jueves, 27 de diciembre de 2007

"El espacio jurídico global" por Daniel Zolo








I

Los procesos de globalización están acompañados por una gradual transformación no sólo de las estructuras de la política, sino también de los aparatos normativos, ante todo del derecho internacional. Está afirmándose aquello que ha sido llamado el “espacio jurídico global” y se difunde, en estrecha conexión, la ideología del “globalismo jurídico” . Junto a los Estados y a las tradicionales instituciones supranacionales, como las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio, se perfilan nuevos sujetos de la ordenación jurídica internacional: las uniones regionales –in primis Europa–, las alianzas político-militares como la OTAN, las cortes penales internacionales, las corporaciones multinacionales, las organizaciones para la regulación financiera internacionales y las organizaciones no gubernamentales en general. Al lado de los tratados, de las convenciones y de las costumbres surgen nuevas fuentes del derecho internacional, como las actas normativas de las autoridades regionales, la jurisprudencia de las cortes penales ad hoc, los veredictos de las cortes arbitrales y, con particular importancia, las elaboraciones normativas de las transnational law firms, es decir, los grandes estudios de abogados y expertos legales que operan sobre todo en los sectores del derecho comercial, del derecho fiscal y de aquel financiero.

En un sistema internacional fuertemente condicionado por las conveniencias de las grandes agencias económicas y financieras, el poder decisional, dinámico e innovador de las fuerzas de los mercados tiende a prevalecer sobre la decreciente eficacia regulativa de las legislaciones estatales y de las instituciones internacionales.

Las law firms (en gran parte ubicadas en occidente, pero profundamente arraigadas en los “países en vías de desarrollo”) plasman las nuevas formas de la lex mercatoria. Estas se encuentran empeñadas en una permanente reelaboración del derecho contractual y en la introducción de esquemas contractuales “atípicos” –el franchising es un ejemplo característico– con el objetivo de favorecer la circulación y los intercambios de los productos y de sus marcas. El modelo organizativo de estas “empresas del derecho” es norteamericano y norteamericano es el tipo de profesionalidad que éstas cultivan: una profesionalidad empresarial que no practica un enfoque propiamente exegético de las normas, sino que las reinterpreta libremente con el fin de complacer a las nuevas exigencias de la vida económica . Naturalmente, los marchands de droit, como los llama Yves Dezalay, acuerdan una clara transparencia al derecho comercial respecto al derecho del trabajo, y al derecho privado respecto al derecho publico. Esta praxis comercial trasnacional es, por lo tanto, proclive a la privatización y a la deformación de las reglas jurídicas, mientras queda sustancialmente incierta la fuente de su legitimación, que no recava su autoridad de órganos estatales ni de instituciones internacionales. Declina así la eficacia y la previsibilidad del derecho mientras los mercados tienden a autoorganizarse y a expresar más bien “principios operativos y filosofías organizativas de carácter general”, que normas de prescripción .

Ya está fuera de lugar, sostiene Maria Rosaria Ferrarese, la imagen weberiana del derecho moderno como una ordenación coercitiva, garantizada por el monopolio de la fuerza ejercido por el Estado en un determinado territorio, y que debe su legitimidad al “cálculo” racional y a la previsibilidad de sus actos. Han cambiado los protagonistas del proceso jurídico y las modalidades de producción y de aplicación de las reglas jurídicas. El derecho no absorbe más las funciones de refuerzo de las expectativas de los actores jurídicos: funciona como un instrumento pragmático y con una variedad de influjos respecto a la gestión de los riesgos conectados a transacciones dominadas por la incertidumbre. Está afirmándose –bajo la influencia del “pragmatismo procedimental” de matriz estadounidense– un “sistema jurídico de las posibilidades”, fundado sobre el esquema privado del contracto . El instrumental jurídico necesario para este tipo de transacciones es producido por los nuevos sujetos públicos o semipúblicos, como las sociedades internacionales de revisión contable y de certificación o los aparatos burocráticos del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial y de la Comisión Europea; o bien, la “tecnología jurídica” adaptada a los casos particulares es “adquirida” por las law firms y los colegios arbitrales formados à la carte. Por ello, se sostiene que el nuevo orden jurídico representa, en muchos aspectos, un regreso al antiguo modelo medieval de la jurisprudencia pretoriana del jus commune.

También Pier Paolo Portinaro subraya con fuerza la derivación privada que parece haber embestido amplios sectores del derecho internacional. A su parecer, el surgimiento de nuevos órganos de jurisdicción internacional no va en la dirección de una suerte de governanza jurisdiccional planetaria. El proceso de globalización parece ir más bien hacia “La afirmación de expertocracias mercenarias, facciosas y abogadísticas que explotan estratégicamente las oportunidades y los recursos de una nueva litigation society. Más que la figura del juez (y del juez constitucional), con su balanza equilibrada de diferentes valores y principios ético-jurídicos, quien controla el campo y expande cuantitativa y cualitativamente su poder es actualmente el ‘comerciante del derecho’” .

A los juristas especialistas del instrumento jurisdiccional, sostiene Portinaro, están poniéndose al lado de las prácticas de la “sociedad civil mundial” los especialistas del lobbying político de los grandes centros federales o nacionales del poder ejecutivo, al lado de ellos, los especialistas del contencioso de los negocios, los litigators. Son estas dos categorías de abogados que están adquiriendo el peso mayor en los foros de la globalización económico-financiera. A la ética de la imparcialidad estos juristas-estrategas contraponen un maquiavelismo jurídico que los aleja de los fundamentos culturales del Estado de derecho de matriz cristiano-occidental. Ellos ofrecen sus competencias al servicio de las corporaciones trasnacionales frente a las cuales las instituciones de los Estados nacionales están siempre en menor grado de defender los derechos fundamentales de los individuos .

En una sociedad de mercado lejana de las idealizaciones de los filósofos morales de la escuela escocesa, no está confirmándose en el ámbito global el modelo de los tribunales super-partes, ocupados profesionalmente en la búsqueda de la verdad y de la imparcialidad. Se afirman, más bien, verdaderas multinacionales del derecho comercial capaces de movilizar a su favor adecuados apoyos políticos para la decisión de parte o de todos modos oportunista de las controversias jurídicas sobre las cuales están interesados. Gracias a los procesos de globalización, el clásico modelo de la rule of law parece disolverse en un “sistema dualístico de justicia”, en el cual hay una “justicia sobre medida”, confeccionada por los detentadores del poder económico y, a su lado, una “justicia de masas” para los “consumidores ordinarios” . Es efectivamente este nuevo dualismo el que –según Portinaro– amenaza la subsistencia del Estado de derecho en los sistema políticos de la edad de la globalización. Sentencias clamorosas, capaces de poner en dificultad grupos corporativos multinacionales, son del todo excepcionales. El riesgo es, por lo tanto, que se pase de la experiencia europea de las democracias nacionales bajo la supervisión de los jueces constitucionales a una “sociedad civil global” en la cual las corporaciones legales hagan prevalecer los intereses de los más potentes y las estrategias más desprejuiciadas. En este mundo, se reducen también los instrumentos para contrastar las nuevas formas de la criminalidad organizada en escala trasnacional .

Guido Rossi expresa, con bien notable competencia y autoridad, un punto de vista igualmente radical . Según Rossi, el derecho de los contratos está hoy sometido, en particular en el ámbito de las transacciones financieras internacionales, a reclamos funcionales que alteran el carácter sinalagmático, volviéndolo una relación altamente precaria. Todo el sector financiero está caracterizado por fenómenos nuevos y heterogéneos, como la circulación global de los instrumentos financieros, el uso generalizado de la tecnología digital, la posibilidad del trading on-line o la facilidad con la cual las cortes estadounidenses ejercen extraterritorialmente sus propios poderes jurisdiccionales. Se trata sustancialmente de una situación de anarquía normativa y regulativa . El capitalismo financiero global, afirma Rossi, es la patria del “conflicto de intereses”, es decir, de una elevada asimetría de poder entre las partes contractuales: “en su origen existe un fuerte desequilibrio a favor de uno de los actores. Tal desequilibrio se debe al exceso de satisfacción de la situación jurídica de quien hace el conflicto respecto de quien lo sufre. La consecuencia es la dominación, que se manifiesta en cualquier relación contractual, cada vez que uno de los dos contrayentes extrae por una excesiva posición de fuerza, o bien cuando posee mucha más información sobre el objeto de la tratativa y está en grado de esconderla” .

Como también Joseph Stiglitz ha subrayado , la asimetría de la información entre los actores del contrato –entre el prestador y el mutuario, entre la compañía de seguros y el asegurado, entre el manager industrial y el trabajador dependiente, entre el consejo de administración y el accionista individual, etcétera– entablan una relación con un alto riesgo. Ello permite anomalías como el reciclaje de dinero sucio y alimenta verdaderas patologías societarias del tipo de aquellas que se han manifestado recientemente en el capitalismo norteamericano, comenzando por los casos de Enron, Tyco y Global Crossing .

Los remedios intentados con la ética de los negocios o con los códigos de autorreglamentación de las sociedades por acciones, sostiene Rossi, no son sino inoperantes y equívocas utopías, pero es ilusoria también la perspectiva del “globalismo jurídico” que, para contrastar la ilegalidad difundida en los ambientes financieros, sugiere el recurso a una autoridad supranacional. La idea es dar vida a una red de autoridades y de agencias instaladas en los varios ámbitos nacionales, pero autónomas respecto a las autoridades estatales (agencias que en parte ya han existido), capaces de imponer una disciplina global a los mercados financieros. Se crearía así, según el modelo organizativo de las IFROS (International Financial Regulatory Organizations), una ordenación jurídica policéntrica que de hecho suprimiría los confines entre el derecho internacional y el derecho nacional. Pero este proyecto seguramente sugerente, observa Rossi, choca con el hecho de que son siempre los tribunales de los países –y de los países más fuertes– los que juzgan la validez, según su ordenación interior, de las reglas formuladas por las agencias internacionales independientes. Esto impide que se afirme una lex mercatoria como sistema jurídico autónomo de los ordenamientos de los Estados individuales y como forma de normatividad global .

También por este aspecto, comenta escépticamente Guido Rossi, el escenario jurídico internacional, con el derecho público que se retrae y el derecho privado que avanza, recuerda cercanamente a la Europa medieval, con la agravante de que hoy no se vislumbra huella ni de un jus comune ni de un jus gentium en grado de regular jurídicamente la economía mundial .
Si el análisis de Guido Rossi es esperable, parece correcto concluir que, no obstante la difundida retórica sobre el “espacio jurídico global”, debe registrarse la ausencia de un derecho internacional que en las confrontaciones con las relaciones económicas desarrolle una función imperativa y regulativa análoga a aquella que ha sido llevada a cabo, al interior de los Estados nacionales, por el derecho constitucional y, más en general, por el derecho público. Aún más, en los sectores del derecho comercial, fiscal y financiero, el ordenamiento internacional en formación no sólo tiende a modelarse según la lógica privada del contrato, sino que ni siquiera propone, como obsequio al pragmatismo empresarial que lo inspira, hacer del contrato una estructura jurídica realmente vinculante. El contrato no es, por lo tanto, capaz de regular con equidad las relaciones entre los contrayentes, tutelando en particular a los sujetos más débiles.

II

Paralelamente a estos fenómenos, se asiste a un proceso evolutivo igualmente relevante: la función judicial y el poder de los jueces tienden a expandirse tanto a nivel nacional como a escala internacional, limitando el poder legislativo de los parlamentos y erosionando ulteriormente la soberanía jurisdiccional de los Estados. El índice empírico más evidente del fenómeno es la multiplicación de las cortes internacionales. Hoy están operando en el ámbito internacional –sin contar las cortes regionales como la Corte Europea de Justicia- la Corte Internacional de Justicia, la Corte Europea de los Derechos del Hombre (cuya competencia se extiende también hoy hasta la Federación Rusa), el Tribunal Penal Internacional de Arusha para Ruanda, el Órgano para la Resolución de los Conflictos de la Organización Mundial del Comercio, el Tribunal Internacional para el Derecho del Mar, la Corte Penal Internacional (International Criminal Court). Esta última corte, cuyo estatuto fue aprobado en Roma en el verano de 1998 y que hace poco se ha establecido en La Haya después de la ratificación de su estatuto por parte de más de setenta países, goza de una amplia competencia para la represión sobre escala global de graves ilícitos internacionales: el genocidio, los crímenes de guerra, los crímenes contra la humanidad y probablemente, en el futuro, también los crímenes contra la paz (agresión). A diferencia de todos los anteriores tribunales penales internacionales, del Tribunal de Nuremberg al de Tokio, del Tribunal de La Haya al de Arusha, esta corte no es una audiencia temporal y especial, sino que está dotada de una competencia permanente y universal, tanto de naturaleza complementaria en relación con aquélla de las cortes nacionales. Más allá de esto, dicha corte no nació por voluntad de los ganadores de una guerra mundial ni por iniciativa de las grandes potencias. Al contrario, ella surgió no obstante la oposición de Estados Unidos. Por estas razones, después de la experiencia controvertida de los tribunales penales ad hoc, acusados de escasa imparcialidad y autonomía política, hoy sobre la nueva corte se concentran grandes expectativas .

Ante estos desarrollos, existen autores que hablan de una “judicialización del derecho” a nivel global –usando expresiones como judicial globalization y global expansion of judicial power –, como de un “internacionalismo judicial”, referente a la expansión de la justicia penal internacional (international criminal justice). No hay duda de que la justicia penal está hoy obligada a desarrollar funciones y a garantizar valores e intereses cuya promoción un tiempo fue confiada a otros sujetos sociales o, bien, a otras instituciones. Alessandro Pizzorno, en un ensayo reciente, lúcidamente ha analizado este fenómeno desde un punto de vista sociológico, señalando la profunda novedad tanto en el interior de los ordenamientos nacionales como en el plano internacional .

Sobre este último plano, es cierto que, desde la epopeya napoleónica hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, las instituciones internacionales jamás han practicado la represión penal de los comportamientos individuales (por lo demás, los individuos no eran ni siquiera considerados sujetos de la ordenación internacional). Las cortes de justicia jamás han sido titulares de una jurisdicción obligatoria, ni siquiera en las confrontaciones de los Estados, y siempre han desarrollado funciones marginales. Con el objetivo de garantizar el orden mundial, las grandes potencias siempre han usado la fuerza político-militar y la diplomacia, no los instrumentos judiciales. Esto puede ser dicho tanto para la Santa Alianza, como la Sociedad de las Naciones, así como, finalmente, para las Naciones Unidas. Hoy, en sinergia con los procesos de globalización, se asienta con fuerza la idea, surgida sobre el plano teórico en los inicios del siglo pasado, que la criminalización de los individuos responsables de graves ilícitos internacionales ofrezca una contribución decisiva para el mantenimiento de la paz y para la tutela internacional de los derechos del hombre.

