lunes, 2 de junio de 2008

"LOS FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS DE LA POLÍTICA MODERNA" por Alfonso Galindo Hervás







1. Introducción.


La problemática encerrada en el título de este artículo no es nueva. Su tratamiento se ha concretado, normalmente, en el análisis de lo que se ha dado en llamar “teología política”, episodio del más amplio “teorema de la secularización”. Y ello, bien para defender lo implicado en esa expresión, bien para criticarlo y mostrar su interna aporeticidad. Dicho esto, ¿qué es lo que justifica el que aún hoy volvamos sobre una cuestión que, ya en su planteamiento, parece alejada de la secularidad que domina la política actual? ¿cuál es la actualidad de una comprensión de lo político que parece propia de la Edad Media?

De entrada, sería posible responder a esta pregunta con una respuesta demasiado fácil. Me refiero a que a nadie se le ocultan las constantes alusiones a la divinidad que profieren los más altos responsables de la política mundial cuando tratan de legitimar la acción del Estado que representan, máxime (y esto debe subrayarse) si esa acción es una guerra. Pero quedarse en este vínculo, aún demasiado extrínseco (por no hablar de forzado y oportunista), nos impediría penetrar en la esencial (o estructural, o morfológica) vinculación que existe entre el ámbito de lo teológico y el ámbito de lo político en y a partir de la Modernidad. Una vinculación que, como espero mostrar, permite hablar tanto de “teologicidad” de lo político, como de “politicidad” de lo teológico.

Tampoco es nueva esta tesis -ni lo son sus críticas. Numerosos pensadores se han referido al tópico de la teología política en este sentido, y ello tanto a favor como en contra. No obstante, y más allá de la potencia explicativa de sus argumentos, dicho interés ha estado presidido en no pocas ocasiones por la ambigüedad que ha adquirido dicha expresión, que ha sido (y es) interpretada de modos muy diversos por quienes se han ocupado de ella.

El objetivo de este artículo es paliar tal ambigüedad, argumentando a favor de la idoneidad de cierta definición de la teología política en orden a comprender el devenir de la política moderna en una de sus principales concepciones. Tal concepción es la que permite establecer una continuidad entre el Leviathán de Hobbes y la Teología política de Carl Schmitt. De hecho, será este pensador al que recurra para sostener mi tesis. Ello no significa que en sus escritos haya una clara sistematización del tipo “teología política”, ni siquiera en el ensayo aludido. Partiendo de sus textos, sistematizaré los elementos propios de la teología política en tanto que tipo ideal que muestra la especificidad de la política moderna [1] . En concreto, defenderé que dicha teología política descansa en una comprensión de la soberanía del Estado que la hace residir en dos pilares, a saber, la representación de una verdad trascendente y la capacidad de decidir un estado de excepción, esto es, un enemigo.

Junto a esta teología política, que denominaré “teología política moderna”, existe una rica tradición, que llega hasta nuestros días, de pensamiento político confesional. También éste ha dado lugar a una “teología política”, que yo denominaré “teología política confesional”. Lejos de significar las mismas tesis, ambas teologías políticas divergen en un punto crucial. De ahí que inicie el estudio de los fundamentos teológicos de la política moderna deteniéndome en dicha teología política confesional, que no resulta útil para comprender la especificidad de la política en y a partir de la Modernidad.

2. La teología política confesional.

La necesidad de subrayar la dimensión de absolutez que caracteriza el alcance y fundamento de la soberanía del Estado moderno, exige acercarse previamente a aquellas teologías políticas en las que el alcance y fundamento del poder soberano estatal es limitado. En este caso, el sentido del concepto es el de la derivación de un orden jurídico-político a partir de determinadas concepciones teológicas, que constituyen a su vez una sistematización de ciertas verdades de la fe -éstas últimas con un claro y asumido rol de instancia regulativa del ejercicio del poder.

Aunque, como veremos, esta teología política puede considerarse tan antigua como la propia teología de la que depende, ha alcanzado desarrollos notables durante el siglo veinte en los ámbitos explícitamente teológicos, ya católicos ya protestantes. En este sentido, destacan el teólogo católico Johann B. Metz, para quien el amor cristiano justifica la revolución contra las situaciones de injusticia, y el protestante Jürgen Moltmann. Me detendré brevemente en ellos, consciente de que es imposible dar cuenta aquí de la complejidad de sus argumentos.

2. 1. Johann Baptist Metz: crítica de la teología política y teología política crítica. En torno a los años sesenta, Metz inicia una compleja renovación del ambiguo concepto de teología política a partir del subrayado de su función crítica. El nuevo concepto pretendía un rechazo del intimismo de la teología contemporánea. Metz deseaba que ésta, lastrada por el individualismo, se hiciese consciente del significado político de su visión desencarnada e idealista de la fe. A la par, destacaba la función estrictamente reflexivo-crítica para con la práctica social general como nota esencial del renovado concepto de teología política. Ambas dimensiones se recogen en su definición de teología política, cuya ambigüedad le ha forzado a innumerables precisiones [2] .

Los presupuestos histórico-culturales sobre los que Metz asienta su teología política exhiben cierta visión benevolente de nuestro pasado moderno e ilustrado, así como del papel del cristianismo en su origen y desarrollo. En primer lugar, la crítica ilustrada de la religión. A su juicio, la separación que la Ilustración consagra entre Estado y sociedad permite vislumbrar vínculos entre lo político y lo teológico que no incurran en la propuesta de un “Estado cristiano”. La razón sería que, con la Ilustración, lo político deviene una tarea de toda la sociedad que trasciende el problema de la legitimación del poder, mostrándose con ello la futilidad de una fundamentación teológica de dicho ámbito [3] .

El segundo presupuesto es intrateológico: la insuficiencia de la teología contemporánea en su recuperación y oferta de lo esencial del cristianismo. Considera que dicha teología, en la que incluye tanto la de Rahner como la de Bultmann, margina la dimensión social del mensaje cristiano y no logra ofrecer respuestas a la altura del reto del humanismo político. En concreto, es la tendencia apolítica e intimista, heredada de Kierkegaard, lo que constituye para Metz la traición más grande del mensaje cristiano. La política deviene actividad extraña a la fe. De ahí el programa metziano de desprivatización, o sea, de recuperación de la dimensión pública de la fe -en tanto que crítica de la praxis social. Tal programa pasa por el establecimiento de una nueva relación entre religión y sociedad, que él define como escatología crítica creadora, y que descansa en una concepción del mundo bajo un prisma escatológico, que implica la relatividad de todo proyecto humano [4] .

Como resulta evidente, en el proyecto de Metz es central la dimensión escatológica de la fe. Es precisamente ésta la que impide asimilar su teología política, claramente confesional, a la teología política que sostiene el Estado moderno. Es la comprensión del mundo bajo el prisma de su destinación salvífica lo que permite considerar relativa toda conquista humana. La fe, que para Metz es recuerdo de la promesa que informa la propia vida, impide ceder a la ilusión de la sublimación que, en cierto sentido, preside la concepción del poder político en la Modernidad hobbesiana y post-hobbesiana. Así mismo, no debe subestimarse en el teólogo la influencia del poder antisublimatorio de la dialéctica de Adorno, que le conduce a un cuestionamiento de la definitividad de cualquier orden humano. Tal dependencia explicaría en gran medida la acentuación de la denuncia y la apertura al futuro (un futuro trascendente) como vocaciones exclusivas de esta teología política. Ambas testimonian lo mismo: que el acceso a lo absoluto sólo se da como promesa, nunca en la inmanencia. Se pretende, en cierto modo, que desde una esencialmente apolítica escatología pueda corregirse (políticamente) el absolutismo político. Así parece inferirse de las siguientes líneas que, aunque intentan sortear la vaciedad de la sola crítica, acaban reduciendo la esperanza cristiana a mera forma: “Esta ‘mediación negativa’ del evangelio no es, en un sentido vacío e indeterminado, algo ‘puramente negativo’, pues encierra una gran fuerza positiva: a través de esta negación crítica, y sólo en ella, aparecen nuevas posibilidades. Se articula en ella la figura formal de la esperanza cristiana cuyo cumplimiento (prometido en la resurrección de Jesucristo) sólo puede ser alcanzado mediante la negación ‘mortal’ del mundo vigente” [5] .

Quizá aquí resida gran parte de la dificultad de esta teología política. Su dimensión propositiva se ve mermada por cuanto debe evitar, al igual que el imperativo categórico kantiano, toda enunciación que encierre materia alguna, permaneciendo en la vacuidad de lo meramente formal o tan solo crítico-denunciador. Karl Rahner se pronunció análogamente, sintetizando perfectamente la esencial vocación crítica de esta teología política [6] .

