martes, 9 de diciembre de 2008

"LOS LIBROS QUE NUNCA HE ESCRITO" por George Steiner

Los idiomas de Eros


¿Cómo es la vida sexual de un sordomudo? ¿Con qué incitaciones y
cadencia se masturba? ¿Cómo experimenta el sordomudo la libido y la
consumación? Sería extremadamente difícil obtener testimonios fiables.
No conozco ningún corpus de investigación sistemática. Sin embargo,
la cuestión posee una marcada importancia. Atañe a los centros
nerviosos de las interrelaciones entre eros y lenguaje. Pone en el
perplejo centro de la atención el tema, absolutamente decisivo, de la
estructura semántica de la sexualidad, de su dinámica lingüística. Se
habla y se oye hablar de sexo, en voz alta o en silencio, exterior o
interiormente, antes, durante y después de las relaciones. Las dos
corrientes de comunicación, las dos puestas en escena son
indisolubles. La emisión es parte integrante de ambas. La retórica del
deseo es una categoría del discurso en la que la generación
neurofisiológica de actos de habla y de actos amorosos se implican
recíprocamente. La puntuación es análoga: el orgasmo es el signo de
admiración. Lo que se sabe de la sexualidad de los ciegos demuestra
las esenciales funciones de la representación interiorizada, de una
imaginería verbal en la cual los valores lingüísticos y táctiles se
determinan y se refuerzan entre sí. En ninguna otra interfaz de la
estructura humana están tan íntimamente unidos los componentes
neuroquímicos y lo que consideramos como los circuitos de la
conciencia y del subconsciente. Aquí, la mentalidad y lo orgánico
forman una sinapsis unificada. La neurología atribuye reflejos sexuales
al sistema nervioso parasimpático. La psicología aduce impulsos y
respuestas voluntarios cuando se analizan los procederes sexuales
humanos. El concepto de “instinto”, por su parte sólo escasamente
comprendido, caracteriza la fundamental zona de interacción entre lo
carnal y lo cerebral, los genitales y el espíritu. Esta zona está saturada
de lenguaje.
Los elementos de esta inmersión lingüística -entramos y salimos del
lenguaje cuando preparamos, mantenemos y recordamos relaciones
sexuales- son tan numerosos y complejos, el relato se halla bajo tales
presiones de sentimiento que desafía cualquier intento de enumeración
exhaustiva y más aún a una clasificación sobre la que haya acuerdo. Se
afirma que el lenguaje es al mismo tiempo universal y privado, colectivo
e individual. Todo hombre y toda mujer no impedido recurre de manera
automática, si podemos decirlo así, a un almacén de palabras y
construcciones gramaticales preexistente y accesible. Nos movemos
dentro del diccionario y la gramática de la posibilidad. En proporción
con nuestras capacidades mentales, entorno social, formación
académica, origen geográfico y patrimonio histórico, imaginamos
nuestro lenguaje propio. Pero aun estando imbuidos del mismo ethos y
entorno social étnico, económico y social, todos y cada uno de los seres
humanos, desde el imbécil y casi incapaz de expresarse hasta el
verbalmente dotado, desarrollan un “idiolecto” más o menos eficiente,
es decir, su peculiar código de medios léxicos y sintácticos. Apodos,
asociaciones fonéticas y referencias ocultas marcan estas
singularidades. Cuando no se propone la tautología, como en la lógica
formal y simbólica, el lenguaje, aun el rudimentario, es polisémico, de
estratos múltiples, expresivo de intenciones sólo imperfectamente
reveladas o articuladas. Codifica. Esta codificación puede desde luego
ser perceptible, originarse en recuerdos compartidos, aspiraciones
históricas, contextos políticos y sociales. Pero también puede ocultar
necesidades y significaciones esenciales, individualizadas, intensamente
privatizadas. El lenguaje es en sí y por sí multilingüe. Contiene mundos.
Considérese simplemente el lenguaje de los niños. La mayoría de las
veces, la enunciación articulada es la punta del iceberg de los
significados sumergidos, implícitos. Hablamos, oímos “entre líneas”. La
comprensión y la recepción son actos que intentan descifrar un código,
entrar en él.