Para la mayor parte de los observadores y de los estudiosos, se trata de un desarrollo altamente positivo: la ordenación internacional está adaptándose con rapidez a un escenario en el cual está en camino de ser superado el principio groziano de la exclusión de los individuos de la subjetividad del derecho internacional y se asiste a la multiplicación de sujetos no estatales. Se trata de una pertinente réplica normativa a la difusión, después del final de la Guerra Fría, de fenómenos de conflictualidad étnica, de nacionalismo virulento y de fundamentalismo religioso que llevan a extensas y graves violaciones de los derechos del hombre. Nunca más alguien –se declara– deberá poder pensar que le sea consentido desencadenar conflictos o promover campañas nacionalistas que terminen en genocidio sin ser perseguido por una policía internacional e incurrir en las sanciones de una corte de justicia. En este sentido, el instrumento penal internacional –se sostiene– puede ejercer una eficaz función de prevención en los tratos con las “nuevas guerras”.

Antonio Cassese, que ha sido el primer presidente del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia y hoy dirige el Journal of International Criminal Justice, dice que las cortes penales internacionales pueden garantizar, en modo bastante más eficaz respecto a las cortes nacionales, la tutela de los derechos del hombre y la represión de los crímenes de guerra, en virtud de que los tribunales estatales son bastante poco proclives para perseguir crímenes que no presenten relevantes conexiones territoriales o nacionales con el Estado al cual los tribunales pertenecen. Además, las cortes internacionales son técnicamente más competentes que aquéllas internas en el acertar e interpretar el derecho internacional, en el juzgar los crímenes desde un punto de vista imparcial y no prejuzgar políticamente, al cumplir las complejas indagaciones necesarias a nivel internacional y en el garantizar estándares judiciales uniformes. Además, los procesos internacionales, gozando de una visibilidad mediática muy superior a los procesos internos, expresan con mayor eficacia la voluntad de la comunidad internacional de castigar a los sujetos culpables de graves crímenes internacionales y atribuyen más claramente a las penas infringidas una función de estigmatización de los condenados y no de simple “retribución” .

Otros autores avanzan críticas y reservas tanto de la oportunidad como de la eficacia a propósito de la jurisdicción penal internacional. Algunas dudas ya habían sido expresadas en la segunda posguerra por Hannah Arendt, Bernard Röling y, en particular, por Hedley Bull y Hans Kelsen . Con referencia a los procesos de Nuremberg y de Tokio, Bull había sostenido que la jurisdicción penal de las cortes internacionales administraron una justicia selectiva y “ejemplar”, es decir, en patente violación del principio de igualdad jurídica de los sujetos. Kelsen, no obstante ser favorable a la institución de los tribunales penales internacionales, había denunciado la clamorosa violación del imperativo nulla culpa sine iudicio, vuelto inservible, más allá de la composición de las cortes y de los procedimientos adoptados, de la espectacular atribución de culpabilidad que anticipaba el juicio penal.

Estas evaluaciones críticas han sido retomadas a propósito de los tribunales ad hoc para la ex Yugoslavia y para Ruanda . Se ha sostenido que también en estos casos la represión penal fue ejercida, según criterios no claramente definidos, solamente en las confrontaciones de un número muy limitado de sujetos, genéricamente individuados como los más responsables sobre el plano político o como los más directamente involucrados en actividades delictuosas. La lesión de algunos principios fundamentales del derecho moderno –la irretroactividad de la ley penal, la igualdad de las personas frente a la ley y la certeza del derecho– ha sido de proporciones vistosas. Notorias dudas fueron levantadas también sobre la calidad de una justicia supranacional que viene ejercida, como es inevitable que sea, mucho más afuera y por arriba de los contextos sociales, culturales y económicos dentro los cuales han operado los sujetos sometidos a sus sanciones .

No ha faltado también una penetrante critica filosófico-jurídica de orden general. Se ha sostenido que la ausencia de una reflexión, en términos de una filosofía de la pena y de una sociología de las instituciones penitenciarias, sobre las funciones y sobre los efectos de las sanciones penales inflingidas por las cortes internacionales está en riesgo de minar la legitimidad y la atendibilidad de sus sentencias. Ralph Henham ha denunciado con vigor, sobre la base de un cuidadoso análisis de las motivaciones de las sentencias de las actuales cortes internacionales, la oscuridad conceptual y la confusión (obfuscation and confusion) de las finalidades atribuidas a los jueces en las sanciones que ellos conminan . Una visión simplificada de la relación entre el ejercicio del poder judicial y el orden mundial, ha sostenido Henham, aplica tout court a las relaciones internacionales un modelo de justicia punitiva –sustancialmente inspirado en el arcaico paradigma de la función retributiva de la pena– que en su experiencia en el interior de los Estados continúa levantando graves interrogantes .

Otros autores se han preguntado si quitar la vida o de todos modos inflingir graves sufrimientos, tanto en el contexto altamente simbólico de los rituales judiciales internacionales a un número pequeño de individuos desarrolle una eficaz función disuasiva en las confrontaciones de la guerra y de los conflictos civiles. Se ha observado que los procesos penales internacionales de la segunda posguerra mostraron una eficacia decisiva prácticamente nulificada. En la segunda mitad del siglo XX, las deportaciones, las atrocidades, los crímenes de guerra, los crímenes contra la humanidad y los genocidios no disminuyeron: más bien, si debe darse crédito a los informes de Amnesty International, las violaciones de los derechos fundamentales están en constante aumento. Numerosas guerras de agresión, impunemente conducidas también por Estados y que habían dado vida a los procesos de Nuremberg y de Tokio, han provocado cientos de miles de víctimas. Ningún efecto decisivo parece haber ejercido la actividad represiva desarrollada por el tribunal de La Haya en las confrontaciones de las atrocidades cometidas en Bosnia en 1991-1995, si es verdad que atrocidades no menos graves se verificaron después, por acción de todos los beligerantes, incluida la OTAN, en la guerra de Kosovo en 1999. En realidad, nada parece garantizar que una actividad judicial que aplica sanciones, también las más severas, contra individuos responsables de ilícitos internacionales repercuta sobre las dimensiones macroestructurales de la guerra, es decir, pueda accionar sobre las razones profundas de la agresividad humana, del conflicto y de la violencia armada.

III

El debate sobre las funciones de la jurisdicción penal internacional lleva a una serie de cuestiones más generales, respecto sobre todo al fundamento teórico y a la aceptabilidad ético-política del así llamado “globalismo jurídico” y, en segundo lugar, sobre la legitimidad política y jurídica de una tutela internacional de los derechos del hombre que asuma formas coercitivas –jurisdiccionales y militares– en nombre de la universalidad de la doctrina de los derechos del hombre. Obviamente también aquí las opiniones se dividen en modo claro. Los autores que miran con favor a la expansión de la jurisdicción penal internacional normalmente desean también el advenimiento de un “derecho cosmopolítico” en el lugar del actual derecho internacional y están inclinados a suscribir la tesis de la universalidad de los derechos del hombre. Sucede efectivamente lo contrario: los críticos de la justicia penal internacional normalmente se oponen también a la idea del “derecho cosmopolítico” y a cualquier universalismo normativo.

La idea del “globalismo jurídico” fue propuesta en la segunda mitad del siglo pasado por autores como Richard Falk, Norberto Bobbio y en particular Jürgen Habermas, que han hecho referencia a la idea kantiana del Weltburgerrecht o “derecho cosmopolítico” . La premisa filosófica del “globalismo jurídico” es la unidad moral del género humano. Esta idea iusnaturalista e iluminista había sido articulada por Hans Kelsen en algunas tesis teórico-jurídicas innovadoras y radicales: el primado del derecho internacional, el carácter “parcial” de las ordenaciones jurídicas nacionales y la necesidad de pregonar la idea misma de soberanía. Sobre el plano normativo, el universalismo kantiano había sido traducido por Kelsen en la instancia de la globalización del derecho en la forma de una ordenación jurídica universal que reconociera a todos los hombres una plena subjetividad de derechos internacionales y absorbiera en sí cualquier otra ordenación. Según los iusglobalistas, el derecho debería por tal asumir la forma de una legislación universal –una suerte de lex mundialis válida erga omnes– sobre la base de una gradual homologación de las diferencias políticas y culturales, mas allá de las costumbres y de las tradiciones normativas nacionales.

La unificación planetaria del “espacio jurídico” debería mirar en primer lugar a la producción del derecho, cuya tarea deberá ser confiada a un organismo central, identificable en línea de principio en un parlamento mundial. En segundo lugar, el proceso de globalización deberá atañer a la interpretación y a la aplicación del derecho, ante todo el penal. Esta doble función deberá ser desarrollada por una jurisdicción universal y obligatoria, competente para juzgar los comportamientos de los individuos y no solamente las responsabilidades de los Estados. En este contexto normativo, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948 es elevada, por así decirlo, al papel de “norma fundamental”: es asumida como un núcleo de principios jurídicos en grado de ofrecer una legitimación constituyente a la cosmópolis normativa de la cual se desea su realización.

En particular, Jürgen Habermas afirma que la tutela de los derechos del hombre no puede ser dejada en las manos de los Estados nacionales, sino que debe ser confiada siempre más a los organismos supranacionales. La premisa general de esta tesis es obviamente la universalidad de la doctrina de los derechos del hombre. Para Habermas, esta doctrina contiene en sí un núcleo de intuiciones morales hacia el cual convergen las grandes religiones universales del planeta: un núcleo que goza por tal de una universalidad trascendental, mas allá de los sucesos históricos y culturales del occidente . Pero existe un segundo orden de argumentos, de carácter pragmático, que Habermas propone: la universalidad de la doctrina de los derechos del hombre está en el hecho de que sus estándares normativos son dictados por la necesidad que hoy todos los países tienen para responder a los desafíos de la modernidad y de la creciente complejidad social que ella comporta. La condición moderna es ya un hecho global con el cual están obligados a medirse todas las culturas y las religiones universales, no sólo la civilización occidental. Dentro las modernas sociedades complejas –se encuentran en Asia, en África o en Europa–, no existen equivalentes funcionales que puedan sustituir al derecho en su capacidad de “abstracta” integración social de sujetos “extraños” entre ellos. En este sentido, el derecho moderno occidental, con sus normas al mismo tiempo coercitivas y garantes de la libertad individual, es un aparato normativo técnicamente universal y no la expresión de una ética de particularismo .

Las principales consecuencias prácticas de estas premisas filosóficas son para Habermas la exigencia que en el ámbito de Naciones Unidas sean creados nuevos órganos ejecutivos y judiciales que tengan el poder de verificar las violaciones de los derechos humanos. Es necesario que sean organizadas fuerzas de policía judicial a disposición de los tribunales internacionales ya operantes para la represión de los crímenes de guerra y de los crímenes contra la humanidad . Pero, si se quiere que los derechos fundamentales gocen de la norma erga omnes propia del derecho positivo, sostiene Habermas, no puede detenerse la constitución de tribunales internacionales: es necesario que Naciones Unidas intervenga también militarmente en la represión de las violaciones a los derechos humanos, usando las fuerzas armadas puestas bajo su mando directo . Estas fuerzas no sólo deberán prescindir del principio de la no-injerencia en los asuntos internos de los Estados, sino deberán limitar militarmente la soberanía todas las veces en las cuales vendrán verificadas graves responsabilidades de sus autoridades políticas. Por lo tanto, será recibida positivamente la praxis del intervencionismo humanitario armado, inaugurado en abril de 1991 por Estados Unidos y por Inglaterra con sus intervenciones a favor de la minoría kurda en Iraq septentrional y después continuada en Somalia y en las guerras balcánicas de los años noventa del siglo pasado.

Los críticos del “globalismo jurídico” –en particular los teóricos del new legal pluralism como Boaventura de Souza Santos y John Griffiths– replican reivindicando sobre todo la multiplicidad de las tradiciones normativas y de las ordenaciones jurídicas hoy en vigor a nivel planetario y subrayan su predominante carácter “trasnacional” . Al hacerlo, ellos se apegan a investigaciones clásicas de la antropología del derecho, como aquéllas de Leopold Pospisil y de Sally Falk Moore. Santos, por ejemplo, habla de interlegality, indicando con este término la existencia de “redes de legalidad” paralelas –superpuestas, complementarias o antagónicas– que obligan a constantes transiciones y transgresiones y que no son reconectables en algún paradigma unitario normativo preexistente a las controversias. Las normas están en constante elaboración y las controversias son resueltas por quien tiene el poder de decidir cuál debe ser la norma por aplicar en el caso concreto en un contexto conflictual que puede ser llamado “the politics of definition of law” .

En este cuadro, es de gran relevancia la interacción entre los modelos normativos fuertes (occidentales) y las tradiciones normativas autóctonas. Este fenómeno ha sido estudiado en algunas áreas continentales que largamente han conocido la presencia colonial, en particular en el mundo latinoamericano y en un determinado número de países de Asia central y meridional. En Argentina, en Brasil, en México, en Perú, el derecho estatal de derivación occidental está en conflicto tanto con las reivindicaciones normativas de los movimientos políticos más radicales, como con las tradiciones jurídicas de las minorías nativas: basta pensar en el movimiento de los Sem Terra de Brasil, o en el zapatista de México, en la revuelta de los indios andinos de Perú. En Asia central, en particular en países como Pakistán e India, el derecho estatal heredado de la experiencia colonial es desafiado por las presiones hacia la recuperación de las tradiciones normativas precoloniales.

En segundo lugar, los adversarios del “globalismo jurídico” denuncian la debilidad de una doctrina que no obstante sus aspiraciones cosmopolíticas permanece anclada en la cultura de la vieja Europa, es decir, en el iusnaturalismo clásico-cristiano. La idea del derecho internacional que ella propone es indisociable de una visión teológico-metafísica –reflejada en la noción de civitas maxima– que ofrece como fundamento de la comunidad jurídica internacional la doble creencia en la naturaleza moral del hombre y en la unidad moral del género humano. Esta filosofía del derecho está influida por la idea, kantiana y neokantiana, de que el progreso de la humanidad pueda ser posible sólo a condición de que algunos principios éticos vengan compartidos por todos los hombres y que sean hechos valer por los poderes supranacionales que trasciendan el “politeísmo” de las convicciones éticas y de las ordenaciones normativas hoy existentes. No es gratuito, se sostiene, que la doctrina individualista-liberal de los derechos del hombre –también ella, como Kelsen ha reconocido, de talante iusnatural– sea presentada hoy en las culturas no occidentales como el paradigma de la constitución política del mundo e, incluso, el fenómeno de la guerra es imputado a la situación de “anarquía” que según esta filosofía monista ha caracterizado por lo menos desde hace tres siglos las relaciones entre los Estados.