2. 2. Jürgen Moltmann: la teología política como esperanza crítica. También del pensamiento de Moltmann interesa destacar aquellos aspectos de su concepción de la teología política que, fundamentalmente por insistir en una comprensión político-escatológica de la fe, arruinan toda pretensión de absolutización de lo político o, incluso, de mera valoración sustancial de ello.

La comprensión de la teología política que muestra Moltmann en su Teología política. Ética política, cercana a las tesis blochianas del principio esperanza y la funcionalidad de la utopía, está igualmente construida a partir del subrayado de la dimensión escatológica de la fe: “La nueva ‘teología política’ se fundamenta en la escatología (...). Esa escatología ha sido declarada médium de la teología cristiana. Ha diseñado la teología cristiana como teología mesiánica. Las raíces de la ‘teología política’ se hunden en la ‘teología de la esperanza’ [7] . Según Moltmann, el cristianismo es ante todo esperanza; de ahí que la teología deba comprenderse como escatología (historizada). Sólo esto permite, como veíamos también en el caso de Metz, sustraerse a toda absolutización ideológica de lo político. En el caso del protestante, la relevancia del luterano deus absconditus hace que la ausencia de signos de “lo-por-venir” sea mayor. La fe y la esperanza se alzan como única lámpara que ilumina al hombre y lo dirige a la transformación escatológica.

Esta crítica de las mediaciones, cimentada en la “diferencia cualitativa” que aporta el momento escatológico, permite a Moltmann la denuncia de lo que él denomina “religión política” o “teísmo político”, a saber, la situación de identidad entre Estado y dioses, la conversión del cristianismo en religión del Estado [8] . De tal proceso da diversos ejemplos. Merece citarse la genealogía que desarrolla a partir de la conversión humanista de las confesiones cristianas en religiones políticas de los incipientes Estados nacionales. El rol que entonces, por ejemplo en Kant, cumplirá la teología natural será el de negación ilustrada de esa teología política-religión política en aras de una politización de la teología natural-religión natural. Que Moltmann acabe citando como ejemplo de ello el espíritu de Th. Jefferson es significativo. La aspiración de esa moderna teología natural sería la constitución de una religión de la humanidad desde la aspiración a la libertad pública. Nada como la religión civil norteamericana analizada por R. Bellah en Civil Religion in America la concreta. A esta religión política, al mesianismo americano que sueña con una humanidad reconciliada, dedica Moltmann varias páginas críticas [9] . En ellas se muestra que es la fe lo que le impide conceder valor sustancial a la política. Y, siendo impotente la acción humana “en orden al bien”, es lógico que lo sea igualmente “en orden al mal”. A mi juicio, sólo esto explica su obsoleto retorno al planteamiento de una teodicea [10] .

La subestimación de la acción humana como signo garante de la promesa es, finalmente, más evidente en Moltmann que en Metz, que contempla el momento escatológico, aunque trascendente, vinculado a un proceso de cambio que él mismo posibilita. Moltmann acentúa aún más si cabe el carácter de impugnación de la praxis social (es decir, la sola negatividad) como rasgo esencial y casi exclusivo de la teología política. Su dependencia de la dialéctica negativa adorniana, ayuna de la relevancia que el dogma de la encarnación posee en Metz, le lleva a concretar el proceso histórico de transformación de la historia como negación de la negación. Frente a la sacramentalidad católica, la dialéctica negativa impide el consuelo de una mediación inmanente de lo trascendente. La acción humana queda desprovista de potencial redentor alguno, reservado en exclusiva para la fe-esperanza.

2. 3. Valoración de la teología política confesional. En este apartado voy a desarrollar una perspectiva crítica para con el concepto confesional de teología política que acabo de presentar. Con mi argumento pretendo mostrar un déficit específicamente epistemológico, relativo a la potencia de dicho concepto en orden a alumbrar la realidad de la política moderna.

La concepción de teología política que aquí defenderé diverge de aquéllas que entienden por la misma alguna suerte de funcionalidad política (aunque sólo sea crítica) de la teología, alguna forma de concreción práctica (jurídico-política) inmediata a partir de un orden teórico elaborado desde determinadas verdades de fe. Tal orden, como ocurría en la teología medieval y en la de autores como Ockham, Scoto, Bramhall, Cudworth, Suárez o el último Pufendorf, era propuesto con la finalidad de limitar el poder absoluto de Dios y de su análogo, el monarca. Espero mostrar que la especificidad de la política moderna, que traslada el atributo de omnipotencia del dios calvinista a la figura del representante soberano, sólo aparece suficientemente reflejada en un concepto de teología política que suponga un soberano personal no limitado en su decisión y en su obrar por orden superior alguno, ya se trate de un orden material de principios últimos (una ley natural, unos contenidos dogmáticos, etc.), ya se trate de la propia normatividad emanada del mismo representante [11] . Por todo ello, la “perspectiva teológica” desde la que nos hablan Metz, Moltmann o tantos otros, no resulta adecuada para captar la especificidad de la modernidad política.

En este artículo ofreceré una interpretación y elaboración de las ambiguas tesis de Carl Schmitt. Con ello pretendo defender que la teología política que resulta explicativa de la política moderna constituye un fenómeno original cuyo trasfondo es la guerra entre Estados que emerge tras la neutralización de las guerras civiles religiosas del siglo XVI por parte de la nueva forma estatal, y cuyo adversario puede caracterizarse como enemigo público [12] . Esta teología política presupone la muerte de Dios, una situación (inicial, pero sólida y en avance) de desteologización del pensamiento, así como la oferta de un nuevo objeto de fe garante de las promesas y neutralizador de los conflictos: el Leviathán, análogo a Dios en su función de domeñar las peligrosas pasiones [13] .


3. Carl Schmitt.


La teología política moderna. Carl Schmitt fue quien revitalizó a comienzos de siglo, y en el marco de su preocupación por la soberanía, la problemática de la teología política. Lo hizo de un modo que anuncia la metodología de la historia conceptual posterior, ya que ubica y explica la especificidad de la teología política por referencia al proceso moderno de secularización neutralizante y a la confusión entre teología y política visible en las guerras de religión de los siglos XVI y XVII. Su teología política debe interpretarse como un instrumento de diagnóstico desencantado de la Modernidad que hace de la clara conciencia de su vacío de sentido y de soberanía los espacios de manifestación de una heredada coacción al orden a la que sólo puede responderse desde la decisión, perdida ya la prestancia de la mediación racionalista moderna.

Mi estudio de esta teología política focalizará lo que considero su eje central: la comprensión de la soberanía estatal a partir de dos elementos: la representación de un orden (trascendente) y la decisión identificadora del enemigo. Me adentraré en dicho carácter representativo tomando como eje expositivo el polémico recurso de Schmitt a las analogías conceptuales entre teología, derecho y política.

3. 1. La retórica teológico-política. En su esfuerzo por pensar, y restaurar, la soberanía en una época de ausencia de fundamentos visibles para ella, Schmitt recurrió a la fuerza persuasiva inherente en la analogía entre conceptos teológicos y jurídico-políticos [14] . La primera precaución que debe tomarse es la de interpretar dicha analogía retóricamente, y en modo alguno como indicio de un interés por establecer las bases para una nueva teología política confesional. La razón de ello es que Schmitt recupera algunos conceptos teológicos, pero asumiendo la secularización en su radicalidad. Su análisis del concepto de soberanía, que lo lleva a establecer estos nexos, es más bien un modo de argumentar polémicamente a favor de una concepción del poder político a partir del modelo de la monarquía divina. Esto explica su elogio de los pensadores contrarrevolucionarios (Bonald, De Maistre y Donoso), únicos que exhiben esta conciencia del nexo entre posicionamiento político y actitud hacia Dios [15] .

Me detendré en el polémico recurso de Schmitt a dichas analogías recreando el cruce de argumentos que mantuvo con otros tres pensadores. Tras ello, abordaré el contenido de su teología política.