En ninguna parte es más omnipresente y más formativa esta
“linealidad” que en las cámaras de resonancia de lo erótico. Es un lugar
común que la dirección escénica, tanto retórica como verbal, de la
seducción está repleta de verdades a medias, con tópicos adoptados o
falsedades que, a su vez, han de ser glosadas por el objeto de deseo.
Los sonidos que acompañan al orgasmo, a menudo situados en el
umbral de la verbalización y que en ocasiones parecen retroceder a la
prehistoria del lenguaje, pueden ser deliberadamente mendaces.
Tienen su brutal poética de la hipocresía, como la tienen los floreos y
las sinceridades, hechas drama, de la elocuencia erótica. El monólogo y
el diálogo -o más exactamente el monólogo en tándem- pueden
alternarse, pueden fundirse en una riqueza de cadencia y matiz casi
imposible de analizar sistemáticamente. Se intuye que durante la
masturbación palabra e imagen están más estrechamente relacionadas,
más “dialécticamente” vigorizadas en cualquier otro proceso
comunicativo humano. Las cartas de Joyce a Nora constituyen un
palpitante testimonio de esta interacción. Incluso por sí solos, una
palabra, un grupo de sonidos pueden desencadenar una jadeante
excitación (el célebre faire catleya de Proust). La imagen se despliega
dentro del sonido. Así, la masturbación tiene su gramática muda. Sin
embargo, dentro de sus intimidades, en los recovecos de lo íntimo,
están funcionando factores públicos. La fraseología erótica y sensual de
los medios de comunicación, la jerga amorosa del cine y la televisión, la
declamación de la publicidad con sus vaivenes y el mercado de masas
estilizan y convencionalizan el ritmo, la marcha, los elementos
discursivos de millones de parejas. En el mundo desarrollado, con su
corrosiva pornografía, incontables amantes, sobre todo entre los
jóvenes, “programan” sus relaciones amorosas, conscientemente o no,
con arreglo a unas líneas semióticas precocinadas. Lo que debería ser
el más espontáneamente anárquico, individualmente exploratorio e
inventivo de los encuentros humanos se ajusta, en gran medida, a un
“guión”. Hasta es posible que la última libertad, la autenticidad final sea
la de los sordomudos. No lo sabemos.
Dije en Después de Babel (1975) que la multiplicidad mil veces mayor
de lenguas recíprocamente incomprensibles que antaño se hablaron en
esta tierra -muchas están ahora extintas o en proceso de desapariciónno
es, como afirman las mitologías y alegorías del desastre, una
maldición. Es, por el contrario, una bendición y un júbilo. Todas y cada
una de las lenguas humanas son ventanas abiertas al ser, a la creación.
No hay lenguas “pequeñas”, por reducido que sea su espacio
demográfico o ambiental. Algunas lenguas habladas en el desierto del
Kalahari presentan ramificaciones del subjuntivo más numerosas y más
sutiles que las que tuvo a su disposición Aristóteles. Las gramáticas
hopi poseen matices de temporalidad y movimiento más consonantes
con la física de la relatividad y la incertidumbre que nuestros propios
recursos indoeuropeos y anglosajones. En virtud de las raíces y la
evolución fisiológico-culturales contenidas en las lenguas, raíces que
hasta en el sentido etimológico se retrotraen al subconsciente, cada una
de ellas expresa la identidad y la experiencia a su propia manera,
irreductiblemente particular. Segmenta el tiempo en múltiples y diversas
unidades. Muchas gramáticas no dividen formalmente los tiempos
verbales en pasado, presente y futuro. La “stasis” de las formas
verbales hebreas implican una metafísica y, en realidad, un modelo
teológico de la historia. Existen lenguas, por ejemplo en los Andes, en
las cuales, de una manera muy razonable, el futuro está detrás del
hablante, ya que es invisible, mientras que los horizontes del pasado se
extienden, abiertos a la vista, ante él (aquí hay enigmáticas analogías
con la ontología de Heidegger). El espacio, que es un constructor social
no menos que neurofisiológico, se cartografía e inflexiona
lingüísticamente. Las lenguas lo habitan de maneras diferentes. Por
medio de su “cartografía” y de sus denominaciones, las comunidades
lingüísticas relevantes subrayan o borran diversos contornos y rasgos.
