miércoles, 31 de diciembre de 2008

"Adiós a la ciencia política - Crónica de una muerte anunciada" por César Cansinoeco




En un ensayo reciente titulado “Where is Political Science Going?”, el politólogo más famoso del mundo, Giovanni Sartori, estableció de manera tajante que la disciplina que él contribuyó a crear y desarrollar, la ciencia política, perdió el rumbo, hoy camina con pies de barro, y al abrazar con rigor los métodos cuantitativos y lógico-deductivos para demostrar hipótesis cada vez más irrelevantes para entender lo político, terminó alejándose del pensamiento y la reflexión, hasta hacer de esta ciencia un elefante blanco gigantesco, repleto de datos, pero sin ideas, ni sustancia, atrapada en saberes inútiles para aproximarse a la complejidad del mundo.



En un ensayo reciente titulado “Where is Political Science Going?”, el politólogo más famoso del mundo, Giovanni Sartori, estableció de manera tajante que la disciplina que él contribuyó a crear y desarrollar, la ciencia política, perdió el rumbo, hoy camina con pies de barro, y al abrazar con rigor los métodos cuantitativos y lógico-deductivos para demostrar hipótesis cada vez más irrelevantes para entender lo político, terminó alejándose del pensamiento y la reflexión, hasta hacer de esta ciencia un elefante blanco gigantesco, repleto de datos, pero sin ideas, ni sustancia, atrapada en saberes inútiles para aproximarse a la complejidad del mundo.


El planteamiento es doblemente impactante si recordamos que Sartori es el politólogo que más ha contribuido con sus obras a perfilar las características dominantes de la ciencia política en el mundo —es decir, una ciencia empírica, comparativa, altamente especializada y formalizada—. Por ello, nadie con más autoridad moral e intelectual que Sartori podía hacer este balance autocrítico y de apreciable honestidad sobre la disciplina que él mismo contribuyó a fundar.


No obstante, las afirmaciones del “viejo sabio”, como él mismo se calificó en el artículo referido, quizá para legitimar sus planteamientos, generaron un auténtico revuelo entre los cultivadores de la disciplina en todas partes. Así, por ejemplo, en una réplica a cargo del politólogo Joseph M. Colomer publicada en la misma revista donde Sartori expone su argumento, aquél se atreve a decir que la ciencia política, al ser cada vez más rigurosa y científica, nunca había estado mejor que ahora, y de un plumazo, en el colmo de la insensatez, descalifica a los “clásicos” como Maquiavelo o Montesquieu por ser altamente especulativos, oscuros y ambiguos, es decir, precientíficos. Otros politólogos, por su parte, se limitaron a señalar que Sartori estaba envejeciendo y que ya no era el Sartori que en su momento revolucionó la manera de aproximarse al estudio de la política.


Tal parece, a juzgar por este debate, que los politólogos defensores del dato duro y los métodos cuantitativos, de los modelos y esquemas supuestamente más científicos de la disciplina, denostadores a ultranza de todo aquello que no soporte la prueba de la empiria y que no pueda ser formalizado o matematizado, prefieren seguir alimentando una ilusión sobre los méritos de la ciencia política antes que iniciar una reflexión seria y autocrítica de la misma, prefieren mantener su estatus en el mundo académico antes que reconocer las debilidades de los saberes producidos con esos criterios, prefieren descalificar visceralmente a Sartori antes que confrontarse con él en un debate de altura. El hecho es que, a pesar de lo que estos científicos puros quisieran, la ciencia política actual sí está en crisis. El diagnóstico de Sartori es en ese sentido impecable. La ciencia política hoy, la que estos politólogos practican y defienden como la única disciplina capaz de producir saberes rigurosos y acumulativos sobre lo político, no tiene rumbo y camina con pies de barro. Esa ciencia política le ha dado la espalda a la vida, es decir a la experiencia política. De ella sólo pueden salir datos inútiles e irrelevantes. La tesis de Sartori merece pues una mejor suerte. En el presente ensayo trataré de ofrecer más elementos para completarla, previa descripción de lo que la ciencia política es y no es en la actualidad. Mi convicción personal es que el pensamiento político, la sabiduría política, hay que buscarla en otra parte. ¡Adiós a la ciencia política!