3. 1. 1. Erik Peterson. La imposible analogía entre monarquía divina y monarquía humana. Para Schmitt, lo decisivo no son tanto las analogías (su legitimidad desde la teología) cuanto el saber servirse de ellas. No pensó lo mismo Erik Peterson. Él constituye un ejemplo de las confusiones a que conduce la lectura realista o confesional de esas analogías. En concreto, negó que el personalismo inherente a la monarquía pueda hallar su correlato (y, en esta medida, su fundamento) en la idea de un Dios omnipotente [16] . Una razón es la imposibilidad de trasladar analógicamente el dogma trinitario al orden político. Según Peterson, en el “triunfo” intelectual de Agustín sobre Eusebio de Cesarea se perdió la posibilidad de una legitimación de la monarquía política a partir del modelo de la monarquía divina. Esta afirmación es, no obstante, históricamente cuestionable (repárese en la ideología política bizantina o en el modelo medieval basado en el reinado de Cristo [17] ). La razón que él aduce es el dogma trinitario y su imposibilidad de trasladarse analógicamente al orden político, a lo inmanente, arruinando con ello la plausibilidad de avalar la figura de Constantino, o sea, la posibilidad de una teología política (en su sentido “confesional”). Más aún: entre ámbito religioso y político se abre una diferencia infranqueable, que conduce a Peterson a denunciar toda teología política por resolverse en una utilización política de lo trascendente.

En un alarde de erudición, Peterson da noticia de múltiples testimonios, favorables y contrarios, acerca de la monarquía y la pretensión de vincularla al monoteísmo. Desde Aristóteles al escrito Sobre el mundo, ambos animados por un espíritu de crítica al dualismo platónico que ya muestra evidencias del correlato siempre existente entre monoteísmo y posibilitación de la unidad política. El judío Filón es, no obstante, el primero en que halla nuestro teólogo el vocablo “monarquía”. Éste concibe la monarquía como “cósmica”, permitiendo así la legitimación del monoteísmo judío y de Israel como pueblo sacerdotal y profético para todo el género humano. El concepto de “monarquía divina” reaparece en los Padres apologistas, que reflejarán en sus escritos la continuidad del concepto. Según Peterson, que los Padres cristianos acepten el concepto político-teológico de monarquía propio de los judíos, y con la funcionalidad señalada, se explica tanto por la vinculación existente entre escuelas judías y cristianas como por una análoga voluntad de legitimación de la misión a partir de la superioridad del pueblo de Dios congregado en la Iglesia de Cristo. Por su parte, los padres que se destacaron por su anti-gnosticismo acompañan su defensa de la monarquía con una clara motivación crítica para con el dualismo gnóstico. Precisamente en relación a Tertuliano matiza ya Peterson la imposible correlación entre Trinidad y monarquía, en la que aquél incurría contra Práxeas [18] . Desde aquí, y antes de pasar a la consideración explícita acerca del sentido político del monoteísmo, concluye: “nuestro discurso ha demostrado que los primeros intentos de casar la doctrina corriente sobre la monarquía divina con el dogma trinitario fracasaron” [19] .

Así pues, Peterson reconoce que la dimensión política del monoteísmo cristiano no pasó desapercibida al mundo antiguo. Destaca en concreto la traslación política (como rebelión contra los cultos nacionales) de la singularidad ontológica de la comunidad cristiana, denunciada por Celso. Frente a ella se alzará la apologética de Orígenes, apolítica, que proporcionó una interpretación escatológica de la universalidad del reino que, en el fondo, asumía la plausibilidad de una relación providencial entre la Pax Augusta y el Evangelio. En una línea argumentativa análoga pero metodológicamente histórica se pronuncia Eusebio, que ve en Constantino la realización presente de la monarquía política inaugurada por Augusto y, con ello, el afianzamiento de la monarquía divina. Su eco es fácilmente hallable en san Ambrosio, san Jerónimo, o en el español Orosio. De aquí que Peterson concluya que no se pueda desconocer que fueron los propios cristianos quienes forjaron una concepción integral que reúne reino, paz, monoteísmo y monarquía [20] .

Pese a todo, y aun conociendo la existencia de tales usos políticos del dogma, Peterson defiende una diferencia infranqueable entre ámbito religioso y político, que le lleva a denunciar toda teología política por resolverse en una utilización política de lo trascendente. Es más: una teología que pretenda servir de fundamento de una acción política ya no es auténtica teología porque se ha desprendido del central misterio trinitario [21] . Esta condena de toda analogía, que deja sin explicar las implicaciones políticas del dogma trinitario, abre paso a un recurso a la escatología que arruina la pretensión de fundar la política. Ello justifica su elogio de los mártires, cuyo testimonio implica el rebasamiento escatológico de todo orden político, que queda “depotenciado”, impotente en el rol de guía del pensamiento y la acción. Ésta se revela incapaz de conseguir la justicia y la paz, que constituyen objetos de promesa gratuitos. La dimensión escatológica del cristianismo impide la valoración de los medios, fácilmente deslizable a defensas de procedimientos inmanentes para la obtención del reino trascendente [22] .

En buena medida, la Politische Theologie II de Schmitt constituye una respuesta, cronológicamente distante, al ensayo crítico de Peterson. Schmitt lo inicia refiriéndose a la leyenda que lo presenta desde la pretensión de finalizar totalmente toda teología política. Pero se cuida de diferenciar a Peterson de otros negadores y otras negaciones de la teología política: las de ateos, anarquistas o positivistas. La razón es que, como el propio Peterson explicitó, “su liquidación es una liquidación teológica de toda teología política” [23] .

La voluntad de Schmitt es verificar la sostenibilidad de sus argumentos y de esta conclusión. Pero poco margen deja el jurista para el suspense. El inicio del cuerpo del ensayo se titula “La leyenda de la liquidación teológica definitiva”. Por leyenda entiende Schmitt la fuerza y déficit crítico con que se ha impuesto el argumento petersoniano, beneficiado por su actualidad anti-hitleriana. Entre los propagadores de la leyenda de la liquidación de toda teología política, y aparte de los específicos matices que presenta la postura de Barion, Schmitt cita a Hans Maier (polemizador de Metz), al petersoniano Ernst Feil y al neo-positivista Ernst Topitsch. Debe destacarse el juicio negativo de Schmitt sobre el tratamiento de los filósofos contrarrevolucionarios por parte de Feil, que tacha sus tesis de no teológicas, ignorante de los paralelismos entre contra-revolución y contra-reforma. Igualmente su insistencia, a partir de la obra de estos críticos, en el abismo entre los limitados materiales de trabajo de Peterson y su conclusión, de pretensión universal [24] . Refiriéndose a Topitsch, Schmitt adjetiva como “confusa” su tesis, petersoniana, sobre la imposibilidad de usar la idea de Dios para legitimar un Estado universal. No es esto lo que ha pretendido Schmitt con su teología política. Lo ejemplifica el hecho de que alabe que Topitsch haya sido capaz de ver en el triunfo del dogma trinitario sobre el monoteísmo arriano una evidente dimensión política, explicitando así la confusión de esferas que él defiende como elemento constitutivo de la Modernidad [25] . Ubicando la conversión de Peterson al catolicismo en el contexto de la crisis de la teología evangélica alemana, y haciéndose eco de un estudio de Robert Hepp a propósito de la indistinción entre lo eclesial y lo estatal, a la que contribuye la concurrencia del potencial deslegitimador del protestantismo alemán y del hundimiento de la Iglesia y del Estado, el jurista de Plettenberg insiste en la imposibilidad de una separación pura entre lo espiritual y lo temporal, entre teología y resto de esferas y ciencias (tampoco en época de Eusebio de Cesarea), e ironiza sobre las supuestas adhesiones, “puramente” teológicas, de ciertos teólogos a ciertas poderes políticos. Más aún, afirma que es el propio dogma trinitario lo que imposibilita una separación absoluta entre política y religión. En este caso, su argumento es teológico ya que subraya la unidad de naturalezas dada en la persona del Verbo [26] . Como lo es en el postface del ensayo, donde la abstracta asepsia petersoniana propia de teólogo reducido al dogma trinitario conduce a Schmitt a “elevarse” a ese terreno para, desde aquí, examinar su tesis final. En efecto, la voluntad schmittiana de argumentar a favor del ineliminable vínculo entre teología y política le lleva a afirmar, de la mano del Nacianceno, que el conflicto, núcleo definidor de lo político, está inscrito en el propio concepto teológico trinitario, ya que el Uno se halla en stasis consigo mismo [27] . Así, la teología política no se refiere y se define sólo a partir de la coacción moderna al orden, sino también al elemento conflictual contenido en la propia teología trinitaria (“cristología política”, en palabras de Schmitt). Elemento que reenvía a un origen teológico del conflicto y que es índice del co-pertenecerse de la unidad y la diferencia que reclama decidir. No sorprende entonces que Schmitt recuerde la responsabilidad de la teología para hacer el negocio de la revolución tanto como el de la contrarrevolución, habida cuenta de que la Iglesia no es de este mundo pero está en él, y ello implica visibilidad y publicidad [28] . La Modernidad se inicia con un conflicto entre concepciones de la trascendencia y debe construir un orden desde la consciencia de la ausencia de fundamentos trascendentes revelada en dicho conflicto. Y este reto sigue en pie. Sólo la consciencia del propio origen, ignorado en la época técnica, permite a la razón política estar preparada ante las coacciones y aporías que se desprenden de tal vacío de trascendencia.

