sábado, 15 de diciembre de 2007

Hacia un nuevo modelo de intelectual? por Maristella Svampa

No es ninguna novedad afirmar que las últimas décadas registran un notable cambio en cuanto al rol de los intelectuales, visible en el eclipse del compromiso político, típico de otras épocas, así como en la exigencia de la profesionalización y especialización del saber. En realidad, los quiebres político-ideológicos han sido tantos y la inflexión academicista tan creciente, que la tarea de repensar la articulación entre saber académico y compromiso político en el mundo contemporáneo es hoy más compleja que nunca.
Para comenzar, hay que reconocer que la excesiva profesionalización de las ciencias sociales registrada a partir de los ´80, fue también una respuesta a la sobre-ideologización imperante en el campo académico latinoamericano entre los años 60 y 70. Sin embargo, esta realidad no puede llevarnos a incurrir en el error de tantos investigadores consolidados, actores políticos de épocas pasadas, que hoy tienden a clausurar el debate, descartando cualquier imbricación entre lo político y lo académico. Con la mirada fija en el pasado trágico que les ha tocado vivir, pero poco atentos a los cambios operados en la sociedad actual, algunos tienden a confundir el destino personal con el devenir general de la sociedad, obturando la posibilidad de pensar los nuevos desafíos que plantea el presente.
Así, pese a que la profesionalización ha sido beneficiosa, pues permitió la consolidación de un campo académico en las ciencias sociales, a través del reforzamiento de las reglas internas y los mecanismos de producción, la expansión del modelo academicista, claramente autorreferencial, plantea hoy no pocos problemas. Por un lado, las nuevas generaciones universitarias se han ido formando en la disociación entre saber académico y compromiso político, entre mundo universitario y mundo militante, y ello en medio de la multiplicación de las barreras burocráticas que habilitan el acceso a la carrera académica. Por otro lado, la inflexión academicista favoreció la multiplicación de otras figuras del investigador-intelectual, como modelos “legítimos” del saber, que siembran de manera sistemática un manto de sospechas sobre cualquier investigación que reflexione desde un posicionamiento militante.
Ahora bien, sucede que en la actualidad, en América Latina, y en Argentina especialmente desde finales de 2001, las nuevas generaciones de investigadores han comenzado a plantearse interrogantes acerca de cómo articular compromiso político con tarea académica. Para algunos, una vía posible es la adopción del modelo de “investigación militante”, que subraya el carácter inmanente de la reflexión, en contraposición con el distanciamiento pretendidamente neutro del trabajo académico. No obstante, uno de los obstáculos mayores de este tipo de posicionamiento que hoy asumen jóvenes investigadores o estudiantes universitarios, es que suele conducir a la inmersión plena; esto es, a sumergirse/fundirse en/con las organizaciones o movimientos sociales contestatarios, lugar desde el cual se tiende a romper rápidamente con los moldes del trabajo académico. Más simple: el intelectual militante suele convertirse en un activista a tiempo completo, cuyo nivel de involucramiento dificulta una reflexión crítica y obstaculiza así la producción de un tipo conocimiento que vaya más allá de la visión de los actores. A esto hay que añadir que la inmersión activista potencia una actitud de rechazo y de resentimiento hacia el mundo académico, el cual ante los ojos de la sociedad aparece como portador exclusivo del saber “legítimo”.
En suma, esta posición en torno al compromiso militante, que en los últimos años ha venido ganando un espacio importante, sobre todo en los cruces entre la academia y el mundo de los movimientos sociales, pone más que nunca al descubierto las carencias actuales del modelo académico hegemónico, al tiempo que nos coloca frente a una serie de preguntas insoslayables.
Los modelos académicos hegemónicos
En la actualidad, existen por lo menos tres modelos académicos dominantes. En primer lugar, la inflexión academicista favoreció la consolidación de la figura del experto, supuestamente neutral y desapasionado, como uno de los modelos “legítimos” del saber. Artículos académicos escritos en un lenguaje endogámico e hiperespecializado y meticulosos recortes disciplinarios, están en la base de una figura cuyo eje es la autorreferencialidad, y como tal, la incapacidad por interpelar o tender puentes con otras realidades. Por otro lado, durante los ´90, tras la etiqueta aparentemente despolitizada de “técnico” o “experto”, investigadores de diferentes disciplinas (economistas, sociólogos, antropólogos, politólogos) se convirtieron en asesores y/o ejecutores de políticas públicas de dudoso alcance incluyente.
Pero convengamos que en el marco de la profesionalización disciplinaria, y en el mundo universitario en particular, el nuevo modelo encontró también otras formas de expresión, además del experto asesor, ligado como afirma Pierre Bourdieu, a la nueva nobleza empresarial, al Estado o a los organismos multilaterales. Así, en contraposición a la falsa conciencia del experto (que niega el carácter político de lo técnico), éstos han sido más bien tiempos de consolidación de una concepción modesta acerca del alcance de las ciencias sociales. Dicha visión contribuyó a colocar en el centro de la vida académica un tipo de figura, la del intelectual intérprete, que como bien lo ha definido Zygmunt Bauman está orientado a la comprensión y la comunicación de saber, sin pretensión legislativa alguna.
Como consecuencia de ello, de la mano del intelectual-intérprete y en el marco de un pensamiento “modesto” se multiplicaron los estudios de casos y los recortes disciplinarios, así como la utilización de metodologías y técnicas cualitativas -como la entrevista en profundidad, el trabajo etnográfico y las historias de vida-. A ello hay que agregar que en América Latina este giro epistemológico general partía también de un déficit observable en las ciencias sociales de otras décadas, abocadas al estudio de las transformaciones del vínculo social y político, a partir de una mirada “desde arriba”. En fin, esta inflexión tuvo como corolario una variada y rica producción académica de carácter sectorial, a veces microsociológico y, en los últimos tiempos, de tipo etnográfica, que privilegia el análisis de la experiencia y la subjetividad de los actores.
Sin embargo, en los últimos años la figura del intelectual-intérprete ha sufrido un estallido, a la vez epistemológico y político. Epistemológico, pues el auge de las visiones micro-sociológicas y etnográficas ha tendido a crear –como afirman varios autores- una “ilusión de transparencia”, reduciendo al investigador al rol de un traductor sofisticado de la experiencia de los sujetos. Político, pues el modelo ha quedado atrapado en la doble dinámica de lo social, atravesada por períodos y fases de descomposición y, a la vez, de recomposición social. Así, en el marco de una situación de descomposición social, el intelectual-intérprete tiende a caer en una mirada miserabilista o en el pesimismo fatalista y, por ende, en el rechazo a cualquier posibilidad de intervención militante en nombre de un paradigma cientificista. Pero en un contexto de lucha y movilización, el resultado suele ser inverso; esto es, la mirada horizontal y celebratoria, apegada al discurso de los . Aunque esto último suele conducir al intelectual-intérprete hacia el espacio militante, no necesariamente esta inmersión se traduce en la generación de un pensamiento crítico y alternativo.
Una mención especial merece la figura del intelectual ironista, quien encontró un fuerte impulso en las últimas décadas. Con esta expresión, que retomamos libremente de Richard Rorty, nos referimos a aquellos investigadores-intelectuales que adoptan como principio epistemológico y político la distancia irónica y provocativa respecto de la realidad social, proponiendo de entrada la imposibilidad de una articulación entre investigación académica y compromiso militante. Así, lo propio del ironista es que rechaza toda posibilidad de intervención, acantonándose en un modelo epistemológico-narcisista en donde convergen escepticismo político, capacidad histriónica y palabra destituyente.
Ahora bien, más allá de la seducción propia del intelectual ironista, resulta difícil pensar en construir desde estas bases un modelo alternativo de investigador-intelectual. Parafraseando a Richard Sennett, no iremos muy lejos si nos proponemos socializar a las jóvenes generaciones de investigadores en ciencias sociales en valores como la ironía, la distancia hacia la realidad y el escepticismo político. Cuanto más, el desarrollo de este tipo de actitud destituyente redundará en el afianzamiento de modelos individualistas y estratégicos, poco interesados en la construcción de solidaridades mayores.
Por último, no estamos afirmando que en la actualidad no exista la figura del intelectual crítico, capaz de retomar e identificarse con el pensamiento contestatario. Sin embargo, en algunos países, donde se conjugan una importante inversión educativa con la autonomía del mundo universitario (como en Brasil y México), las posturas críticas no aparecen ligadas necesariamente al compromiso militante. Antes bien, la consolidación de los universitarios como clase media superior parece haber conducido a una suerte de encapsulamiento elitista, que revela ciertas formas de esquizofrenia, visible en la falta de vínculos reales con esos otros mundos que se dice pensar e investigar. Por añadidura, la existencia de matrices sociales fuertemente jerárquicas en el interior de nuestras sociedades tiende a potenciar estas disociaciones.
El investigador- intelectual como anfibio
¿Existen posibilidades de repensar el rol del intelectual-académico en su articulación con la política, o ésta es una pregunta que pertenece al pasado? ¿Cómo pensar entonces en la creación de un modelo académico alternativo, que no remita a la figura del intelectual orgánico de antaño, que no alimente esquizofrenias, y que al mismo tiempo deje atrás las limitaciones del intelectual intérprete, las veleidades narcisistas del intelectual ironista, o la falsa conciencia del asesor experto? ¿Cómo transitar de un modelo de investigador-intelectual destituyente a otro cuyo carácter abra al menos la posibilidad hacia un pensamiento innovador, reflexivo, instituyente, de vínculo con otras realidades?
Desde nuestra perspectiva, creemos que es posible integrar ambos modelos que hoy se viven como opuestos, la del académico y la del militante, sin desnaturalizar uno ni otro. Podemos establecer como hipótesis la posibilidad de conjugar ambos modelos en un solo paradigma, el del intelectual-investigador como anfibio. ¿Por qué utilizamos la metáfora del anfibio? Porque a la manera de esos vertebrados que poseen la capacidad de vivir en ambientes diferentes, sin cambiar por ello su naturaleza, lo propio del investigador- intelectual anfibio consiste en desarrollar esa capacidad de habitar y recorrer varios mundos, generando así vínculos múltiples, solidaridades y cruces entre realidades diferentes. En este sentido, no se trata de proponer una construcción de tipo camaleónica, a la manera de un híbrido que se adapta a las diferentes situaciones y según el tipo de interlocutor, sino de poner en juego y en discusión los propios saberes y competencias, desarrollando una mayor comprensión y reflexividad sobre las diferentes realidades sociales y sobre sí mismo.
Si se nos permite retomar categorías extraídas de otros léxicos, podríamos decir que a diferencia de otros modelos de investigador-intelectual, que reflejan una naturaleza mestiza, el paradigma del anfibio, aunque contiene tendencias contradictorias y se expresa en otras formas de desgarramientos, no implica por ello una tensión que es vivida desde una dimensión trágica o puramente negativa. Aún más, en contraposición a la reflexividad del mestizo, que vive una existencia desgarrada “entre dos mundos”, producto de la colisión o choque entre éstos (que generalmente remiten al clivaje inferior/superior, se trate de la clase o de la etnia), y que termina por no pertenecer del todo ni uno y ni a otro, la reflexividad del investigador-intelectual anfibio tiende a subrayar la existencia de una única “naturaleza”, por encima y a partir del reconocimiento de las ambivalencias o de las dobles pertenencias.
En esta dirección, resulta necesario cuestionar y romper con los moldes del modelo académico hegemónico como abandonar aquellos planteos que nos proponen esquemas binarios. En consecuencia, nuestra hipótesis apunta a subrayar la potencialidad del investigador/intelectual como anfibio, pues lejos de traicionar el habitus académico o de acantonarse en él, de lo que se trata es de hacer uso de él, amplificándolo, politizándolo en el sentido genuino del término. Asimismo, lejos de abandonar el espacio militante, de lo que se trata es de buscar un lugar dentro de él, en tanto investigador-intelectual comprometido y a la vez crítico, no complaciente; esto es, capaz de producir conocimientos que vayan más allá de la representación de los . Por último, el desafío consiste en contribuir a la construcción de nuevas alternativas políticas, en el vaivén que se establece entre el pensamiento y la acción, entre la teoría y la praxis transformadora.
Visto en estos términos, la apuesta por construir legitimidad en esos varios mundos, sea el académico como el militante, deviene realmente posible y, más aún, creíble. Claro está, la tarea no resulta nada fácil, pero tampoco es, como parecía serlo una década atrás, un camino definitivamente clausurado. Otras vías se abren en la articulación entre lo académico y lo político, un espacio de geometría variable, que puede alumbrar el surgimiento de un nuevo modelo de investigador-intelectual militante, definido por la reflexividad y el compromiso con las diferentes realidades. Un desafío que aguarda, muy especialmente, a las jóvenes generaciones de investigadores sociales.
En fin, porque no es posible permanecer indemne a la crisis de tantos paradigmas, es que cada época necesita reinventar el compromiso crítico y militante, desde nuevas bases políticas y epistemológicas. Ello no significa renunciar a una mirada histórica. Todo lo contrario: es a partir de la incorporación plena de una perspectiva histórica que podremos pensar y elaborar nuevos modelos de intervención, a fin de dar respuesta a los desafíos actuales. Así, aunque muchos lo consideren extemporáneo, creemos que una de las tareas centrales de los investigadores-intelectuales, en virtud de su condición anfibia, es la de asumir el desafío que plantea la actual fragmentación, para tratar de pensar creativamente los cruces, los puentes, las vinculaciones, aun fugaces y precarias, que es posible establecer entre estos universos tan diferentes.

