocadores que anarquistas y su pasión anti-sistema fue la misma la que los hizo encantador nutritivo de lo que decían combatir. El punk surge por el asco al hippimismo, por el aborrecimiento a las escaleras al cielo de Zeppelín: esa complejidad musical era combatida con tres tonos poderosos, simples e irrespetuosos. Mientras un pedazo de Inglaterra hablaba del amor, de las flores y del sexo libre: el punk rock y el naciente heavy metal denunciaban la mugre industrial, la contaminación y la basura de toda vida rutinaria, conservadora, apacible y feliz. La cumbia villera hace lo mismo sin el talento musical, la lectura, la visión política y radicalmente anticristiana de ese primer Johnny Rotten que cantaba “Dios salve a la reina”. La cumbia villera tiene como atractivo “la base”, es decir, la marca constante del bajo sobre el redoblante. Combinado con letras de fácil adhesión mental, que levantan banderas de grupo y de guettos como sistema de identificación, donde por momentos se hace testimonio de la marginación, de la experiencia de motín carcelario, del robo, de los tiros, de la policía, de la muerte festejada del “cheto”, de lo puta que son las mujeres, del sexo oral y anal como experiencia sublime, de los trabajos de repartidores de pizza, de las peregrinaciones a Luján, de la televisión como trofeo. La cumbia villera se baila de a dos necesariamente y en todos los boliches es el momento clave del “levante”, de “encarar”. La seducción allí pasa menos por el lenguaje que por cierta disposición corporal, de cierta Actitud. La estrategia de distinción es parecer un chorro. La música de cumbia villera cruza antiguos clásicos de lo tropical, los bits de la música electrónica, y las letras de denuncia, marginación, cerveza y esquina propias del punk rock. La cumbia villera se reinvidica a sí misma como “más nacional” que la electrónica. Y, además, le atribuye a la electrónica falta de masculinidad: una música de putos. El amante de la electrónica codea con la bisexualidad en ciertos boliches de Palermo, pero también en las bailantes acceden—no los gays— sí los travestis. Esta música se mezcla con el rap y combina el look de los raperos negros americanos con los pelos teñidos de amarillo, al mejor estilo Maradona.

Tom Wolf que en el libro “A man in Full” (“todo un hombre”) cruza a un rubicundo texano (una especie de Bush empresario) con otro personaje en una cárcel que le habla de un “Michel Foucault” y aprovecha para burlarse de “Michelle FU KO” y todo “lo carceral”. Tom Wolf considera que en EEUU al poseer una “clase obrera” con buenos ingresos y nivel de vida el marxista no sabe que hacer con ese “proletario” que está en un crucero con su tercer esposa y, por lo tanto, tienen que encontrar nuevos prole: mujeres, homosexuales, travestis, perversos, pornógrafos, prostitutas, árboles de madera nobles. Se trata de un Marxismo rococó, elegante como Fragonard, pícaro como Watteu. Como el mismo afirma: “demostraremos que, con perniciosa eficacia, los poderes fácticos están manipulando hasta la lengua que hablamos para atraparnos en un invisible panóptico...” En nuestro país tenemos cientos de estudiantes que se nutren de ese marxismo rococó y que encuentran en piqueteros, fábricas recuperadas, villeros, delincuentes un botín empírico-teorico de estrellas especialistas en estudios paraproletarios, el comercio sexual de menores en baños, bisexualidad, travestis, prostitución masculina, pornografía lésbica. Tenemos ejemplares de estudiantes con sus cabezas rapadas y con un librito de Deleuze en sus brazos, anteojitos de abuela y un pulido discurso sobre la sexualidad, el sadismo y el sistema penal. Entre este choque de personajes de Wolfe uno habla de “la fuga”, de que “los marginados son lo que mejor posición están para corregirnos a nosotros”. Del otro Charlie Croker—un blanco de raza, tradional, texano, de 60 años, que tiene su teoría sobre lo que el hombre común quiere— soporta los aplausos. Luego silba y lo miran como si él estuviera loco. Hay quienes sostienen que el “intelectual de izquierda” es un erudito en el desprecio del hombre común porque de algún modo ese personaje observa que incluso con el cumplimiento efectivo del artículo 14bis lo que se gana si se cumpliese ese derecho es poco con respecto a lo que ellos proponen: Gana una hoja pero pierde el bosque. Los comunistas hasta el día de hoy levantan un precioso manto que esconde una voluntad ciega de destrucción. Solo una inteligencia genial, descomunal y titánica como la de Carlos Marx pudo pensar ese puente. En el mismo libro, Wolf afirma que la moda de pantalones caídos tiene su origen en la indumentaria de la cárcel al no poder usar cintos debido a las peleas de las sectas de nazis, negros, latinos y judíos que las poblan.