Ésta es la ignorancia de Peterson, ignorancia del alcance teológico-político de la Modernidad que le conduce a una solución liberal, privatística: la escisión entre lo privado y lo público. Ignorancia evidente cuando se sirve del clásico dualismo agustiniano para comprender la crisis moderna de los vínculos entre Iglesia, Estado y sociedad. O cuando cita, en su estudio de 1926 sobre la unicidad divina, sin consciencia de su alcance teológico-político y de manera impropia, la fórmula racionalística y monoteísta “le roi règne mais il ne gouverne pas”. Cuando Peterson niega la transferencia de la noción de monarquía al modelo trinitario, piensa en el modelo helenístico de monarquía divina. Pero, según Schmitt, incluso a éste interpreta mal [29] . Como mal interpreta a Eusebio de Cesarea, reduciéndolo a ideólogo e identificando apresuradamente teología política con herejía en un movimiento no de liquidación de toda teología política sino de rehabilitación oportunista (anti-hitleriana) de la imagen negativa del cesaropapismo y de Eusebio lanzada anteriormente por Jacob Burckhardt. La crítica schmittiana llega a denunciar como metodológicamente incorrecta e ineficaz la comparación que Peterson establece entre Eusebio y Agustín a favor de éste. Y concluye con la acusación de contradicción: “¿Cómo una teología que toma decididamente distancia de la política va a liquidar una entidad o una pretensión política?” [30]

En síntesis: frente a la crítica de Peterson acerca de la contaminación de la teología por parte de conceptos políticos, Schmitt defiende la superioridad de la Iglesia precisamente por la existencia en ella de múltiples modelos de transformación del mito en teología (y, por ello, en política). En cualquier caso, lo que parece evidente es que el concepto de teología política de Peterson apunta preferentemente a la utilización, por parte del poder político, de una religión para obtener la sanción de su legitimidad. Su óptica es teológica, ya que la crítica descansa en argumentos referentes al puro dogma. Pero que Peterson denuncie preferentemente esto, y que lo haga refiriéndose al trasvase conceptual desde la política a la teología, da a entender que cree en la existencia de un lenguaje idóneo para la sistematización de la fe; es decir, que la teología trinitaria (la de Gregorio o Agustín, por ejemplo) sería una teología menos contaminada de ideología política. Pero esto no es evidente. Aquí defenderé que la teología política moderna no es católica, pero no por los motivos aludidos por Peterson. Más bien resulta que no puede serlo, pues sólo surge como sustituta de la ausente legitimidad religiosa cristiana.

3. 1. 2. Eric Voegelin. La esencia gnóstica de la teología política. Peterson, finalmente, alude a la desacralización del mundo implicada en la escatología cristiana como argumento con el que desbaratar toda teología política. Para Schmitt, por su parte, es justamente esa ausencia de sentido, devenida insoportable en la Modernidad, lo que constituye el espacio propio de irrupción de una soberanía capaz de producir forma jurídica. Que el teólogo no consiga demostrar convincentemente la desviación dogmática encerrada en los usos de metáforas teológicas, poco importa aquí. Más interesante resulta detenerse en la facticidad y alcance de dicho uso, según el cual la soberanía se ha hecho residir en la representación de una verdad trascendente, es decir, en la inmanentización del éschaton.

Eric Voegelin se ha preguntado por la finalidad de tal gesto de inmanentización. Su estudio alumbra la historia de las transferencias de significado desde los conceptos teológicos a los jurídicos, políticos o históricos. En concreto, examina el problema de la representación en lo que considera su doble significación: como representación existencial de un pueblo por parte de una figura representante y como representación de la Idea por parte de la sociedad. A propósito de ésta, cree que hay testimonios acerca de la consciencia que las sociedades políticas siempre han tenido de ser representantes de una verdad trascendente. Examina a este respecto los imperios primitivos, representantes del orden del cosmos, sosteniendo que el abandono de esta concepción cosmológica de la verdad fue el acontecimiento decisivo de Occidente, ya que culminó en la creación de la filosofía griega y en una teoría del orden social. Fue Platón el que, afirmando la existencia de un orden verdadero de la psique, hizo del hombre receptáculo de la verdad divina, expresable en el orden político, abriendo el camino a una nueva fuente de autoridad. A juicio de Voegelin, el paso definitivo viene dado con la aparición del cristianismo, que propone una verdad soteriológica [31] . Las tres lucharán por el monopolio de la representación en el imperio romano. Es decir, los distintos conceptos de verdad pugnarán por alzarse como sistema legitimante del poder político y un orden social.

Rota la homogeneidad pagana entre dioses y orden civil, será la propuesta dualista agustiniana la que proporcione, muy debilitado ya el mito romano, una solución a la urgencia de legitimidad de la nueva figura del emperador, procedente del modelo del princeps civitatis. El déficit de legitimidad aumentaba al ritmo del crecimiento del imperio. En este contexto, los esfuerzos por renovar el lazo emperador-súbditos (que respondía al viejo esquema clientelar), impotente ya el gesto de su divinización, motivaron la elección de la divinidad cristiana. En Nueva ciencia de la política, se señala a Eusebio de Cesarea como el que, en tiempos de Constantino, vinculó la pax augusta con la figura de reino de Cristo, en un gesto de politización de las profecías escatológicas. Pero se trataba de un intento esencialmente problemático, dado el potencial revolucionario inherente al cristianismo, destacado por Celso en su Verdadero Discurso. El punto decisivo se hallaba en que la desacralización cristiana del mundo y su anti-politeísmo arruinaban el fundamento de la civilización imperial. El cristianismo era incapaz de sostener la teología política imperial, es decir, la búsqueda de legitimidad por parte del poder. Y aquí tenemos ya un punto de clara coincidencia con las tesis de Peterson. También para Voegelin la controversia trinitaria cortocircuitó la potencialidad legitimadora de la fe monoteísta, afín al modelo aristotélico de Filo Judeo. La discusión se reavivó con los arrianos, apoyados por los emperadores, hasta que Gregorio Nacianceno señaló definitivamente que la monarquía divina trinitaria carecía de análogo en la tierra. Voegelin ubica aquí el fin de la “teología política” en el cristianismo ortodoxo. Para el cristianismo, el destino espiritual del hombre, una vez desacralizado todo poder, sólo puede ser representado en la tierra por la Iglesia.

Lo decisivo en este argumento es que la victoria del cristianismo exigió una nueva ordenación de la existencia humana, pero necesariamente desde la conquistada experiencia de su destino sobrenatural. Esta situación impulsará más tarde los procesos modernos de re-divinización del hombre y de la sociedad. En este sentido, Voegelin cree que el tránsito hacia la emergencia de una teoría finalmente posibilitante de ello se dio muy tempranamente: en el siglo XII y por obra de Joaquín de Flora. El contexto que hizo necesaria una teoría como la joaquinita vendría apuntado por el fortalecimiento de la civilización occidental en esa época. Para Agustín, sólo la historia sagrada y lo que engloba poseían un fin escatológico; la historia profana carece de dirección. Según Voegelin, la sociedad de tiempos de Joaquín no podía aceptar el derrotismo agustiniano sobre el lado mundano de la existencia. Él intentó dar al curso inmanente de la historia un significado aplicándole el símbolo trinitario. La historia, con ello, poseía tres períodos de plenitud correspondientes con las tres personas divinas, arruinando la vetusta concepción agustiniana. Dos grandes símbolos políticos, aún decisivos en la autointerpretación de la sociedad política moderna, se desprendieron de la escatología trinitaria joaquinita [32] .

La nueva escatología afectó a la estructura política moderna. El proceso de transmisión y evolución de sus símbolos es designado por Voegelin como inmanentización. Tal proceso de inmanentización del significado de la historia culminó en el siglo XVIII con una idea de progreso intramundano que excluía irrupciones trascendentes [33] . Voegelin se pregunta por la finalidad del gesto de inmanentización del éschaton cristiano mediante la postulación de un eidos de la historia. Y responde, muy weberianamente, que ello permitió dominar la incertidumbre que constituía la esencia del cristianismo [34] . En concreto, detecta el germen del convencimiento acerca de la plausibilidad del gesto inmanentizador de lo divino o divinizador de lo humano en elementos internos al propio cristianismo: la gnosis. El vacío de sentido generado por el cristianismo no fue problema cuando la consolidación de los reinos nacionales no amenazaba el mito imperial y la Iglesia era factor civilizador (funcionando de facto el cristianismo como teología civil). No obstante, esto se reveló insuficiente al extenderse la consciencia de que la sociedad no se agotaba con la espera del eschaton. Es entonces cuando irrumpe el gnosticismo como teología civil que inmanentizaba dicho eschaton.