Los críticos del “globalismo jurídico” expresan notables perplejidades también a propósito de las formas coercitivas de la tutela internacional de los derechos subjetivos. A su parecer, es para dudar que esta función pueda ser atribuida sin riesgos a organismos judiciales cuya imparcialidad queda de cualquier modo condicionada por la exigencia de confiar las funciones de policía judicial a las fuerzas armadas de las grandes potencias. Hay quien afirma que es poco oportuno confiar la protección de los derechos subjetivos a la competencia exclusiva –también solamente dominante– de organismos judiciales distintos de aquéllos nacionales, incluso en la hipótesis en la cual sean las autoridades políticas de un Estado nacional las que violan los derechos de los ciudadanos. Parece efectivamente poco realista pensar que la tutela de las libertades fundamentales pueda ser garantizada coactivamente en el ámbito internacional a favor de los ciudadanos de un Estado, si esta tutela no es antes que nada garantizada por las instituciones democráticas internas.

Cuando a la pretensión universalista de la doctrina de los derechos del hombre, los opositores occidentales del “globalismo jurídico” no niegan el gran significado que tal doctrina ha tenido en la historia política y jurídica occidental: para ellos está fuera de discusión que ella represente uno de los legados más relevantes de la tradición europea del liberalismo y de la democracia. El problema es otro: tiene que ver con la relación entre la filosofía individualista que está conectada a esta doctrina, por una parte, y, por la otra, con la amplia gama de civilizaciones y de culturas cuyos valores están muy alejados de aquellos europeos como, en particular, los países del sureste y del nordeste asiático, de dominante cultura confuciana, el África subsahariana y el mundo islámico.

Bajo este perfil, se juzga iluminante la polémica que ha animado la segunda conferencia de Naciones Unidas sobre los derechos del hombre, desarrollada en Viena en 1993. Dos opuestas concepciones se han encontrado: por una parte, estaba la doctrina occidental de la universalidad y de la indivisibilidad de los derechos del hombre; por otra, estaban las tesis de muchos de los países de América Latina y de Asia, que reivindicaban la prioridad, en la temática de los derechos del hombre, del desarrollo económico social, de la lucha contra la pobreza y de la liberación de los países del Tercer Mundo del peso del endeudamiento externo. Estos acusaban a los países occidentales de querer usar la ideología de la intervención humanitaria para imponer a la humanidad entera su supremacía económica, su sistema político y su concepción del mundo.
Igualmente emblemática es considerada la reciente polémica que ha tenido como epicentro Singapur, Malasia y China y que ha dado lugar a la declaración de Bankog, en 1993, sobre la oposición de los Asian values a la tendencia de occidente al imponer a las culturas orientales sus valores ético-políticos conjuntamente a la ciencia, a la tecnología, a la industria y a la burocracia occidentales . También la doctrina de los derechos del hombre es acusada de fundarse sobre una filosofía individualista y liberal en contraste con el ethos comunitario de las tradiciones asiáticas, así como de aquellas antiguas culturas africanas y americanas.

Para los “antiglobalistas”, la universalidad de los derechos del hombre podría ser sostenida únicamente sobre la base de una “fundación” filosófica que argumentara en modo estricto la inherencia de los derechos del hombre en la naturaleza (o en la racionalidad) humana en cuanto tal, independientemente del particular contexto cultural que ha caracterizado su nacimiento en Europa. Se le opone a Habermas –como a muchos otros autores del universalismo de los derechos del hombre- que la rule of law y la doctrina de los derechos subjetivos tienen un origen impregnado del particularismo filosófico y jurídico . Se opone también, como afirma Bobbio en L’età dei diritti, la imposibilidad de fundar filosóficamente un conjunto de proporciones normativas, que es surcada por profundas antinomias deónticas, comenzando por aquella que opone los derechos de libertad y la propiedad privada a la igualdad social . Además está en duda, se demuestra, que la tutela de los derechos del hombre pueda ser pensada como una implicación técnica del formalismo jurídico vuelto necesario por los procesos de “modernización”. No obstante las tesis de Ulrich Beck acerca de la “segunda modernidad” global , es la misma noción de modernidad la que tiene profundas raíces en la tradición filosófico-política y ética occidental: ésta es impensable sin una referencia a la tradición liberal, a su individualismo, al racionalismo ético de su antropología, a su idea de progreso y, por último, a su agnosticismo religioso.

La universalidad de los derechos del hombre es un postulado racionalista ausente de confirmaciones sobre el terreno teórico y es justamente mirado con sospecha por las culturas no occidentales. Con gran previsión, Hedley Bull afirmó, hace casi veinte años, que la ideología occidental de la intervención humanitaria para la tutela de los derechos del hombre estaba en continuidad con la tradición misionaria y colonizadora del occidente: una tradición que se remonta a los inicios del siglo XIX, a la época de las intervenciones militares de los norteamericanos sobre Cuba y de los europeos sobre el imperio otomano .

UNA SOCIOLOGÍA DE LA GLOBALIZACIÓN" por Saskia Sassen

Los procesos transnacionales como la globalización política, económica y cultural enfrentan a las ciencias sociales con una serie de desafíos teóricos y metodológicos. Estos desafíos surgen debido a que lo global (ya sea una institución, un proceso, una práctica discursiva o un imaginario) trasciende el marco exclusivo del Estado-nación y al mismo tiempo habita parcialmente los territorios y las instituciones nacionales. Vista de esta manera, la globalización no se limita ya a la noción convencional que la define como un proceso de formación de instituciones exclusivamente globales y de interdependencia creciente entre los estados-nación del mundo. Si lo global, en efecto, reside en parte en el interior de lo nacional, resulta evidente que la globalización, en sus distintas modalidades, compromete de manera directa dos supuestos clave de las ciencias sociales. El primero de ellos es la concepción implícita o explícita del Estado-nación como contenedor de los procesos sociales. El segundo es la correspondencia implícita entre el territorio nacional y lo nacional como característica, es decir, que si un proceso o fenómeno social se da en una institución o en un territorio nacional se asume que debe ser de carácter nacional. Ambos supuestos describen condiciones que han mantenido su validez, aunque nunca absoluta, durante gran parte de la historia del Estado moderno (en especial desde la Primera Guerra Mundial) y que en buena medida subsisten. Lo que ha cambiado en la actualidad es que dichos supuestos se están desarticulando, parcialmente pero con intensidad. Por otra parte, también es diferente el alcance de esa desarticulación.
Cuando se abandona la consideración de la globalización en términos de la interdependencia y la formación de instituciones exclusivamente globales para concebirla como algo que también reside en el interior de lo nacional, se abre el campo para una amplia gama de posibilidades de investigación hasta hoy casi inexploradas. Los supuestos relativos al Estado-nación como contenedor de los procesos sociales siguen siendo útiles para gran parte de los temas que estudian las ciencias sociales y, en efecto, han permitido que aquellos que se dedican a estas ciencias desarrollen métodos de análisis eficaces y obtengan los conjuntos de datos necesarios. Sin embargo, dichos supuestos no resultan útiles para responder una serie creciente de interrogantes acerca de la globalización. Tampoco lo son para explicar la amplia variedad de procesos transnacionales que las ciencias sociales deben comenzar a investigar y teorizar, ni para desarrollar los instrumentos analíticos necesarios. La premisa crítica que organiza el presente trabajo no reside ni en los métodos ni en los marcos conceptuales basados en el supuesto de que el Estado-nación es una unidad cerrada con autoridad exclusiva sobre su territorio. Dicha premisa podría formularse de la siguiente manera: el hecho de que un proceso o entidad se encuentre dentro del territorio de un Estado soberano no necesariamente supone que sea un proceso o entidad nacional, o una entidad extranjera tradicionalmente autorizada (embajadas, turistas extranjeros, etc.); en cambio, puede tratarse de una localización de lo global, o -concepto un poco más complejo- de una entidad nacional que ha sido desnacionalizada, como podría ser el caso, por ejemplo, de un componente del capital nacional que ha sido desnacionalizado. Aunque la mayoría de los procesos y de las entidades que se encuentran en el interior de lo nacional son nacionales, se hace cada vez más necesaria la investigación empírica para determinar si todos ellos lo son, ya que existe un número creciente de casos de localización de lo global y de desnacionalización de lo nacional. Una parte de los fenómenos que hoy siguen codificándose como nacionales podrían ser ejemplos de esa localización y desnacionalización. Generar las especificaciones teóricas y empíricas que permitan incorporar estas condiciones es una labor ardua que debe ser emprendida de manera colectiva, en la medida en que en lo que respecta a estas dinámicas cada país tiene múltiples especificidades.
El objetivo de este libro es hacer un aporte a esa labor colectiva a través de una cartografía del terreno analítico que nos permita un estudio más complejo de la globalización -un terreno analítico que puede incorporar y a la vez superar las nociones centradas en la interdependencia creciente entre países y la formación de instituciones exclusivamente globales-. Por lo tanto, parte de la investigación está abocada a detectar esa dinámica globalizadora en el interior del espesor institucional y social de lo nacional, donde se mezclan elementos nacionales y no nacionales. Cuando se enmarca lo global de esta manera, es posible utilizar gran parte de las técnicas de investigación y los conjuntos de datos existentes en las ciencias sociales, que han sido desarrollados en función de lo nacional o de lo subnacional; pero tal uso es posible sólo con la condición de generar nuevos marcos conceptuales para interpretaciones que no den por sentado que el Estado-nación es un sistema cerrado y excluyente. Tanto las encuestas realizadas en fábricas que forman parte de cadenas de producción internacionales, como las entrevistas individuales para vislumbrar el imaginario sobre la globalidad, o las etnografías de los centros financieros internacionales, todas ellas son herramientas que expanden el terreno analítico para comprender los procesos globales. Tal expansión del terreno analítico para el estudio de la globalización abre el campo de investigación de las ciencias sociales en general y, en particular, de las cuestiones de índole más sociológica o antropológica.
¿Qué es entonces lo que se intenta designar con el término "globalización"? En este trabajo, se trata de dos dinámicas diferenciadas. Por un lado, la formación de procesos y de instituciones explícitamente globales, como por ejemplo la Organización Mundial de Comercio, los mercados financieros internacionales, el nuevo cosmopolitismo y los Tribunales Internacionales de Crímenes de Guerra. Las prácticas y las modalidades organizativas mediante las cuales operan estas entidades explícitamente globales constituyen lo que se conoce típicamente como global. Aunque en parte se dan a nivel nacional, se trata en gran medida de formaciones globales nuevas y concretas.
Por otro lado, se encuentran los procesos que no pertenecen necesariamente a la escala global y que, sin embargo, forman parte de la globalización. Dichos procesos están inmersos en territorios y dominios institucionales que en gran parte del mundo, si bien no en todos los casos, se consideran nacionales. Aunque localizados en ámbitos nacionales, o incluso subnacionales, estos procesos forman parte de la globalización porque incorporan redes o entidades transfronterizas que conectan múltiples procesos y a actores locales o "nacionales", o bien porque se trata de cuestiones o dinámicas que se registran en un número cada vez mayor de países o ciudades. Es posible mencionar aquí las redes transfronterizas de activistas dedicados a alguna causa local específica que también se da en escala global, como es el caso de organizaciones de defensa del medio ambiente o de defensa de los derechos humanos. También quiero señalar que en la actualidad ciertos aspectos específicos de la labor de los estados nacionales forman parte de la globalización; ejemplo de ello son las políticas monetarias y fiscales impuestas por el FMI y por los Estados Unidos como parte de la constitución de los mercados financieros internacionales.

"La nueva ciencia de la política" por Eric Voegelin (fragmento)

La existencia del hombre en sociedad política es existencia histórica; y si una teoría de la política profundiza en los principios, debe ser al mismo tiempo una teoría de la historia. Las siguientes disertaciones sobre el problema central de una teoría de la política -la representación- llevarán entonces el análisis más allá de una descripción de las que convencionalmente se llaman instituciones representativas, hacia la naturaleza de la representación como forma por la cual una sociedad política cobra existencia para la acción en la historia. Por otra parte, el análisis no se detendrá en ese punto, sino que procederá a una explicación de los símbolos por medio de los cuales las sociedades políticas se interpretan a sí mismas como representantes de una verdad trascendente. Y la variedad de esos símbolos, por último, no formará un mero catálogo, sino que será accesible a la teorización en tanto sucesión inteligible de fases en un proceso histórico. Un análisis de la representación, si sus implicaciones teóricas se desarrollan de manera consistente, se convertirá, de hecho, en una filosofía de la historia.
En la actualidad, no se acostumbra abordar un problema teórico hasta el punto en que los principios de la política se unan con los principios de una filosofía de la historia. Sin embargo, el método no puede considerarse una innovación en la ciencia política, sino que aparecerá más bien como una restauración si se recuerda que los dos campos que hoy se desarrollan por separado estaban inseparablemente unidos cuando Platón fundó la ciencia política. Esta teoría integral de la política nació de la crisis de la sociedad helénica. En un momento de crisis, cuando el orden de la sociedad vacila y se desintegra, los problemas fundamentales de la existencia política en la historia se perciben con más facilidad que en períodos de estabilidad. Podría decirse entonces que, desde aquel momento, la limitación de la ciencia política a la descripción de las instituciones existentes y a la apología de sus principios -es decir, la degradación de la ciencia política a su consideración como criada de los poderes existentes- fue típica de las situaciones estables; mientras que su expansión a toda su grandeza como ciencia de la existencia humana en sociedad y en la historia, así como de los principios del orden en general, fue característica de las grandes épocas de naturaleza crítica y revolucionaria. En la historia occidental hubo tres de estas épocas. La fundación de la ciencia política por parte de Platón y Aristóteles marcó la crisis helénica; el 'Civitas Dei' de Agustín marcó la crisis de Roma y el cristianismo y la filosofía del derecho y de la historia de Hegel marcó la primera gran conmoción de la crisis occidental. Esas son sólo las grandes épocas y las grandes restauraciones. Los períodos entre las mismas están marcados por épocas menores y restauraciones secundarias. En cuanto al período moderno en particular, habría que recordar el gran intento de Bodin en la crisis del siglo XVI.
Por restauración de la ciencia política nos referimos al retorno a la conciencia de los principios, tal vez no a un retorno al contenido específico de un intento anterior. No se puede restaurar la ciencia política en la actualidad a través del platonismo, el agustinismo o el hegelianismo. Mucho puede aprenderse, sin duda, de los filósofos anteriores respecto de una serie de problemas, así como en lo que hace a su abordaje teórico; pero la misma historicidad de la existencia humana -es decir, el desarrollo de lo típico en una concreción significativa- impide una reformulación válida de los principios por medio del retorno a una concreción anterior. De ahí que la ciencia política no pueda restaurarse en la dignidad de una ciencia teórica, en el sentido estricto, por medio de un renacimiento literario de logros filosóficos del pasado. Los principios deben recuperarse por medio de un trabajo teórico que comience por la concreta situación histórica de la época, y que tome en cuenta toda la amplitud de nuestro conocimiento empírico.
Formulada en esos términos, la tarea parece formidable en cualquier circunstancia; y puede parecer imposible dada la enorme cantidad de material que las ciencias empíricas de la sociedad y la historia ponen a nuestra disposición en la actualidad. De hecho, sin embargo, esta impresión es engañosa. Si bien no hay que subestimar las dificultades, la tarea comienza a hacerse factible en nuestra época por el trabajo preparatorio realizado en el transcurso de los últimos cincuenta años. Desde hace dos generaciones, las ciencias del hombre y la sociedad están dedicadas a un proceso de reteorización. Si bien con lentitud al principio, el nuevo desarrollo cobró ímpetu después de la Primera Guerra Mundial, y en la actualidad avanza a una velocidad vertiginosa. La tarea empieza a ser factible porque, en buena medida, se la lleva a cabo mediante una teorización convergente de los materiales relevantes en estudios monográficos. El título de estas disertaciones sobre la representación, 'La nueva ciencia de la política', indica la intención de presentar al lector un desarrollo de la ciencia política hasta ahora prácticamente desconocido para el público en general, así como de demostrar que la exploración monográfica de los problemas llegó al punto en que la aplicación de los resultados a un problema teórico básico en política puede por lo menos intentarse.