ENTREVISTA A SILVIA BLEICHMAR por Silvina Friera




La psicoanalista no deja de observar el “factor esperanza” de los tiempos que corren, pero su libro analiza descarnadamente los efectos de la última gran crisis: “Cuando una parte de la Argentina se estabilizó un poco, se quisieron borrar los restos del deterioro del país, el residuo de la historia”.


Hábil lectora de los síntomas sociales y aguda analista de los sentimientos colectivos, la psicoanalista Silvia Bleichmar dice que la esperanza está renovando al país y al continente. Entre los estertores del siglo XX y los gemidos del siglo XXI, parece esbozarse un nuevo horizonte de mayor dignidad, con más conciencia de la solidaridad continental y menos relaciones carnales. Pero si hace cuatro años, cuando publicó Dolor país, se atrevió a formular y explicar las causas de la crisis con la rapidez que imponía la coyuntura, ahora en No me hubiera gustado morir en los 90 (Taurus) profundiza en las consecuencias que tuvo el retiro del Estado en la subjetividad –el saldo objetivo de millones de desocupados, un altísimo nivel de pobreza, una educación degradada–, pero sin perder de vista lo que ella llama “las reservas fenomenales” de la gente. La recuperación del “valor esperanza”, que el cuerpo agobiado de la sociedad civil encuentre un alivio, una brecha, no convierten sin embargo a la psicoanalista en una intelectual complaciente y satisfecha. No deja de advertir que la política ha dejado de entusiasmarnos, aunque algo perdura “como una chispa debajo del carbón que ahoga”, que la apatía pareciera desplegarse más en aquellos que intentan conservar lo poco que les queda y que las clases medias convalidan la exclusión social y la deshumanización a través de la caridad.

Bleichmar sostiene que cuando se pone el acento en la corrupción “se espera un sistema neoliberal que no sea corrupto, pero no que no sea inmoral, aunque es imposible que no lo sea con el tipo de distribución que hace y con los niveles de explotación salvaje a los que llega”. La autora añade que el problema de la exclusión es la negación del derecho a la existencia simbólica y la reducción del otro a su cuerpo biológico. “Hasta la inclusión pasa por modos de desubjetivación; el costo de la inclusión también es muy alto”, explica a Página/12. “Para poder pertenecer e insertarse hay que dejar de ser uno mismo y aceptar formas de acoso laboral, no solamente sexual, que son profundamente irrespetuosas y deshumanizantes, y no estoy hablando de los sectores tradicionalmente obreros sino de todo lo que implica el trabajo intelectual. Hay un proceso de desubjetivación que es el eje principal de la problemática de la ética. El debate tiene que ser alrededor de qué tipo de país y de ciudadanos queremos construir.”

–¿Cree que el Gobierno está habilitando este debate?

–No, más allá de que el Gobierno está poniendo bastante el acento en los procesos de inclusión. Al menos aparece en el discurso; el problema está en si puede ser resuelto en el marco de las reglas del sistema económico vigente. En este momento los derechos civiles pasan a ser derechos humanos porque alguien que está desocupado definitivamente entra en un nivel de marginación de la producción, de los enlaces que produce el trabajo, de la representación de sí mismo, que padece un proceso de aniquilamiento simbólico; no es sólo un problema de supervivencia material.

–En el 2002 el lema solidario era “piquetes y cacerolas, la lucha es una sola”. Daría la impresión de que se pasó de la compasión a la caridad.