Voegelin sitúa en la Reforma protestante el momento de irrupción del gnosticismo como protagonista y rector de la vida social en Occidente [35] . Con la Reforma, movimientos marginales gnósticos irrumpieron a la conquista de las instituciones (los puritanos les ofrecían una causa para la lucha), afectando a la representación existencial de todo Occidente. Las experiencias gnósticas ofrecían un conocimiento de la trascendencia más firme que el de la fe al arrastrar a Dios al interior de la existencia humana en todas sus facultades, pudiéndose distinguir variedades de gnosticismo según la facultad acentuada [36] . Estas experiencias constituyen el núcleo de la escatología inmanentista presente en el desarrollo político occidental: en el humanismo, en la ilustración, en la ideología progresista, en el liberalismo, el positivismo o el marxismo. Se trata de lo que, en Anxiety and Reason, denominó fundamentalismo, que abarca tanto el gesto de “encerrar” la verdad en el mundo, como el que declara poseerla absolutamente. El autor halla un esencial rasgo definidor y homogeneizador de todos estos movimientos con fines políticos, calificándolos como neo-paganos. Es lo que le permite afirmar que “la esencia del modernismo radica en el crecimiento del gnosticismo” [37] .

Según Voegelin, la acción civilizadora gnóstica consistía en una tarea de auto-salvación. Frente a la santificación cristiana, proponía la creación del paraíso terrestre como sustituto de la vida espiritual. Los tipos de acción gnóstica constituyentes de la civilización moderna concretaron los medios para alcanzar dicha auto-salvación: el éxito intelectual o económico, la fama o la revolución instauradora del milenio gnóstico. Lo decisivo es que la salvación del hombre dependía de su aplicación a la actividad intramundana. El católico Voegelin, que reconoce los asombrosos frutos de tal movimiento, no evita posicionarse. El progreso gnóstico margina a quien se separa de sus premisas y conlleva el abandono de la vida espiritual en función de la actividad terrena, con la consiguiente decadencia de la civilización, que llega por este camino al activismo totalitarista, forma final de la civilización progresista gnóstica que torna superflua la salvación divina.

A este carácter destructor de la verdad del alma, Voegelin añade la denuncia de su mítica voluntad de completud. Al convertir el eschaton cristiano en inmanente, el gnosticismo interpreta el orden de una sociedad concreta como un eschaton, destruyendo con ello los dos principios de la existencia: la finitud de lo que llega a ser y la impenetrabilidad del ser [38] . Desde estas premisas se comprende el coherente análisis que hace del pensamiento político de Hobbes. Frente al peligro de destrucción del orden público que incorporaba el gnosticismo, la propuesta hobbesiana fue proclamar que no hay otra verdad pública en una sociedad que la derivada de una ley de paz. Tal gesto suponía crear una teología civil que hacía del orden de una sociedad real la verdad que representaba, sin necesidad de otra. Su argumento pasó por subrayar la presencia en el hombre de un dictado racional que le dispone a la paz y a la obediencia a un orden civil como condiciones de felicidad. Tal dictado adquiere fuerza de ley natural al fundarlo en Dios. Y tal ley natural deviene ley civil sólo al unirse los hombres bajo un soberano. Lo que consigue Hobbes con esto es unir representación existencial y trascendental. Para Voegelin, empero, el problema radica en el tratamiento del cristianismo, que Hobbes contempla meramente como la teología civil adecuada, una vez sancionada por el soberano. Si Agustín y Ambrosio ignoraron que la verdad de la sociedad (romana) era destruida por la verdad espiritual (cristiana), Hobbes, al revés, ignora la verdad espiritual del cristianismo al hacerlo idéntico a los dictados de la razón y derivar su autoridad de la sanción gubernamental [39] . Su propuesta de que cualquier orden era bueno si aseguraba la existencia le exigió confeccionar un concepto de hombre según el cual la naturaleza halla su culminación en la existencia, no más allá. Así, contrarrestó el inmanentismo gnóstico del eschaton con un inmanentismo sin eschaton. De esta forma expresó ejemplarmente el destino de la política moderna [40] .

3. 1. 3. Hans Blumenberg. La crítica al argumento de la “secularización”. Nuestro análisis del tópico “teología política” ha arrancado de la tesis de Schmitt a propósito del carácter secularizado de los conceptos jurídicos y políticos modernos. Hans Blumenberg se ha opuesto decididamente a tal diagnóstico de “secularización” aplicado sobre la Modernidad por considerar que no hace justicia a la discontinuidad y especificidad que ésta representa respecto del mundo anterior [41] . Su argumento no es teológico, como ocurría con Peterson, sino estrictamente filosófico. A su juicio, la deuda de ésta se limita a la re-ocupación (Umbesetzung) metafórica de ciertos espacios conceptuales, y no a una transposición de nociones sustantivas. Más aún, cree que las tesis que hablan de secularización implican defender la ilegitimidad y la culpabilidad de la Modernidad, pues quebrantan su especificidad en tanto que época autónoma y basada en su propia racionalidad [42] .

Blumenberg examina la tesis de la secularización desplegando sus implicaciones. Primeramente, se detiene en el problema de la identidad histórica. A su juicio, la conciencia histórica moderna no es la secularización de la historia sagrada, ni la teleología progresiva moderna la traducción de la escatología neotestamentaria. No hay secularización sino, propiamente, sustitución de algo por otra cosa nueva. Pese a ello, acepta que la moderna filosofía de la historia se hizo cargo de la función desempeñada por la historia de la salvación cristiana, que había introducido nuevas “posiciones” en el marco de afirmaciones posibles sobre el mundo y el hombre. De esta forma, aunque niegue que las representaciones secularizadas descansen en una identidad histórica sustancial, asume que conceptos e instituciones modernos puedan haber cargado sobre sí la función desempeñada por los pre-modernos (cristianos). Sólo de esta forma la secularización podía mostrarse como aceptable [43] . Con este deslizamiento desde el concepto de sustancia al de función, Blumenberg justifica la atracción de la tesis de la secularización a la par que debilita la carga de ilegitimidad que, según él, incorpora para con la Modernidad. Ésta, pese a ser autónoma y legítima, hereda las preguntas no resueltas por el Medievo. En ella se da, propiamente, una sustitución de posiciones de respuestas (ante preguntas no eliminadas) que han quedado vacantes. Esto implica que los conceptos modernos reciben una carga metafísica y se les exige una función que excede sus posibilidades [44] . No obstante, la época moderna no asume los presupuestos heredados sino como reto al que responder desde su racionalidad autónoma, lo cual no implica una secularización sino tan sólo la secularidad de dicha época [45] .

Blumenberg asume que en la Modernidad se mantiene un modo de expresión, defendiendo que ello es especialmente visible en el nacimiento de una teoría del Estado. El elemento que perdura, proveniente de la esfera sagrada, designa un marco familiar y sagrado para la conciencia. Pero, a su juicio, es exagerado decir que los absolutismos de las teorías políticas se explican por el hecho de que toman las palabras de los medios estilísticos secularizados. Más bien, el recurso al vocabulario sagrado, favorecedor de la apariencia de secularización, sólo expresa la preocupación por la comprensibilidad de las exigencias [46] .

Desde estas premisas, y tras examinar la aplicación del atributo de lo infinito al mundo [47] , se detiene en la persistencia del lenguaje teológico en las tesis sobre la omnipotencia del legislador moderno. Considera contradictorio defender -como hace Schmitt- que el Dios omnipotente deviene legislador omnipotente y, a la vez, que los pensadores contrarrevolucionarios sostienen la soberanía del monarca con ayuda de analogías sacadas de la teología. A su juicio, las analogías (metáforas) no son transformaciones (secularizaciones). Así, cuando Schmitt afirma que De Maistre reduce el Estado a decisión absoluta, Blumenberg afirma que eso no es la secularización de la creatio ex nihilo, sino la interpretación metafórica de la situación tras el punto cero de la Revolución, que se presenta en la historia con la retórica de las grandes legitimaciones [48] . Que Schmitt aluda al soberano como un deus ex machina no sería, para Blumenberg, sino mero recurso retórico. De ahí que concluya que la teología política es una teología metafórica [49] .