"Del desierto y los oasis" por Hannah Arendt





En 1955, Hannah Arendt dictó en la Universidad de Berkeley el curso "Historia de la teoría política". En estas páginas se reproduce la conclusión recientemente aparecida en español de aquellas clases


El crecimiento moderno de la amundanidad [imposibilidad de una comunión de los hombres con el cosmos y entre sí, N. de E.], el declive de todo entre humano [distancia que separa pero al mismo tiempo posibilita el encuentro, N. de E.], también se puede describir como la propagación del desierto. El primero que reconoció que vivimos y nos movemos en un mundo desértico fue Nietzsche y también fue él quien cometió el primer error decisivo diagnosticándolo. Como casi todos los que vinieron tras él, Nietzsche pensaba que el desierto está en nosotros. Así se revelaba a sí mismo no sólo como uno de los primeros habitantes conscientes del desierto, sino también y por lo mismo, como la víctima de su más terrible ilusión. La psicología moderna es psicología del desierto: cuando perdemos la facultad de juzgar, "de sufrir y de condenar", comenzamos a pensar que hay algo equivocado en nosotros si no podemos vivir bajo las condiciones del desierto. En la medida en que la psicología trata de "ayudarnos" nos ayuda a "ajustarnos" a aquellas condiciones y nos quita nuestra única esperanza; a saber: que nosotros, que no somos del desierto aunque vivamos en él, somos capaces de transformarlo en un mundo humano. La psicología pone todo del revés: precisamente porque sufrimos bajo las condiciones del desierto somos aún humanos y estamos aún intactos; el peligro consiste en que nos convirtamos en verdaderos habitantes del desierto y nos sintamos cómodos en él.

El mayor peligro en el desierto consiste en que hay tempestades de arena; en que el desierto no siempre es tranquilo como un cementerio. Allí donde, al fin y al cabo, todo sigue siendo posible, puede desencadenarse un movimiento autónomo. Esas tormentas de arena son los movimientos totalitarios, cuya característica principal reside en que se ajustan extraordinariamente bien a las condiciones del desierto. De hecho, no cuentan con nada más, y por ello parecen ser la forma política más adecuada a la vida del desierto. Ambos, la psicología -la disciplina de ajustar la vida humana al desierto- y los movimientos totalitarios -las tempestades de arena, en las cuales lo que es tranquilo como la muerte explota repentinamente en pseudoacción- plantean un peligro inminente a las dos facultades humanas que pacientemente nos capacitan para transformar el desierto en lugar de transformarnos a nosotros mismos: las facultades conjuntadas de acción y pasión. Es cierto que cuando somos alcanzados por los movimientos totalitarios o por los ajustes de la psicología moderna sufrimos menos; pero perdemos la facultad de sufrir y con ella la virtud de resistir. Y sólo de aquellos que consiguen resistir el padecimiento de vivir bajo las condiciones del desierto es de quienes podemos esperar que se armen del coraje necesario que se encuentra en la raíz de toda acción, del coraje que convierte a un hombre en un ser actuante.

Las tormentas de arena amenazan también esos oasis en el desierto sin los que ninguno de nosotros podría resistir allí, mientras que la psicología sólo intenta acostumbrarnos a la vida en el desierto de modo que ya no sintamos la necesidad de los oasis. Los oasis constituyen todos esos dominios de la vida que existen independientemente, o al menos en gran medida independientemente, de las circunstancias políticas. Lo que en ellos disuena es la política, es decir, nuestra experiencia plural, pero no lo que podemos hacer y crear en la medida en que existimos en singular: en el aislamiento del artista, en la soledad del filósofo, en la relación inherentemente amundana entre seres humanos tal como existe en el amor y a veces en la amistad "cuando un corazón se dirige directamente a otro, como en la amistad, o cuando el entre, el mundo, asciende en llamas como en el amor". Sin la intangibilidad de esos oasis no sabríamos cómo respirar. Y los especialistas en ciencia política deberían saber esto. Si aquellos que deben gastar sus vidas en el desierto, intentando hacer esto o aquello, preocupándose constantemente por sus condiciones, no saben cómo usar los oasis, se convertirán en habitantes del desierto, incluso sin ayuda de la psicología. En otras palabras, los oasis se secarán si no los mantenemos intactos, y ellos no son meros lugares de "relax" sino las fuentes dispensadoras de vida que nos permiten vivir en el desierto sin reconciliarnos con él.

El peligro opuesto es mucho más frecuente. Su nombre habitual es escapismo: huir del mundo del desierto, de la política, hacia lo que quiera que sea es una forma menos peligrosa y más refinada de aniquilar los oasis que las tormentas de arena, que amenazan su existencia, por así decirlo, desde fuera. Tratando de huir transportamos la arena del desierto a los oasis "como Kierkegaard, tratando de escapar de la duda, introdujo su duda en la religión cuando dio el salto a la fe". La falta de resistencia, el fracaso de reconocer y resistir la duda como una de las condiciones fundamentales de la vida moderna, introduce la duda en el único ámbito en que nunca debió entrar: el ámbito religioso; hablando estrictamente, el ámbito de la fe. Eso es sólo un ejemplo para que veamos lo que hacemos cuando intentamos huir del desierto. Porque aniquilamos los oasis dispensadores de vida cuando vamos a ellos con la intención de huir, parece a veces como si todo conspirase para generalizar las condiciones del desierto.

También esto es una ilusión. En último análisis, el mundo humano es siempre el producto del amor mundi del hombre, un artificio humano cuya inmortalidad potencial está siempre sujeta la mortalidad de aquellos que lo construyen y a la natalidad de aquellos que comienzan a vivir en él. Lo que Hamlet dijo es siempre verdad: "El tiempo está fuera de quicio. ¡Maldita suerte la mía, haber nacido para ponerlo en orden!". En este sentido, en la necesidad que tiene el mundo de los que comienzan para que pueda ser comenzado de nuevo, el mundo es siempre un desierto. Sin embargo, a partir de las condiciones de amundanidad que aparecieron por primera vez en la Edad Moderna -amundanidad que no debería ser confundida con la ultramundanidad cristiana- nació la cuestión de Leibniz, Schelling y Heidegger: ¿por qué hay algo en lugar de nada? Y a partir de las condiciones específicas de nuestro mundo contemporáneo que nos amenaza no sólo con que no-haya-nada, sino también con que no-haya-nadie, puede surgir la pregunta: ¿por qué hay alguien en lugar de nadie? Estas cuestiones pueden sonar nihilistas pero no lo son. Al contrario, son las cuestiones antinihilistas planteadas en una situación objetiva de nihilismo, donde el que no-haya-nada y el que no-haya-nadie amenazan con destruir el mundo.

"Hablando con Cornelius Castoriadis" por Jean Liberman

Esta entrevista fue realizada y publicada en le Nouveau Politis 434, número de marzo 1997. Castoriadis, filósofo, psicoanalista, pensador de la sociedad, fue cofundador del grupo "Socialismo o barbarie", de notable influencia en los hechos de Mayo del '68; crítico hacia la URSS y el marxismo, inspirador de Solidaridad en Inglaterra y Polonia, propulsor del proyecto de sociedad autónoma, firmante del llamamiento a la desobediencia civil contra la ley Debré, etc. En esta entrevista analiza en especial "el avance de la insignificancia" (título de su libro publicado en 1997) en la sociedad actual. Fue publicada por Iniciativa Socialista, por cuya gentileza se publica en exclusiva y en versión completa.


Politis: Usted describe un «aumento de la insignificancia» en la sociedad contemporánea y, entre sus características, constata un «derrumbamiento de la autorepresentación de la sociedad». ¿Por qué esto es grave en relación al proyecto de autonomía individual y colectiva que usted singulariza?

Cornelius Castoriadis: Ninguna sociedad puede perdurar sin crear una representación del mundo y, en ese mundo, de ella misma. Los hebreos del Antiguo Testamento, por ejemplo, plantean que hay un Dios que ha creado el mundo y que ha elegido la línea de Abraham, Isaac, Jacobo, etc, hasta Moisés como «su» pueblo. Para los griegos, para los romanos, existían representaciones globales que jugaban el mismo papel. Los occidentales modernos se han representado como aquellos que, por una parte, iban a establecer la libertad, la igualdad, la justicia y, de otra, iban a ser los artesanos de un movimiento de progresión materíal y espiritual de la humanidad entera. Nada de esto vale para el hombre contemporáneo. Éste no cree más en el progreso, excepto en el progreso estrechamente técnico, y no posee ningún proyecto político. Si se piensa a sí mismo, se ve como una brizna de paja sobre la ola de la Historia, y a su sociedad como una nave a la deriva.

LNP.-Usted describe una descomposición de los mecanismos de dirección política que regentan, no una democracia, sino una «oligarquía liberal», ligándolo a la «evanescencia de los conflictos» y a la «disgregación del sistema educativo»...

C.C.- Todo el mundo reconoce la futilidad y la no pertinencia de los mecanismos de dirección política de la sociedad. A raíz de las recientes elecciones presidenciales en los Estados Unidos, donde la abstención ha alcanzado casi un récord absoluto, todos les comentaristas coincidieron en decir que Dole y Clinton evitaban todos los asuntos sobre los cuales podían tener divergencias, es decir, el meollo político. En Francia es una farsa. Mitterrand fue elegido como socialista e impuso al país el neoliberalismo. Después de las elecciones de 1986, la derecha no ha cambiado nada, excepto con la reprivatización de las empresas nacionalizadas por los socialistas. Volviendo al poder, los socialistas han seguido la misma política con Bérégovoy que Balladur se apresuró a adoptar. Chirac, elegido en 1995 con la promesa de cambiar todo, ha continuado por la misma senda. Actúan como si no hubiera ninguna elección, como si todo lo que hicieran les fuera impuesto por las circunstancias. Coinciden en que no son políticos, todo lo más gestores de una corriente mundial de la que repercuten las consecuencias en la sociedad francesa.

Esta evolución está condicionada por la evanescencia de los conflictos. La clase política puede aferrarse al cinismo y a la irresponsabilidad porque no está sujeta a ningún control ni a ninguna sanción. En otros tiempos, una situación como la de hoy hubiera engendrado huelgas, movimientos de protesta, etc. Hoy, es la apatía. Es verdad que se han producido algunos movimientos sectoriales el año pasado, pero es característico que no se han extendido a los sectores verdaderamente tocados por la crisis.

Pues si el capitalismo ha evolucionado durante los 150 años cincuenta precedentes hacia un régimen relativamente tolerable, es debido. esencialmente. a los movimientos sociales. Dejado a sí mismo, habría verificado todas las sombrías predicciones de Marx: pauperización de los trabajadorws, paro creciente, crisis de sobreproducción. etc. Si Marx se ha «equivocado» es porque en sus análisis había «olvidado» la lucha de clases -aunque él fuera su teórico-. Pero son las luchas obreras y populares las que han impuesto a los patronos el aumento de los salarios, creando así mercados internos de consumo que pudieran absorber la producción creciente de las fábricas capitalistas. Son ellas las que han impuesto las reducciones sucesivas del tiempo de trabajo, haciendo pasar de más de 72 horas semanales hacia 1840 a 40 horas en 1940, reabsorbiendo así el paro potencial que hubiera engendrado el formidable progreso técnico que había tenido lugar. Pero después de 1940 la duración del tiempo de trabajo no ha variado. Lo mismo ha ocurrido en el plano político: las tendencias autoritarias del sistema han sido controladas por los combates políticos. Desde hace un cuarto de siglo. todo esto ha desaparecido.

La disgregación del sistema educativo es otro aspecto de esta evolución. El sistema ya no es capaz de producir a los individuos que le hagan funcionar o. en todo caso, de producir ciudadanos. La crisis de los valores penetra profundamente en la educación, donde el contenido está minado por la preocupación exclusiva de «la preparación para la vida profesional». El resultado es que el sistema educativo no está regido por ninguna de las tres partes participantes. Los padres no ven más que el modo para que sus hijos obtengan el famoso «papel». Los alumnos no pueden apasionarse por tal objetivo, sobre todo cuando perciben que este papel les sirve cada vez menos en el mercado de trabajo. Los educadores no creen que puedan transmitir gran cosa.

LNP.- El «incremento de la insignificancia» está caracterizado, según usted, por un pseudo consenso generalizado, por la apropiación comercial de toda subversión, por la sustitución de los valores a cambio del dinero rey. Nos gustaría que aclarara las consecuencias de esta tendencia.

C.C.- Los individuos no tienen ninguna señal para orientarse en su vida. Sus actividades carecen de significado, excepto la de ganar dinero, cuando pueden. Todo objetivo colectivo ha desaparecido, cada uno ha quedado reducido a su existencia privada llenándola con ocio prefabricado. Los medios de comunicación suministran un ejemplo fantástico de este incremento de la insignificancia. Cualquier noticia dada por la televisión ocupa 24 o 48 horas y, enseguida, debe ser reemplazada por otra para «sostener el interés del público». La propagación y la multiplicación de las imágenes aniquilan el poder de la imagen y eclipsan el significado del suceso mismo.