–Totalmente. Cuando una parte de la Argentina se estabilizó un poco, se quisieron borrar los restos del deterioro del país. Hago una comparación terrible: cuando la gente pide que saquen a los piqueteros de las calles, es como cuando los judíos polacos salían del gueto y los polacos los miraban con asco y horror porque estaban sucios y mal alimentados. Es como si se pretendiera barrer los residuos de la historia, cuando en realidad no son residuos sino seres humanos. Una de las cosas que impresiona en el país es la pérdida de un proyecto nacional compartido. Hay una verdadera despolitización en el sentido de que todavía no hay una idea de que se puede incidir en las grandes cuestiones nacionales. La gente no discute el problema de la justicia, de los superpoderes. Esto lo plantean los diarios, pero no está en la agenda cotidiana.

–¿Qué temas integran la agenda cotidiana de la gente?

–Se ha instalado la inseguridad, cuando hay que variar el orden y poner en el centro la cuestión de la impunidad. El problema de la inseguridad es un residuo muy claro de la impunidad, con lo cual mientras se siga discutiendo la inseguridad no se va a poder llegar a ningún punto. Todavía no hay una perspectiva compartida y nacional de qué es lo que la determina y cuál es la manera realmente de resolverla. No considero que la pobreza genere delito, lo que genera es la enorme frustración y la rabia acumulada por las promesas incumplidas en un país que ha quedado partido en dos.

–¿A qué le temen, concretamente, las clases medias?

–Los sectores medios viven aterrados por el miedo de caer en el desempleo. En una sociedad en la que desaparecieron los productores y lo que existe son los consumidores, el terror a caer de la cadena productiva es muy alto, a tal punto que poseer un celular o una tarjeta de crédito es un símbolo de pertenencia.

–¿La cultura dejó de brindar esa pertenencia?

–Sí, salvo para sectores minoritarios. Lo que quiere un chico para ser reconocido es ser un gran deportista; las chicas aspiran a ser modelos, pero no aparece en los jóvenes la idea de realización intelectual.

–¿Es el final de “m’hijo el dotor”?

–A esta altura no le importa a nadie, sobre todo cuando un médico residente gana 1100 pesos por mes. Nadie tiene la certeza de cuáles son las áreas de producción que van a sobrevivir y de qué manera. Pero nuestro gran problema es haber devenido “la Malasia intelectual del mundo”.

–¿Cómo es eso?

–En lugar de producir prendas, producimos proyectos intelectuales. Estudios de arquitectura argentinos hacen los planos y los dibujos para arquitectos del primer mundo, a precios bajísimos, de construcciones que nunca van a ver. Suministramos cada vez más instrumentos de trabajo y no formas de pensamiento, porque en realidad lo que se está formando son capataces del tercer mundo a nivel intelectual. En el libro cuento algo que me conmovió mucho. Cuando volví a la Argentina en 1986, en una frutería de San Juan y Boedo había escrito en un pizarrón: “Señora, ¿quiere que su esposo cante como Plácido Domingo? Llévele nuestro melón rocío de miel. ¿Quiere que su hijo gane el Premio Nobel? Llévele nuestros duraznos priscos”.

–Parece una anécdota del ‘40 o del ’50, del siglo pasado y no de hace 20 años...

–Exactamente, y esto fue en los ‘80, donde todavía estaba esa fantasía de un hijo que ganara el Nobel o de un marido que cantara como Plácido Domingo. Hoy los padres les dicen a los hijos que se tienen que formar para “ganarse la vida” y no el Premio Nobel, con lo cual el terror a caer de la cadena productiva marca una economización precoz de la infancia y de la adolescencia.

–¿Este terror es consecuencia del pragmatismo de los ’90?

–Sí, y del modelo neoliberal, porque no hay existencia que no sea a través de ciertos paradigmas de inserción vinculados con el consumo y con la capacidad adquisitiva. Las madres no les dicen a los hijos: “Si robás, me muero de vergüenza”, sino “Si robás te echan del colegio”. El imperativo categórico desaparece y lo que queda es algo del orden de la pragmática: las acciones no se realizan no porque sean inmorales en sí mismas, sino porque podrían traer problemas.

–¿Por qué la sociedad argentina apela tanto al argumento del ingenuo, el “yo no sabía nada” durante la dictadura?

–El argumento de la ingenuidad es una forma de reconocer el horror sin asumir la responsabilidad que implica haberlo tolerado. Cerrar los ojos ante el asesinato del otro es algo terrible. Yo espero que el día que alguien confiese lo haga con culpa. Acepto que alguien diga que no sabía como disculpa, pero no como exculpación, que es muy diferente.

–¿Siente que Kirchner es un par de los ’70, de su generación?

–No tengo la menor duda de que si hay algo que está claro en este gobierno es la protección de los derechos humanos. Pero no hay coherencia entre la forma con la que se encara la impunidad policial del gatillo fácil y la reivindicación de las víctimas de los ’70. Hay una coherencia en las lealtades hacia mi generación, pero falta la coherencia del proyecto generacional. Respeto mucho la política de derechos humanos de este gobierno y entiendo la perspectiva gozosa con que la asumen Madres y Abuelas, pero al mismo tiempo me preocupa que no se ponga coto a ciertos aspectos de impunidad y a bolsones de fascismo que el país arrastra.

–¿Por qué cuesta tanto extirpar esta impunidad?

–El poder es impiadoso con la moral, siempre obliga a transacciones, es inevitable. Sé que hablo desde una posición de comodidad porque no he tenido que involucrarme en actos de poder, pero tengo una mirada de mucha benevolencia por quienes honestamente participan y al mismo tiempo se ven obligados a pensar alianzas que los juntan con malvados y perversos. Este país viene de períodos tan complejos que el proceso es muy difícil de sanear. Los focos más brutales del poder patriarcal se han instalado siempre en el interior, y la Argentina es un país que se ha demostrado ingobernable sin alianzas con ellos. Pero siento que el Gobierno ha dado pasos que para mí son importantes.

–¿Se definiría, entonces, como una kirchnerista crítica?

–No, no me considero una kirchnerista. Tengo respeto por el Presidente, que no es lo mismo que ser una kirchnerista. Y la diferencia está en que los intelectuales tienen que ceder los pensamientos, pero no la máquina de pensar. Los instrumentos de producción no se pueden ceder. Puedo colaborar con los ministerios y en todo lo que se me solicite porque pienso que hay buenas intenciones en educación, en cultura, pero de ninguna manera me embanderaría en una propuesta política mientras la sociedad civil no logre una politización más alta o saludable. Yo me embanderaría en un proyecto, que es muy diferente.

–¿Cree que hay una recuperación del papel del Estado?

–Sí, pero las críticas de la clase media al dinero que gasta el Estado en ayudar a los desprotegidos dan cuenta de que la sociedad todavía no se hace cargo de que su bienestar está montado sobre el malestar de una enorme masa de gente. En algunos puntos el Gobierno ha estado más avanzado de lo que se le permitía. Todos los créditos para la vivienda que el Gobierno dio tienen como eje el criterio de la dignidad, que pone en cuestión lo que muchos plantean: que a los pobres hay que darles viviendas de segunda categoría.

–Este es el pensamiento de los sectores medios. Si le dan dinero a alguien que está pidiendo y se va a comprar vino, el comentario es: ¡Qué barbaridad, tendría que haberse comprado pan!

–Totalmente, ¿por qué no puede comprar vino? ¿Por qué no pueden tener un televisor? Ahí está la concepción biopolítica: lo mantengo con vida en el horizonte de los límites mismos de la supervivencia, pero no tiene derecho a tomar una copa de vino, a comer algo muy rico. Sólo tiene que nutrirse para seguir vivo. Es brutal, es una concepción fascista. Condenar a los pobres a la mera supervivencia biológica es deshumanizarlos.

“Cuando hablás está menos oscuro” por Silvia Bleichmar, psicoanalista (1944-2007).

La diferencia entre “sujeto ético” y “sujeto disciplinado”; una polémica reformulación del complejo de Edipo; la observación de que un mensaje puede no tener emisor pero debe, y es crucial, tener destinatario: estas y otras ideas dejó planteadas Silvia Bleichmar, quien, a los 62 años, murió el miércoles de la semana pasada.


En Estados Unidos ya diagnostican un “síndrome de desobediencia infantil”: no se rían, se establece según pautas que miden la desobediencia y, entonces, una potencial “personalidad delictiva”. En Francia, la derecha francesa propicia una ley por la cual, en los jardines de infantes, debería haber veedores que midieran la violencia de los niños, y entre los parámetros a medir están: “desobediencia” y “rebeldía”. Hace unos días recibí un material que el Ministerio de Educación rescató de sus archivos de la época de la dictadura, un material de trabajo que se enviaba a las escuelas, para directores y maestros, con pautas sobre “la subversión”: hay un capítulo dedicado al jardín de infantes. Allí se advierte que la literatura marxista fomenta la desobediencia y la rebeldía en los niños, y termina así: “No se observa accionar directo de captación de las fuerzas subversivas en los jardines de infantes”.