LOS LÍMITES DE LA CIENCIA POLÍTICA


Desde su constitución como una disciplina con pretensiones científicas, es decir, empírica, demostrativa y rigurosa en el plano metodológico y conceptual, la ciencia política ha estado obsesionada en ofrecer una definición objetiva y lo suficientemente precisa como para estudiar científicamente cualquier régimen que se presuma como democrático y establecer comparaciones bien conducidas de diferentes democracias.


La pauta fue establecida desde antes de la constitución formal de la ciencia política en la segunda posguerra en Estados Unidos, por un economista austriaco, Joseph Schumpeter, quien en su libro de 1942, Capitalism, Socialism and Democracy, propuso una definición “realista” de la democracia distinta a las definiciones idealistas que habían prevalecido hasta entonces. Posteriormente, ya en el seno de la ciencia política, en un libro cuya primera edición data de 1957, Democrazia e definizioni, Sartori insistió puntualmente en la necesidad de avanzar hacia una definición empírica de la democracia que permitiera conducir investigaciones comparadas y sistemáticas sobre las democracias modernas. Sin embargo, no fue sino hasta la aparición en 1971 del famoso libro Poliarchy. Participation and Opposition, de Robert Dahl que la ciencia política dispuso de una definición aparentemente confiable y rigurosa de democracia, misma que adquirió gran difusión y aceptación en la creciente comunidad politológica al grado de que aún hoy, tres décadas después de formulada, sigue considerándose como la definición empírica más autorizada. Como se sabe, Dahl parte de señalar que toda definición de democracia ha contenido siempre un elemento ideal, de deber ser, y otro real, objetivamente perceptible en términos de procedimientos, instituciones y reglas del juego. De ahí que, con el objetivo de distinguir entre ambos niveles, Dahl acuña el concepto de “poliarquía” para referirse exclusivamente a las democracias reales. Según esta definición una poliarquía es una forma de gobierno caracterizada por la existencia de condiciones reales para la competencia (pluralismo) y la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos (inclusión).


Mucha agua ha corrido desde entonces en el seno de la ciencia política. Sobre la senda abierta por Sartori y Dahl se han elaborado un sinnúmero de investigaciones empíricas sobre las democracias modernas. El interés en el tema se ha movido entre distintos tópicos: estudios comparados para establecer cuáles democracias son en los hechos más democráticas según indicadores preestablecidos; las transiciones a las democracias; las crisis de las democracias, el cálculo del consenso, la agregación de intereses, la representación política, etcétera. Sin embargo, la definición empírica de democracia avanzada inicialmente por Dahl y que posibilitó todos estos desarrollos científicos, parece haberse topado finalmente con una piedra que le impide ir más lejos. En efecto, a juzgar por el debate que desde hace cuatro o cinco años se ha venido ventilando en el seno de la ciencia política en torno a la así llamada “calidad de la democracia”, se ha puesto en cuestión la pertinencia de la definición empírica de democracia largamente dominante si de lo que se trata es de evaluar qué tan “buenas” son las democracias realmente existentes o si tienen o no calidad.


El tema de la calidad de la democracia surge de la necesidad de introducir criterios más pertinentes y realistas para examinar a las democracias contemporáneas, la mayoría de ellas (sobre todo las de América Latina, Europa del Este, África y Asia) muy por debajo de los estándares mínimos de calidad deseables. Por la vía de los hechos, el concepto precedente de “consolidación democrática”, con el que se pretendían establecer parámetros precisos para que una democracia recién instaurada pudiera consolidarse, terminó siendo insustancial, pues fueron muy pocas las transiciones que durante la “tercera ola” de democratizaciones, para decirlo en palabras de Samuel P. Huntington, pudieron efectivamente consolidarse. Por el contrario, la mayoría de las democracias recién instauradas si bien han podido perdurar lo han hecho en condiciones francamente delicadas y han sido institucionalmente muy frágiles. De ahí que si la constante empírica ha sido más la persistencia que la consolidación de las democracias instauradas durante los últimos treinta años, se volvía necesario introducir una serie de criterios más pertinentes para dar cuenta de manera rigurosa de las insuficiencias y los innumerables problemas que en la realidad experimentan la mayoría de las democracias en el mundo.