Pese al acierto de Blumenberg al circunscribir la tesis de la secularización a su alcance metafórico, el diagnóstico de Schmitt puede seguir considerándose pertinente. El especial interés del filósofo de Lübeck por defender la especificidad y legitimidad de la Modernidad explica que asuma la existencia de una carga teológica sobre lo político, pero sólo a posteriori. Quizá en este punto sea decisiva la influencia de Cassirer, que le lleva a asumir la función pero a rechazar la sustancialidad teo-lógica de lo moderno. Schmitt, más atento a la especificidad política de la Modernidad, sabe que el monopolio estatal de la violencia precisa de una fundamentación que apunte a la trascendencia. En cualquier caso, y al margen de que determinar si ha habido o no (y hasta qué punto) transferencia de rasgos intensionales entre teología y política parece imposible, defender la legitimidad de la Modernidad no tiene por qué exigir abandonar toda idea de continuidad, al menos en un sentido débil, pues hasta la propia manera en que Blumenberg afirma la autonomía moderna permite establecerla.

Pero no sólo es teológica (aunque sólo lo sea en un sentido retórico) la política moderna, es la propia esfera de lo teológico la que revela una entraña en sí misma política, esto es, secular. Lo teo-lógico supone la racionalización del dato revelado y la deducción de una normatividad para la acción a partir del mismo [50] . De esta manera, la politicidad o, lo que es lo mismo, la dimensión de inmanencia, se desprende naturalmente de la Revelación. Ésta ha debido primeramente hacerse sistema teórico en el que se estabilice el exceso teórico revelado. La administración de lo totalmente heterogéneo se cumple mediante su ulterior concreción-normalización en procedimientos jurídicos, revelándose así su intrínseca secularidad.

3. 1. 4. Carl Schmitt. Soberanía y representación “católica”. Si, como hemos visto, la teología política implica asumir la pérdida de la legitimidad habida en la Respublica christiana, es preciso preguntarse por qué recurre Schmitt a la tradición católica romana.

La preocupación de Schmitt por la soberanía se concretaba en el problema de la necesidad de una forma política que armonizara los intereses contrapuestos, carente ya la sociedad moderna de una homogeneidad cultural orientadora. El punto decisivo es que, para Schmitt, una soberanía estatal construida, histórica, no garantiza suficientemente el alumbramiento de una forma política, en cuyo origen debe estar implicado lo trascendente. Y aquí entra en escena el catolicismo romano: en la representación que se da, o mejor, en que consiste la Iglesia católica halla Schmitt ejemplarmente manifestada la esencia de la visibilidad de lo invisible, así como una producción de forma ajena al constructivismo racionalista-maquinal.

Para entender esta ejemplaridad de la Iglesia debemos reparar en que la tesis sobre la analogía entre conceptos teológicos y jurídico-políticos descansa en una analogía anterior. Iglesia y Estado comparten la indeducibilidad de su origen, pero también coinciden en su capacidad para crear y mantener un orden [51] . Ambos se enfrentan a la ineliminable conflictividad humana mediante la producción de forma jurídica. Y ésta es la razón por la que Schmitt apela al catolicismo en su análisis del poder soberano. No se trata de que el representante soberano deba ajustarse materialmente al dogma católico. De lo que se trata es de que tiene en la Iglesia un modelo perfecto de lo que debe hacer si quiere ser una autoridad legítima, esto es, no sostenida por la mera técnica para conservar el poder: representar una Idea, hacer visible lo invisible, traducir a lo inmanente lo trascendente, tornar homogéneo lo heterogéneo [52] .

Así pues, la teología política de Schmitt, como la de Hobbes, hace descansar la soberanía del Estado en el presupuesto de una Repräsentation de lo invisible, de lo no-inmediatamente-presente [53] . Tal representación, y a diferencia exacta de lo que ocurre en los pensadores republicanos, resulta irreductible a contrato alguno. Esto explica su carácter existencial-decisionista. La decisión soberana resulta tal en orden a alumbrar una forma estatal que es, esencialmente, representativa de un orden concreto [54] . El Estado, entonces, es resultado y visualización de una previa y objetiva sustancia ética, de un nomos, de un espacio poblado de hombres e internamente cualificado, esto es, poseedor de un orden invisible que él representa. De esta forma, Schmitt se distancia de un decisionismo puro, que es al que le conduciría en buena lógica su concepción de la decisión soberana a partir del modelo calvinista de Dios, pues la idea de orden concreto implica la existencia de una homogeneidad fecundadora de la decisión y conductora de las metamorfosis del derecho.

3. 2. Soberanía y decisión.

Una exposición de la especificidad de la teología política de Schmitt no puede obviar el aspecto más decididamente moderno de la misma. Si el medievalismo de Schmitt asoma en su uso del catolicismo, su heterogeneidad respecto de todo iusnaturalismo material católico determina un recurso a la decisión, origen de todo orden, que define el carácter moderno de su pensamiento. La razón es que, en el caso de la decisión, que determina, junto a la representación, la soberanía teológico-política, Schmitt defiende (cf. Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica) su dependencia conceptual del concepto calvinista de Dios, de potencia absoluta.

En este apartado tan sólo me acercaré brevemente a la compleja dimensión decisionista que encierra la teología política moderna [55] . Ésta es motivada por el hecho de que para tornar legítima la facticidad de la norma no basta con que el soberano encarne lo invisible, la vida del derecho requiere un orden de normalidad [56] . El sujeto que lo haga posible sólo podrá ser el que renovadamente decide dicha situación mediante la decisión sobre la excepción y el señalamiento del enemigo, elementos que se identifican.

Respecto de lo primero, la soberanía propia del Estado consiste en el monopolio de la decisión destructora/creadora de derecho [57] . Y esto significa monopolio de la decisión “en” la excepción, ya que si la soberanía es creación (ilegal) de la ley, ésta es legitimación de tal ilegalidad. Lo que juega de fondo es el esfuerzo de Schmitt (análogo al de Heller) por mostrar la pertinencia de la decisión como elemento productor de deber ser a partir del ser, extremos que permanecían impensados en la teoría pura del derecho. Así, tal decisión, aunque cognoscitivamente injustificable, tiene por finalidad no sólo la destrucción sino la producción de orden, de forma jurídica, que de esta manera emerge con una radical conciencia de su contingencia.

Respecto de lo segundo, la identificación del enemigo, la teología política moderna ancla en una sobradamente conocida antropología pesimista. La razón de ello es que sólo unos seres humanos así concebidos permiten legitimar la presencia de una soberanía absoluta, esencialmente pacificadora y productora de orden, esto es, un katéchon. Es la convicción (teológica) acerca de la finitud y problematicidad humanas la única que, a juicio del jurista, permite explicar la emergencia del ámbito de lo político, así como su figura por excelencia, el Estado. Esta dependencia entre teoría política y mito dualista se explica a su vez por la afinidad entre pensamiento político y teológico en lo referente al modo de su desarrollo (ontológico-existencial) y a sus supuestos metódicos. Así, en El concepto de lo político se afirma que la jurisprudencia y la moral suponen la capacidad humana de elegir el bien, mientras que la política, en esto afín a la teología, parte de la maldad del ser humano como verdad fundamental [58] . Esto explica que sólo la teología de la Reforma parezca adecuada para una legitimación de la esfera de la política. La visión del ser humano que apuntala esta teología consagra un jorismós absoluto entre lo humano y el reino de Dios. El hombre no merece la menor confianza en cuanto a la capacidad de obrar el bien, y esto explica la presencia de la autoridad temporal y las instituciones, cuyo fin se reduce, ya que la realización de la justicia es imposible, a la evitación del pólemos destructor y a la espera de la conquista del número de los elegidos [59] .

El alcance de este pesimismo antropológico se explicita, en Schmitt, desde la conocida concepción realista de la política: lo político es posible sólo porque hay enemigo, porque la guerra es posible y ello la torna efectiva en el presente [60] . La enemistad motivadora de lo político es la enemistad existencial, es decir, la que cuestiona radicalmente el modo propio de ser. El punto relevante es que la propuesta de una distinción tan pura muestra la necesidad de recurrir a la decisión sobre quién es, en cada caso, el enemigo, ya que sólo la capacidad de identificarlo y combatirlo permite la articulación de una unidad política -o evitar su descomposición [61] . De esta forma, el Estado queda definido tanto en función de su rol rector del agrupamiento conflictivo, como en su capacidad decisora del enemigo [62] .