Algunos han detectado con precisión esas bajezas tan propias del demasiado humano, como las excelentes notas de James Nielsen/Tomas Abraham. Pero en este trabajo de meter la nariz donde el otro caga ¿dónde están las miserias de estos otros Intelectuales? ¿Por qué se han rebajado a la chicana barata de mostrar las indigencias ajenas en lugar de construir algo mejor? Flota en sus escritos el presupuesto tácito de que ya ha sido alcanzada toda la libertad concebible y asequible; el programa de emancipación ha sido agotado . “Mira dentro de ti, ni arriba ni abajo, allí en tu interior, donde se supone que reside tu astucia, tu voluntad y tu poder, que son todas las herramientas que necesitarás; tu Deseo es tu Potencia: Ahora vete a dormir, y no olvides leer unas hojas de “Así Hablaba Zaratustra”. Cuando tienen un ataque creativo nos hablan de sueños Republicanos: economía mixta, con estado jerarquizado y una clase política generosa y eficaz. Sostienen que quieren una Argentina donde no se confunda idoneidad con elitismo, que la eficiencia no es vicio neo-liberal y que respetar las reglas no significa ser un botón. ¡Bárbaro! ¿Y quienes ponen el mismo sello todas las mañanas en ese Estado competitivo, jerarquizado y eficiente?

Nuestras conductas no obedecen a ningún mapa previo y el suelo no es otro que la desintegración del lazo social, conductas que se tientan con el suicidio y codean con excesos legitimados: la tentación es gigante, la tentación es legal. El nihilismo todavía no llegó como noticia en muchas mentes: se reúnen en cafés filosóficos, reflexivos, cursos sobre “Etica Nicomaquea”, seminarios sobre orientalismos en busca de un mapa, un código, Osho como predicador. Esa pérdida de objetivos trascendentes hace que muchos se quejen de su soledad pero en público la esgrimen como trofeo posmoderno e independencia profesional. Se trata del viejo diagnóstico durkhemiano, la Anomia. ¿Qué es República Crogmanion?

Los boliches son espacios sociales construidos sobre la significación cultural llamada descontrol. Son, al mismo tiempo, espacios sociales de luchas simbólico-corporal. Revancha, venganza y capacidad de imponerle al otro la propia agresividad entendiendo por tal ritual una forma de respeto, de autoestima, de masculinidad. Esto sucede en la bailantas y en la “joda” de “clase media baja”. El boliche despliega el descontrol. El motor de la noche parece sexual, sin embargo, es otra cosa lo que la noche mueve, hace mover, contorsiona los cuerpos, inyecta el deseo.

¿Cómo se relaciona que un chico entre a un boliche con un cuchillo con el sexo? ¿Qué hay en el medio? ¿Una cuestión de seducción? “El rrocho tiene las mejores minas”, me cuentan los pibes.

El consumo de alcohol y de drogas tiene una explicación proporcionada por la misma lógica local: la droga / alcohol permite una rápida deshinibición, y también un justificativo que busque un perdón—ya sea de tipo legal o moral— pero fundamentalmente que el otro sexual sea, por decirlo simplemente, más accesible, menos controlado: el eje es el sexo fácil. Otro objetualizado en su cuerpo como placer: una forma de perversidad socialmente aceptada y deseada. Pero esta forma de sexo violenta, montada en toda la noche de Buenos Aires, que insiste en épocas de economía recesiva-depresiva-en expansión- tiene un costo. Atraviesa grupos y clases. “La locura” se vende, es mercancía, se la llama “descontrol” y da de comer a muchos. El domingo por la mañana se escuchan las voces indignadas de comerciantes que se quejan de “los pendejos borrachos” que salen de las discos. Los mismos quienes compran sus panchos, panes, churros, flores, cocas, cigarrillos. El cuerpo del adolescente es un negocio sobre el cual se imprime una economía local y un discurso hipócrita, resentido y masturbatorio.

Las formas heterogéneas de descontrolar el cuerpo y sus efectos psíquicos no son expresiones de la falta de proyectos de una juventud que no encuentra donde involucrarse y donde construirse. Esto dicen los sociólogos de izquierda que no encuentran material humano para cooptar sus filas. Justamente, los proyectos existen, salvo que no todos se conciben en la legalidad y no tienen como articulación el deseo de vida: hay muertes proyectadas. El cristianismo muere lentamente y el Sacrificio en pos del trabajo y la sociedad a más de un “pibe chorro” le causa gracia. No se los convence con la foto del Che y prefieren aquello que el menemismo le propuso: reventar y aguantar más tarde, de todos modos: con plata se compra jueces, sentencias, libertad condicional y luego la calle, el robo, gastar 2000 o 3000 pesos por fin de semana cerrando un caberet, es decir, fiesta privada. Bajo el contexto de desocupación y dificultades educativas, “El descontrol” de los sábados, bajo la máscara construída como “Diversión” o como “joda” es la condición de hacer aceptable en el interior del núcleo familiar un ejercicio de poder específico. El suicidio es el límite de la noche de Buenos Aires.