En principio, la noción de “calidad de la democracia” vino a colmar este vacío y hasta ahora sus promotores intelectuales han aportado criterios muy útiles y sugerentes para la investigación empírica. Sin embargo, conforme este enfoque ganaba adeptos entre los politólogos, la ciencia política fue entrando casi imperceptiblemente en un terreno movedizo que hacía tambalear muchos de los presupuestos que trabajosamente había construido y que le daban identidad y sentido. Baste señalar por ahora que el concepto de calidad de la democracia adopta criterios abiertamente normativos e ideales para evaluar a las democracias existentes, con lo que se trastoca el imperativo de prescindir de conceptos cuya carga valorativa pudiera entorpecer el estudio objetivo de la realidad. Así, por ejemplo, los introductores de este concepto a la jerga de la politología, académicos tan reconocidos como Leonardo Morlino, Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter, entre muchos otros, plantean como criterio para evaluar qué tan buena es una democracia establecer si dicha democracia se aproxima o se aleja de los ideales de libertad e igualdad inherentes a la propia democracia.


Como se puede observar, al proceder así la ciencia política ha dejado entrar por la ventana aquello que celosamente intentó expulsar desde su constitución, es decir, elementos abiertamente normativos y prescriptivos. Pero más allá de ponderar lo que esta contradicción supone para la ciencia política, en términos de su congruencia, pertinencia e incluso vigencia, muy en la línea de lo que Sartori plantea sobre la crisis actual de la ciencia política, el asunto muestra con toda claridad la imposibilidad de evaluar a las democracias realmente existentes si no es adoptando criterios de deber ser que la politología siempre miró con desdén. Dicho de otra manera, lo que el debate sobre la calidad de la democracia revela es que hoy no se puede decir nada interesante y sugerente sobre la realidad de las democracias si no es recurriendo a una definición ideal de la democracia que oriente nuestras búsquedas e interrogantes sobre el fenómeno democrático.


Se puede o no estar de acuerdo con los criterios que hoy la ciencia política propone para evaluar la calidad de las democracias, pero habrá que reconocer en todo caso que dichos criterios son claramente normativos y que por lo tanto sólo flexibilizando sus premisas constitutivas esta disciplina puede decir hoy algo original sobre las democracias. En este sentido, habrá que concebir esta propuesta sobre la calidad de la democracia como un modelo ideal o normativo de democracia, igual que muchos otros, por más que sus partidarios se enfrasquen en profundas disquisiciones metodológicas y conceptuales a fin de encontrar definiciones empíricas pertinentes que consientan la medición precisa de las democracias existentes en términos de su mayor o menor calidad.


Tiene mucho sentido para las politólogos que han incursionado en el tema de la calidad de la democracia partir de una nueva definición de democracia, distinta a la que ha prevalecido durante décadas en el seno de la disciplina, más preocupada en los procedimientos electorales que aseguran la circulación de las élites políticas que en aspectos relativos a la afirmación de los ciudadanos en todos sus derechos y obligaciones, y no sólo en lo tocante al sufragio. Así lo entendió hace tiempo Schmitter, quien explícitamente se propuso en un ensayo muy citado ofrecer una definición alternativa: “la democracia es un régimen o sistema de gobierno en el que las acciones de los gobernantes son vigiladas por los ciudadanos que actúan indirectamente a través de la competencia y la cooperación de sus representantes”.


Con esta definición se abría la puerta a la idea de democracia que hoy comparten muchos politólogos que se han propuesto evaluar qué tan buenas (o malas) son las democracias realmente existentes. La premisa fuerte de todos estos autores es considerar a la democracia desde el punto de vista del ciudadano; es decir, todos ellos se preguntan qué tanto una democracia respeta, promueve y asegura los derechos del ciudadano en relación con sus gobernantes. Así, entre más una democracia posibilita que los ciudadanos, además de elegir a sus representantes, puedan sancionarlos, vigilarlos, controlarlos y exigirles que tomen decisiones acordes a sus necesidades y demandas, dicha democracia será de mayor calidad, y viceversa.