4. Conclusión.

Hacia una política sin teología política. La teología política de Schmitt parte de un diagnóstico sobre la Modernidad como época de normalización de la excepción y correlativa ausencia (de visibilidad) de un fundamento trascendente para el orden. No obstante, también incorpora la creencia en la posibilidad de nuevas formas soberanas de orden, que son propuestas sirviéndose de la fuerza persuasiva de las analogías con las formas y conceptos teológicos. Pero, dada la especificidad moderna, época en que se torna normal la excepción, debe recurrir a la decisión como elemento que permita la representación de la unidad, así como la identificación del enemigo y la consiguiente normalización requerida para el funcionamiento del derecho.

Es el momento de retomar la observación con que inicié este trabajo. ¿En qué sentido es pertinente, para iluminar la política actual y la vida en nuestras sociedades democráticas, un estudio acerca de los fundamentos teológicos de la política moderna?

Si aislamos los dos elementos desde los que he definido el tipo “teología política” tenemos, en primer lugar, que la soberanía de muchos Estados sigue aún asentándose en su supuesto carácter de representación de una verdad trascendente (normalmente, de una homogeneidad cultural). Como sabemos desde Platón, pasando por la crítica de Arendt a Heidegger, esta lógica mimética productora de exclusión, groseramente visible en los nacionalismos que adornan pintorescamente la actual política europea, es esencialmente teo-lógica. En segundo lugar, la forma estatal no sólo cuenta con ese carácter representativo para anclar su legitimidad. La soberanía del Estado emerge y se ejerce (es más: en ocasiones, parece reducirse a ello) en la decisión acerca de quién es enemigo, y en el combate consiguiente. La específica situación que hoy vive -a grandes rasgos- la política occidental está produciendo la emergencia de nuevos enemigos en los que cimentar tal soberanía. Lejano el universo escindido en dos bloques, otras figuras (en ocasiones novedosas, otras veces tan antiguas como la propia política) toman su relevo en dicha tarea: los terroristas, los inmigrantes sin papeles, los homeless, los refugiados, las minorías que se hacinan en los guettos de las grandes ciudades, etc. La vida de estos seres humanos aparece completamente expuesta a los poderes soberanos, que hacen de ella (de la decisión sobre ella) morada y fundamento. Propiamente, es una vida en permanente estado de excepción.

Una rica tradición de pensamiento, hoy felizmente reforzada con las aportaciones de Jean-Luc Nancy, Philippe Lacoue-Labarthe, Giorgio Agamben o Roberto Esposito, se ha ido caracterizando por centrar la reflexión en la propuesta de alternativas, teóricas y prácticas, a esta comprensión de la soberanía estatal que he denominado “teológico-política”. Con diferentes matices diferenciadores, estos pensadores cuestionan de raíz dicha lógica soberana (que consideran plenamente actual), aportando ideas que capaciten a la imaginación para pensar políticas que la sorteen. Aún consciente de cierto esencialismo oculto en sus argumentos, y según el cual reducen a un esquema rígido toda la política a partir de la Modernidad, la aportación de estos filósofos en el esfuerzo por pensar una política ajena al totalitarismo teológico-político es crucial. Sus argumentos pueden considerarse como una contribución al necesario momento reflexivo (auto-crítico y anti-mítico) que debe acompañar a toda auténtica vida y pensamiento democráticos [63] .



--------------------------------------------------------------------------------

[1] Sobre la figura del “tipo ideal”, cf. Weber, M., La “objetividad” cognoscitiva de la ciencia social y de la política social, en Ensayos sobre metodología sociológica (Amorrortu, Buenos Aires, 1973), pág. 80.

[2] “Por un lado la teología política aparece como un correctivo crítico frente a una cierta tendencia privatizadora de la teología actual (en sus formas trascendental, existencial y personalista) (...). Por otro lado la teología política aparece aquí como un intento de formular el mensaje escatológico del cristianismo bajo las condiciones de nuestra sociedad”. Metz, J. B., Teología política: Selecciones de teología 38 (1971), págs. 98s. Véanse las páginas que se le dedican en Xhaufflaire, M., La teología política (Sígueme, Salamanca, 1974).

[3] “La distinción entre estado y sociedad tiene una tendencia esencialmente anti-totalitaria. Pero mientras esta distinción no llegue a tener validez en el ámbito de lo político, la unión de lo ‘teológico’ y lo ‘político’ será totalitaria (...).” Metz, J. B., La ‘teología política’ en discusión: Selecciones de teología 38 (1971), págs. 108s.

[4] “Esta teología política lo refiere todo al mensaje escatológico de Jesús”. Metz, J. B., Teología política, o. c., pág. 99. Se subraya la relativización que implica tal recurso a la escatología en González Montes, A., Teología política contemporánea (Universidad Pontificia, Salamanca, 1995), pág. 51.

[5] Metz, J. B., Teología política, o. c., pág. 102.

[6] “Cabe concebir la teología política como tarea de la teología consistente en un permanente enfoque crítico del sistema social imperante en cada caso, tentado siempre de convertirse en ídolo y de erigirse en valor absoluto por una opresión injusta”. Rahner, K., ¿Qué es teología política?: Arbor, 246 (1970).

[7] Moltmann, J., Teología política. Ética política (Sígueme, Salamanca, 1987), pág. 105.

[8] Moltmann, J., o. c., págs. 25s.

[9] “El sueño americano” (íd., págs. 65-78). Véase un lúcido análisis del fracaso de este mesianismo norteamericano en Deleuze, G., Bartleby o la fórmula, en VVAA., Preferiría no hacerlo (Pre-Textos, Valencia, 2000), págs. 82-92.

[10] “No se puede conseguir de manera tan idealista una futura religión mundial para una humanidad en proceso de unificación, caso de que tal religión se pueda convertir en meta de la esperanza cristiana universal. Con ello no haríamos más que pasar por alto el problema del ‘mal radical’ (Kant), pero no lo eliminaríamos del mundo. No es posible responder socio-políticamente a la cuestión que este problema suscita en la teodicea”. Moltmann, J., o. c., pág. 37.

[11] Un reciente libro, editado por Guido Canziani, Miguel Á. Granada e Yves Ch. Zarka, recoge más de treinta ponencias que reflexionan sobre las consecuencias políticas del tratamiento teológico de la potentia dei en los siglos XVI y XVII: POTENTIA DEI. L’omnipotenza divina nel pensiero dei secoli XVI e XVII (FrancoAngeli, Milano, 2000). Los artículos asumen una distinción en la concepción del poder divino en tales siglos clarificadora de mi diferenciación. Así, habría coexistido una concepción, entre católicos (Suárez) y anglicanos (James I), que distinguía entre potentia absoluta y potentia ordinata, junto a otra, luterana y calvinista, que afirmaba unilateralmente la absoluta. Por potentia ordinata los teólogos católicos y los defensores del derecho divino real anglicano entendían la acción divina comprensible y ajustada al orden natural, con la evidente finalidad de limitar el poder divino y, por ende, el análogo temporal, que se desarrollarían de acuerdo a su poder reglado. Que un pensador como Hobbes (del que Schmitt se considera heredero) abrace un modelo de divinidad cercano al calvinista, así como un luterano jorismós entre ámbito sobrenatural y humano, explica su rechazo de la sutil distinción, con la consiguiente comprensión del poder divino como absoluto.

[12] Cf. Rivera, A., Desconstrucción y teología política. Una mirada republicana sobre lo mesiánico: Res publica 2 (1998), pág. 214.

[13] Cf. Villacañas, J. L., Crítica de la teología política, en Cruz, M., Los filósofos y la política (FCE, Madrid, 1999), pág. 117.

[14] “Todos los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados. Lo cual es cierto no sólo por razón de su desenvolvimiento histórico (...), sino también por razón de su estructura sistemática, (…).” Schmitt, C., Teología política (en adelante, TP), en Estudios Políticos (Cultura Española, 1941), págs. 72s.

[15] TP, 89. Igualmente, cf. Schmitt, C., Sobre los tres modos de pensar la ciencia jurídica (en adelante TMCJ, Tecnos, Madrid, 1976), págs. 28s.

[16] Peterson, E., El monoteísmo como problema político (en adelante MPP, Trotta, Madrid, 1999), pág. 123. Una original interpretación de la teología política de Peterson en Panattoni, R., Appartenenza ed Eschaton (Liguori, Napoli, 2001).

[17] D’Ors, A., Teología política: una revisión del problema: Revista de Estudios Políticos 205 (1976), pág. 50. Igualmente, es imprescindible acudir a Kantorowicz, E., Los dos cuerpos del rey (Alianza, Madrid, 1985).

[18] “La perfección de la jurídica construcción romana del doble principado, que permitía una participatio imperii [participación en el poder], tal vez no le dejaba ver que es imposible aplicar a la Trinidad, sin más, el concepto profano de monarquía, de la teología pagana, y que, por tanto, la Trinidad exige un nuevo orden de conceptos” (MPP, pág. 69).