El espectro de la diferenciación exacta entre los tonos y texturas de la
nieve en las lenguas esquimales, las cartas de color que diferencian el
pelo de los caballos en la jerga del gaucho argentino, son ejemplos
clásicos. Los ejes del cuerpo humano por los que nos orientamos en
nuestros espacios habituales son etiquetados y entendidos
lingüísticamente. Los dialectos británicos ofrecen más de cien palabras
y expresiones para la zurdez. La ecuación de zurdez y el mal (sinistra)
está consagrada en las culturas mediterráneas. La antropología
estructural nos ha enseñado que los conceptos e identificaciones de
parentesco son ineluctablemente lingüísticas. Hasta nociones tan
básicas como el parentesco o el incesto dependen de taxonomías, de
una codificación léxica y gramatical inseparable de las opciones -
colectivas, económicas, históricas, rituales- que se exponen en el habla.
Verbalizamos, “fraseamos” -como la música- nuestras relaciones para
nosotros mismos y para los demás. “Yo” y “tú” son datos de la sintaxis.
Hay vestigios lingüísticos en los que esta distinción se desdibuja, por
ejemplo en el dual griego arcaico. Aunque pueda asumir modos
“surrealistas”, la gramatología de nuestros sueños está organizada y
diversificada lingüísticamente mucho más allá de los provincianismos
de lo psicoanalítico, histórica o sociológicamente limitados. Qué
enriquecedor podría ser tener pesadillas o sueños húmedos en -por
ejemplo- albanés.
La consecuencia es una ilimitada riqueza de posibilidades. Toda
lengua humana desafía a la realidad a su propia y singular manera. Hay
tantas constelaciones de futuro, de esperanza, de proyección religiosa,
metafísica y política, “soñando hacia delante”, como formas verbales
optativas y contrafactuales. La esperanza es investida de poder por la
sintaxis. He conjeturado, sin que pueda ofrecer pruebas, que la
justificación generativa de la “locura” del número y fragmentación de las
lenguas -más de cuatrocientas sólo en la India- es análoga al modelo
darwiniano de los nichos adaptativos. Toda lengua explota y transmite
diferentes aspectos, diferentes potencialidades de la circunstancia
humana. Toda lengua tiene sus propias estrategias de negación e
imaginación. Ellas le permiten decir “no” a las restricciones físicas y
materiales impuestas a nuestra existencia. Gracias a la(s) lengua(s)
podemos desafiar o atenuar la monocromía de la mortalidad
predestinada. Cada negación tiene su propia y testaruda trascendencia.
Es este escándalo de la inextinguible “esperanza contra toda
esperanza” lo que nos permite soportar el carácter de nuestra condición
material e histórica, perennemente asesino y absurdo, y recuperarnos
de él. Es la aparentemente derrochadora plétora de las lenguas lo que
nos permite articular alternativas a la realidad, hablar con libertad dentro
de la servidumbre, programar la abundancia dentro de la indigencia. Sin
la gran octava de gramáticas posibles, esta negación y “alteridad”, esta
apuesta por el mañana no sería viable.