A primera vista, la noción de democracia de calidad resulta muy sugerente para el análisis de las democracias modernas, a condición de considerarlo como un modelo típico-ideal que anteponer a la realidad siempre imperfecta y llena de contradicciones. Por esta vía, se establecen parámetros de idoneidad cuya consecución puede alentar soluciones y correcciones prácticas, pues no debe olvidarse que el deber ser que alienta las acciones adquiere de algún modo materialidad en el momento mismo en que es incorporado en forma de proyectos o metas deseables o alternativos. Además, por las características de los criterios adoptados en la definición de democracia de calidad, se trata de un modelo abiertamente normativo y prescriptivo que incluso podría emparentarse sin dificultad con la idea de Estado de derecho democrático; es decir, con una noción jurídica que se alimenta de las filosofías liberal y democrática y que se traduce en preceptos para asegurar los derechos individuales y la equidad propia de una sociedad soberana y políticamente responsable.


El punto es que abrazar esta noción de democracia, por sus obvias implicaciones normativas y valorativas, no puede hacerse sin moverse hacia la filosofía política y el derecho. En ella están en juego no sólo principios normativos sino también valores políticos defendidos por diversas corrientes de pensamiento no siempre coincidentes. Dicho de otro modo, tal parece que la ciencia política se encontró con sus propios límites y casi sin darse cuenta ya estaba moviéndose en la filosofía. Para quien hace tiempo asumió que el estudio pretendidamente científico de la política sólo podía conducir a la trivialización de los saberes, que la ciencia política hoy se “contamine” de filosofía, lejos de ser una tragedia, es una consecuencia lógica de sus inconsistencias. El problema está en que los politólogos que con el concepto de calidad de la democracia han transitado sin proponérselo a las aguas grises de la subjetividad y la especulación se resisten a asumirlo plenamente. Y para afirmarse en las seguridades de su “pequeña ciencia”, para decirlo con José Luis Orozco,18 han reivindicado el valor heurístico de la noción de calidad democrática, introduciendo toda suerte de fórmulas para operacionalizar el concepto y poder finalmente demostrar que la democracia x tiene más calidad que la democracia y, lo cual termina siendo un saber inútil. De por sí, con la definición de “calidad” que estos politólogos aportan, la democracia termina por ser evaluada igual que si se evaluara una mercancía o un servicio; es decir, por la satisfacción que reporta el cliente hacia el mismo.


Lo paradójico de todo este embrollo es que la ciencia política nunca fue capaz de ofrecer una definición de democracia lo suficientemente confiable en el terreno empírico, es decir, libre de prescripciones y valoraciones, por más esfuerzos que se hicieron para ello o por más que los politólogos creyeron lo contrario. Considérese, por ejemplo, la conocida noción de poliarquía de Dahl. Con ella se pretendía definir a la democracia exclusivamente desde sus componentes reales y prescindiendo de cualquier consideración ideal. Sin embargo, Dahl traslada a las poliarquías los mismos inconvenientes que menciona respecto de las democracias, pues su definición de poliarquía como régimen con amplia participación y tolerancia de la oposición, puede constituir un concepto ideal, de la misma forma que justicia o libertad. Así, por ejemplo, el respeto a la oposición es una realidad de las democracias, pero también un ideal no satisfecho completamente. Lo mismo puede decirse de la participación. Además, la noción de poliarquía posee un ingrediente posibilista imposible de negar. Posibilismo en un doble sentido: en cuanto se admite en mayor o menor medida la posibilidad de acercarse al ideal, y como posibilidad garantizada normativamente, esto es, posibilidad garantizada de una participación ampliada y de tolerancia de la oposición.


El mismo tipo de inconvenientes puede observarse en muchas otras definiciones pretendidamente científicas de democracia, desde los modelos elaborados por los teóricos de la elección racional hasta los teóricos del decisionismo político, pasando por los neoinstitucionalistas y los teóricos de la democracia sustentable. Algunos pecan de reduccionistas, pues creen que todo en política se explica por un inmutable e invariable principio de racionalidad costo-beneficio; o de deterministas, por introducir esquemas de eficientización en la toma de decisiones y en el diseño de las políticas públicas como solución a todos los males que aquejan a las democracias modernas. Como quiera que sea, no le vendría mal a los cultores de la ciencia política un poco de humildad para comenzar un ejercicio serio y responsable de autocrítica con vistas a superar algunas de sus muchas inconsistencias y falsas pretensiones.