Foucault ya advertía que el biopoder de la tecnología de control de la población no consiste en matar sino en dejar morir. La estrategia del poder para reducir a las nuevas generaciones es librarlas a sí mismas. El joven entra en una serie local que le suministra el exceso bajo los límites de su propia resistencia. La advenida de la Eutanasia tiene su tierra bien trabajada. Pero “los jóvenes” no son ningunos imbéciles. ¿O sí? ¿Saben muy bien que borracho No se conduce? Sin embargo, es mejor no caminar por la calle un domingo a las 6 de la mañana en Villa Devoto, Pueyrredón, Flores, La Paternal o Pacheco. Los grupos de rock, de punk, de cumbia, una vez formados, se mueren por tocar. Lo hacen gratis, incluso pagan por hacerlo. Se toman el trabajo de vender las entradas, de invertir en panfletos, de ir a las radios a llevar demos que son cajoneados. No les importa el espacio y la mayoría de veces son estafados. Hay mucha piratería y no es fácil vender el cd. Todo se reduce a tocar en vivo, solo allí están las ganancias. Y los locales para que toque un grupo enfrentan no solo impuestos sino la heterogeneidad de denuncias sobre ruidos molestos, pibes que hacen pis en los árboles, humo. Los seguidores de estos grupos trabajan como cadetes mal pagos de oficina, repartidores de pizza a moto, peones, empleados de locutorios, prostitutas, baby-sisters, mucamas, desempleados que juntan las monedas y vuelven del recital caminando o gracias a la buena predisposición del colectivero que se animó—cosa que no todos hacen—a levantar a chicos a la salida de un concierto o de un partido. Muchos colectiveros están hartos del “bardo” que hacen quienes a la salida de un recital o de un partido se “amotinan” en el colectivo, asustan al pasajero que viene de trabajar y que como portador de “traje y corbata” es interpelado como botón, careta, cheto y ortiva. Por pequeñas cosas como esas a muchos la tragedia de once no solo no les importa un comino sino que sostienen que la merecen. Joaquín Morales Solá retaba a la sociedad porque a pesar de la tragedia el comienzo del año se festejó con tiros y petardos. Decía que en Europa existía una mayor sensibilidad social y que el luto por el Tsunami se prolongó en los festejos que se redujeron a silencio. Aquí esto no pasó. Y Solá llamó la atención. Lo que olvida nuestro lector de Sebrelli y Beatriz Sarlo—a quienes invita para hacer “balances”— es que en Europa la calidad de vida es tal que un festejo es siempre algo más o menos tranquilo, civilizado. En una población como la nuestra la exacerbación del festejo no es otra cosa que desesperación contenida, bronca, y muchas rabias. Es muchas veces el festejo desesperado de un año que no se quiere volver a vivir.

La sociedad como Todo no totaliza ni unifica. Si hemos inventado una visión en totalidades existentes solo al lado, si la vida se construye como puzzles esto no se debe a ningún avance o retroceso de ninguna teoría. Cuando la figura de un autor desaparece y cae en la espera de nuevas desfiguraciones es porque ha dejado de ser función y utilidad de la producción deseante en las relaciones sociales, políticas y metafísicas. Ver el mundo desde la conciencia fenomenológica, desde el espiral dialéctico, desde el inconsciente rizomático no se reduce a “la cosmovisión” sino a modificaciones de conductas y relaciones, economía política. Justamente, debajo no se agita ninguna conciencia que conoce ni tampoco el estímulo de la pulsión de un individuo sino el deseo de un campo social, de una sociedad, del mundo. En rigor la maquinaria lejos de haber sido apartada para que la parte encuentre su singularidad y su diferencia ontológica se encuentra, de nuevo, en las profundidades, por todos lados, quebrándose, ampliándose, duplicándose a sí misma como aparte, fragmentada, mestizada. La máquina social es un todo abierto por todos lados y justo aquí una metafísica de la sociedad, una imagen sintomática de nuevas necesidades de producción económico, social, militar. Esta imagen misma es sintomática: una anomia sin bordes, por todos lados.

Diferencia.—
Hay mucho más que anomia. Hay razones allí donde se protesta contra el proceso de individuación. No existe la política alienada sino la aceptación de política. La posmodernidad tiene sus mitos, como ese deseo de liviandad y licuefacción de tradiciones. Solo superficialmente las culturas se han globalizado. Una dominación ejercida sobre la cultura de una comunidad modifica su apariencia, roza en lo interior, pero resiste en la medida de que el centro—un Yo, un Dios, un Símbolo— oculte sistemáticamente las leyes de su obediencia.

La Anomia existe y astutamente utilizada constituye el Gobierno que nos domina.