Nuestro problema es contraponer el sujeto ético al sujeto disciplinado: el sujeto disciplinado no es el sujeto ético. En una asesoría que me pidió el Ministerio de Educación, para el Observatorio de Violencia Escolar, sobre el tema de los límites, yo dije que no hay que discutir ya sobre los límites, sino sobre las legalidades que constituyen al sujeto. El problema no está en el límite; está en la legalidad que lo estructura. Y hoy podemos volver a pensar cómo se constituye un sujeto que, inscripto en legalidades, sea capaz de constituir, más allá de esas legalidades, la ética. Me refiero a la construcción del sujeto ético.

El concepto de Edipo debe ser repensado en términos del modo por el cual cada cultura pauta el acotamiento de la apropiación del cuerpo del niño como lugar de goce del adulto. En este sentido, la problemática ética no pasa por la triangulación ni por las relaciones de alianza, sino por el modo como el que el adulto se emplaza frente al niño en su doble función: inscribir la sexualidad y, al mismo tiempo, pautar los límites, no de la acción del niño, sino de su apropiación sobre el cuerpo del niño.

Para que surja la sexualidad infantil, debe haber inscripción libidinal en el cuerpo. La palabra, en tanto significante, es secundaria a las primeras inscripciones que, aunque del lado del adulto operen atravesadas por el lenguaje, se sitúan más allá de los modos con los que el discurso del adulto puede representárselas: aluden a aspectos de la sexualidad inconsciente que exceden, en sus modos de realización, las funciones primarias que hacen a la autoconservación del niño. Entonces, la primera función del otro es una función de inscripción sexual: el otro, bajo la idea –desde el punto de vista de su propio clivaje psíquico– de que sólo produce un cuidado de la vida del otro, introduce acciones que propician la inscripción de la sexualidad. Y aquí ha de hacerse presente la ética, en el sentido que plantea Emmanuel Levinas, como “reconocimiento de la presencia del semejante”: el semejante inscribe una ruptura en mi solipsismo, en mi egoísmo; el cuerpo del niño es acotado como lugar de goce en la medida en que el adulto expresa al niño el amor en los términos de la ética, vale decir, el amor sublimatorio capaz de tener en cuenta al otro, de considerar al otro como subjetividad.

Así, la cuestión de la ética empieza por el modo en que el adulto va a poner coto a su propio goce con relación al cuerpo del niño. En los cuidados que realiza va a inscribir el orden de una circulación que, siendo libidinal, no es puramente erógena sino que, además, es organizadora. Y esta forma de operar del adulto con el niño es la base de todos los “motivos morales”, como escribió Freud en Proyecto de una psicología para neurólogos. El niño llora porque tiene malestar, porque siente displacer: para que su llanto se torne mensaje, es necesario que haya otro humano capaz de recibirlo y transformarlo en algo a lo que hay que responder. Actualmente, en Estados Unidos hay una corriente de crianza que plantea no responder al llamado del niño: como una forma de educación, de no crear dependencia, de evitar la esclavización del adulto por el niño. Pero, ante la ausencia de respuesta, el mensaje interhumano no se constituye. Jaime Tallis, especialista en neuropediatría, presentó hace unos años un video donde se veía un bebé que lloraba y la madre no le respondía: durante un rato, el bebé lloraba cada vez más intensamente; pero, al final, dejaba de llorar y se abstraía.

Esto muestra cómo el mensaje no se puede constituir si no hay un destinatario. Un mensaje puede no tener emisor: si llueve y yo entiendo que es una bendición de Dios, no necesariamente Dios me mandó ese mensaje. Pero el mensaje no se constituye si no hay alguien que lo reciba, es decir, que lo decodifique. Esta decodificación será una interpretación, que el receptor hará, no sobre ninguna regla sino sobre la base de su propio deseo o su propia angustia. En el caso del bebé, ha de haber un adulto que codifique el llanto: “Tiene hambre” o “Tiene frío”. Una señora me contaba: “Yo lo tuve en mi cuarto hasta el año y medio, porque me daba miedo que tuviera frío, pobrecito, de noche...”; por estar en el mismo cuarto, él debiera tener menos frío, como si la proximidad de los cuerpos resolviera la cuestión. O bien, el personaje de Freud, que, en Inhibición, síntoma y angustia, decía: “Tía, hablá, que cuando hablás está menos oscuro”.

De todas maneras, lo que nos interesa de esto es la codificación, en términos de transcripción al lenguaje de las necesidades biológicas. En rigor, el bebé no tiene hambre: tiene algo que podríamos denominar displacer, malestar: uno lo nombra como “hambre”. Lo que el bebé tiene son sensaciones, que pueden ser codificadas de manera bizarra. La madre de uno de mis primeros pacientes psicóticos, cada vez que él bostezaba, le decía: “¡Julito, ¿tenés hambre?!”. En realidad, la interpretación era tan bizarra como la que podía enunciar yo: “No, está angustiado”. Se supone que uno bosteza cuando tiene sueño, no cuando está angustiado ni cuando tiene hambre. Mi interpretación era tan abstrusa como la de ella, pero con la diferencia de que estaba basada en una teoría, mientras que la de ella era libre.

Volviendo a la función del otro: esa codificación del mensaje genera la primera forma del intercambio; si ustedes quieren, la primera forma sublimatoria del intercambio. Si, cuando el bebé llora, el adulto está muy desorganizado o atravesado por angustias muy intensas, puede darle algo que no corresponde, puede darle algo que lo perturbe gravemente. Muchas madres borderline, o bajo situaciones desbordantes, les dan de comer a su bebé permanentemente, cada vez que llora. Con lo cual articulan circuitos que a su vez producen malestar en la pancita y entonces el bebé llora cada vez más seguido. En algunos casos, la madre no tiene mucha idea de cuánto tiempo pasó entre una mamada y otra o entre un biberón y otro. Una madre psicótica le daba al niño una mamadera con leche demasiado caliente: el bebé gritaba y lloraba y ella se desesperaba porque el bebé no comía. La temperatura del biberón era como la del café que ella tomaba: no podía advertir la diferencia entre ella y el niño y creía que era la temperatura adecuada. Acá se plantea una cuestión: la imposibilidad de ver al otro como un sujeto con necesidades diferentes a las que uno tiene.

Esto concierne a la cuestión del narcisismo. Estamos demasiado habituados a pensar que el narcisismo es simplemente especularidad o prolongación de uno mismo. En el caso de la madre, o del adulto que tiene a cargo al bebé, se trata de un narcisismo de objeto. El adulto realiza un reconocimiento especular en términos ontológicos: “Este es de mi especie”. Es cierto que, muchas veces, la categoría de “semejante” no abarca a toda la humanidad, pero en general abarca a los hijos. En general, pero no siempre: en algunos casos de psicosis de niños vemos que el chico ha sido tratado como un animalito, como un ser biológico: falta la proyección sobre el bebé, no sólo de su potencialidad, de lo que debe llegar a ser, sino de lo que es. Porque, en realidad, la atribución que se hace no es a futuro sino en presente: la atribución empieza en el embarazo, con el encubrimiento del carácter de masa biológica que tiene el bebé y con la representación que la madre se hace de la cría: la madre no se representa el bebé en la panza como un pedazo de carne sanguinolenta, sino como un bebé, con escarpines, osito. Y esto es irreductible a la ecografía.

Cuando empezaron las ecografías, yo pensaba que iban a desbaratar el imaginario, pero la gente se pone a ver la ecografía como si viera ya las imágenes del bebé: “¡Mirá cómo se da vuelta! No quiere que lo vean...” “¡Mirá cómo se tapa el pito!” “Uy, éste te va a volver loca: mirá cómo mueve las piernitas”. No es solamente una atribución a futuro, sino una enorme capacidad de la imaginación creativa, de la imaginación radical –en términos de Castoriadis–, para producir algo en el lugar donde no está: vale decir, producir una proyección. Y esta proyección no tiene el contenido patológico o defensivo que aparece clásicamente en psicoanálisis, sino que es constitutiva. La diferencia con la proyección patológica es que está dada por los enunciados de cultura, que, así, permiten articular la representación de lo imaginario.

De modo que, en los primeros tiempos de la vida, esa mirada narcisizante del otro, que ve totalidades, es lo que precipita ontológicamente al sujeto. En el cuerpo como objeto de goce, se trata de parcialidades. Y esto concierne, después, a los modos de derivación de la sexualidad adulta. La idea de que lo parcial tiene que ver con lo perverso sigue siendo válida: no por el empleo de zonas erógenas que no sean las genitales, sino por la manera de percibir desubjetivadamente el objeto de goce que, entonces, pierde sus rasgos de humano. Hablaremos entonces de modos desubjetivantes con ejercicio perverso, no importa que la relación sea heterosexual o incluso genital: lo que la define es la subjetividad en juego; la posibilidad, o no, de subjetivación del otro.

Esto ocurre también en los comienzos de la vida. Y se refiere a la fuente de toda constitución posible del sujeto ético. En la medida en que se produce un reconocimiento ontológico y, al mismo tiempo, una diferenciación de necesidades y un reconocimiento de las diferencias, el sujeto no queda capturado por una sexualidad desorganizante inscripta por el otro, sino que comienza a inscribirse en un entramado simbólico que lo desatrapa, tanto de la inmediatez biológica como de la compulsión a la que la pulsión lo condena.

* Texto extractado de la clase Nº 1 del Seminario “La construcción del sujeto ético”, dictada el 10 de abril de 2006.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

"EXPERIENCIA COMO CONCEPTO OBSERVACIONAL EN LA INVESTIGACIÓN SOBRE COMUNICACIÓN, CULTURA Y GLOBALIZACIÓN" por Juan Miguel Aguado Terrón

Texto tomado del Congreso Internacional “El Futuro de la Comunicación” realizado en la Facultad de Comunicación de Universidad de Sevilla los días 4, 5 y 6 de marzo de 2004


A diferencia de como parece imponer el discurso filo-tecnológico de la tardomodernidad, no es (o no es sólo) la cantidad de información o el conocimiento como procesamiento de datos lo que caracteriza a las sociedades desarrolladas contemporáneas. Ciertamente la noción de información como selección y articulación de codificaciones, tanto como la idea de conocimiento como incorporación funcional de las codificaciones a las operaciones del sistema, constituyen un hito tecnológico que superpone de forma radical las tecnologías de la naturaleza a las tecnologías del sujeto y, de hecho, cumple el proyecto kantiano de codificación del sujeto como machina cognoscens. Sin embargo, creemos que la diferencia constitutiva de la tardomodernidad consiste más bien en las posibilidades formalizadoras que la información y el conocimiento como algoritmos introducen, dentro del marco de la confluencia entre lógica de la transmisión, lógica del almacenaje y lógica de la producción, en el sujeto contemporáneo. Desde luego, aproximarse a nuestro contexto bajo el paradigma de la ‘sociedad de la información’ o de la ‘sociedad del conocimiento’ no deja de resultar paradójico cuando observamos, por ejemplo, los problemas derivados del paroxismo de la acumulación de datos y la profunda crisis de los sistemas tradicionales de representación.

De entre todos los actores sociales, el sujeto individual contemporáneo, pero también el metasujeto colectivo denominado ‘cultura’ –no por casualidad, aquellos menos institucionalizables en su integridad–, no parecen en absoluto favorecidos por el éxtasis de la transmisión. La era de la conectividad, la información y el conocimiento a escala global es también la era del aislamiento, la era del espectáculo y el simulacro. Frente al dominio de la información y el conocimiento en sus acepciones funcional-cognitivistas, se impone un concepto observacional amplio, capaz de dar cuenta de la verdadera transformación de una tardomodernidad que, en definitiva, no supone sino el paroxismo de los supuestos codificadores de la modernidad. La posmodernidad no es así una ruptura, sino un delirio: la posmodernidad es, en suma, sobremodernidad en su sentido más netamente paroxístico, el cumplimiento de un proyecto ético, estético y epistemológico que comenzó en el momento en que el sujeto se soñó a sí mismo simultáneamente como creador y criatura. Ese paroxismo de la modernidad, como han anticipado las fantasías estéticas de las vanguardias del siglo XX (Subirats, 1997), coincide con aquello que Kant sólo se atrevió a soñar en los límites del tiempo y el espacio: la codificación de la experiencia individual.

La idea de experiencia no puede ser circunscrita únicamente al territorio del conocimiento. En el sentido en que lo propone Merlau Ponty (1997), aunque cargando de matices culturales el concepto, la experiencia remite al ser en el mundo, esto es, a la construcción de la identidad de la relación sujeto/mundo. La experiencia, en este sentido, apunta al deseo y a la ocurrencia, al propósito y al evento como polos complementarios sobre los que se articula la tensión sujeto/mundo. Desde una perspectiva psicoanalítica podríamos, pues, describir la experiencia como el lugar en el que el deseo se encuentra con el mundo. La idea de experiencia se dibuja así entre los imprecisos límites de la sensación emocionalmente contextualizada (el goce, en términos lacanianos) y la vivencia (a la vez semantización del goce y contextualización afectiva del sentido). La experiencia es, en suma, el territorio pendiente de revisión en que se encuentran la construcción de la identidad (individual y colectiva) con la naturaleza externa de aquello sobre lo que vivimos. Antecede y subsume al conocimiento en el sentido, precisamente, de que no puede entenderse la cognición humana sin apelar a la experiencia. Más allá de la cognición como codificación de las regularidades en la interacción sujeto/mundo, la experiencia se halla en la base de la memoria identitaria tanto como de la percepción internalizadora del mundo y, por tanto, en la base de la constitución de lo social.

En virtud de su esencialidad en la construcción identitaria, la experiencia individual ha permanecido como horizonte límite en el curso del proyecto moderno que sueña un sujeto artificial en una segunda naturaleza como producto total y acabado. Sin embargo, la experiencia individual se ha mantenido al margen de la lógica codificadora de la ciencia entre otros aspectos debido a su irreductibilidad a la observación externa [1] . Será, sin embargo, la doble lógica industrial y económica de la modernidad tardía la que, en su incursión estética anticipada por las vanguardias y consumada por los media, acabe por doblegar su naturaleza de límite. Tal será la preocupación creciente de no pocos autores asaltados por el estupor ante la naciente cultura de masas en los prolegómenos del siglo XX, bien sea desde sus implicaciones estéticas (Benjamin, Adorno), interaccionales (Simmel), éticas (Agamben) o tecnológicas (Ellul). Si la modernidad había soñado observaciones sin sujeto en la forma de la objetividad científica, la tardomodernidad sueña experiencias sin sujeto en la forma del espectáculo mediático.

Así, para Giddens (1995) la separación espacio/tiempo (en definitiva, su aniquilación mutua en los términos de su complementariedad originaria) constituye el antecedente moderno de lo que hoy supone el síntoma de su paroxismo: el desenclave de la experiencia individual. Si la separación espacio/tiempo/memoria posibilita la universalización, la desubicación de la experiencia se presenta como prerrequisito de la globalización. La codificación de las condiciones de posibilidad antecede necesariamente a la codificación de las prácticas. Conviene en este punto señalar que la lógica expuesta guarda una estricta coherencia con la trayectoria de la industrialización/economización de las prácticas sociales tanto como con la optimización de la información y el conocimiento como conceptos observacionales socialmente validados.

Bajo estos conceptos observacionales, la sociedad moderna se presenta como un complejísimo entramado de relaciones reflejas caracterizado por la regulación de la producción. Para Giddens (1995), Luhmann (1998) o Beck (1998), el problema del riesgo y su solución táctica, la seguridad, a través de redes de confianza, caracteriza el dinamismo de las sociedades modernas, en permanente huída hacia delante en lo que Giddens ha llamado sugestivamente la colonización del futuro (1995:185). Una sociedad en la que el futuro es sistemáticamente presentizado [2] como ámbito de posibilidades contrafácticas (Ibid.) y donde, además, se hace patente la interrelación global, debe resolver unos niveles de incertidumbre tanto a escala individual como a escala institucional jamás alcanzados en otras épocas. La aproximación a los componentes del sistema social como una red de interrelaciones funcionales articuladas sobre el procesamiento de la información no es sino una respuesta a la necesidad de atajar el volumen de complejidad e incertidumbre generados por una dinámica de diferenciación funcional creciente (Luhmann, 1998). La codificación de los procesos permite, en este sentido, reducir la incertidumbre, delimitar las regularidades y, en definitiva, incrementar el control. Sin embargo, la misma dinámica codificadora inserta nuevos niveles de operación en el sistema y, con ello, incrementa la diferenciación funcional. El resultado paradójico es que la absorción de incertidumbre genera mayor complejidad social y, con ello, a la postre, nuevas incertidumbres. La idea de riesgo, además, resulta en este contexto particularmente compatible con el ethos del juego o de la apuesta que demanda la producción mediática del espacio social en su dinámica espectacularizadora. En la sociedad del riesgo (Beck, 1998), en cualquier caso, la cuestión clave no es ya la distribución de la riqueza, sino la distribución del riesgo. Un riesgo cuyo vértice es el punto fijo de la articulación de lo social, el punto donde convergen los flujos que constituyen la dinámica social y que, por ello mismo, ha escapado tradicionalmente a su dominio formalizador: el yo.

En las condiciones características de la modernidad, la regularidad ontológica que se demanda a los sujetos sociales en el plano de la cotidianeidad «supone la exclusión institucional de la vida social de problemas existenciales fundamentales que plantean a los seres humanos dilemas morales de la máxima importancia» (Giddens, 1995:199). Lo que en términos epistemológicos se planteó como la relegación de los criterios éticos y estéticos a la expansión del conocimiento técnico coherente con los presupuestos de la razón instrumental ha terminado constituyendo una red de procesos institucionales de ocultamiento y codificación de la experiencia que, si bien contribuyen al incremento del nivel de seguridad sobre el que sustentar las redes de confianza (normalidad) que sostienen las relaciones de poder, pospone aspectos cruciales de la constitución de la identidad individual.

Lo que Giddens propone como secuestro de la experiencia no es sino la expresión institucional del proceso de codificación del sujeto que ha venido siendo advertida tanto desde el psicoanálisis como desde la teoría crítica o la semiótica. Con todo, para que ese proceso institucionalizador (que tanto Foucault como Simmel simbolizaran en la arquitectura) tenga lugar, es necesaria una previa codificación de la experiencia como condición de posibilidad del simulacro. El secuestro de la experiencia que Giddens apunta en su dimensión institucional alcanza, pues, mucho más allá de ámbitos particularmente definidos de la experiencia individual: constituye el espíritu de un proyecto con ambición totalizadora. Un proyecto al que Baudrillard (1998), Ritzer (2000) o Subirats (1988) atribuyen con matices diferentes el nombre de simulacro. En definitiva, el concepto de simulacro se anticipa como la huella de un proceso que, antes que confiscación, resulta codificación y sustitución de la experiencia. El papel central que juega la tecnología en ese proceso se ha puesto de manifiesto a través de los medios de comunicación (entendidos en el sentido laxo de instancias de producción de la cultura de masas) como dispositivos de mediación tecnológica de la experiencia.

La historia de las sociedades modernas es, más que nunca, la historia de sus dispositivos de gestión y control de la experiencia. Una gestión que, en rigor de la concepción simmeliana de la modernidad tecnoindustrial como formalización de la vida social, demanda la codificación sustitutiva de esa experiencia que había caracterizado la irreductibilidad de la condición individual. El papel de los media como instancia de producción de la cultura de masas excede aquí con creces el de meros mediadores cognitivos para convertirse en instancias configuradoras de la experiencia individual. Más allá de la clásica división tripartita entre prensa, radio y televisión (que responde, precisamente, al predominio cognitivo-informacional), los media constituyen el entramado de recursos simbólico-tecnológicos (cine, música, literatura de consumo, publicidad, arte comercial, cómic, videojuegos, juguetes, moda, turismo…) que, antes que proporcionar una imagen unitaria y coherente del mundo social, la producen en el sentido mismo en que configura su experienciabilidad y, con ella, un nuevo sujeto trascendental forjado en la universalidad de los formatos, los recursos interpretativos y la identificación afectiva de los contextos y las sensaciones (Subirats, 1988).

El paso de la representación al simulacro (Baudrillard, 1998), la hipersimulación en que se constituyen las imágenes de lo social y lo individual, se perfila aquí de forma simultánea como el motor y el resultado de este proceso de formalización y sustitución de la experiencia individual. No se trata, al modo en que lo entienden Giddens (1995) o Thompson (1998), de la mediación de la experiencia como recurso paliativo del moderno secuestro de experiencias existencialmente revulsivas tanto en el nivel social como en el individual [3] . Se trata más bien de que la propia mediación tecnológica de la experiencia individual supone el elemento central de un proceso a gran escala de redistribución de las fuentes sociales e individuales de la experiencia, descentrando (en línea con la advertencia franfurktiana) a la interacción cotidiana del lugar que hasta la fecha había ocupado como núcleo de socialidad –en tanto que acceso al otro– y como base de la irreductibilidad de la experiencia individual. A la postre, el proceso resultante es el de un nuevo sujeto social, esencialmente distinto de aquel sobre el que se construyó el sueño de la modernidad y, sin embargo, descendiente directo de la aplicación de su proyecto epistemológico.

Los dispositivos socioculturales de mediación de la experiencia, en las condiciones de la modernidad que incluyen la tecnificación y economización del mundo social, juegan un importante papel en la confección de redes de confianza destinadas a mitigar la incertidumbre mediante el incremento de la seguridad. En definitiva, la experiencia tecnológicamente mediada contribuye a filtrar el excedente de incertidumbre que debe afrontar una sociedad compleja, con un alto nivel de diferenciación funcional y permanentemente volcada sobre el futuro. La mediación tecnológica de la experiencia, constituye un mecanismo de normalización primero, en el sentido preciso en que genera coherencia entre los relatos identitarios de los sujetos sociales, institucionales, individuales o colectivos; y después, en el sentido en que subordina la experiencia individual a la coherencia respecto de tales relatos. El sujeto es desprovisto de la irreductibilidad de su experiencia en la medida en que ésta aparece como caso particular, subjetivo, epifenoménico de la verdadera naturaleza de las cosas, cuya coherencia viene dada por las condiciones de representación del medio.

El espectáculo se dibuja aquí como la forma tecnológica, productiva y simbólica de una desrealización de la experiencia que demanda, en primera instancia, como requisito epistemológico la desconexión entre el sujeto y el mundo, tanto como la desconexión intersubjetiva. La sustitución del objeto por el signo y de éste por el goce o el deseo marca el camino de desrealización de la experiencia en el terreno de la mercancía. «El espectáculo es el momento en el cual la mercancía alcanza la ocupación total de la vida social» (Debord, 1999:55). Y ello atañe, como habían anticipado Simmel, Lúkacs o Debord, al otro como objeto y al sujeto como espectador.

En las circunstancias de generalización de la acción de los dispositivos tecnológicos, donde la interacción social es sustituida por el ritual mediático, donde el espacio de la interacción social es sustituido por el escenario y donde la acción es sustituida por la contemplación, el valor socializante de la experiencia tecnológicamente mediada se convierte en valor de cambio. La experiencia mediada constituye así un servicio retribuible sobre el que se articula una de las estructuras comerciales dominantes en la sociedad contemporánea: la industria cultural. No sólo consumimos ocio o información. Consumimos y/o distribuimos experiencias mediadas (diversión, miedo, placer estético, vértigo, reflexión, tristeza, conciencia, fascinación, precisión, realidad, y tantas otras). La economización del mundo social alcanza así el ámbito de la experiencia sociocultural del individuo. Desde los teóricos de la escuela de Frankfurt a los críticos de la comunicación herederos de su reflexión (Sfez, 1995; Morin, 1967; Debord, 1976; Mattelart, 1974, etc), se ha advertido que la unión indisociable entre industria cultural y cultura de masas desata un proceso de economización y tecnificación industrial de la cultura que deviene en una radical transformación del mundo social y de la propia constitución del individuo.

La entronización semántica y procedimental de la comunicación en las sociedades modernas transcribe el aporte tecnológico a una cultura en la que, cada vez más, la industria releva a otras instituciones sociales en la producción de experiencias simbólicamente mediadas. Tal es, al fin, el proceso por el que la cultura tecnificada cumple el proyecto epistemológico de la modernidad: en tanto en cuanto la cultura constituye el horizonte de toda experiencia individual, la absorción de aquélla por la esfera de la producción hace viable esa formalización de la experiencia que la ciencia no había podido acometer en virtud de su inoperatividad respecto de los procesos subjetivos no externalizables.

No se trata, sin embargo, únicamente de renovar la vieja sospecha de que, hoy, la construcción del individuo resulta una cuestión esencialmente económica; sino sobre todo de llamar la atención sobre el hecho de que la tecnificación/economización de la experiencia mediada constituye el episodio contemporáneo del proyecto de la modernidad. La experiencia como mercancía cumple las condiciones de la experiencia atribuible a un sujeto universal, formalizado, que no había podido diseñar, con sus solos recursos, la ciencia. El punto de inflexión, en términos lacanianos, lo constituye la fusión entre el signo y el deseo, o, para ser más precisos, el deseo del deseo del otro. El mercado como ámbito de intercambio social de los objetos articulado sobre el concepto de propiedad da así paso al mercado como ámbito de intercambio de los deseos articulado sobre el concepto de acceso (Rifkin, 2000).