Por todo ello, creo que el concepto de calidad de la democracia está destinado al fracaso si no se asumen con claridad sus implicaciones prescriptivas. La ciencia política podrá encontrar criterios más o menos pertinentes para su observancia y medición empírica, pero lo realmente importante es asumir sin complejos su carácter centralmente normativo. Por esta vía, quizá sus introductores, politólogos empíricos, podrán aligerar la carga que supone traducir en variables cuantificables una noción altamente abstracta y normativa. Ahora bien, como concepto centralmente normativo, la calidad de la democracia constituye un gran aporte para el entendimiento de las democracias modernas. Pero verlo como tal nos lleva a compararlo con otros modelos normativos. En este nivel, la pregunta ya no es qué tan pertinente es tal o cual modelo para “medir” y “comparar” empíricamente a las democracias realmente existentes, sino qué tan consistentes son para pensar qué tan democráticas pueden ser en el futuro nuestras democracias reales. De nuevo, la contrastación entre un modelo ideal y la realidad, pero sin más pretensión que el perfeccionamiento y mejoramiento permanente de nuestras sociedades, que por supuesto no es poca cosa.


A MANERA DE CONCLUSIÓN


La ciencia política está herida de muerte. Sin darse cuenta fue víctima de sus propios excesos empiricistas y cientificistas, que la alejaron de la macropolítica. Incluso los politólogos que se han ocupado de un tema tan complejo como la democracia se han perdido en el dato duro y han sido incapaces de asumir que para decir hoy algo original y sensato sobre la misma deben flexibilizar sus enfoques y tender puentes con la filosofía prescriptiva, como lo hiciera Sartori en su The Theory of Democracy Revisited.


Lejos de ello, la ciencia política introdujo un nuevo concepto, “calidad democrática”, para proseguir con sus afanes cientificistas, sin darse cuenta que al hacerlo estaba en alguna medida traicionando sus premisas fuertes. Póngamoslo en otros términos: un nuevo concepto ha aparecido en la ciencia política para analizar a las democracias modernas, y como suele pasar en estos casos, dado el pobre desarrollo de las ciencias sociales, cada vez más huérfanas de significantes fuertes para explicar un mundo cada vez más complejo, los especialistas se arremolinan en torno al neonato concepto y explotan sin pudor sus muchas virtudes para entender mejor. Los primeros en hacerlo, además, serán los más listos y alcanzarán más temprano que los demás las mieles del éxito y el reconocimiento de su minúscula comunidad de pares. Pero he ahí que no hay nada nuevo bajo el sol. El concepto de calidad de la democracia constituye más un placebo para hacer como que se hace, para engañarnos a nosotros mismos pensando que hemos dado con la piedra filosofal, pero que en realidad aporta muy poco para entender los problemas de fondo de las democracias modernas.


Además, en estricto sentido, el tema de la calidad de la democracia no es nuevo. Es tan viejo como la propia democracia. Quizá cambien los términos y los métodos empleados para estudiarla, pero desde siempre ha existido la inquietud de evaluar la pertinencia de las formas de gobierno: ¿por qué una forma de gobierno es preferible a otras? Es una pregunta central de la filosofía política, y para responderla se han ofrecido los más diversos argumentos para justificar la superioridad de los valores inherentes a una forma política respecto de los valores de formas políticas alternativas. Y aquí justificar no significa otra cosa más que argumentar qué tan justa es una forma de gobierno en relación a las necesidades y la naturaleza de los seres humanos (la condición humana). En este sentido, la ciencia política que ahora abraza la noción de “calidad de la democracia” para evaluar a las democracias realmente existentes, no hace sino colocarse en la tradición de pensamiento que va desde Platón —quien trató de reconocer las virtudes de la verdadera República, entre el ideal y la realidad— hasta John Rawls,19 quien también buscó afanosamente las claves universales de una sociedad justa, y al hacerlo, esta disciplina pretendidamente científica muestra implícitamente sus propias inconsistencias e insuficiencias, y quizá, su propia decadencia. La ciencia política, que se reclamaba a sí misma como el saber más riguroso y sistemático de la política, el saber empírico por antonomasia, ha debido ceder finalmente a las tentaciones prescriptivas a la hora de analizar la democracia, pues evaluar su calidad sólo puede hacerse en referencia a un ideal de la misma nunca alcanzado pero siempre deseado.


Me atrevería a argumentar incluso que con esta noción, y la búsqueda analítica que de ahí se desprende, la ciencia política se coloca en el principio de su propio ocaso.

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