LNP.- El posmodernisrno no escapa a sus críticas, ya que esconde, según usted, un conformismo generalizado...

C.C.- El posmodemismo no es más que una denominación pomposa de la crisis de creación en el terreno de la cultura. El término fue inventado por los arquitectos cuando concluyeron que la corriente moderna en la arquitectura se había agotado. Como no eran capaces de dar una salida y como estaban poseídos por otro mal de la época, el furor por lo «nuevo», que conduce casi siempre a una simple repetición, inventaron este término para una producción en arquitectura que no es más que collage. Toman diferentes estilos de la arquitectura pasada y los unen los unos a los otros en el mismo conjunto: un poco de una villa italiana del siglo XVII, algunas columnas griegas, un recuerdo gótico y, por qué no, una pagoda. Este collage domina también tanto en literatura como en cine, con citas. imitaciones. remakes, etc. Es la consecuencia de una enonne bancarrota de las vanguardias, en donde el imperativo de innovar por innovar ha conducido a los lienzos blancos sobre fondo blanco, al bidé de Marcel Ducharnp repetido cientos de veces, etc. En este terreno, la insignificancia se manifiesta verdaderamente.

LNP.- Usted pone en causa a la economía-casino de hoy y al economicismo dominante, pero no parece ver en esta invasión de la insignificancia las consecuencias de una cierta mundialización.

C.C.- La tendencia a la mundialización existe desde los orígenes del capitalismo -no hay más que releer a Marx o a Braudel-. La cuestión es saber porqué ésta invade todo hoy en día y no en el siglo XIX o durante la primera mitad del XX. La respuesta es que la victoria de la mundialización presuponía, en principio, la victoria de una reacción política. Ésta comienza con Thatcher y Reagan en 1979-1980 y, en Francia,con Mitterrand, a partir de 1983. Ha llegado a imponer el poder absoluto del mercado y el desmantelamiento de los medios de la política económica, por la desregulación de la economía, la libertad de movimiento de los capitales, la facultad otorgada a las empresas de despedir libremente., el rechazo de la política presupuestaria como instrumento de regulación de los ciclos económicos, etc.

LNP.- ¿No se debe también a los efectos del enorme progreso de la tecnociencia?

C.C.- Estos progresos no son la causa de la mundialización, simplemente han permitido la forma y la marcha que ha tomado. Por ejemplo, la deslocalización de las empresas ha sido posible y rentable a partir del momento en el que el trabajo relativamente cualificado, en otro tiempo parte esencial del input productivo, ha sido liquidado por la automatización y ha sido reemplazado por un trabajo no cualificado al alcance de los jóvenes del sudeste asiático. La mundialización económica realmente es un fenómeno muy importante, pero la forma que ha tomado y las consecuencias que se desprenden han sido condicionadas por una voluntad política. Ésto es flagrante en el caso de Europa. Mientras que la Comunidad Europea, entidad económica casi autosuficiente, hubiera podido utilizar la tarifa exterior común (TEC) para permitir la supervivencia de una agricultura y una industria europea, sin embargo se ha permitido la desertización de los campos y la destrucción de ramas enteras de la industria y de las regiones correspondientes.

LNP.- A diferencia de Edgar Morin, aunque usted esté preocupado por los valores, no plantea la cuestión de la ética y de su rehabilitación, a la que parece subordinar enteramente a la política.

C.C.- La ética -o, más bien, la charlatanería sobre la ética- sirve hoy para esconder la miseria de la impotencia política. ¿Qué es más importante, no matar a una persona o a un millón de personas? La muerte de millones de personas depende de la política, no de la ética: guerras, hambruna, epidemias que diezman países sin medios sanitarios, etc.

Hemos pasado de una mistificación a la mistificación simétrica y opuesta. Durante tres cuartos de siglo el comunismo ha pretendido, en nombre de una «política» monstruosamente embustera, que el fin po lítico justicaba todos los medios, lo que es intrínsecamente absurdo: una política que pretende ambicionar la liberación de la humanidad no debería utilizar más que medios que apuntan en esa dirección y no que la destruyen, como el terror y la mentira. Cuando esta mistificación explotó en la cara de todos, al mismo tiempo que la política reformista o conservadora mostró su impotencia cara a los problemas de la época, se redescubre la ética, como si pudiera responder a todas las cuestioncs. Ciertamente, la problemática ética está siempre ahí, y siempre lo estará, pero ésta concierne a la vida y a las actitudes personales de cada uno. No permite a un gobierno orientarse en los dominios económicos, educativos, de sanidad pública, de medio ambiente, etc.

LNP.- En su nuevo libro, Fait et à faire, que publica Seuil, usted dice: «El nudo gordiano de la política de hoy es la ruptura con la economía que debe dejar de ser el valor dominante e incluso exclusivo.» Pero no nos da ninguna pista para ello.

C.C.- Antes de indicar una pista para llegar a un fin, la gente tiene que aceptar ese fin, ese objetivo. Ésto no depende de las proposiciones de un autor individual. Es la gran mayoría de los seres humanos la que debe convencerse que su vida tiene que cambiar radicalmente de orientación y sacar las consecuencias. Mientras que los seres humanos continúen poniendo por encima de todo la adquisición de un nuevo televisor en color para el año próximo. no habrá nada que hacer.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

"Muerte y transfiguración" por Silvio Juan Maresca

La culpa, la fe, la enemistad con los estoicos, el rechazo del paganismo. Apuntes de lectura sobre “La Ciudad de Dios”, de San Agustín


Nietzsche —la Ilustración trágica— propone reemplazar la pareja culpa-castigo por la de causa-efecto para eximir al hombre de culpabilidad y, en el límite, aun de responsabilidad. Se propone recuperar la inocencia del devenir, según su propia expresión. Considera que algunos hombres se encuentran lo suficientemente maduros para asumir el desafío. Aquí se pone en juego todo el complejo tema de la eticidad de la costumbre, contravenida a la vez que cristalizada por el cristianismo.

La cuestión es, por un lado, si tal “superación” resulta algo tan simple, como a veces se presenta, y por otro lado, las consecuencias que puede acarrear la liberación de la culpa en quienes no están preparados para ello, es decir, la inmensa mayoría. Varias de estas consecuencias son perceptibles en el mundo actual.

La culpa. Distinguiré dos dimensiones de la culpa: una “objetiva” y una “subjetiva”. La primera es más bien textual; la segunda, inferida.

1) Dimensión “objetiva” de la culpa. En este sentido, la culpa es por el pecado, que no resulta ser una dudosa prerrogativa humana. Los primeros en pecar han sido algunos ángeles; a partir de ello, demonios. El pecado es distinto en los ángeles que en el hombre; en los primeros, consiste en la soberbia, en la arrogancia, esto es, la decisión de su libre voluntad de realizarse a espaldas de Dios, su creador. En el hombre, en cambio, el pecado consiste en la desobediencia. Al cabo, sin embargo, aquella soberbia y esta desobediencia confluyen.

Naturalmente, la libertad de la voluntad —el gran aporte filosófico y teológico de San Agustín— merece un párrafo aparte, y mucho más que eso. Volveremos sobre ello desde el punto de vista de la dimensión “subjetiva” de la culpa. Aquí basta decir que en el “Libro V, Capítulos IX y X”, se plantea el problema clásico del determinismo y la libertad, en la forma de la conciliación posible entre presciencia, predeterminación divinas y libertad humana, y se da —a mi juicio— la mejor respuesta que ofrece Agustín en “La Ciudad de Dios”: la libre voluntad humana forma parte de la cadena de las causas.

1.a) El cuerpo. Es importante observar que el pecado no es del cuerpo, sino del alma. La carne resulta buena, como todo lo que Dios ha creado. Esto nos lleva al tema del cuerpo y su rescate por parte de San Agustín. La resurrección de los cuerpos es pieza central en el cristianismo de Agustín. No hay salvación —ni tampoco perdición— sin el cuerpo. Notable diferencia, en este punto, con el platonismo, por lo menos con el tardío. Para comprender cabalmente la concepción agustiniana del cuerpo es necesario distinguir cuerpo animal no corruptible, cuerpo mortal, cuerpo glorioso. De acuerdo con lo dicho, no sería tanto el cristianismo el que niega al cuerpo, sino ciertas corrientes filosóficas del paganismo tardío, así como algunas sectas cristianas heréticas. El mal no radica en el cuerpo, radica en el pecado.

1.b) La afirmación infinita. La valoración positiva del cuerpo en San Agustín se sigue de su ontología que identifica al ser con la afirmación y con el bien. Sin embargo, el abismo de la nada mantiene la distancia entre Dios y los otros entes; caso contrario, resulta imposible evitar el panteísmo. Pero Dios no es lo absolutamente Otro, sino Cristo no hubiera podido tener lugar. En lo real —en cuanto creado por Dios—, no hay negación. La naturaleza humana se muestra corrupta no en cuanto creada por Dios —no pues en cuanto naturaleza—, sino en cuanto pecaminosa, consecuencia del mal uso del libre albedrío. No hay positividad o afirmación que se sostenga por sí misma, salvo Dios. Es más, Dios es el nombre para tal absoluta afirmación, no mancillada por negación alguna. Ser es afirmación (positividad pura), pero esa afirmación no corresponde originariamente al hombre, sino que este goza de ella como don gratuito, como gracia inmerecida.

Desde un punto de vista complementario, Dios es la palabra creadora, la palabra que crea el ser (ente); la aspiración máxima de un retórico. El mundo es producto de la palabra y del saber; el universo, un poema, no está escrito en caracteres matemáticos, como más tarde pensará la modernidad (Galileo). Obviamente, Agustín piensa como retórico que era —en una época en que la retórica ya había sido confinada, en gran medida, a la “literatura”—. Dios es poeta y no un geómetra afecto a la regla y el compás.

1.c) Las dos muertes. El castigo por el pecado, por la culpa “objetiva”, es la corrupción del cuerpo y, más determinadamente, la muerte, la primera muerte, la separación del alma y del cuerpo. Instante inaprensible en su fugacidad, tal como el presente. O se está todavía vivo o se está ya muerto. Ese instante inaprensible, el morir mismo, imposible de experimentar y de representar en esta vida, se vuelve pena eterna que sufrirán los “malos” luego de la resurrección de los cuerpos, de la cual no se exceptúan. En esto consiste la segunda muerte, la muerte definitiva, esa que Sade se empeñaba infructuosamente en lograr de sus víctimas: en el eterno estar muriendo, en la eternización de ese instante imposible.

1.d) Pecado y sexualidad. El pecado original no se identifica con el acoplamiento, como suele creerse vulgarmente. Antes de pecar, Adán y Eva mantenían regularmente relaciones sexuales, aunque dependientes de su voluntad, con el único fin de la reproducción. La desobediencia del impulso sexual respecto de la voluntad es la repetición, la puesta en escena, el eterno retorno del pecado. El pecado resulta ser una desobediencia que se interioriza en el hombre como conflicto, disensión, guerra “civil” (entre distintas partes del alma), frente a los cuales tanto la voluntad como la razón son impotentes. Dios castiga al hombre reproduciendo en él la misma desobediencia mediante la cual el hombre lo desamparó. La vergüenza que Adán y Eva experimentan ante sus órganos sexuales después de cometido el pecado refleja esa incapacidad de gobernar el impulso sexual cuya objetivación son los órganos aludidos. La vergüenza es ante lo que escapa a los dictados de la voluntad, ante lo excéntrico.

Que el sexo estuviese al servicio de la procreación o, lo que es lo mismo, bajo el imperio de la voluntad, sólo sería posible del hombre no haber pecado.

Una de las características sobresalientes de la actualidad es la desvergüenza. ¿Significa que no hay apetito de qué avergonzarse? ¿Existe, entonces, desobediencia de una parte a otra? ¿Conflicto, subjetividad? ¿O “liberaciones”, consumo y drogas mediante, hemos fabricado paraísos artificiales donde vegetamos confortablemente?

1.e) La paz, aliada del hedonismo. Para Agustín, la paz es valor supremo. De ahí que la identifique con la felicidad o bienaventuranza propias de la vida eterna de ángeles y santos. Impera en él un inocultable principio hedónico. No soporta la muerte, el dolor, la disensión del ánimo. Nada meritorio encuentra él —a diferencia de Kant— en la batalla sin cuartel contra los apetitos; apenas una prueba más de lo miserable de esta vida. Agustín aspira a un goce permanente y no perturbado. Su único objetivo es la vida eterna en estos términos. Visión beatífica y paz. Por ser la felicidad perpetuación del placer, ella implica necesariamente la vida eterna. Dicho así, resuena un eco de los postulados de la razón práctica aunque, insistimos, en Agustín el hedonismo salta a la vista, aun cuando se trate de un hedonismo ascético. El cristianismo absorbe y resume en sí estoicismo, epicureismo y escepticismo bajo el primado de la fe, testimonio de la renuncia a la omnipotencia del yo (racional). Volveremos sobre la cuestión de la fe.

Nace la idea de un gobierno universal como única garantía de la paz, es decir, de una convivencia mínima, debido a la corrupción de la naturaleza humana.

El pecado no se puede “levantar” con recursos meramente humanos porque es constitucional. Desde este punto de vista, hay que afirmar que el pecado resulta lo propiamente humano.

2) Dimensión “subjetiva” de la culpa

2.a) Subjetividad, nada y sentimiento de culpa. Agustín desdiviniza, en cierto sentido, a los seres —en ello se cifra gran parte de su relación polémica con el paganismo, como veremos—, pero no anula la multiplicidad de lo creado. En este “creado”, sin embargo, se juega todo. Entre Dios y los otros, el abismo de la nada que afecta a lo creado en cuanto tal. La creación divina no alcanza a superar la falta de fundamento de la criatura, la nada de la cual procede —al menos, en un aspecto—. Si lo lograra, no habría devenir, testimonio palmario de los efectos de la nada.

El hombre se configura como subjetividad a partir de la desesperación y, más aún, de la angustia, forma como opera la nada en él. ¿Esto es así a partir del pecado o lo precede?

La nada que “subyace” a lo creado denuncia su falta de fundamento. Ahora bien, ¿qué pasa con la culpa (o mejor, acaso, “sentimiento” de culpabilidad)? ¿Consciencia del pecado y, por ende, de la individuación, que le equivale? ¿Causa del pecado? ¿El pecado mismo? Aquí está el nudo de la cuestión, para mí todavía difícil de desatar.

Si la existencia brota a partir de la nada, el sentimiento de culpa parece ser inevitable —aun cuando se trate de una interpretación discutible—, pues la existencia aparece como exceso, como trasgresión inexplicable, como lo que jamás debiera haber tenido lugar (pues la nada es más fácil que el algo..., recordemos a Leibniz). Existir: algo contra derecho.

2.b) La culpa, límite de la soberbia. Comoquiera que sea, quizá quepa conjeturar que la culpa “quiebra” la tendencia a la soberbia, en tanto una suerte de “saber” dé la falta de fundamento. Lo paradójico de la soberbia es que en cuanto ensayo de una afirmación absoluta que sólo corresponde a Dios (por ser el único ente no contaminado por la nada, increado), nos sumerge mucho más profundamente en el abismo de la nada.

2.c) ¿Qué significa ser ángel? Antes de la caída, el poder de la nada estaba neutralizado por la identificación con el Ser Absoluto. En el caso de los ángeles, el abismo está suturado, aunque potencialmente presente. Ser ángel significa suturar volitivamente, en forma perenne, el abismo de la nada.

2.d) Voluntad y nada. En cuanto libre albedrío de la criatura, la voluntad libre guarda una manifiesta referencia a la nada, se copertenecen. Ahora bien, ¿cuál es el estatuto ontológico de la voluntad? ¿O la voluntad —cuanto menos en los seres creados— es radicalmente extraña a todo horizonte ontológico? Puede aventurarse que por ese motivo la escogió Nietzsche como “parodia” del fundamento”. La respuesta a la pregunta de hasta qué punto abandonó San Agustín el maniqueísmo depende, en gran medida, de cómo se resuelva la cuestión del estatuto ontológico de la voluntad. Además, el mal no es ontológico, sustancial; como se sabe, resulta ser mera privación; pero aparte de inextinguible en “este” mundo, ¿el pecado no le confiere densidad ontológica, no lo sustancializa?

Contra los estoicos. El tema de la soberbia nos orienta hacia la enemistad agustiniana con los estoicos, que parecen ser los principales contendientes filosóficos de Agustín en “La Ciudad de Dios”, su blanco predilecto. La gran objeción de San Agustín contra ellos —y lo que, por momentos, también lo saca de quicio— es que, sin perjuicio de sus apelaciones a un orden causal universal, Zeus, el “Logos”, pretenden sostenerse en la existencia sin recurrir al gran Otro, sin renunciar al “yo”; los estoicos no caen en la desesperación. En ellos no hay angustia ni culpa, como no existe en el paganismo en general. Ambas cosas, así como la perspectiva existencial que Agustín adopta permanentemente, que lo atraviesa, presuponen la creación “ex nihilo”.

La verdadera contrafigura y el verdadero adversario de San Agustín es el sabio estoico. El tipo antinómico del cristiano —o del apóstol, del mediador cristiano— es el sabio, en la medida en que este pretende ser autorreferente, bastarse a sí mismo, no haber menester de nada. La figura histórica correspondiente es el sabio estoico. Agustín no tolera el orgullo estoico.

Más en general, el cristianismo rechaza la erudición. Es notorio tanto en Pablo como en Agustín. ¿Mientras tanto, el saber antiguo se había transformado en erudición estéril y sutilmente cínica? Pienso en las constantes referencias de Agustín a Marcos Varrón en “La Ciudad de Dios”. Los múltiples signos de agotamiento del paganismo son indisimulables.

De todas las maneras en que esto pueda pensarse, es preciso hacer abandono de sí (incluso como cognoscente).

Al apartarse de Dios, el sí mismo recae en la nada. Esto sucede al hombre porque no se funda a sí mismo, por sí mismo carece de fundamento, su (imposible) esencia propia es la nada.

Otra diferencia importante con los estoicos: no se trata de “eliminar” las pasiones, sino de orientarlas según el bien, es decir, regirlas por una buena voluntad. Nada de apatía, entonces.



Sobran motivos para pensar que nada detestan más los filósofos que verse dominados (por las pasiones, por ejemplo), la esclavitud. También Agustín, que, sin embargo, cede la soberanía suprema a Dios. Agustín hace la experiencia de que la afirmación absoluta lo trasciende; su fondo de nada le impide identificarse con ella. Eso sólo será relativamente posible en la “otra” vida, pero siempre se mantendrá cierta distancia: justamente, la que separa la intuición intelectual de su objeto, por más amorosa que se la quiera. El hombre nunca será Dios.

Con la razón, no alcanza para cimentar la autosuficiencia y la soberanía, es una apuesta insuficiente y frustrada. La mala jugada (griega) a la razón posibilitó el reinado de la fe. Pero no se aprendió: la corriente dominante de la modernidad renovó la apuesta a la razón, ahora en su figura de racionalidad científico-tecnológica.

El entronizamiento de la fe. La fe: única manera de sustraerse (“superar”) al escepticismo mediante la entrega incondicional en una confianza ciega. (Yo no sé, pero en algún lugar hay un saber. No se renuncia en verdad a la omnipotencia —omnisciencia, en este caso—, pero se la mediatiza). Recordemos que junto al estoicismo, al epicureismo, al platonismo y al neoplatonismo, el escepticismo es uno de los referentes filosóficos de Agustín, amén de una de sus experiencias existenciales. Agustín se familiarizó con todas las corrientes filosóficas mencionadas no solo como objetos de conocimiento, sino como experiencia existencial.

La fe es un gesto desesperado, la renuncia a la razón, al menos en cuanto instancia suprema (¿una forma de reconocimiento de sus límites?).

La fe resulta ser un “mientras”, sustituye durante la “penosísima peregrinación” lo que a su turno sólo será ser, saber y bienaventuranza consumadas (¿certeza absoluta, también?).

Hasta allí, se había apostado locamente a la razón, por lo menos en filosofía, como garantía de felicidad. Hacía rato que esa apuesta exhibía su fracaso. El escepticismo es el humillante capítulo final. Tras el mismo objetivo, la felicidad, Agustín apuesta a la fe, que quizá no sea otra cosa que la desesperación de la razón. A partir de allí, se empeña en justificar todo, aún lo más absurdo, poniendo la razón al servicio de la autoridad (divina). Resulta de ello no sólo la subordinación de la razón, sino una suerte de perversión gozosa de la misma que huele a venganza hacia ella.

En algo no se equivoca Agustín: la razón puede demostrar cualquier cosa, sobre todo, quizá, con referencia al orden práctico; la razón es una puta, decía Lutero (la razón, librada a sus propios medios, es dialéctica, fácilmente erística; de ahí lo infructífero de la apuesta a ella y el necesario desemboque en el escepticismo, cuando se lo hace).

La fe supone la ausencia de Dios (o, por lo menos, no una presencia plena y, consiguientemente, la imposibilidad o severa limitación del goce).

El rechazo del paganismo. Habíamos mencionado la relación polémica de Agustín con el paganismo, que atraviesa toda “La Ciudad de Dios”. Así como en la discusión con los estoicos Agustín rebaja las pretensiones de la razón, anteponiéndole la fe, en la polémica con el paganismo apela en todo momento a la razón, como instrumento idóneo frente a la superstición y la incoherencia. Frente a la religión pagana —como también en otras ocasiones—, San Agustín adopta una postura inequívocamente iluminista, que lleva a pensar en una de las observaciones más agudas de Nietzsche sobre el cristianismo: la desacreditación de sus dogmas a manos de su propia moral, de su voluntad de verdad.

1.a) Sacralización pagana y Juicio Final. Según Agustín, en el paganismo, cada operación o momento significativo es un dios o cae ante la operación de un dios. Resulta de ello una divinización y simultánea estetización de la existencia, que Agustín no aprueba. ¿Por qué? ¿Qué hay allí de malo? ¿Poca “funcionalidad”? (Tengamos en cuenta que el cristianismo comporta fuertes rasgos de utilitarismo, debido a su iluminismo). ¿Demasiada dispersión? La multiplicación indefinida de los dioses es obra de los demonios, según parece.

Sacralizar cada gesto, cada actitud, cada circunstancia, es exaltar su peculiaridad, subrayar su importancia. Posiblemente, ello dificulte la abstracción, causa y efecto del Dios uno. Pero la abstracción —a mi criterio—, no parece ser nada de lo que debamos ufanarnos, representa ya una desacralización del mundo. En efecto, el cristianismo —con Agustín— parte del movimiento contrario a la sacralización pagana; desdiviniza la existencia. Sea como fuera, el paganismo estaba interiormente muerto.

Tampoco entiende Agustín, ni acepta, la subordinación coyuntural de los dioses paganos entre sí. Ninguno posee el poder supremo en forma permanente e incondicional. El poder máximo varía según las circunstancias, el punto de vista adoptado, etcétera.

Ahora bien, con el Juicio Final, San Agustín resacraliza cada gesto, conducta, proceder, actitud. Quita sentido y da sentido (divinos); reinterpreta y transvalora. A la luz del Juicio Final, todo acto es importante, hasta el más nimio, como en teoría nietzscheana del eterno retorno. Así, el Juicio Final otorga trascendencia a la vida finita y miserable. Discriminar las conductas, darle importancia a lo que se hace u omite parece ser pues la cuestión central. De ahí el papel destacado que Agustín confiere a las costumbres, en definitiva, a la moral.

Cabría preguntar si la decisión divina se plantea en términos de “juicio” debido al contexto histórico-cultural del surgimiento del cristianismo, esto es, la importancia del derecho en Roma o a consecuencia de la herencia judía. No hay por qué descartar una doble influencia. Comoquiera que sea, es evidente la impronta del derecho en el pensamiento de San Agustín. La gracia misma resulta una suerte de indulto.

1.b) El cuidado de las costumbres. Agustín no sólo se interesa por las creencias, sino por las prácticas: cultos, ritos, moral. En líneas generales, su filosofía y su teología persiguen, ante todo, un objetivo de orden “práctico”, conforme con la concepción posaristotélica de la filosofía.

Se pronuncia duramente contra los poetas, contra el arte, contra la estetización del culto, es decir, el dominio de valores estéticos dentro de la esfera de lo religioso. No por eso rechaza el valor belleza: basta mencionar su entusiasta admiración por la belleza natural, por la belleza de la naturaleza o su descripción de los cuerpos resucitados; ellos retornarán exentos de fealdades y defectos, en su mejor forma. Incluso, las heridas y laceraciones de los mártires —obligado testimonio indeleble de su santidad— quedarán reducidas a una mínima expresión, estéticamente aceptable.

Agustín no desprecia este mundo, y si privilegia a otro es porque no puede soportar la muerte que, irremediablemente, signa a este mundo a consecuencia del pecado. La muerte como caso extremo de las miserias innumerables que aquejan al hombre. El otro mundo significa una afirmación pura de la vida no perturbada por negación alguna, la eliminación definitiva de la angustia que nos corroe, el fin de la subjetividad como angustia y conflicto.

Agustín admite las variadas costumbres de los pueblos, pero subordinadas a la moral ascética del cristianismo y en la medida en que no entren en colisión con ella.

En cuanto a los sacrificios, el único válido es el sacrificio de sí. El sacrificio de sí hasta verter la propia sangre es el sacrificio perfecto, su forma paradigmática, encarnada por los mártires, modelos para el cristiano.

1.c) El origen de los dioses paganos. Teoría de la enajenación. Los dioses paganos se han generado sobre la base de hombres difuntos ilustres o simples representaciones plásticas, transfigurados por el demonio, que gusta ser objeto de culto, de cultos abominables. Esto implica que los dioses existen —Agustín jamás lo niega—, puesto que son demonios enmascarados. Se configura así la teoría de la enajenación: el hombre crea ficciones que lo someten a su arbitrio, merced a la subrepticia acción de los demonios. De todas formas, se registra una oscura complicidad entre los hombres pervertidos y los demonios, para complacencia de ambos.

¿El cristianismo pretende pues la desenajenación (¿=redención?), la expulsión de lo demoníaco? Pero, cabe preguntar, ¿sin enajenación hay mundo? ¿O el mundo es, congénita aunque paradójicamente, lo “inmundo”? Resulta increíble hasta qué punto es cristiana la propuesta feuerbachiano-marxista de la desenajenación como retorno a la esencia humana y redención del mundo. La alternativa no es una apología de la inautenticidad, en la que muchos se encuentran hoy empeñados. La autenticidad no es redención del pecado ni recuperación de esencia alguna. Es inquebrantable y callada fidelidad a aquello más entrañable de sí que jamás podría ser objeto de un saber. Rehusarse a la exteriorización - o aunque más no fuera, a la enajenación - conduce fatalmente a la negación del mundo, a su rechazo. ¿La teoría contemporánea de la alienación es una figura laica del pecado?

"Biopolítica y filosofía" por Roberto Esposito



1. Mucho más que el miedo o la esperanza, la sensación que suscitan los acontecimientos políticos mundiales de los últimos años es quizás la sorpresa. Antes que positivos, negativos o hasta trágicos, ellos resultan ante todo inesperados. Más aún, se oponen a todo cálculo razonable de probabilidad. Del derrumbamiento repentino e incruento del sistema soviético en 1989 al ataque del 11 septiembre del 2001, con todo lo que se ha seguido de ello, lo menos que se puede decir es que no solamente nada nos los hacía imaginar, sino incluso que todo inducía a considerarlos inverosímiles.
Naturalmente, cierto grado de imprevisibilidad acompaña todo acontecimiento colectivo, como la historia lo demuestra desde siempre. Sin embargo aún en los casos de mayor discontinuidad, como las revoluciones o las guerras, siempre se puede decir que fueron preparados o, al menos, consentidos por una serie de condiciones que los hicieron, si no probables, ciertamente posibles. La misma consideración se puede hacer, en forma aún más clara, para las cuatro décadas que siguieron al final de la Segunda Guerra mundial, cuando el orden bipolar del planeta no dejó márgenes a lo imprevisto; al punto que lo que ocurrió, en cada uno de los dos bloques, apareció como el resultado casi automático de un juego conocido y previsible en todo sus movimientos.
Todo esto, este orden político que parecía que tenía que gobernar todavía por mucho tiempo las relaciones internacionales, salta en pedazos de repente. Primero en forma de implosión, el sistema soviético, y luego de explosión, el terrorismo. ¿Por qué? ¿Cómo se explica este inesperado cambio de fase? ¿Y dónde, exactamente, se origina? La respuesta que más a menudo afronta estos interrogantes lo hace refiriéndose a la finalización de la guerra fría y a la consiguiente llegada de la globalización. Pero, de este modo, se corre el riesgo de intercambiar la causa con el efecto, ofreciendo como explicación lo que debería ser explicado.
También la tesis, más reciente, que hace referencia al llamado choque de civilizaciones, si bien menciona, en términos más dramatizados, una emergencia o al menos un riesgo efectivamente presente; a pesar de ello, no ayuda a una adecuada interpretación. ¿Por qué las civilizaciones, si queremos usar esta palabra compleja, después de haber convivido pacíficamente por más de medio milenio, amenazan hoy con enfrentarse con resultados catastróficos? ¿Por qué se extiende el terrorismo internacional en su forma más virulenta? Y, de manera simétrica, ¿por qué las democracias occidentales no parecen capaces de enfrentarlo, a menos que utilicen instrumentos y estrategias que a la larga minan los valores sobre los que se fundan estas democracias?
También la respuesta que generalmente se da a esta última pregunta, acerca de la crisis creciente de las instituciones democráticas, acerca de la dificultad de conjugar derechos individuales y derechos colectivos, libertad y seguridad, queda encerrada en el círculo interpretativo que debería abrir. La impresión es que continuamos moviéndonos dentro de una semántica que ya no es capaz de devolver trozos significativos de realidad contemporánea; se queda, en todo caso, en la superficie o en los márgenes de un movimiento que es mucho más profundo.
La verdad es que mientras nos movamos dentro de este lenguaje marcadamente clásico (de los derechos, de la democracia, de la libertad) no se avanza realmente. No sólo respecto de una situación completamente inédita, sino también respecto de una situación cuya radical novedad enfoca también de otra manera la interpretación de la fase anterior. Lo que no funciona en estas respuestas, más que los conceptos tomados separadamente, es el marco general en el que estos conceptos están insertos.
¿Cómo entender, a través de este marco, la opción suicida de los terroristas kamikazes? ¿O también la antinomia de las llamadas guerras humanitarias que terminan desvastando las mismas poblaciones por las cuales se llevan a cabo? ¿Y cómo conciliar la idea de guerra preventiva con la opción por la paz compartida por todos los Estados democráticos o, simplemente, con el principio secular de no injerencia en la asuntos internos de los otros Estados soberanos? Más que ayudar a solucionar semejantes problemas, me parece que el entero plexo de las categorías políticas modernas, basado sobre la bipolaridad entre derechos individuales y soberanía estatal, contribuye a hacerlos cada vez más insolubles.
No se trata sólo de una inadecuación de léxico o de una perspectiva insuficiente, sino de un verdadero efecto de ocultamiento. Es como si este léxico terminara ocultando detrás de la propia cortina semántica otra cosa, otra escena, otra lógica que lleva sobre sus hombros desde hace tiempo, pero que sólo recientemente está saliendo a la luz de manera incontenible. ¿De qué se trata? ¿Cuál es esa otra escena, esa otra lógica, ese otro objeto que la filosofía política moderna no logra expresar y, más bien, tiende a ofuscar?

2. Creo que debemos referirnos a ese conjunto de acontecimientos que, al menos, a partir de los estudios de Michel Foucault, pero en verdad ya desde alguna década antes, ha asumido el nombre de biopolítica. Sin poder ahora detenerme en la genealogía del concepto (que he reconstruido en detalle en un libro reciente) y tampoco en los muchos sentidos que a lo largo del tiempo (y hasta dentro de la obra del mismo Foucault) ha adquirido, digamos que en su formulación más general este término se refiere a la implicación cada vez más intensa y directa que se establece, a partir de cierta fase que se puede situar en la segunda modernidad, entre las dinámicas políticas y la vida humana entendida en su dimensión específicamente biológica.
Naturalmente se podría observar que desde siempre la política ha tenido que ver con la vida; que la vida, también en sentido biológico, siempre ha constituido el marco material en el que ella está necesariamente inscrita. La política agraria de los imperios antiguos o aquella higiénico-sanitaria desarrollada en Roma, ¿no deberían ser incluidas, a pleno título, en la categoría de políticas de la vida? Y la relación de dominación sobre el cuerpo de los esclavos por parte de los regímenes antiguos o, más aún, el poder de vida o muerte ejercido sobre los prisioneros de guerra, ¿no implica una relación directa e inmediata entre poder y bíos? Por otra parte, ya Platón, en particular en la República, en El político y en Las leyes, aconseja prácticas eugenésicas que llegan al infanticidio de los niños con salud débil.
Sin embargo, esto no basta para situar estos acontecimientos y estos textos en una órbita efectivamente biopolítica. Desde el momento que no siempre, más bien nunca, en la época antigua y medieval, la conservación de la vida en cuanto tal ha constituido el objetivo prioritario del actuar político, como precisamente ocurre en la Edad moderna. Como Ana Arendt ha recordado, hasta cierto momento, la preocupación por el mantenimiento y la reproducción de la vida perteneció a una esfera que no era en sí misma política y pública, sino económica y privada. Al punto que la acción específicamente política tenía sentido y relieve precisamente en contraste con ella.
Es quizás con Hobbes, es decir, en la época de las guerras de religión, que la cuestión de la vida se instala en el corazón mismo de la teoría y de la praxis política. Para su defensa es instituido el Estado Leviatán, y, a cambio de protección, los súbditos le entregan aquellos poderes de los que están naturalmente dotados. Todas las categorías políticas empleadas por Hobbes y por los autores, autoritarios o liberales, que le siguen (soberanía, representación, individuo), en realidad, sólo son una modalidad lingüística y conceptual de nombrar o traducir en términos filosófico-políticos la cuestión biopolítica de la salvaguardia de la vida humana respecto de los peligros de extinción violenta que la amenazan.
En este sentido, se podría llegar a decir que no ha sido la modernidad la que planteó el problema de la autopreservación de la vida, sino que ha sido este problema el que dio realidad o, para decirlo de algún modo, el que inventó la modernidad como complejo de categorías capaz de solucionarlo. En su conjunto, lo que llamamos modernidad, a fin de cuentas, podría no ser nada más que el lenguaje que permitió dar la respuesta más eficaz a una serie de exigencias de autotutela que emanaron del fondo mismo de la sociedad.
La exigencia de relatos salvíficos (podemos pensar, por ejemplo, en el del contrato social), habría nacido de este modo, y se habría hecho cada vez más apremiante cuando empezaron a debilitarse las defensas que constituyeron la caparazón de protección simbólica de la experiencia humana hasta ese momento, esto es, a partir de la perspectiva trascendente de matriz teológica. Disminuidas estas defensas naturales de este tipo de primitiva envoltura inmunitaria, arraigadas en el sentido común, se hizo necesario, en definitiva, un aparato ulterior, esta vez artificial, destinado a proteger la vida humana de los riesgos cada vez más insostenibles como los causados por las guerras civiles o por las invasiones extranjeras.
Precisamente, porque proyectado hacia el exterior en una forma nunca antes experimentada, el hombre moderno necesita de una serie de aparatos inmunitarios destinados a proteger completamente una vida que, por la secularización de las referencias religiosas, está completamente entregada a sí misma. Es entonces que las categorías políticas tradicionales como la de orden y también la de libertad asumen un sentido que las empuja cada vez más hacia la exigencia de seguridad. La libertad, por ejemplo, deja de ser entendida como participación en la dirección política del pólis, para reconvertirse en términos de seguridad personal a lo largo de una deriva que llega hasta nosotros: es libre el que puede moverse sin temer por su vida y por sus bienes.
Ello no significa que estamos todavía hoy dentro del campo de problemas abierto por Hobbes. Y mucho menos que sus categorías sirvan para interpretar la situación actual. Si fuera así, no nos encontraríamos en la necesidad de construir un nuevo lenguaje político. En realidad, entre la fase que podemos definir genéricamente moderna y la nuestra, transcurre una neta discontinuidad que podemos situar justo en aquellas primeras décadas del siglo pasado en las que surge la reflexión, verdadera y propiamente, biopolítica.
¿Cuál es esta diferencia? Se trata del hecho que, mientras que en la primera modernidad la relación entre política y conservación de la vida, tal como ha sido establecida por Hobbes, todavía era indirecta, estaba filtrada por un paradigma de orden que precisamente se articuló a través de los conceptos de soberanía, de representación, de derechos individuales que mencionábamos antes; en la segunda fase, que llega hasta nosotros de diferentes maneras y a su vez discontinuas, la mediación va progresivamente desapareciendo a favor de una superposición mucho más inmediata entre política y bíos.
La importancia que ya al final del siglo XVIII adquieren, en la lógica del gobierno, las políticas sanitarias, demográficas y urbanas marca este cambio. Pero es sólo el primer paso hacia una caracterización biopolítica que penetra todas las relaciones en que está organizada la sociedad. Foucault analizó las diferentes etapas de este proceso de gubernamentalización de la vida, desde el llamado poder pastoral, vinculado a la práctica católica de la confesión, hasta la Razón de Estado, hasta los saberes de policía (término con el que, por ese entonces, se aludía a todas las prácticas referidas al bienestar material). A partir de este momento, por un lado, la vida (su mantenimiento, su desarrollo, su expansión) asume una relevancia política estratégica, se convierte en la apuesta decisiva de los conflictos políticos y, por otro, la misma política tiende a configurarse siguiendo modelos biológicos y, en particular, médicos.

3. Como sabemos, también esta mixtura entre lenguaje político y lenguaje biomédico tiene una larga historia. Baste pensar en la milenaria duración de la metáfora del cuerpo político o también en términos políticos de procedencia biológica como nación o constitución. Pero el doble proceso cruzado de politización de la vida y biologización de la política, que se despliega a partir de inicios del siglo pasado, tiene un alcance diferente. No sólo porque pone a la vida cada vez más en el centro del juego político, sino porque, en algunas condiciones, llega a invertir este vector biopolítico en su opuesto tanatopolítico, llega a vincular la batalla por la vida con una práctica de muerte. Es la cuestión planteada por Foucault en sus términos más crudos, cuando se pregunta, con un interrogante que continua todavía interpelándonos hoy, por qué una política de la vida amenaza continuamente con traducirse en una práctica de muerte.
Este resultado estaba de algún modo ya implícito en lo que yo mismo he definido el paradigma inmunitario de la política moderna. Entendiendo con ello la expresión y también la tendencia cada vez más fuerte a proteger la vida de los riesgos implícitos en la relación entre los hombres, en detrimento de la extinción de los vínculos comunitarios (es lo que, por ejemplo, prescribe Hobbes). Como para defenderse preventivamente del contagio, se inyecta una porción de mal en el cuerpo que se quiere salvaguardar, así también en la inmunización social, la vida es custodiada en una forma que le niega su sentido más intensamente común.
Pero un verdadero salto de cualidad, en dirección mortífera, se tiene cuando este pliegue inmunitario del recorrido biopolítico se entrecruza, primero, con la parábola del nacionalismo y, luego, del racismo. Entonces, la cuestión de la conservación de la vida pasa del plano individual, típico de la fase moderna, al del Estado nacional y de la población en cuanto cuerpo étnicamente definido en una modalidad que los contrapone, respectivamente, a otros Estados y a otras poblaciones. En el momento en que la vida de un pueblo, racialmente caracterizada, es asumida como el valor supremo que se debe conservar intacto en su constitución originaria o incluso como lo que hay que expandir más allá de sus confines, es obvio que la otra vida, la vida de los otros pueblos y de las otras razas, tiende a ser considerada un obstáculo para este proyecto y, por lo tanto, sacrificada a él. El bíos es artificialmente recortado, por una serie de umbrales, en zonas dotadas de diferente valor que someten una de sus partes al dominio violento y destructivo de otra. Nietzsche es el filósofo que aferra con mayor radicalidad este paso; en parte asumiéndolo como su propio punto de vista, en parte criticándolo en sus resultados nihilísticos. Cuando él habla de voluntad de potencia como del fondo mismo de la vida o cuando no pone en el centro de las dinámicas interhumanas a la conciencia, sino al cuerpo mismo de los individuos, entonces, hace de la vida el único sujeto y objeto de la política. Que la vida sea para Nietzsche voluntad de potencia, no quiere decir que la vida quiera la potencia o que la potencia determina desde el exterior a la vida, sino que la vida no conoce modos de ser diferentes de un continuo potenciamiento. Lo que condena las instituciones modernas (el Estado, el parlamento, los partidos) a la ineficacia y a la inefectividad es precisamente su incapacidad de situarse en este nivel del discurso.
Pero Nietzsche no se limita a esto. El extraordinario relieve, pero también el riesgo, de su perspectiva biopolítica consiste no solamente en el haber puesto la vida biológica, el cuerpo, al centro de las dinámicas políticas, sino también en la lucidez absoluta con que prevé que la definición de vida humana (la decisión sobre qué es, cuál es, una verdadera vida humana) constituirá el más relevante objeto de luchas en los siglos por venir. En un conocidopaso de los Fragmentos póstumos, cuando se pregunta “por qué no tenemos que realizar en el hombre lo que los chinos logran hacer con el árbol, de modo que por una parte produce rosas y por otra peras", nos encontramos de frente a un paso extremadamente delicado que va de una política de la administración de la vida biológica a una política que prevé la posibilidad de su transformación artificial.
De este modo, al menos potencialmente, la vida humana se convierte en un terreno de decisiones que conciernen no solamente a sus umbrales externos (por ejemplo lo que la distingue de la vida animal o vegetal), sino también a sus umbrales internos. Esto significa que será concedido a la política o, más bien, requerido el decidir cuál es la vida biológicamente mejor y también cómo potenciarla a través del uso, la explotación o, cuando hace falta, la muerte de la vida biológicamente considerada la peor.