El proceso de economización de la cultura y de resignificación comercial de la experiencia individual que caracteriza el último tercio del siglo XX en las sociedades desarrolladas es contextualizado por Ritzer (2000) como un reencantamiento del mundo: si Weber había descrito la modernidad como un “desencantamiento del mundo” por la racionalización instrumental, Ritzer apunta que el epítome de esa racionalidad, la economía de consumo, acaba en la actualidad por recurrir al “encanto” (esto es, a la emoción, la fantasía, la magia, la fascinación) como valor de cambio dominante. De acuerdo con Ritzer (2000) y Rifkin (2000), la ubicuidad del concepto de espectáculo, desarrollando algunas de las tesis de Debord (1976) y Postman (1991), emerge así como síntoma de una doble confluencia: por un lado, cambios tecnológicos (implosión de los espacios públicos en los espacios privados, instantaneidad, supresión de distancias, disponibilidad, atemporalidad, etc) y cambios económicos (sustitución de la relación comprador-vendedor por la relación proveedor-usuario, desplazamiento del Estado como macro-sujeto económico, ingreso en el mercado de públicos jóvenes, infantiles y de la tercera edad, disponibilidad presente del capital futuro, etc); y, paralelamente, cambios en los modos del consumo (consumo global, centralización espacial y descentralización temporal del consumo, sustitución de la propiedad por el acceso, consumo de simulacros, virtualización, ampliación de las edades de consumo, etc.) y cambios socioculturales de base (reconceptualización de la idea de individuo, virtualización de la relación individuo-colectividad, virtualización de la relación yo-otro, valorización del disfrute, presentización del futuro, etc).

Tal y como ha apuntado Subirats (1988:84), los conceptos de espectáculo y simulacro se superponen en la dimensión experiencial de la imagen. La instauración de los media como tecnologías de la experiencia a través de la visión no es ajena, por tanto, a una concepción epistemológica de la imagen como acceso a la realidad cuya conformación cabe trazar desde los clásicos griegos hasta la cultura popular de nuestros días. La naturaleza peculiar de la imagen es así, precisamente, la de un signo disfrazado de significante, y, por ello mismo, la de una estructura que involucra simultánea e integradamente la experiencia sensorial y la experiencia simbólica, la simulación de la percepción de la realidad y la representación contextual del sentido. En tanto la imagen presenta y representa al mismo tiempo, constituye el material idóneo para la producción de simulacros. En este contexto conviene enclavar la fascinación producida por las primeras tecnologías de reproducción realista de la imagen (desde la magia catóptrica de la lucerna mágica o la cámara obscura en el siglo XVII hasta el diorama, el kinetoscopio o el cinematógrafo en el XIX), así como los usos espectaculares con que se caracterizaron dichas tecnologías a lo largo del siglo XIX, más próximos a la feria, el circo o la prestidigitación que al arte dramático (Darley, 2002). La naturaleza hiperreal que estas tecnologías acabarán por otorgar a la imagen constituye el punto de apoyo de su doble condición en los media actuales: como simulacro (esto es, como ante-presentación sustitutiva de la realidad) y como espectáculo (esto es, como puro goce experiencial).

Con la imagen artificial como materia prima, la idea de simulacro trasciende la de representación para sustituirla. La pretensión ilusionística e hiperreal es consustancial al simulacro: aquella copia de la realidad que deviene fuente de la condición de realidad misma y, por tanto, la relega a la categoría de epifenómeno. He aquí la diferencia radical entre la representación y el simulacro: la representación media efectivamente la experiencia del mundo vivido; el simulacro, sencillamente, la sustituye. Por ello, la representación se constituye sobre el principio de exclusión del sujeto perceptor fuera del mundo representado, mientras el simulacro se constituye sobre el principio de inmersión del sujeto perceptor en el universo representado. Las tecnologías electrónicas de la mediación han hecho posible el salto cualitativo de la inmersión del sujeto, por lo que la idea de mediación desaparece. Y es en este punto donde la idea de experiencia adquiere todo su valor económico y epistemológico. La experiencia tecnológicamente mediada ya no es, propiamente, experiencia en el sentido de vivencia individual irreductible, ni mediada en el sentido de cognitivamente estructurada. La superposición operada sobre el argumento de la hiperrealidad accesible (epítome de la ‘autenticidad’) aparece magistralmente expresada en el slogan de un spot publicitario reciente: «Algún día vivirás todo esto –reza la voz en off después de mostrar en imágenes sincopadas un conjunto de experiencias asociadas al producto–, pero nunca será tan auténtico como ahora».

Las reflexiones que apuntan hacia la vinculación entre media y simulacro hacen hincapié tanto en la naturaleza técnica como en su estructura simbólica: La ya mencionada disolución del tiempo en la redundancia o en el ‘tiempo real’ del instante como correlato de la presencia; la disolución del espacio de identificación en los cortes, la serialización y la recontextualización superpuesta de los sentidos y de sus condiciones de enunciación/interpretación; la estandarización de los relatos y las descripciones como requisito de accesibilidad interpretativa; la banalización o, por el contrario, la magnificación como recursos espectaculares; la fusión entre realidad y ficción (o, para ser más preciso, entre la representación de la realidad y la representación de la representación de la realidad) y, en definitiva, la concatenación fragmentaria de las voces, las imágenes y los relatos conforme a los patrones técnicos y semánticos del medio, constituyen sólo algunos de los lugares comunes sobre los que la producción mediática ocupa su lugar en la vida cotidiana del individuo contemporáneo (Subirats, 1997; Abril, 2003).

Si lo característico del simulacro es convertir a la representación en condición de realidad, lo característico del espectáculo es convertir el goce en condición de verdad. El resultado es la instauración de una realidad como goce. De ahí la compulsión devoradora de las imágenes: el deseo de mostrar que caracteriza al simulacro mediático y su contrapartida en el deseo de ver que caracteriza la condición espectacular del sujeto-espectador se constituyen sobre la doble naturaleza de la imagen, como realidad y como signo, como sensación y como expresión. La hipervisibilidad televisiva (Imbert, 1999; 2002) o la profusión de cámaras como dispositivos de control son sólo ejemplos de una dinámica global que culmina con la absorción del espacio privado (la pantalla del ordenador convierte nuestra habitación en aula, autopista, cafetería, centro comercial, ministerio público, museo, sala de subastas o biblioteca) y la sustracción del espacio público a la interacción social entre individuos (el cibercafé o el despacho se transforman en lugares de múltiples intimidades aisladas a través del chat y del acceso singular a las imágenes y textos; la política se formaliza en representaciones estereotipadas y fijas donde la inmediatez y el impacto sustituyen a la copresencia y la copresencia sustituye a la participación; y las comunidades virtuales se homogeneizan para dar cabida sólo a sujetos preformateados conforme a idénticos rasgos identitarios, ya sean gustos, aficiones, posiciones ideológicas, necesidades informativas o afectivas…). El papel que juega la imagen en este proceso no es, pues, ni meramente técnico, ni únicamente simbólico; es, sobre todo, social: «El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre las personas mediatizada por las imágenes» (Debord, 1999:38).

El paisaje resultante recuerda en mucho a la idea del mundo como ficción total que, desde la caverna platónica o el dualismo gnóstico al teatro calderoniano y la estética barroca de la contrarreforma, instituyen el carácter sagrado de una realidad inaccesible a la experiencia individual, determinante, por un lado, de la ritualización (valga decir codificación) del acceso a esa realidad como sacrum y, por otro, de la concepción contemplativa (valga decir pasiva) de los sujetos individuales (Subirats, 1997; Abril, 2003). La dimensión espectacular del medio y la subsiguiente transformación de la mediación en sustitución de la experiencia, invierten asimismo la concepción cognitiva y/o hermenéutica de las teorías de la construcción social de la realidad: desterrada la experiencia individual y la interacción cara a cara como base de la vida social, sustituida la participación activa por la contemplación extática, la idea de que el imaginario sociocultural se constituye en un proceso de negociación significante entre los sujetos sociales cede su lugar a la idea de que el imaginario colectivo se autoconstituye sobre las cenizas de una acción comunicativa desterrada del espacio social (Subirats, 1997:161-162).

La pertinencia de trocar la información y la cognición (fuentes de la acción comunicativa habermasiana tanto como de la concepción sistémica de la interacción) por la experiencia como concepto observacional del medio, no hace, pues, sino transponer la sustitución del relato por el espectáculo, o la de la representación por el simulacro. En definitiva, la crisis por hipertrofia de la cualidad representacional del relato en las culturas mediáticas –por su profusión, fragmentación, carencia de clausura, banalización, etc.– aparece como síntoma de una crisis simbólica sin precedentes. Una crisis simbólica que, inevitablemente se hace explícita en las condiciones de producción de la identidad individual y colectiva.

Cualquiera que sea el enfoque adoptado, las condiciones sociales y culturales de la experiencia individual, en tanto remiten, por un lado, al imaginario sociocultural que establece las posibilidades de producción y reproducción de sentido y, por otro, a la configuración de las identidades individuales y colectivas, constituyen una muestra sintomática de la forma en que se realizan los procesos sociales. A cada tejido social, en virtud de la naturaleza de las interacciones dominantes y de las trayectorias prevalentes de su imaginario sociocultural, le corresponde un sujeto social característico en tanto que viable. No se trata, pues, de apuntar tanto una formalización del sujeto como algoritmo resultante de las condiciones sociales de la interacción, como de señalar en qué medida las prácticas socioculturales realizan efectivamente unas determinadas condiciones de posibilidad de la identidad y, al mismo tiempo, cómo esa forma de identidad prioritariamente posible sienta las condiciones de posibilidad de las prácticas socioculturales que la engendran.

Es, precisamente, en este sentido en el que se viene proponiendo la convergencia de las lógicas económica, epistemológica y tecnológica de la cultura occidental moderna como marco de transformación de las condiciones de producción de identidades individuales y colectivas (Touraine, 1993). Una transformación que, en la línea inaugurada por aquellos que asistieron a principios del siglo XX al nacimiento de la cultura de masas, aparece caracterizada por un proceso de formalización en cuyo vórtice se halla la idea de experiencia. Ésta se presenta como el contexto en que la identidad individual y la memoria histórica se integran en el dispositivo social de naturaleza a un tiempo tecnológica y económica que son los media: los medios electrónicos se prefiguran como la encarnación procedimental de la modernidad –construida sobre las ideas de individuo, racionalidad y proporcionalidad– que, al viabilizar el sueño de un sujeto trascendental, generan una segunda naturaleza colectiva e individual con fuertes connotaciones contraproductivas. En ese exceso parece encontrarse la sensación de fractura que caracteriza a la reflexión posmoderna.

En virtud de la colonización de la experiencia individual que los define, las condiciones que el simulacro y el espectáculo mediáticos imponen a la identidad del sujeto contemporáneo son, a grandes rasgos, las de una actitud contemplativa: el sujeto mediático es, en esencia, un sujeto espectador. La naturaleza del espectador es la de una pulsión escópica –en el sentido lacaniano de apropiación visual del objeto como deseo– que se agota en sí misma, que se vierte hacia fuera y, en definitiva, otorga al sujeto su condición delegatoria en cuanto propone la construcción de identidad sobre la identificación y la proyección antes que sobre la realización. El medio deviene así no sólo vía permanente y excluyente de acceso individual a un simulacro de entorno social, sino, por ello, vía de acceso del sujeto a sí mismo en tanto que parte de ese entorno social –sujeto mediático– y en tanto que instancia de experiencia tecnológicamente mediada. «La conciencia moderna es, en primer lugar, un sujeto virtual negativo. Es un yo que contempla el mundo y se contempla a sí mismo como otro» (Subirats, 1997:206).

En este sentido no parece casual la genealogía etimológica que identifica Narciso como raíz de narcosis (Gubern, 2000:45). Pasividad, descentramiento, externalización y autonegación se perfilan como los caracteres del individuo espectacular como espejo de su yo mediático. El espectáculo, en tanto que seducción, se revela aquí como una forma de poder: la seducción, como ha señalado González Requena (1995), es la exhibición de la capacidad de satisfacer un deseo y, al mismo tiempo, la promoción de ese deseo. El espectáculo es, pues, una tecnología del sujeto por la vía de la sustitución experiencial (simulacro) y una tecnología del poder por la vía de la seducción fascinadora: el poder sobre la mirada del otro, cuando ese otro se construye sobre su mirada, es un poder con ambición totalizadora.

No extraña así que la cultura mediática evolucione hacia una característica claustrofilia (Gubern, 2000:155) definida por la implosión del espacio público en el espacio privado, por la anonimización de las interacciones codificadas y por la subordinación de la interacción social al goce espectacular. El sujeto urbano se recluye voluntariamente en nichos tecnológicos (el automóvil, el despacho, la casa) caracterizados por la multifuncionalidad y la conectividad, al tiempo que reproduce los entornos perdidos en su nostalgia estética (las plantas o los cuadros como memoria del entorno natural, las antigüedades y la rusticidad del mobiliario como melancolía de formas de vida), en las posibilidades técnicas (la conectividad como posesión controlada de la plaza pública), o en los productos culturales (las novelas como sustitutivos del viaje, la música folk como fantasma de un otro cultural inaccesible). La claustrofilia actúa, además, como garantía del control de la distancia y el anonimato en el ejercicio de la pulsión escópica, de modo que se reproduce en los espacios abiertos y en los trayectos (el viaje turístico es un ‘preparado’ icónico-simbólico que recuerda a una mezcla del museo con el relato de viajes decimonónico, pasada por el tamiz de la comercialización en masa). La claustrofilia deviene así la condición de representabilidad y, en consecuencia, maximiza las tecnologías de la memoria: nuestro viaje al caribe mexicano, codificado en un recinto ad hoc, es vivido a través del visor de la cámara, que, de hecho, reproduce lo que viviremos del viaje en la pantalla de nuestro salón, improvisado templo de la realidad donde el registro corresponde a la vivencia.

El resultado de la confluencia entre espectáculo y simulacro no es sólo la vivencia del yo como otro, al modo de una proyección sin punto de partida, sino, por ello mismo, la supresión del otro como sujeto en beneficio de una otredad subordinada a la propia vivencia. La experiencia del otro desaparece del mundo social y, con ella, la interacción sobre la que éste se constituye. El medio deviene así metáfora del otro –antigua fuente de experiencia vivida– y el rito del medio –su contemplación, su interpretación– sustituye al rito-con-el-otro como rito social preferente.

La incorporación de la experiencia como concepto observacional en la investigación del nexo individuo/medio/colectividad, bien sea desde la perspectiva de una macro-sociología de ambiciones holistas, bien desde una indagación sobre los fundamentos del sentido y la narrativización como fuentes identitarias, viene a continuar la intensa preocupación por el lugar del sujeto en la sociedad posindustrial que maracara ya desde principios del siglo pasado la propuesta filosófica, semiótica y culturalista. No es, tampoco, casualidad, que la deriva de la reflexión sobre la tecnología, desde Ellul al grupo de Canadá y sus continuadores, coincida en arribar al punto ciego de la experiencia, como tampoco lo es que todos ellos coincidan, de forma a veces inintencionada, en construir con esa reflexión un retorno a la diagnosis del proyecto de la modernidad.

La idea de experiencia pone en juego, además, un marco conceptual idóneo para la transdisciplinariedad, asentando unas condiciones sin precedentes para el encuentro entre las aportaciones de la psicología cognitiva, la psicología social, la sociocibernética y las perspectivas críticas de la teoría de sistemas con la tradición filosófica y sociológica culturalistas de raigambre europea. No es menos cierto, sin embargo, que la idea de experiencia hace explícitos (e introduce de lleno en el estudio de los medios) problemas epistemológicos que hasta hace poco era únicamente discutidos en el territorio de la filosofía y la sociología de la ciencia, imponiendo una necesaria revisión de las teorías de la observación en la línea apuntada por von Foerster (1981) y Varela (1997). Parece, en cualquier caso, urgente completar la articulación explicativa de los procesos sociales e individuales desde la mediación comunicativa sobre la perspectiva instrumental organizada en torno a las ideas de transmisión e información como ejes de la cognición con la aportación de la perspectiva experiencial que presupone la disolución entre acción y cognición e introduce, finalmente, de lleno al observador en el mundo observado.



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[1] La fenomenología husserliana o el psicoanálisis constituyen en este sentido intentos de reconciliar la irreductibilidad de la experiencia individual con la observación externa que, sin embargo, desembocan por diferentes vías en el cul de sac epistemológico de la legitimación auto-observadora (Varela, 1997).

[2] La ubicuidad de lo ‘nuevo’ y lo ‘actual’ en la productividad tardomoderna no deja de resultar una transcripción simbólica e incluso axiológica de esa compulsión presentizadora: enunciado respecto de un producto o un acontecimiento, ‘nuevo’ viene a significar ‘futuro hecho presente’. La gestión de la obsolescencia de productos y servicios así como el sistema financiero que permite, de facto, hacer presente el capital futuro (Ritzer, 2000) forman parte de esa ‘implosión’ del tiempo social a que se refiere Giddens.

[3] Ambos autores coinciden en atribuir a la experiencia mediada (en especial a través de los medios y tecnologías de la comunicación) una función de placebo que consistiría en llenar aquellos huecos existenciales que la confiscación institucional de la experiencia produce en el individuo contemporáneo. Así, por ejemplo, las representaciones mediáticas de la sexualidad, la violencia, el crimen o la naturaleza vendrían a sustituir de forma segura y ordenada la experiencia efectiva de esos ámbitos de la socialidad particularmente generadores de incertidumbre.