De ahí la pérdida verdaderamente irreparable, la disminución de las
oportunidades del hombre, cuando muere una lengua. Con su muerte,
no es sólo un linaje vital de remembranza -los tiempos verbales
pasados o su equivalente-, no es sólo un paisaje lo que se borra: es la
configuración de un futuro posible. Una ventana se cierra sobre cero. La
extinción de lenguas que estamos presenciando en la actualidad -
docenas de ellas pasan cada año a un silencio irremediable- es
exactamente paralela a los estragos que se hacen en la fauna y la flora,
pero de una forma más definitiva. Es posible replantar árboles; es
posible, al menos en parte, conservar y acaso reactivar el ADN de las
especies animales. Una lengua muerta sigue estando muerta o
sobrevive como una reliquia pedagógica en el zoo académico. La
consecuencia es un drástico empobrecimiento en la ecología de la
psique humana. La auténtica catástrofe de Babel no es la dispersión de
lenguas, sino la reducción del habla humana a unas cuantas lenguas
planetarias, “multinacionales”. Esta reducción, formidablemente
impulsada por el mercado de masas y por la tecnología de la
información, está ahora dando una forma nueva al mundo. La
megalomanía tecnocrático-militar, los imperativos de la codicia
comercial, están convirtiendo en un esperanto los vocabularios y
gramáticas angloamericanas estándar. Debido a su intrínseca dificultad,
tal vez el chino no usurpe esta triste soberanía. Cuando lo haga la India,
su lengua será alguna variante del angloamericano. Así, en el
hundimiento de las Torres Gemelas del World Trade Center el 11 de
septiembre hubo un nauseabundo pero siniestro simulacro del misterio
de Babel.
La bendición de la variedad creativa se obtiene no sólo entre lenguas
distintas, es decir, “interlingualmente”. Actúa profusamente dentro de
cualquier lengua determinada, “intralingualmente”. El más exhaustivo de
los diccionarios no es más que una abreviatura resumida, obsoleta ya
cuando se publica. El uso léxico y gramatical está en perpetuo
movimiento y fisión. Se escinde en dialectos locales y regionales. Los
factores de diferenciación funcionan como entre clases sociales,
ideologías explícitas o sumergidas, credos, profesiones. La jerga puede
variar de un barrio de la ciudad a otro, de una aldea a otra. De una
manera que sólo se ha dilucidado parcialmente, la lengua es moldeada
por el género. Muchas veces, hombres y mujeres no quieren decir lo
mismo cuando pronuncian o escriben la misma palabra. No entender
“no” como una contestación es un indicador simbólico. Los cambios en
significado e intención dentro de una generación y entre una y otra son
constantes. En ciertos momentos de la historia social, de la conciencia
familiar, de los reflejos del reconocimiento mutuo, estos cambios
pueden tornarse espectaculares. Esto parece ser así en nuestro
acelerado presente, entre grupos de edad separados por la mecánica
misma de la información. Así, diferentes niveles de la sociedad,
diferentes localizaciones geográficas, géneros y grupos de edad
pueden llegar a estar al borde de la mutua incomprensión. La pluma
estilográfica no habla con el iPod.
La fragmentación lingüística está al servicio de necesidades tanto
agresivas como defensivas. Hablamos “por” nosotros mismos y
solicitando al otro, rebelándonos contra él o desafiándolo. Hasta las
expresiones más corteses y gramaticalmente instruidas contendrán
partículas de slang calculadas para acentuar la intimidad o la exclusión.
Se obliga al muchacho de la escuela de élite, al novato, al cadete
pardillo a memorizarlas cuando se reúnen con sus iguales. La jerga de
la banda callejera o del hooligan futbolístico no es menos esnob, menos
ritualizada. Se deduce que todos y cada uno de los intercambios
semánticos, aunque se hagan en la misma lengua e incluso entre
íntimos -quizá más marcadamente aquí-, comportan un proceso más o
menos consciente, más o menos elaborado, de traducción. No hay
mensaje, no hay arco de comunicación entre fuente y recepción que no
tenga que ser descodificado. La inmediatez de la comprensión es una
idealización del silencio. Habitualmente, la descodificación tiene lugar
en el instante y, por así decirlo, pasa inadvertida. Pero cuando surgen
las tensiones, privadas o públicas, cuando la desconfianza o la ironía o
algún elemento de falsedad dejan oír su ruido de fondo, la
interpretación recíproca, el acto hermenéutico puede devenir arduo e
incierto. Entran en juego unos signos auxiliares. El tono, la inflexión, la
entonación, el lenguaje corporal tanto pueden aclarar como ocultar. Es
lo no dicho lo que se dice más alto.

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