4. El totalitarismo del siglo XX - sobre todo el nazi - señala el ápice de esta deriva tanatopolítica. La vida del pueblo alemán se convierte en el ídolo biopolitico al cual sacrificar la existencia de cualquier otro pueblo y en particular del pueblo judío que parece contaminarla y debilitarla desde adentro. Nunca como en este caso, el dispositivo inmunitario señala una absoluta coincidencia entre protección y negación de la vida. El potenciamiento supremo de la vida de una raza, que se pretende pura, es pagado con la producción de muerte a gran escala. En primer lugar, la de los otros y, al final, en el momento de la derrota, también de la propia, como testimonia el orden de autodestrucción transmitido por Hitler asediado en el búnker de Berlín. Como en las enfermedades llamadas autoinmunes, el sistema inmunitario se hace tan fuerte que ataca el mismo cuerpo que debería salvar, determinando su descomposición.
Yo creo que no es conveniente esfumar la absoluta especificidad de lo que ha ocurrido en Alemania en los años Treinta a Cuarenta del siglo pasado. La misma categoría de totalitarismo -que incluso ha tenido el mérito de llamar la atención sobre ciertas conexiones entre los sistemas antidemocráticos del tiempo- amenaza con borrar o, al menos, conempalidecer el carácter irreducible del nazismo, no sólo respecto de todas las categorías políticas modernas, de las que señala precisamente la quiebra, sino también respecto del comunismo stalinista.
Mientras que este último todavía puede ser considerado como una exacerbación paroxística de la filosofía de la historia moderna, el nazismo está completamente fuera, no sólo de la modernidad, también de su tradición filosófica. Ello no significa que no tenga una filosofía; pero se trata de una filosofía integralmente traducida en términos de biología. El nazismo no es, como, en cambio, quiso ser el comunismo, esto es, una filosofía realizada, porque ha sido más bien una biología realizada. Si lo trascendental del comunismo, es decir, la categoría constitutiva de la que todas las otras descienden, es la historia, la del nazismo es la vida, entendida desde el punto de vista de la biología comparada entre razas humanas y razas animales.
Esto no significa que el poder político pasó directamente a las manos de los biólogos, sino que los políticos alemanes del tiempo asumieron los parámetros de la biología comparada como criterio intrínseco de su acción. En este sentido no se trató tampoco de una simple instrumentalización; no es que los nazis se limitaron a emplear para sus objetivos la investigación biológica de la época. Ellos llegaron a identificar la misma política con la biología en una forma completamente inédita de biocracia.
Esto explica el papel absolutamente extraordinario que desempeñaron en el nazismo, por un lado, los antropólogos (en estrecha relación de contigüidad con los zoólogos) y, por otro, los médicos. En el primer caso, la centralidad inmediatamente política de la antropozoología debe ser referida al relieve que los nazis dieron a la categoría de humanitas (un célebre manual de política racial tuvo precisamente este nombre) entendida como objeto de continua reelaboración a través de la definición de umbrales biológicos entre zonas de vida provistas y otras desprovistas de valor, tal como lo expresó un tristemente célebre texto sobre la vida que “no es digna de ser vivida”.
En cuanto a los médicos, su participación directa en todas las etapas del genocidio (desde la selección en los andenes de los campos hasta la incineración final de los prisioneros) es conocida y está abundantemente documentada. Como se deduce de las declaraciones en los diferentes procesos en que fueron imputados, ellos interpretaron el propio trabajo de muerte como la misión propia del médico: curar el cuerpo de Alemania infectado por un grave morbo, eliminando la parte infectada y los gérmenes invasores en forma definitiva. Su obra tuvo a sus ojos el carácter de una gran desinfección, necesaria en un mundo ya invadido por los procesos de degeneración biológica, de los que la raza hebrea constituía el elemento más letal. No por nada, Hitler, llamado “el gran médico alemán”, consideraba “el descubrimiento del virus hebreo como una de las más grandes revoluciones de este mundo. La batalla en que estamos empeñados, continuaba, es igual a aquella combatida, en el siglo pasado, por Pasteur y Koch.”
Desde este punto de vista, el nazismo también constituye un punto de ruptura y, a la vez, de viraje decisivo dentro de la biopolítica. El nazismo, en efecto, condujo a la biopolítica a la máxima antinomia que puede contener el principio según el cual la vida se protege y se desarrolla solamente ampliando progresivamente el círculo de la muerte. También la lógica de la soberanía es radicalmente cambiada. Mientras en ella, al menos en su formulación clásica, sólo el soberano mantiene el derecho de vida de muerte sobre los súbditos, ahora, este derecho es concedido a todos los ciudadanos del Reich. Si se trata de la defensa racial delpueblo alemán, cualquiera está legitimado y, más bien, está obligado a procurar la muerte de cualquier otro y, al final, si la situación lo exige, como en el momento de la derrotada final, también a procurar su propia muerte.
Aquí, defensa de la vida y producción de muerte realmente tocan un nivel de absoluta indistinción. La enfermedad que los nazis quisieron eliminar fue precisamente la muerte de la propia raza. Fue esto lo que ellos quisieron matar en el cuerpo de los judíos y de todos los que parecían amenazarla desde el interior y desde el exterior. Por otra parte, esta vida infectada era considerada como ya muerta. Por lo tanto, los nazis no percibieron su propia acción como un verdadero asesinato. Ellos sólo restablecían los derechos de la vida, restituyendo a la muerte una vida ya fallecida, dando muerte a una vida habitada y corrompida, desde siempre, por la muerte. Asumieron la muerte como objeto y, al mismo tiempo, instrumento de cura en favor de la vida. Por esto, ellos siempre mantuvieron el culto de sus propios antepasados muertos; porque, en una perspectiva biopolítica completamente invertida en tanatopolítica, sólo a la muerte pudo tocar el papel de defender la vida de sí misma, sometiendo toda la vida al régimen de la muerte. Los cincuenta millones de muertos
producidos por la Segunda Guerra mundial constituyen el resultado inevitable al que debía conducir esta lógica.

5. Esta catástrofe, sin embargo, no puso fin a la biopolítica, lo comprueba el hecho que ella, en sus diferentes configuraciones, tiene una historia mucho más amplia y más larga que el nazismo, que parece llevarla a su resultado extremo. La biopolítica no es un producto del nazismo, sino, más bien, el nazismo es el producto paroxístico y degenerado de una cierta forma de biopolítica . Es un punto sobre que conviene insistir con fuerza, porque puede conducir y, más bien, ya ha conducido a numerosas equivocaciones. Contrariamente a las ilusiones de los que han imaginado pasar por alto el paréntesis nazi para reconstruir las mediaciones ordenadoras de la fase precedente, vida y política están atadas en un nudo que ya es imposible desatar.
Esta ilusión ha sido alimentada por el período de paz abierto al final de la Segunda Guerra mundial, al menos en el mundo occidental. Pero, prescindiendo de la circunstancia que también esta paz (o no-guerra, como ha sido la guerra fría) se basó en el equilibrio del terror, determinado por la amenaza atómica y, por ello, completamente inscrita dentro de una lógica inmunitaria. Ella sólo ha pospuesto de algunas décadas lo que antes o después habría ocurrido de todos modos. Y, en efecto, el derrumbamiento del sistema soviético, interpretado como victoria definitiva de la democracia contra sus potenciales enemigos, e incluso como fin de la historia, señala, en cambio, el fin de esta ilusión.
El nudo entre política y vida, que el totalitarismo apretó en una forma destructiva para ambas, todavía está ante nosotros. Mejor aún, se puede decir que ello se ha convertido en el epicentro de toda dinámica políticamente significativa. Desde el relieve cada vez mayor asumido por el elemento étnico en las relaciones internacionales al impacto de las biotecnologías sobre el cuerpo humano, desde la centralidad de la cuestión sanitaria como índice privilegiado del funcionamiento del sistema económico-productivo a la prioridad de la exigencia de seguridad en todos los programas de gobierno, la política aparece cada vez más aplastada contra la desnuda capa biológica, si no sobre el cuerpo mismo de los ciudadanos en todas las partes del mundo. La progresiva indistinción entre norma y excepción determinada por la extensión indiscriminada de las legislaciones de emergencia, junto al flujo creciente de inmigrantes privados de toda identidad jurídica y sometidos al control directo de la policía, todo esto señala un ulterior deslizamiento de la política mundial en dirección de la biopolítica.
También es necesario reflexionar sobre esta situación mundial más allá de las actuales teorías de la globalización. Se puede decir que, contrariamente a cuánto de manera diferente han sostenido Heidegger y Hannah Arendt, la cuestión de la vida forma una unidad con la del mundo. La idea filosófica, proveniente de la fenomenología, de “mundo de la vida”, finalmente, se invierte el aquella, simétrica, de “vida del mundo”, en el sentido que el mundo entero aparece cada vez más como un cuerpo unificado por una única amenaza global que, al mismo tiempo, lo mantiene unido y lo amenaza con hacerlo pedazos. A diferencia de cuanto sucedía en un tiempo, ya no es posible que una parte del mundo (América, Europa) se salve, mientras otra se destruye. El mundo, el mundo entero, su vida, comparte un mismo destino: o encontrará el modo de sobrevivir todo junto o perecerá todo junto.
Los hechos desencadenados por el ataque del 11 septiembre del 2001 no constituyen el principio, como se dice comúnmente, sino que son, sencillamente, el detonador de un proceso que ya había comenzado con el final del sistema soviético, el último katéchon que frenó los empujones autodestructivos del mundo con la mordaza del miedo recíproco. Caído este último muro que otorgó al mundo una forma dual, ya no parece que se puedan detener las dinámicas biopolíticas, que estaban contenidas dentro de los viejos muros de contención.
La guerra en Irak señala quizás la cima de esta deriva, tanto por el modo en que ha sido presentada y como por aquel en que ha sido y es conducida actualmente. La idea de una guerra preventiva desplaza radicalmente los términos de la cuestión sea respecto de las guerras efectivas sea respecto de la llamada guerra fría. En comparación con esta última, es como si lo negativo del procedimiento inmunitario se duplicara hasta ocupar todo el espacio.
La guerra ya no es más la excepción, el recurso último, el reverso siempre posible, sino la única forma de la coexistencia global, la categoría constitutiva de la existencia contemporánea. De aquí la consecuencia, de la que no hay que sorprenderse, de una multiplicación en exceso de los mismos riesgos que se quisieron evitar. El resultado más evidente es el de la absoluta superposición de los opuestos: paz y guerra, ataque y defensa, vida y muerte se superponen cada vez más.
Si nos detenemos a examinar más en detalle la lógica homicida y suicida de las actuales prácticas terroristas, no es difícil reconocer un paso ulterior respecto de la tanatopolítica nazi. No es más solamente la muerte que hace su entrada, de manera maciza, en la vida, sino que es la vida que se constituye como instrumento de muerte. ¿Qué es, específicamente, un kamikaze, sino un fragmento de vida que se arroja sobre otras vidas para producir muerte? ¿Y no se desplaza la puntería de los atentados terroristas cada vez más sobre las mujeres y los niños, es decir, sobre los manantiales mismos de la vida?
La barbarie de la decapitación de los rehenes parece conducirnos a la época premoderna de los suplicios en la plaza, con un toque hipermoderno, constituido por la platea planetaria de Internet desde la que se puede asistir al espectáculo. Lo virtual, más que loopuesto a lo real, constituye, en este caso, la más concreta manifestación en el cuerpo mismo de las víctimas y en la sangre que parece salpicar la pantalla. Nunca como en estos días, la política se practica sobre los cuerpos y sobre los cuerpos de víctimas inermes e inocentes. Pero lo que es todavía más significativo de la actual deriva biopolítica es la circunstancia que la misma prevención respecto del terror de masa tiende a apropiarse y a reproducir sus modalidades. ¿Cómo leer de otro modo episodios trágicos como la matanza en el teatro Dubrovska de Moscú, efectuado por la policía mediante el empleo de gases letales tanto para los terroristas como para los rehenes? ¿Y no es también la tortura, en otro plano, abundantemente practicada en las cárceles iraquíes un resto ejemplar de política sobre la vida, a mitad de camino entre la incisión sobre el cuerpo de los condenados de la Colonia penal de Kafka y la bestialización del enemigo de matriz nazi? Que en la reciente guerra en Afganistán los mismos aviones hayan lanzado bombas y víveres sobre las mismas poblaciones es quizás la señal tangible de la superposición más acabada entre defensa de la vida y producción de muerte.

6. Con esto, ¿el discurso puede considerarse cerrado? ¿Es éste el único resultado posible o existe otro modo de practicar o, al menos, de pensar la biopolítica? ¿Es posible una biopolítica finalmente afirmativa, productiva, que se substraiga al retorno irreparable de la muerte? ¿Es imaginable, para decirlo con otras palabras, una política no más sobre la vida, sino de la vida? ¿Y cómo debería o podría configurarse?
Por el momento una primera y no inútil aclaración. Concediendo la legitimidad de todo planteo, personalmente tengo dudas sobre cualquier cortocircuito inmediato entre filosofía y política. Su implicación no puede solucionarse con la absoluta superposición; pues no creo que la tarea de la filosofía sea la de proponer modelos de instituciones políticas o que se pueda hacer de la biopolítica un manifiesto revolucionario o, de acuerdo con el gusto decada uno, reformista.
Mi impresión es que se tiene que recorrer un camino mucho más largo y articulado, que pasa por un esfuerzo específicamente filosófico de nueva elaboración conceptual. Si, como Deleuze cree, la filosofía es la práctica de creación de conceptos adecuados al acontecimiento que nos toca y nos transforma, ahora bien, éste es el momento de repensar la relación entre política y vida en una forma que, en vez de someter la vida a la dirección de lapolítica (lo que manifiestamente ocurrió en el curso del último siglo), introduzca en la política la potencia de la vida. Lo que cuenta no es enfrentar la biopolítica desde su exterior, sino desde su mismo interior, hasta hacer emerger algo que hasta ahora ha quedado aplastado por su opuesto.
Naturalmente la referencia a este opuesto es necesaria; al menos para fijar un punto de salida y contraste. En mi libro, he elegido el camino más difícil: partir del lugar de más extrema deriva mortífera de la biopolítica , es decir, del nazismo, de sus dispositivos tanatopolíticos, para buscar precisamente en ellos los paradigmas, las claves, los signos invertidos de una política diferente de la vida. Me doy cuenta de que esto puede parecer chocante, enfrentarse con un sentido común que ha tratado, durante mucho tiempo,consciente o inconscientemente, de remover la cuestión del nazismo, de lo que el nazismo ha entendido y, desaforadamente, practicado, como política del bíos; aunque, utilizando más correctamente el léxico aristotélico, debería decir zoé.
Los tres aparatos mortíferos del nazismo (aunque, naturalmente, no sólo de él, como resulta hoy cada vez más evidente) sobre los que he trabajado se refieren a la normalización absoluta de la vida, es decir, a la clausura del bíos dentro de la ley de su destrucción, a la doble clausura del cuerpo, es decir, a la inmunización homicida y suicida del pueblo alemán dentro de la figura de un único cuerpo racialmente purificado y por fin a la supresión anticipada del nacimiento como forma de cancelación de la vida desde el momento de su surgimiento.
A estos dispositivos he contrapuesto no algo extraño, sino precisamente su directo contrario: una concepción de la norma inmanente a los cuerpos, no impuesta desde el exterior, una ruptura de la idea cerrada y orgánica de cuerpo político en favor de la multiplicidad de la existencia variada y plural, y, por último, una política del nacimiento entendida como producción continua de la diferencia respecto de toda práctica identitaria. Sin poder retomar aquí en detalle los argumentos propuestos, ellos van en el sentido de una conjugación inédita entre lenguaje de la vida y forma política mediante la reflexión filosófica.
Todavía no podemos saber cuánto de todo eso pueda ir en el sentido constitutivo de una biopolítica afirmativa. Lo que me interesa es señalar huellas, devanar los hilos, capaces de adelantar algo que no emerge todavía con claridad en el horizonte.