[19] MPP, pág. 71.

[20] MPP, págs. 83s.

[21] “Sólo en un suelo judío o pagano puede levantarse algo así como una ‘teología política’. Pero el Evangelio del Dios trino cae más allá del judaísmo y el paganismo, y el misterio de la Trinidad es un misterio de la misma divinidad, que no de la criatura.” (MPP, págs. 95, 69).

[22] “(…) La doctrina de la monarquía divina hubo de tropezar con el dogma trinitario, y la interpretación de la Pax Augusta con la escatología cristiana.” (MPP, págs. 94s.).

[23] Schmitt, C., Théologie politique II (en adelante TP II, Gallimard, Paris, 1988), pág. 84.

[24] TP II, págs. 102-107. A esta temática vuelve detenidamente en el capítulo siguiente (págs. 111-117) y, por entero, en el último del ensayo (págs. 154-166).

[25] TP II, pág. 148.

[26] TP II, pág. 135.

[27] TP II, págs. 173ss.

[28] TP II, pág. 116.

[29] TP II, págs. 126s.

[30] TP II, pág. 163.

[31] Voegelin abandonó, durante la redacción de la monumental Order and History, la concepción de la historia de la humanidad como un continuum de sentido con su cenit en el cristianismo. Cf. Vallespín, F., La vuelta a la tradición clásica: Leo Strauss, Eric Voegelin, en Vallespín, F., (ed.), Historia de la Teoría política. 5 (Alianza, Madrid, 1993), págs. 390s.; Roiz, J., La teoría política de Eric Voegelin: Revista de Estudios Políticos, 109 (2000).

[32] La concepción de la historia como sucesión de tres edades, y el símbolo del caudillo. Cf. Voegelin, E., Nueva ciencia de la política (en adelante NCP, Rialp, Madrid, 1968), págs. 175-181.

[33] NCP, pág. 187. Junto al problema del eidos, otros símbolos cristianos se prolongaron en variantes inmanentistas, dando lugar al progresismo, al utopismo, al misticismo, etc.

[34] “El sentimiento de seguridad que emanaba de ‘un mundo lleno de dioses’ se perdió con esos dioses; cuando el mundo se desacraliza, la comunicación con el dios trascendente queda reducida al tenue vínculo de la fe” (NCP, pág. 191).

[35] “La Reforma abre una clara época de la historia occidental al entenderla como la invasión victoriosa de las instituciones occidentales por movimiento gnósticos” (NCP, pág. 208).

[36] “Toda la amplia gama de las experiencias gnósticas constituyen el núcleo de la re-divinización de la sociedad, porque los hombres que caen en ellas se divinizan a sí mismos al sustituir la fe en el sentido cristiano por otros medios más masivos de participar en la divinidad” (NCP, pág. 194).

[37] NCP, pág. 197. Frente a Voegelin, Hans Blumenberg privilegia otra línea del pensamiento moderno (la de Copérnico o Galileo) para considerar la Modernidad como el momento de efectiva superación del dualismo y negativismo gnósticos.

[38] NCP, págs. 265ss.

[39] NCP, pág. 249.

[40] “El Leviathan es el símbolo del destino que en realidad aguarda a los activistas gnósticos que en sus sueños crean haber alcanzado de verdad el reino de la libertad” (NCP, pág. 290).

[41] Blumenberg, H., La legitimité du Temps modernes (en adelante LTM, Gallimard, Paris, 1999).

[42] LTM, pág. 84.

[43] “En tanto que forma de explicación de procesos históricos, la ‘secularización’ no podía aparecer como plausible más que por el hecho de que las supuestas representaciones secularizadas podían ser ampliamente referidas a una identidad en el proceso histórico. Pero esta identidad no es, según la tesis defendida aquí, una identidad de contenidos sino de funciones. Contenidos completamente heterogéneos pueden asumir funciones idénticas con respecto a ciertos puntos del sistema de interpretación del mundo y del hombre por él mismo” (LTM, pág. 74).

[44] “Lo que, en el proceso interpretado como secularización, ha pasado la mayoría de las veces, al menos excepto tres raras excepciones reconocibles y específicas, no puede ser descrito como ‘mutación’ de contenidos auténticamente teológicos que alienándose de ellos mismos habrían devenido seculares, sino como un volver a investir [“réinvestissement”] posiciones de respuestas devenidas vacantes cuyas cuestiones correspondientes no podían ser eliminadas” (LTM, pág. 75). También el cristianismo hubo de satisfacer la demanda de respuestas generada por la filosofía griega, una vez perdida su fiabilidad. Esto explica que las verdades de salvación devinieran explicaciones. Cuando éstas entren en crisis, la teología de la reforma reducirá el cristianismo a sus valores de salvación. Cf. LTM, págs. 75-79.

[45] LTM, pág. 86.

[46] LTM, págs. 97, 124.

[47] LTM, págs. 91-95.

[48] LTM, pág. 102. También critica la ausencia de referencias a un contexto sistemático que dé cuenta del cómo de la analogía defendida por Schmitt (LTM, pág. 104).

[49] LTM, págs. 111, 114-117.

[50] Cacciari, M., Derecho y justicia. Ensayo sobre las dimensiones teológicas y místicas de la política moderna: Anales de la Cátedra Francisco Suárez 30 (1990), pág. 57. La politicidad constituiría el opuesto que debe asumir la comunidad cristiana para sobrevivir. Cf. Esposito, R., Immunitas. Protezione e negazione della vita (Einaudi, Torino, 2002), págs. 71-77, 86.

[51] TP II, págs. 110s. Igualmente, cf. Galli, C., Genealogia della politica (Il Mulino, Bologna, 1996), pág. 254.

[52] “La Iglesia es una representación personal y concreta de una personalidad concreta (...) representa al propio Cristo, personalmente, (...).” Schmitt, C., Catolicismo y forma política (Tecnos, Madrid, 2000), pág. 23. Sobre la esencial publicidad y visibilidad de la Iglesia, cf. Schmitt, C., La visibilidad de la Iglesia. Una reflexión escolástica: Daimon, 13 (1996).

[53] “Representar es hacer perceptible y actualizar un ser imperceptible mediante un ser de presencia pública. La dialéctica del concepto está en que se supone como presente lo imperceptible, al mismo tiempo que se le hace presente.” Schmitt, C., Teoría de la Constitución (en adelante TC, Editora Nacional, México, 1952), pág. 242.

[54] “Una Constitución no se apoya en una norma cuya justicia sea fundamento de su validez. Se apoya en una decisión política surgida de un Ser político, acerca del modo y forma del propio Ser. La palabra “voluntad” denuncia -en contraste con toda dependencia respecto de una justicia normativa o abstracta- lo esencialmente existencial de este fundamento de validez.” (TC, pág. 87). Sobre la categoría de “orden concreto”, cf. Herrero, M., La categoría del orden en la filosofía política de Carl Schmitt, en Negro Pavón, D. (coord.), Estudios sobre Carl Schmitt (Colección Veintiuno, Madrid, 1996), págs. 263-285.

[55] Lo he hecho por extenso en La soberanía. De la teología política al comunitarismo impolítico, Res Publica, 2003.

[56] TP, págs. 44s.

[57] “Soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción.” (TP, pág. 35).

[58] Schmitt, C., El concepto de la política (en adelante CP, en Estudios políticos, o. c.), págs. 167s.

[59] Lutero, M., Escritos políticos, trad. Joaquín Abellán (Altaya, Barcelona, 1995), págs. 30, 131.

[60] CP, págs. 111s.

[61] CP, pág. 148. Sobre las dificultades de la distinción schmittiana, cf. Löwith, K., Decisionismo político (C. Schmitt), en El hombre en el centro de la historia (Herder, Barcelona, 1998), págs. 47s.; Derrida, J., Políticas de la amistad seguido de El oído de Heidegger (Trotta, Madrid, 1998), págs. 109-114, 133-135.

[62] CP, pág. 141.

[63] He analizado los argumentos de este pensamiento en mi citado ensayo. Así mismo, en Galindo, A., Teología política versus comunitarismos impolíticos: Res publica, 6 (2000). Una bibliografía fundamental sería la siguiente: Agamben, G., Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida (Pre-Textos, Valencia, 1998); Nancy, J.-L., Être Singulier Pluriel (Galilée, Paris, 1996); Esposito, R., Categorie dell´impolitico (Il Mulino, Bologna, 1988); Lacoue-Labarthe, Ph., (1987). La ficción de lo político. Heidegger, el arte y la política (Arena, Madrid, 2002).

No hay comentarios: