viernes, 29 de febrero de 2008

"MINIMANIFIESTO PARA UN ANARQUISMO LÚDICO" por Insumiseria

Vivimos un insatisfactorio estado de nihilismo, negados diariamente deseos y aspiraciones al sacrificarnos trabajando, vendiendo nuestro precioso tiempo, único e irrepetible, relegando y olvidando al fin aquello que nos podría hacer felices. Disponer de nuestro tiempo, libre y para hacer lo que mejor nos venga en gana. Negamos nuestra existencia, nuestra individualidad, al colocarnos en situación de aislamiento, esclavitud, idiotez. Transcurrimos horas muertas mirando el sol por la ventana, apreciando la naturaleza a través de pantallas, manteniendo encuentros impersonales, encerrados y alejados de nuestros seres queridos, apreciados, alejados de nosotros mismos. Sin posibilidad de encontrarnos al agotarse nuestras energías y mejores momentos del día. Contando los segundos para terminar con las extenuantes ocupaciones y disfrutar del ocio reparador, creativo. Pero el ocio que obtenemos significa un momento de consumo de bienes y servicios, absurdos, inútiles.
Suprimimos nuestros cuerpos, relegamos nuestras pasiones, minimizamos el placer, consumimos fingidos orgasmos, cuerpos travestidos, dulces drogas pesadas.
Nos negamos la posibilidad de soñar, de ser creadores, poetas, artistas, o tan solo jóvenes, todo eso nos suena inseguro, ingenuo, nos obsesiona la seguridad, la estabilidad, lo que no entra en esos parámetros nos asusta, nos escandaliza, pues no entran en las reglas de éxito social.
El sacrificio, el sufrimiento, están presentes en nuestra vida diaria, impuesta como dogma, regla del buen ciudadano, del buen patriota, del buen vecino, amigo, alumno, feligrés, esposo, amante, hijo, contribuyente, militante.
Nos sacrificamos a diario en los altares del estado y del capital. Ofrendamos el presente a cambio de un lugar en la sociedad. Desde niños somos entrenados para competir y sobresalir sobre los demás.
Nos califican, nos observan, para premiarnos o castigarnos según el grado de compromiso que demostremos con el adoctrinamiento al que llaman educación, de acuerdo con el entusiasmo que demostremos en cumplir sus objetivos. Vigilados constantemente por capataces, supervisores, perseguimos como meta, convertirnos nosotros mismos en capataces y aliviar nuestra carga de trabajo para controlar a los demás.
Siendo el trabajo, la educación, la religión, la política, la diversión, el entretenimiento la más completa y absurda alienación; las energías, ideas y prácticas tendientes a su abolición, no deben suponer y transitar el mismo camino de sacrificio y alienación en que ellos nos sumergen.
Si pretendemos liberarnos, debemos eliminar para siempre de nuestras vidas todo vestigio de obediencia, disciplina, sacrificio, sufrimiento; valores siempre proclamados y ensalzados por los traficantes de ideologías, mercaderes de la fe, filántropos de fin de semana, aspirantes a funcionarios gubernamentales y rebeldes de ocasión, todos ellos fetichistas del poder.
Terminar con esta falsedad, que llamamos vida, debe ser nuestra alegre obra impregnada de acciones y prácticas espontáneas, alegres, dionisíacas, lúdicas.
Sólo acciones placenteras, anarquistas, insumisas, rompen la lógica de subordinación que defienden los paladines del orden, situados a derecha o a izquierda, que muchas veces comparten los mismos espacios de lucha en los que nos encontramos, son profetas de libertades mutiladas, pregoneros de sus futuros puestos de privilegio, como administradores de la energía revolucionaria y creadora de sus compañeros.
Jamás recuperaremos nuestras vidas dentro de sus esquemas, recetas escatológicas de fraseología escolástica con aires de ciencia, profecías de nuevas dictaduras, de vanguardias, partido único, cárceles del pueblo y muy lejanos paraísos, alcanzados luego de habernos sometido a inhumanas humillaciones en nombre de sus ideales de supuesta justicia selectiva.
La poesía de la acción directa autónoma lúdica, llena de ironía y humor, afirma la realidad de la vida, no se compromete con ninguna estructura de poder, ni crea nuevas formas de dominación.
No pretende mártires, tan caros a las religiones cristianas y a la izquierda autoritaria, como modelos a imitar por sus devotos. Son el modelo del sacrificio del individuo por el dios, por la patria, por la revolución, por el partido, por la clase, por la causa. La inmolación del individuo en nombre de la alguna abstracción, por muy bella que se pretenda. Es la verdad religiosa o la moderna verdad secularizada, la razón de estado, impuesta al individuo, prescindible para ella. Lo supuestamente verdadero y eterno frente a lo contingente, lo frágil, lo mortal.
Hay que tener una enorme, obstinada e increíble fe en el futuro, para ser tan cínicos en el presente.
Saboteemos esta maquinaria que nos fagocita a diario, desde cualquier lugar que ocupemos en ella, perdamos el respeto a los representantes de su pretendida autoridad, escandalicemos a los puritanos profanando la verdad que sostiene la farsa, eliminemos los guardianes del orden, empezando por el policía que llevamos dentro. Desterremos para siempre la autorepresión que paraliza la voluntad y la encausa en la monotonía. Desbordemos los límites de la realidad con acciones imaginativas, provocativas y perturbadoras, de desobediencia civil que desafíen la castradora autoridad.
Este Gran Juego está destinado a la exaltación y catarsis de la vida, sea esta individual o colectiva, Juego que sólo a los individuos corresponde decidir sobre la forma de llevar a cabo, con entera libertad.
El sueño de una revolución que cambie el mundo es hermoso, pero mientras tanto el tiempo se consume y nos perdemos la alegría de estar vivos, primero nuestra vida, sin amos, sin roles, sin obligaciones, convertida en una la bella insurrección.
La única causa válida es la vida porque no exige el sacrificio personal, solo exige ser vivida libre, desbordante, intensa, placentera y arrogante.


¡Hasta la victoria siempre, patria o exilio!

"SOLEDAD ROSAS" por Mariana Enriquez y Massimo Eseverri

La chica que se fue turista y se convirtió en líder antisistema ganó lugar en los medios porque su historia es increíble, porque un suicidio siempre impacta y ¿porque se convertirá en icono rebelde para posters y remeras? Esa es la cuestión: opinan los jóvenes anarquistas argentinos, puntualizando diferencias y buscando una explicación para el fenómeno mediático-político que ha provocado esta otra Sole.




Hasta hace dos semanas, pocos sabían que existen personas que toman casas, que se hacen llamar “okupas” y que son parte de un movimiento que reivindica la propiedad como un derecho básico, desde hace más de 20 años. Y todo gracias al suicidio de María Soledad Rosas, una chica de 24 años, squatter y argentina que convulsionó a Italia, donde miles de manifestantes y compañeros protestaron por su encarcelamiento y luego le rindieron homenaje a su memoria. Las fotos de la chica rapada haciendo “fuck you” con sus manos esposadas y escoltada por carabinieri en las escaleras del Palacio de Justicia de Turín recorrieron el mundo.

En la Argentina, la cobertura de los medios fue exhaustiva y crece la sensación de que la expresión rebelde de María Soledad podría lucir bien en remeras o ser tema de futuras canciones. Porque su historia es ideal para el mito: una suerte de love story revolucionaria de fin de siglo, una hermosa casa tomada en Turín que alguna vez fue una morgue, una chica de clase media estudiante de hotelería en una universidad privada que en menos de tres meses se entrega a una causa, vive en comunidad y sigue una rigurosa dieta vegetariana de acuerdo a sus principios ecologistas. Y, por supuesto, el final trágico: la cárcel y el suicidio en una habitación solitaria, tres meses después de que su novio Edoardo, de 38 años, hiciera lo mismo en una prisión de alta seguridad. Perfecto.

El caso de María Soledad fue así promocionado como el “suicidio de una líder anarquista”, en una turbia y bastante poco seria asociación entre el movimiento libertario y los squatters. Pero una cosa no es condición necesaria para que exista la otra, y la okupación sería sólo un método que en algunos casos puede elegir (o no) una tendencia anarquista. En el país existen muchos grupos anarquistas y pocas okupaciones en el sentido europeo (donde es uno de los principales movimientos antagonistas al Estado). Varios de ellos se nuclean en la Biblioteca José Ingenieros (Villa Crespo) y en la Federación Libertaria Argentina (Constitución). Ellos tienen la palabra.

Hernán, que tiene 24 años, se ocupa del archivo de la José Ingenieros. Explica que “acá el ocupa no es el okupa con K como en Europa: no hay toda la carga ideológica o cultural de por medio, sino que las acciones se hacen por una necesidad concreta y urgente, la carencia de techo”. El militante recuerda el caso español, donde “se buscaba que las casas a ocupar fueran del Opus Dei o del Ayuntamiento o de la Iglesia. Cuando se venía el desalojo, los okupas no sólo defendían el espacio que estaban autogestionando, sino que también evidenciaban las contradicciones del sistema: el gobierno (o la Iglesia) prefería tener un espacio muerto antes que brindarlo a la comunidad. Así, okupar era también una forma de hacer política y difundirla. Otros pueden hacerlo a través de una manifestación o de un periódico. A pesar de que ya fue reventado por los medios, el caso de Rosario es paradigmático. Esos chicos le están metiendo vida a un lugar muerto”. Los jóvenes anarquistas que se juntan en la Federación Libertaria tienen una edad promedio de 20 años (uno de los más jóvenes, Ernesto, tiene 17) y creen que el tema de okupar o no tiene que ver con diferentes formas de entender el anarquismo. “Los de Rosario”, explica Maximiliano, estudiante de filosofía de 21 años, “creo que no son anarquistas. Es un galpón tomado por vegetarianos, un proyecto más artístico. No lo vemos mal porque no creemos que tengamos la verdad: la concepción de la libertad es la misma, pero nuestros medios son distintos. Nosotros somos revolucionarios, creemos que el cambio social debe ser la revolución. Ellos van más por la mano de espacios alternativos dentro del ámbito cultural, aunque no estoy muy seguro porque apenas nos contactamos. El grupo del que formamos parte es de inserción, pretende incidir en la sociedad para la revolución, lo nuestro es comunismo anárquico. Los squatters no son todos anarquistas”. Ernesto, el más chico, agrega que “no nos quedamos en eso de que no corten el arbolito. Trabajamos en barrios,facultades, sindicatos, con una formación horizontal, tratando de incidir. Y no queremos caer en el clientelismo o la solidaridad, ni tampoco en la vanguardia. Todo lo que hacemos en los barrios es algo que sale de la gente que vive ahí, algo espontáneo”.

La gente de la José Ingenieros recuerda okupaciones en la zona de Bernal y otros lugares, casi todas caídas por cuestiones internas. Aún funciona el Centro Cultural La Fábrica (en la zona de Once), en donde hasta hace poco estaba la Juventud de la Resistencia y que incluso en un momento fue ocupado por Quebracho. “Vos te vas a San Telmo, por ejemplo, o San Cristóbal, y hay un montón de casas ocupadas. El movimiento Okupa europeo apunta más a liberar zonas donde recrear una cultura, una filosofía de vida, una ideología”, precisan. Respecto de la ola que se levantó por el suicidio de Soledad, Hernán cree que “tanto fanzín y tanto periódico que llega de Europa que habla sobre el tema termina despertando acá el entusiasmo para hacer una okupación, pero aún sin la misma intensidad. En España, por ejemplo, a pesar de la reciente ola represiva, el tema sigue latente. La gran diferencia que no se puede olvidar es la diferencia en la legislación europea y nacional, y cuánto dominan de ella los ocupantes. Acá es una causa penal, mientras que en varios lugares de Europa es una causa civil. Tampoco hay acá una integración con el barrio, la gente no está acostumbrada a convivir con un squatt”.

El grupo de anarquistas que se junta en la FLA se enteró del arresto y el suicidio de María Soledad por los medios. “Sabíamos que había okupas, en Europa está lleno de casos: en Italia hay 200 presos squatters”, comenta Maximiliano. “Pero acá salió el tema porque Soledad era argentina, además de la historia con su compañero. No creo que esto sirva para que se conozca más el anarquismo. Ya va a pasar”. Karina, otra de las militantes, ve con cierta indiferencia la posibilidad de que “La Sole” sea carne de remera. “Una onda La reina de los squatters... no sé, el tema de los iconos no nos gusta. No me llega”. Les recuerda al Che Guevara, dicen. Y Ernesto sugiere que “sería bueno que fuera como un acto de protesta, de rebeldía, pero yo me preocuparía por la gente condenada a muerte, por los presos políticos. Lo que pasa es que se confunde todo. Los medios ponen líder anarquista, que es cualquiera. Un compañero nuestro que esta allá nos dijo que en Italia no tuvo tanta repercusión. Es algo de todos los días”. Roberto Guilera es uno de los anarquistas “grandes” que trabaja en la Biblioteca de la Federación y no le parece que sea para tanto. Cree que “se está haciendo demasiado alboroto por un grupo juvenil que ocupa casas, cuando al mismo tiempo se hacen medicamentos que matan gente, hay problemas de contaminación, y todo eso, que es mucho peor en dimensión, pasa como pasan todas las noticias. Es cruel la forma en que se toman estos temas, está lleno de sensacionalismo”. Y según su manera de ver las cosas: “Que se ocupe una casa no hace temblar la sociedad, que se dejen de joder”.



Soledad

La protesta se ejerce ante la sociedad, frente a todos aquellos en condiciones de escuchar un mensaje o ponderar una actitud. Es un gesto dirigido al espacio público. Supone un auditorio. Todas las consecuencias que se produzcan con posterioridad forman parte del acto originario. Hoy en día, la protesta no puede obviar los medios de comunicación. La resonancia mediática contribuye a generar reacciones de condescendencia y sentimentalismo por parte de muchos que no se conmoverían por otros acontecimientos. La imagen joven, tierna e inocente que muere en un trance de amor y libertad es capturada por la misma maquinaria de producción y circulación que prospera con Titanic. En la Argentina se suma cierta predilección morbosa por la muerte, que es tradición nuestra.

¿Qué sucedió en realidad? El espíritu contestatario no convoca a la técnica judicial para establecer las pruebas y los detalles. Sabe que el aparato del Estado, los dueños de las cosas y de las personas, y las leyes al servicio de todos ellos son inapelables de cualquier manera. Y la protesta se dirigía precisamente contra todos ellos, de modo que, producidas las consecuencias, sólo cabe recordar la fuente del mal, y no pedir justicia a quien la contradice en su esencia. La protesta se dirigía contra la imposibilidad de hablar en una sociedad que no hace otra cosa que hablar sin decir nada. Se dirigía contra las imposiciones de la técnica, frente a las cuales se presume imposible otra cosa que aguardar suplicantes como esclavos cada nuevo obsequio.

La “muerte de un anarquista” es accidental finalmente siempre, porque se la asume como riesgo desde que se decide protestar. Cómo y qué suceda depende ya de la suerte y de otras circunstancias secundarias frente a la prevalecencia del poder.

Lo que dicen los anarquistas es: protestar puede no tener éxito, pero es posible, es necesario, no vale la pena vivir de otra manera. Para los argentinos, para la propia Soledad, lo acontecido tiene también otra cara relacionada con la conversión intensa y vertiginosa que sufrió esa chica. En pocos meses pasó del primer mundo que alucina nuestra acomodada clase media, ese confort apoyado sobre cadáveres, pretencioso, módico y mezquino, al primer mundo real. La historia de Soledad expresa el tedio y la chatura que experimenta una juventud carente de ideales y de verdad, engendrada por una sociedad culpable que no puede hacerse cargo de un pasado sangriento. A Soledad se le abrieron los ojos acerca de un modelo impuesto entre nosotros sobre todo en lo que tiene de brutal. Se entregó de lleno a una mirada que desnuda desde atrás lo que para nuestra vida cotidiana se presenta desde la vidriera multicolor de los triunfos de la técnica y las delicias del consumo. ¡Qué pena que le haya costado la vida!


El origen de las okupaciones

Breve historia


Como lo explican los textos fundacionales de los creadores de los squatts (traducidos a diez idiomas luego del Congreso Internacional de Squatters en Hamburgo en diciembre de 1990), buscar un origen de las okupaciones puede llevar a décadas antes de la Revolución Francesa, y más atrás inclusive. La intención político-social de tales acciones (más importantes que la ocupación misma) tiene sus albores en las comunidades de provincia autogestionadas y solidarias que enfrentaron al desarrollo comercial y policial del Estado, unos diez o veinte años antes de la Revolución de 1789.

Las paradas de la historia squatter se ubican en los momentos ilustres del comunismo y el anarquismo (la liberación de espacios comunales, la abolición de derechos de privilegio), siempre arruinados por algunos revolucionarios que terminaban reimplantando las herramientas del poder centralizado (los impuestos, la policía y el dinero). Así es como al fin del feudalismo le sigue el Terror de la República, a la Comuna de París (un sistema creado por anarquistas y comunistas) la represión y la construcción de una nueva ciudad antidisturbios y a la Revolución Rusa de 1917, el totalitarismo del PC. Todos parecen concordar en que uno de los momentos en que más cerca se estuvo de un ideal libre sucedió antes de la Guerra Civil Española, cuando se logró colectivizar ciudades enteras. Lograr la independencia con respecto al Estado, vivir en un lugar que rompa el aislamiento y permita el intercambio sin dinero, la expresión o la lucha ecológica son metas permanentes de un ideal libertario. Los métodos para lograrlo (el uso o no de la violencia, qué y cuánto usar del sistema que nos rodea), en cambio, no parecen estar tan consensuados.

Frente a un fenómeno con más de tres décadas en Europa (que permite adivinar algún contacto con las comunidades hippies), en la Argentina existen innumerables asentamientos aunque pocos se han embanderado con el pabellón okupa. El caso de los galpones ferroviarios de Wheelright y España (Rosario) o el Centro Cultural Germinal en 7 y 43 (La Plata) son los que más se identifican con el movimiento, aunque también existen otros como los del Abasto (relacionados hasta el hartazgo con grupos políticos de izquierda), un bar y centro cultural en Costanera Sur o la casa ubicada en 69 y 1 (también en La Plata), donde vivía y ensayaba la banda liderada por Miguel Bru.



Resumen de los hechos

Quienes y por qué?

Esta historia de María Soledad Rosas, Edoardo Massaro y los arrestos a anarquistas en Italia empieza, en realidad, el 17 de septiembre de 1996: 300 carabinieri (la policía italiana) comenzaron un largo raid para encarcelar a casi todos los libertarios del país. Las órdenes provenían del juez Antonio Marini y los fiscales Ionta y Vigna, quienes pretendían asociar a los anarquistas y a los okupas o squatters (no todos son necesariamente libertarios) con una organización paramilitar ecoterrorista que se llaman Lobos Grises y que, según los squatters de Turín, ni siquiera existe. Los cargos a los detenidos (no se sabe exactamente cuántos cayeron aquella vez) van desde la asociación subversiva hasta asesinato y venta de armas: según el juez, muchos squatters serían encubridores de los grupos armados. Una de las principales acusaciones fue el sabotaje al TAV, un tren de alta velocidad de la compañía Val Sussa en 1996, además de atentados a varios canales de televisión.

María Soledad llegó a Italia en julio de 1997, en un viaje que le regalaron sus padres como premio por terminar la facultad, en donde cursó la carrera de hotelería. Era ecologista, vegetariana (incluso no comía derivados animales, ni leche ni queso, y practicaba urinoterapia, es decir, se tomaba su propio pis para purificarse), no usaba materiales plásticos ni aerosoles. En el norte de Italia conoció a Edoardo Massaro, “Baleno”, que le llevaba 11 años y ya vivía como squatter en Turín. Se enamoraron y juntos viajaron a España. Después de Navidad y de vuelta a la capital piamontesa, se instalaron en un “palazzo” abandonado. En ese barrio también funciona Radio Blackout, una emisora libre que se autoproclama defensora de “las ocupaciones, los centros sociales, las radios libres, el antiprohibicionismo, la nueva tecnología, las raves, los transexuales, los movimientos de liberación, las editoriales independientes, la buena cocina, la autogestión, los indios, la antipsiquiatría, los estados alterados, etc.” (el e-mail es blackout@ecn.org«MDNM»). Para entender la onda basta con echar un vistazo a la programación: un programa se llama “Ya basta”, y fundamentalmente se dedica a Chiapas y el EZLN, “TDK” pasa punk, ska, rap, reggae y raggamuffin, “Tuttosquat” es el programa de noticias de los okupas de Italia, “Crack” es de “confrontación antiimperialista”, y así también hay espacios para el jungle, los gays, los estudiantes y la música extrema. También transmitía desde allí el Comité de Defensa Anarquista en Italia, individuos que se ocupan de los militantes perseguidos y encarcelados: básicamente les conseguían abogados, recibían cartas, les prestaban plata y les mandaban libros. En este momento el Comité ha dejado de funcionar.

Ahí vivió Soledad hasta el 6 de marzo, cuando dos cuerpos especiales de carabinieri irrumpieron en los squatts buscando a Edoardo y Silvano Pelliseri, un amigo. Los arrestaron acusándolos del atentado al tren, y se la llevaron a ella también (en Italia, para hacer un allanamiento tiene que haber por lo menos tres personas en la casa). Al otro día, hubo una manifestación y disturbios en la calle, con más de 20 detenidos. Se retomaron los squatts y los okupas festejaron toda la noche.

Soledad ni siquiera estaba en Italia en el momento del atentado al tren y no parece haber pruebas concluyentes de que Silvano y Edoardo pertenecieran a un grupo armado. Según los okupas, se trataba de buscar un chivo expiatorio después de dos años de investigaciones infructuosas, y a esto han contribuido los medios masivos italianos que enseguida los bautizaron “ecoterroristas”. La noche del 29 de marzo, Baleno se suicidó en la cárcel. El 2 de abril se hizo el funeral: a través de la radio se le pidió a los medios y a la policía que no aparezcan. No hicieron caso y un periodista terminó herido. El 4 de abril, 8000 manifestantes apedrearon el Palacio de Justicia de Turín. Después del suicidio de Baleno, a Soledad se le concedió el arresto domiciliario en Benevagenna, en la comunidad terapéutica Bajo Los Puentes de Piamonte. Allí la visitó su hermana MaríaGabriela y su mamá Marta. La noche entre el 10 y el 11 de julio Soledad se suicidó, ahorcándose con una sábana. Silvano está detenido en la prisión de alta seguridad de Novara, donde cumple una huelga de hambre y sed para que se le conceda el arresto domiciliario, o al menos se lo informe de la fecha del juicio. El supuesto arsenal que se encontraba en la casa ocupada de Turín nunca fue mostrado al público. El jueves pasado, cuando las cenizas de María Soledad salieron de Italia, miles de manifestantes se acercaron al aeropuerto y allí hicieron 42 minutos de silencio. Los restos de la Sole son considerados por el Estado italiano como de “alto riesgo”. Tienen miedo a las represalias y/o acciones de sus compañeros.


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LA CARTA
Apenas conoció la noticia de la muerte de su compañero Eduardo, Soledad escribió esta carta que hoy se puede encontrar en Internet, en el sitio de la Comisión de Defensa Anarquista.

Compañeros y compañeras: La rabia me domina en este momento. Siempre he pensado que cada uno es responsable por sus actos, pero esta vez hay culpables y los quiero mencionar en voz alta, son aquellos que mataron a Edo: el Estado, los jueces, los abogados, la prensa, el T.A.V., la policía, las leyes, las reglas y toda la sociedad de esclavos que acepta este sistema.

Siempre luchamos contra esta dominación y es por ello que hemos terminado en la cárcel. La cárcel es un lugar de tortura física y psíquica, aquí no se dispone de absolutamente nada, no se puede decidir a qué hora levantarse, qué comer, ni con quién hablar, ni con quién encontrarse, ni a qué hora ver el sol. Para todo hace falta hacer una “solicitud”, hasta para leer un libro. Ruido de llaves y cerraduras que se abren y se cierran, voces que no dicen nada, voces cuyo eco se escuchan en los pasillos fríos, zapatos de goma que no hacen ruido y una linterna que en los momentos menos pensados está ahí para controlar tu sueño, correo controlado, la palabra prohibida. Todo un caos, todo un infierno, todo la muerte.

Así es como te matan día a día, despacio pero seguro para hacerte sentir más dolor. Por eso Edo ha decidido terminar abruptamente con este dolor infernal. Al menos él se permitió tener un último gesto de mínima libertad, de decidir él mismo cuándo terminar con esta tortura.

Entre tanto, me castigan a mí y me ponen en incomunicación. Eso significa no sólo no ver a nadie sino tampoco recibir ningún tipo de información, no tener una frazada para taparse. Ellos tienen miedo de que yo me suicide. El mío es un aislamiento cautelar, lo hacen para “salvaguardarme”, y así no tener que asumir la responsabilidad si yo decidiera también ponerle fin a esta tortura.

No me dejan llorar en paz, no me dejan tener un último encuentro con mi Baleno. Veinticuatro horas al día, un agente me custodia a cinco metros de distancia.

Después de lo que pasó, los políticos del partido verde que vinieron para darme su pésame y para tranquilizarme no se les ocurrió nada mejor que decirme que “ahora seguramente todo se va a resolver más rápido, ahora todos van a seguir con más atención el proceso y pronto te darán arresto domiciliario”.Después de este discurso me quedé sin palabras, estaba sorprendida, pero pude preguntarles si se necesita de la muerte de una persona para conmover a un pedazo de mierda, en este caso el juez.

Insisto, en la cárcel ya mataron a otros y hoy mataron a Edo, estos terroristas con licencia para matar.

Voy a buscar la fuerza de alguna parte, no sé de dónde, sinceramente ya no tengo ganas pero tengo que seguir, lo hago por mi dignidad y en nombre de Edo. Lo único que me tranquiliza es saber que Edo ya no sufre más. Protesto, protesto con mucha rabia y mucho dolor.

Sole

P.D.: Si el hecho de encarcelar a una persona es un castigo, entonces a mi ya me castigaron con el asesinato de Edo. Hoy empecé la huelga de hambre. Quiero mi libertad y la destrucción de toda esta institución carcelaria. La condena la voy a pagar todos los días de mi vida.

jueves, 28 de febrero de 2008

"Transformación social y creación cultural*" por Cornelios Castoriadis

I have weighed these times, and found them wanting.


Hasta donde se sabe, los genes humanos no han sufrido deterioro, por lo menos hasta ahora. Pero sabemos que las “culturas”, las sociedades, son mortales. Se trata de una muerte que no es general ni necesariamente instantánea. Su relación con una nueva vida, de la que puede ser condición, es un enigma siempre singular. La “decadencia de Occidente” es un tema antiguo, y en el más profundo de los sentidos, es falso. Este eslogan también quiso encubrir las potencialidades de un mundo nuevo que la descomposición de “Occidente” plantea y libera; quiso esconder, en todo caso, el problema de este mundo y sofocar el hacer político con una metáfora botánica. No intentamos postular que esta flor, como las otras, se marchitará, se marchita o se marchitó.
Intentamos comprender qué es lo que muere en este mundo histórico social, cómo muere y, de ser posible, por qué. También intentamos encontrar qué es lo que, quizás, está naciendo.
Ni la primera ni la segunda parte de esta reflexión son gratuitas, neutras o desinteresadas. La cuestión de la “cultura” se enfoca aquí como una dimensión del problema político; y perfectamente puede decirse que el problema político es un componente de la cuestión de la cultura en el sentido más amplio. (Por política, claro está, no me refiero a la profesión del señor Nixon, ni a las elecciones municipales. El problema político es el problema de la institución global de la sociedad.)
La reflexión no puede ser más “anticientífica”. El autor no movilizó un ejército de asistentes, ni pasó decenas de horas frente a la computadora para establecer científicamente lo que todo el mundo ya conoce de antemano: por ejemplo, que a los conciertos de la música llamada seria sólo asisten ciertas categorías socio-profesionales de la población. También es una reflexión llena de trampas y de riesgos: estamos sumergidos en este mundo -y tratamos de comprenderlo e incluso de evaluarlo-. Evidentemente, es el autor quien habla. ¿En nombre de qué? En nombre, precisamente, de ser parte integrante, de ser individuo participante de este mundo; en nombre de lo mismo por lo que se autoriza a expresar sus opiniones políticas, a escoger lo que combate y lo que sostiene en la vida social de la época.
Lo que está muriendo hoy, en todo caso, lo que se cuestiona profundamente, es la cultura “occidental”. Cultura capitalista, cultura de la sociedad capitalista, pero que supera ampliamente este régimen histórico-social, pues comprende todo lo que éste ha querido y podido retomar de aquello que lo ha precedido, y muy particularmente en el
segmento “greco-occidental” de la historia universal. Esto muere como conjunto de normas y de valores, como formas de socialización y de vida cultural, como tipo histórico-social de individuos, como significado de la relación de la colectividad consigo misma, con aquellos que la componen, con el tiempo y con sus propias obras.
Lo que está naciendo, difícil, fragmentaria y contradictoriamente, desde hace más de dos siglos, es el proyecto de una nueva sociedad, el proyecto de autonomía social e individual. Proyecto que es una creación política en sentido profundo, y cuyas tentativas de realización, desviadas o interrumpidas, ya han formado la historia moderna. (Son totalmente ilógicos los que a partir de estas desviaciones o
interrupciones quieren concluir que el proyecto de una sociedad autónoma es irrealizable. No he tenido noticias de que la democracia haya sido desviada de sus fines bajo el despotismo asiático, ni de que las revoluciones obreras de los Bororo hayan degenerado.)
Revoluciones democráticas, luchas obreras, movimientos de mujeres, de jóvenes, de minorías “culturales”, étnicas, regionales son pruebas de la emergencia y la vida continuada de este proyecto de autonomía. La cuestión de su porvenir y de su “cumplimiento” -la cuestión de la transformación social en un sentido radical- queda evidentemente abierta. Pero también queda abierta o, mejor dicho, debe ser nuevamente planteada una cuestión nada original, por cierto, que no obstante es redescubierta regularmente por los modos de pensamiento heredados, aun cuando pretenden ser “revolucionarios”: la cuestión de la creación cultural en sentido estricto, la aparente disociación entre el proyecto político de autonomía y un contenido cultural; las consecuencias, pero sobre todo los presupuestos culturales de una transformación radical de la sociedad. Las páginas que siguen quieren elucidar, parcial y fragmentariamente, esta problemática. Considero aquí el término cultura en una acepción intermedia entre su significado habitual en francés (las “obras del espíritu” y el acceso del individuo a ellas) y su sentido dentro de la antropología estadounidense (que cubre la totalidad de la institución de la sociedad, todo aquello que diferencia y opone sociedad, por una parte, y animalidad y naturaleza, por la otra). Entiendo aquí por cultura todo lo que supera, en la institución de una sociedad, la dimensión conjuntista identitaria (funcional-instrumental) y que los individuos de esa sociedad invisten positivamente como “valor” en el sentido más general del término: en definitiva, la paideia de los griegos. Como su nombre lo indica, la paideia contiene también indisociablemente los procedimientos instituidos por medio de los cuales el ser humano, durante su fabricación social como individuo, es conducido a reconocer y a investir positivamente los valores de la sociedad. Estos valores no son dados por una instancia externa, ni descubiertos por la sociedad en sus yacimientos naturales o en el cielo de la Razón. Son creados por cada sociedad considerada, como núcleos de su institución, referencias últimas e irreductibles de la significancia, polos de orientación del hacer y del representar sociales. Por lo tanto, es imposible hablar de transformación social sin afrontar la cuestión de la cultura en este sentido -y de hecho, la afrontamos y “respondemos” a ella hagamos lo que hagamos-. (Así, en Rusia, después de octubre de 1917, la aberración relativa del Proletkult fue aplastada por la aberración absoluta de la asimilación de la cultura capitalista -y éste ha sido uno de los componentes de la constitución del capitalismo burocrático total y totalitario sobre las ruinas de la revolución-.)
Podemos explicitar de manera más específica la relación íntima entre la creación cultural y la problemática social y política de nuestro tiempo. Podemos hacerlo mediante ciertas interrogaciones, y lo que éstas presuponen, implican o traen aparejado (como constataciones de hecho, aunque sean discutibles, o como articulaciones de sentido):
• En un sentido, el proyecto de una sociedad autónoma (tanto como la simple idea de un individuo autónomo) ¿no es “formal” o “kantiano”, en tanto que parece no afirmar como valor más que la autonomía en sí misma? Más precisamente: ¿puede una sociedad “querer” ser autónoma por ser autónoma? O incluso: autogobernarse -sí, pero ¿para hacer qué cosa?-. La mayoría de las veces, la respuesta tradicional es: para satisfacer mejor las necesidades. La contestación a esta respuesta es: ¿cuáles necesidades? Cuando no existe el riesgo de morirse de hambre, ¿qué es vivir?

• Una sociedad autónoma podría “realizar mejor” los valores –o “realizar otros valores” (se sobreentiende: mejores)-; ¿pero cuáles? ¿Y qué son valores mejores? ¿Cómo evaluar los valores? Interrogaciones que adquieren un sentido pleno a partir de esta otra pregunta “de hecho”: ¿aún existen valores en la sociedad contemporánea? ¿Se puede hablar todavía, como Max Weber, de conflicto de valores, de “combate de dioses”? ¿O hay, antes bien, un hundimiento gradual de la creación cultural y -afirmación que, aunque sea un lugar común, no es necesariamente falsa- descomposición de valores?

• Sería imposible, por cierto, decir que la sociedad contemporánea es una “sociedad sin valores” (o “sin cultura”). Una sociedad sin valores es simplemente inconcebible. Hay, evidentemente, polos de orientación del hacer social de los individuos y finalidades a las cuales el funcionamiento de la sociedad instituida está sometido. Por lo tanto, hay valores en el sentido transhistóricamente neutro y abstracto indicado más arriba (en el sentido en que, para una tribu de cazadores de cabezas, matar es un valor sin el cual esa tribu no sería lo que es). Pero estos “valores” de la sociedad instituida contemporánea parecen y son efectivamente incompatibles con –o contrarios a- lo que exigiría la institución de una sociedad autónoma. Si el hacer de los individuos está orientado esencialmente hacia la maximización antagónica del consumo, del poder, de la posición social y del prestigio (únicos objetos de investidura que hoy son socialmente pertinentes); si el funcionamiento social está sometido a la significación imaginaria de la expansión ilimitada del control “racional” (técnica, ciencia, producción, organización, como fines en sí mismos); si esta expansión es a la vez vana, vacía e intrínsecamente contradictoria, como visiblemente lo es, y si los humanos no están obligados a servirla más que por medio de la puesta en práctica, el desarrollo y la utilización socialmente eficaz de móviles esencialmente “egoístas”, en un modo de socialización donde cooperación y comunidad no son consideradas y no existen sino bajo el punto de vista instrumental y utilitario; en resumidas cuentas, si la única razón por la cual no nos matamos entre nosotros cuando nos conviene es el miedo a la sanción penal, entonces, no solamente no puede ser cuestión de decir que una nueva sociedad podría “realizar mejor” valores ya establecidos, incontestables, aceptados por todos, sino que es necesario ver claramente que su instauración presupondría la destrucción radical de los “valores” contemporáneos, y una nueva creación cultural concomitante con una transformación inmensa de las estructuras psíquicas y mentales
de los individuos socializados.
No me parece que el hecho de que la instauración de una sociedad autónoma exija la destrucción de los “valores” que orientan actualmente el hacer individual y social (consumo, poder, posición, prestigio - expansión ilimitada del control “racional”-) requiera una discusión particular. Lo que habría que discutir aquí es el hecho de saber en qué medida la destrucción o el desgaste de estos “valores” ha avanzado, y en qué medida los nuevos estilos de comportamiento que se observan, sin duda fragmentaria y transitoriamente, en los individuos y en los grupos (especialmente de jóvenes) son anunciadores de nuevas orientaciones y de nuevos modos de socialización. No abordaré aquí este problema capital e inmensamente difícil.
Pero el término “destrucción de valores” puede chocar, y parecer inadmisible, al tratarse de la “cultura” en el sentido más específico ymás restringido: “obras del espíritu” y su relación con la vida social efectiva. Es evidente que no propongo bombardear los museos ni quemar las bibliotecas. Mi tesis, antes bien, es que la destrucción de la cultura, en este sentido específico y restringido, ya se está produciendo en gran medida en la sociedad contemporánea, que las “obras del espíritu” ya han sido ampliamente transformadas en ornamentos o monumentos funerarios, que sólo una transformación radical de la sociedad podrá hacer del pasado otra cosa que no sea un cementerio visitado ritualmente, inútilmente y cada vez con menor frecuencia por algunos parientes maníacos y desconsolados.
La destrucción de la cultura existente (incluyendo el pasado) ya está ocurriendo, en la misma medida en que la creación cultural de la sociedad instituida está desplomándose. Allí donde no hay presente, tampoco hay pasado. El periodismo contemporáneo inventa cada trimestre un nuevo genio y una nueva “revolución” en tal o cual campo.
Son esfuerzos comerciales eficaces para que funcione la industria cultural, pero incapaces de ocultar el hecho flagrante: en una primera aproximación, la cultura contemporánea es inexistente. Cuando una época no tiene grandes hombres, los inventa. ¿Qué otra cosa ocurre actualmente en los diferentes campos del “espíritu”? Se pretende hacer revoluciones copiando e imitando mediocremente -también por mediode la ignorancia de un público hipercivilizado y neoanalfabeto- los últimos grandes momentos creadores de la cultura occidental, o sea, lo que se hizo hace más de medio siglo (entre 1900 y 1925-1930). Schönberg, Webern, Berg ya habían creado la música atonal y serial antes de 1914. Entre los admiradores de la pintura abstracta, ¿cuántos conocen las fechas de nacimiento de Kandinsky (1866), y de Mondrian (1872)? En 1920, el dadaísmo y el surrealismo ya habían aparecido. ¿Qué novelista podríamos agregar a la enumeración: Proust, Kafka, Joyce…? El París contemporáneo, cuyo provincianismo sólo es comparable con su presuntuosa arrogancia, aplaudió ruidosamente a los audaces escenógrafos que copiaron con audacia a los grandes innovadores de 1920: Reinhardt, Meyerhold, Piscator, etc. Al mirar las producciones de la arquitectura contemporánea encontramos un consuelo: es el de pensar que, si no se derrumban solas en treinta años, serán demolidas de todos modos por obsoletas. Y todas estas mercancías son vendidas en nombre de la “modernidad” -mientras que
la verdadera modernidad ya ha cumplido tres cuartos de siglo-.
Por cierto, aún hay obras intensas que aparecen aquí y allí. Pero yo estoy hablando del balance general de medio siglo. Por cierto, también están el jazz y el cine. ¿Están o estaban? El jazz, esa gran creación popular y culta a la vez, parece haber agotado su ciclo de vida ya a principios de la década de 1960. El cine presenta otras cuestiones que no puedo abordar aquí.
Juicios arbitrarios y subjetivos. Es cierto. Propongo simplemente al lector la siguiente experiencia mental: que se imagine a sí mismo conversando con los más célebres y celebrados creadores contemporáneos y les haga esta pregunta: ¿se consideran ustedes, sinceramente, a la altura de Bach, Mozart, Beethoven o Wagner, de Jan van Eyck, Velázquez, Rembrandt o Picasso, de Brunelleschi, Miguel Ángel o Franck Lloyd Wright, de Shakespeare, Rimbaud, Kafka o Rilke?
Y que imagine su reacción si el interrogado respondiera: sí.
Dejemos de lado la Antigüedad, la Edad Media, las culturas extraeuropeas, y hagamos la pregunta de otro modo. Desde 1400 hasta 1925, en un universo mucho menos poblado e infinitamente menos “civilizado” y “alfabetizado” que el nuestro (de hecho: apenas en una decena de países de Europa, cuya población total era todavía del orden de los 100 millones a principios del siglo XIX), encontramos un genio creador de primera magnitud por lustro. Y he aquí, desde hace alrededor de cincuenta años, un universo de 3 o 4 mil millones de humanos, con una facilidad de acceso sin precedentes a lo que habría podido fecundar e instrumentar, aparentemente, las disposiciones naturales de los individuos -prensa, libros, radio, televisión, etc.-, que sólo ha producido un número ínfimo de obras de las cuales podría pensarse que, en cincuenta años, serán señaladas como obras mayores.
Por cierto, la época no podría aceptar este hecho. Por esta razón, no sólo inventa sus genios ficticios, sino que ha innovado en otro campo: destruyó la función crítica. Lo que se presenta como crítica en el mundo contemporáneo es la promoción comercial -lo que está totalmente justificado si se considera la naturaleza de la producción que se trata de vender-. En el campo de la producción industrial propiamente dicha, los consumidores finalmente han empezado a reaccionar, pues las calidades de los productos, mal que bien, son objetivables y medibles.
Pero, ¿cómo conseguir un Ralph Nader de la literatura, de la pintura o de los productos de la Ideología francesa? La crítica promocional –la única que subsiste- continúa ejerciendo, además, una función de discriminación. Eleva por las nubes cualquier cosa producida según la moda de la temporada y, en cuanto al resto, no desaprueba, sino quecalla y entierra en silencio. Como la crítica se ha criado en el culto de la “vanguardia”, como cree haber aprendido que casi siempre las grandes obras comenzaron siendo incomprensibles e inaceptables, y como su calificación profesional principal consiste en la ausencia de juicio personal, nunca se atreve a criticar. Lo que se le presenta cae de inmediato bajo alguna de estas dos categorías: o bien es un incomprensible ya aceptado y adulado -entonces lo elogiará-, o bien es un incomprensible nuevo -entonces callará por miedo a equivocarse en un sentido o en otro-. El oficio del crítico contemporáneo es idéntico al del corredor de bolsa, tan bien definido por Keynes: adivinar lo que la opinión media piensa que la opinión media pensará.
Estas cuestiones no se presentan exclusivamente en relación con el “arte”; se refieren también a la creación intelectual en sentido restringido. Aquí sólo podemos rozar el tema mediante algunos signos de interrogación. El desarrollo científico-técnico continúa incontestablemente, incluso tal vez se acelera en cierto sentido. ¿Pero supera lo que podría llamarse la aplicación y la elaboración de las consecuencias de grandes ideas ya adquiridas? Hay físicos queestiman que la gran época creadora de la física moderna ha quedado atrás -entre 1900 y 1930-. ¿No podría decirse que constatamos, también en este campo, mutatis mutandis, la misma oposición que en el conjunto de la civilización contemporánea entre un despliegue cada vez más amplio de la producción -en el sentido de la repetición (estricta o amplia), de la fabricación, de la implementación, de la elaboración, de la deducción amplificada de las consecuencias- y la involución de lacreación, el agotamiento de la aparición de grandes esquemas representativos imaginarios nuevos (como lo fueron las intuicionesgerminales de Planck, de Einstein, de Heisenberg) que han permitido diferentes comprensiones del mundo? Y en cuanto al pensamiento propiamente dicho, ¿no es legítimo preguntarse por qué, en todo caso después de Heidegger pero ya con él, éste se vuelve cada vez más interpretación, interpretación que parece además degenerar hacia el comentario y el comentario del comentario? Ni siquiera es que se habla interminablemente de Freud, de Nietzsche y de Marx; se habla cada vez menos de ellos, se habla de lo que se ha dicho de ellos, se comparan “lecturas” y las lecturas de las lecturas.


* en Le contenu du socialisme, París, UGE, col. 10/18, 1979, pp. 413-439.>

"Argentina, 1976" por C. E. LIDA, H. CRESPO Y P. YANKELEVICH


En marzo de 2006, dos instituciones que fueron pioneras en recibir a
los exiliados sudamericanos, la Universidad Nacional y el Colegio de
México, unieron esfuerzos para organizar una conmemoración con
intelectuales y académicos del exilio argentino. De ese acto surgió la
idea de preparar en El Colegio un volumen que reuniera trabajos que
reflexionaran con el mayor rigor posible sobre la dictadura (1976-1983),
sus orígenes y desarrollo ante la obligada afirmación de respeto a los
derechos humanos, el juicio y castigo de los responsables de los
crímenes cometidos y, con ello, el anhelado fin de la impunidad. No se
trataba de hacer una compilación exhaustiva, sino de realizar un primer
acercamiento a temas y problemas que se pusieron de manifiesto en
esos años, sobre los cuales fuera necesaria mayor reflexión
historiográfica, aun a sabiendas de que el repertorio sería incompleto,
por más que desde el comienzo hayamos intentado ampliarlo.
Dar cuenta del golpe de Estado de 1976 obliga a revisar un proceso
de profundos cambios en la sociedad argentina desarrollados desde la
caída en septiembre de 1955 del segundo gobierno del general Juan
Domingo Perón. La proscripción política del peronismo a lo largo de las
casi dos décadas siguientes, la puesta en práctica de políticas
económicas y sociales de corte regresivo, la debilidad y el quiebre de
un andamiaje institucional democrático incapaz de contener y procesar
reclamos sociales, económicos y políticos, y la permanente presencia
del poder militar como garantía de un sistema fundado en la exclusión
de los sectores mayoritarios de la sociedad argentina se convirtió en el
caldo de cultivo de un proceso de radicalización y violencia fácilmente
reconocible desde finales de los años sesenta y comienzos de la
siguiente década.
Radicalización ideológica, violencia política y sucesivas crisis
económicas y sociales fueron el común denominador en la antesala del
golpe de 1976. Por una parte, la izquierda se diversificó al romper con
su matriz tradicional de cuño soviético y se expandió en una diversidad
de opciones armadas y no armadas. Las primeras consiguieron articular
sectores obreros y estudiantiles que en más de una región interpelaron
un statu quo nutrido de partidos tradicionales, líderes de un peronismo
siempre dispuesto a conciliar con los poderes de facto, altos mandos de
las Fuerzas Armadas y la jerarquía eclesiástica. Por otro lado, la
guerrilla urbana se convirtió en una opción que en poco menos de un
lustro demostró una capacidad operativa que atemorizó a las fuerzas
conservadoras al tiempo que alentó proyectos revolucionarios de
creciente penetración en sectores medios y populares de la sociedad
argentina.
Esta radicalización se incubó en un ambiente de creciente
derechización de los sectores conservadores argentinos. La “doctrina
de seguridad nacional” convirtió en “subversivos” a todo aquel que
impugnara el orden imperante y nutrió las acciones de una
“contrainsurgencia” que no tardó en mostrar su rostro criminal a través
de fusilamientos, torturas y encarcelamiento de opositores. El golpe de
Estado que en 1966 clausuró la corta experiencia constitucional del
presidente Arturo Illia, iniciada en 1963; la sublevación popular de 1969
en Córdoba, que signó la suerte del dictador Juan C. Onganía; el
ascenso del llamado sindicalismo “clasista” y el aumento de las
operaciones armadas de la guerrilla urbana jalonaron un proceso donde
sectores significativos de la sociedad comenzaron a apostar por
proyectos políticos de cuño revolucionario.
En marzo de 1973, con el triunfo del peronismo y el breve gobierno
de Héctor J. Cámpora, cristalizaron buena parte de estas expectativas
de cambio, pero también tensaron hasta el límite el heterogéneo y
contradictorio movimiento peronista que se abanderó tras la figura de
un líder que, tras dieciocho años de exilio, volvió a ocupar la
presidencia en octubre de aquel mismo año. Perón, en los escasos
nueve meses de gobierno que antecedieron a su muerte, fue incapaz
de contener el violento resquebrajamiento de la formación política que
había fundado tres décadas antes. La represión desde las derechas
peronistas contra las corrientes de la propia izquierda -líderes políticos,
sindicales, profesores universitarios, profesionales, artistas, gente del
periodismo y la cultura en general- fue ejercida desde el propio aparato
estatal a través de comandos paramilitares orquestados y financiados
por secretarías de Estado y por funcionarios del gobierno que presidía
Isabel Martínez de Perón. A su vez, las organizaciones guerrilleras
incrementaron sus acciones y golpearon con violencia objetivos civiles y
militares.
Al promediar los años setenta una espiral de violencia política se
desplegó sobre Argentina. Ante una situación cada vez más crítica, los
partidos tradicionales nada pudieron hacer desde un Congreso que
terminó apostando por las Fuerzas Armadas como el supuesto guardián
de una gobernabilidad cada día menos democrática. Los últimos meses
del gobierno de Isabelita transcurrieron bajo la declaratoria de Estado
de sitio y con un ejército habilitado constitucionalmente para combatir la
insurgencia armada y la movilización popular. En marzo de 1976 el
deterioro del gobierno alcanzó su límite, produciéndose entonces el
último golpe de Estado en Argentina.
Entender la especificidad de esta experiencia obliga a considerar la
naturaleza y magnitud de una política represiva que no reconoce
antecedentes en la historia nacional. Una política de aniquilación del
“enemigo interno” fundamentada en miles de asesinatos, torturas,
secuestros y desapariciones. Erradicar la “subversión” fue parte de una
estrategia -diseñada incluso a nivel continental con la llamada
“Operación Cóndor”-, con el pretexto de “refundar” una nación que por
obra del comunismo había abandonado los valores occidentales y
cristianos. Erradicar la “subversión” significó eliminar todo pensamiento
y toda acción tendiente al libre ejercicio de la crítica. El terrorismo de
Estado y sus secuelas de crímenes imprimen perfiles particulares al
régimen militar que encabezó el general Jorge R. Videla. Además, esta
política de exterminio fue el soporte para otro proyecto de largo plazo
compartido con grandes intereses financieros nacionales e
internacionales, particularmente norteamericanos: la completa
restructuración del modelo socioeconómico por medio de la puesta
en marcha de políticas de apertura económica y de privatización de los
bienes de la nación, cuyas consecuencias no han dejado condicionar el
rumbo del proceso político argentino hasta nuestros días.
Al cabo de tres décadas, el golpe de Estado de 1976 sigue hiriendo la
conciencia de millones de argentinos. Seguir el derrotero de esa herida
significa internarse en una senda zigzagueante, con avances y
retrocesos notables. El juicio a las juntas militares en el primer trecho
del gobierno de Raúl Alfonsín se destaca como el más importante
esfuerzo por reconstruir un tejido social horadado por crímenes atroces.
Al promediar los años ochenta, la valentía de las Madres y las Abuelas
de Plaza de Mayo parecía encontrar eco en aquellos procesos
judiciales; sin embargo, el reclamo social expresado en la consigna
“juicio y castigo a los culpables” no pudo detener las presiones y
amenazas militares que condujeron, primero, durante el mandato de
Alfonsín, a las leyes de Obediencia Debida y de Punto Final y, luego, a
los decretos de indulto firmados por el entonces presidente Carlos
Menem.
En la última década del siglo XX se desplegó una cortina de
impunidad que desde el gobierno de Menem apostó al olvido de los
crímenes cometidos. A la vez, la Argentina transitó por un espejismo.
Una década de estabilidad financiera pareció convencer a no pocos de
que la nación se aproximaba al mundo desarrollado, sin advertir el alto
costo, no sólo en el terreno de la economía y las finanzas, sino también
en lo social y en el terreno de la política, donde la mendacidad
entronizada en la jerarquía gubernamental minó una frágil
institucionalidad democrática. La ilusión tocó fin en 2001, cuando la más
profunda crisis financiera en la historia nacional cimbró a un país
debilitado por fuertes dosis de corrupción privatizadora.
Desde entonces el rostro oculto de una nación empobrecida asumió
un nuevo protagonismo. En las movilizaciones contra la miseria y el
despojo volvió a emerger con renovados bríos el antiguo reclamo de
“juicio y castigo a los culpables”. La derogación de una legislación que
exculpó a los criminales fue el primer paso hacia inaugurar una política
encaminada a castigar a los jerarcas militares y a sus cómplices. Para
estos asesinos la Argentina ha dejado de ser un lugar seguro, alejado
de la justicia internacional que desde hacía años los reclamaba en
tribunales en España, Francia, Italia y Alemania. Sin embargo, la
Argentina resultó no ser, tampoco, un lugar seguro para los
sobrevivientes y testigos en los juicios en curso. La desaparición en
2006 de Julio López, cuyo testimonio resultó fundamental para
condenar a prisión perpetua a un ex policía acusado de tortura y
asesinato, es una muestra evidente de la permanencia de fuerzas
criminales dispuestas a intimidar y asesinar para evitar el merecido
castigo.
A treinta años de la instauración de la dictadura y a poco más de dos
décadas del regreso al orden constitucional, sectores mayoritarios de la
sociedad argentina hoy parecen convencidos de que el imperio de la
justicia es la única garantía para la construcción de una sociedad
democrática. Esto se traduce en la necesidad imprescindible de
enjuiciar y castigar a todos los criminales, pero también de desentrañar
las redes de complicidad que unieron a jerarcas militares, eclesiásticos,
medios de comunicación, ex jueces, sectores del empresariado y de los
partidos políticos tradicionales. A la vez, desde la izquierda ya se
escuchan voces de autocrítica ante estrategias que alimentaron altos
niveles de violencia que con sus llamados a la lucha armada terminó
clausurando opciones y debates políticos.
Si tenemos en cuenta que hoy más de la mitad de los argentinos no
había nacido cuando se produjo el golpe de Estado, el esfuerzo por
mantener vivo el recuerdo de los crímenes garantiza la vigencia del
reclamo por que impere la justicia. En este sentido, el fortalecimiento de
la memoria significa un eficaz antídoto contra la práctica desenfadada y
abierta del terror de Estado que las Fuerzas Armadas argentinas y sus
cómplices instauraron aquel 24 de marzo de 1976.
De estos temas y sus consecuencias tratan los textos que los lectores
tienen en sus manos. El libro contiene once colaboraciones sobre
diversos problemas y temas vinculados con la dictadura, sus causas y
sus consecuencias, preparadas por diversos especialistas.
Naturalmente, no se trata de presentar un panorama completo, sino de
explorar algunos aspectos importantes del complejo desarrollo
argentino en las más de tres décadas que nos preceden.
Los ensayos de Carlos Altamirano y Nora Rabotnikof son sendas
reflexiones sobre la memoria y la historia que abren y cierran,
respectivamente, el volumen. Altamirano propone una revisión histórica
rigurosa y una reflexión crítica de, al menos, cuatro problemas. Se
trataría de reexaminar “la teoría de los dos demonios”, que invoca que
la violencia de unos fue una respuesta justificada ante la de otros; la
limitación pública de la ley para enjuiciar a los autores de todo exceso;
la escasa autocrítica de los actores sobre su responsabilidad en la
escalada de la violencia revolucionaria y la represiva, y, finalmente, la
necesidad de extraer la memoria del ámbito individual, privado, y forjar
una memoria pública que fomente la comprensión y la revisión
sistemática y crítica del pasado reciente. Por su parte, Nora Rabotnikof,
desde su exilio mexicano, analiza con mirada crítica la abundante
producción memorialística en la Argentina y la relación entre memoria y
política en dos vertientes: las “memorias de la política” y las “políticas
de la memoria”. Esto conlleva distinguir entre la elaboración histórica
del pasado y el uso político público, discursivo -institucional o no-, de la
supuesta memoria de lo acaecido y restituir en el marco de los
derechos humanos un discurso ético institucional y recuperando la
memoria de otros pasados. El complejo entramado de la memoria ha
permitido romper complicidades y silencios y, nolens volens, a entender
y a reflexionar más sobre el pasado argentino.
Un tercer ensayo, el de Pilar Calveiro, escrito desde la experiencia,
retoma un tema que la autora ha desarrollado en otras páginas: el de
los campos de concentración como instituciones creadas por el Estado
entre 1976 y 1980. Al examinar estos centros de aniquilación de cerca
de treinta mil hombres y mujeres, Calveiro demuestra con minuciosidad
su funcionamiento, la organización, el terror y otros mecanismos
represivos en esos campos. Que éstos estuvieron en manos de las
Fuerzas Armadas o de las policiales, explica la autora, contribuyó a que
los campos funcionaran como “una maquinaria aparentemente
autónoma”, aunque no desconocida por diversos sectores sociales cuya
complicidad y responsabilidad resultan innegables.
El resto de los textos son estudios monográficos sobre temas y
momentos precisos. Un primer grupo enfoca la efervescencia política y
las movilizaciones obreras y populares en los años previos a la
dictadura. Liliana De Riz se centra en el periodo de 1973 a 1976, es
decir, durante las presidencias de Héctor Cámpora (mayo a octubre de
1973), Juan Perón (octubre de 1973 a junio de 1974) e Isabel Perón
(julio de 1974 a marzo de 1976), y analiza con particular atención la
crisis del peronismo y la actuación de los grupos armados, tanto
Montoneros como los instrumentados desde el poder como la Alianza
Anticomunista Argentina (la Triple A). Mónica B. Gordillo, por su parte,
estudia la movilización obrera en dos regiones industriales, Córdoba y
Santa Fe, a partir de las luchas obreras de 1969, la radicalización
sindical independiente y su eventual confrontación entre 1973 y 1976
con el sindicalismo peronista, hasta su decapitación a partir del golpe
militar de ese año. Daniel Campione examina tres partidos de la
izquierda marxista no guerrillera durante el mismo periodo, aunque para
ello se remonta a la década previa. Señala la estrategia por vincularse
con los sectores obreros y su confrontación con el sindicalismo
peronista, y el eventual fracaso en convertirse en una opción amplia
ante el peronismo de izquierda y la vía armada. A su vez, Gustavo
Morello explora el surgimiento de las izquierdas católicas posconciliares
aglutinadas alrededor de la revista Cristianismo y Revolución (fundada
en 1966) y su choque con la jerarquía eclesiástica, así como la
participación de los jóvenes nacionalistas católicos en la formación de
comandos armados y su eventual convergencia con Montoneros.
En contrapunto con la movilización de las izquierdas revolucionarias
antes del golpe, Ana Gabriela Castellani investiga la relación de los
sectores empresariales que concentraban más capital con las políticas
económicas regresivas instrumentadas desde el gobierno militar por el
ministro Martínez de Hoz. Con el eventual fortalecimiento del vínculo de
esos empresarios con el Estado, en los años de la dictadura un sector
empresarial consolidó en sus manos un enorme poder económico, en
un proceso que la autora denomina “colonización empresaria”.
Por su parte, Victoria Crespo, desde el análisis de las prácticas
jurídicas de la dictadura, examina los ordenamientos legales creados
por el régimen para legitimarse. La autora nos muestra cómo la
jurisprudencia emitida por la Corte Suprema -designada por la propia
Junta Militar- avaló el nuevo orden por encima de la Constitución
vigente, creando lo que la autora denomina la “legalidad dentro de la
ilegalidad”, y respaldó un nuevo orden institucional en el cual el
Ejecutivo ocupaba la cúspide de la jerarquía jurídica.
El estudio de la represión en los años de la dictadura pasa
obligadamente por una de sus facetas menos estudiadas: el exilio de
numerosos argentinos que debieron huir del país para preservar su
seguridad e integridad físicas. Sólo en las últimas dos décadas el exilio
se ha convertido en objeto de debate y de análisis desde diversas
perspectivas: política, jurídica, memorialista y de derechos humanos. En
cambio, Pablo Yankelevich centra su estudio en otras facetas menos
exploradas. Por una parte examina la dispersión geográfica y los
aspectos cuantitativos, socioprofesionales, culturales y organizativos del
exilio argentino. Por otro lado, analiza las diversas estrategias y
experiencias políticas desarrolladas desde la salida hasta la inserción
en los países de acogida, y muestra los mecanismos de solidaridad y
las tareas de denuncia realizadas desde el extranjero, particularmente
por medio de la creación de publicaciones diversas.
Luis Roniger y Mario Sznajder centran su estudio en las violaciones
de los derechos humanos y su legado en los cambios en las prácticas
políticas, jurídicas y democráticas en la Argentina en los últimos años.
Los autores destacan, especialmente, aquellos que han tenido lugar en
los ámbitos jurídicos, educativos, memorísticos, penales e
internacionales en contra de los crímenes de la dictadura. Pero Roniger
y Sznajder van más allá al señalar la pervivencia en distintos contextos
de violaciones de derechos humanos aun después de la vuelta a la
democracia, lo cual constituye un importante reclamo y un llamado de
atención hacia esta asignatura todavía pendiente de resolver en ese
país.
Es inevitable que esta somera recapitulación de las investigaciones
que se recogen en estas páginas no haga justicia a la riqueza de
información y de análisis presente en cada uno de los estudios que el
lector tiene en sus manos. Es cierto que los temas tratados son sólo
acercamientos puntuales a un vasto campo en el cual queda mucho por
explorar. Sin embargo, el propósito de este libro ha sido el de contribuir
desde la distancia mexicana con este esfuerzo monográfico, respetando
el enfoque de cada autor, convencidos de la obligación de recordar,
analizar y profundizar aspectos de un pasado que sólo conociendo y
comprendiendo podrá ser definitivamente clausurado para no repetirse
nunca más.

"Memorias de la calle Pasteur" por Leonor Aufruch



Hay en Roland Barthes una especie de figura que emana de sus textos
y que se dejaría definir como “la escena de la escritura”: el momento, la
vivencia, la atmósfera en la cual la idea peregrina comienza a
plasmarse en palabras y se transforma en otra cosa que ella misma, o
mejor, llega a decir lo que no era para nada previsible. Ante estos textos
que he escrito en momentos y circunstancias diferentes surge, casi
naturalmente, una evocación de esa escena, vívida aunque investida de
la inadecuación del recuerdo.
Estas “Memorias…” tienen mucho de mis memorias de infancia, de
esa trama familiar materna donde “la AMIA” (Asociación Mutual Israelita
Argentina) era una referencia obligada cuando fallecía algún pariente o
se trataba de alguna colaboración. Lo impensable -el atentado sobrevino
un lunes como tantos y el estallido fue sentido en el cuerpo,
en una proximidad urbana que desdice el límite de los barrios y hubo
luego esa atracción fatal de la imagen televisiva, cámara fija en una
eternidad cuyo detalle no atenuaba la estupefacción. Una escena que
se rehace en la memoria en su largo transcurso, el día entero hasta el
siguiente amanecer. Días después me atreví a caminar por el entorno
de la AMIA, sin osar acercarme siquiera a los vallados, abrumada de
recuerdos, de imágenes entrañables que revivían en la retina a la luz
titilante de las fotos de las víctimas, cuya cercanía se me reveló de
pronto como una insospechada marca identitaria.
Quise escribir sin saber muy bien qué y Punto de Vista ofreció, como
siempre, un espacio material y simbólico altamente inspirador. Política y
afecto se articularon así de un modo peculiar, dejando una huella
perceptible en los textos que siguen.
Quizá como otras tragedias de la historia reciente, el acontecimiento de
la AMIA -que no se deja definir solamente como un “atentado”- tiene una
extraña temporalidad. Demasiado cercano en la perspectiva del relato y
sin embargo ya apenas una huella en la vorágine de la actualidad,
intacta en la vivencia de imágenes y voces pero enfrentada al previsible
silencio de un “después”. Simultáneamente pasado y aún pendiente,
como tantas desapariciones, su lugar se delinea no solamente en un
horizonte político agitado por las tensiones de este fin de siglo, sino
sobre todo en una trama simbólica que acusa para siempre la
enormidad del holocausto -la cultura judía, la identidad, la diáspora- y
también, por supuesto, en esa cruda materialidad de escombros
esparcidos, esas ruinas, ese vacío urbano desacostumbrado que
impacta en plenitud de sentido -aun cuando no se quiera mirarlo llamando
a una penosa rememoración.
Fue justamente ese vacío, todavía humeante, imagen fija del
desastre en la pantalla del televisor que era imposible dejar de mirar -un
cuadro mínimo que, lejos de “representar” la realidad pareció cumplir el
sueño de alcanzar el verosímil absoluto-, lo que me produjo una
asociación caprichosa quizá, pero no del todo infundada: el recuerdo
súbito de la tapa de un libro de Tzvetan Todorov1 (1991), que había
incluido en un curso reciente y que aún estaba apilado sobre mi mesa
de trabajo.
No infundada: en la tapa de Face à l’extreme -que acaba de ser
publicado en español como Frente al límite-, una vieja fotografía de
Tadeusz Bukowski tomada en octubre de 1944 muestra la calle Piwna
de Varsovia, poco más de un año después del sangriento levantamiento
del ghetto (primavera de 1943) y apenas unos meses más tarde de la
insurrección de la ciudad. En la perspectiva de la calle, los escombros
ocupan el primer plano y detrás se dibujan las siluetas de lo que queda
en pie después del bombardeo. La vaga semejanza con la escena del
Once se quiebra quizás al costado de la fotografía, donde una soga de
ropa tendida habla de la cotidianidad de la guerra, mientras una niña de
espaldas deja apenas entrever los primeros pasos de un bebé. Indicios
que evocan ese terrible azar de la muerte, que quizá con diferencia de
un minuto perdona o condena, tal como lo revelaran también,
dramáticamente, los relatos diversos de la calle Pasteur.
El tema del libro de Todorov justifica, además de la imagen que lo
inaugura, la asociación: una reflexión sobre las virtudes, heroicas o
cotidianas, que resistieron al horror de los campos de concentración,
tanto los nazis como los soviéticos, aunque el mayor desarrollo textual
corresponda a los primeros: la valentía, la preocupación por un otro, la
generosidad. Esta focalización en las virtudes tiene un objetivo explícito:
rendir justicia a los pequeños o grandes gestos de las víctimas que, en
situaciones cuyo límite es extremo, impensable, no permitieron que el
tormento y la abyección borraran todo rasgo de dimensión humana. Así,
el autor va reconstruyendo, en una trama de relatos de sobrevivientes o
testimonios recuperados, ejemplos que contradicen la idea de una
masividad del mal, que terminaría no sólo con las vidas sino con todo
atisbo de dignidad. Empeño moral, sujeto a riesgos casi inevitables -
entre los cuales, un tono aleccionador-, el libro permite sin embargo
volver sobre algunas cuestiones siempre en diferendo, desde una
actualidad que las resignifica.
Una de ellas: la proximidad. Las cifras inconcebibles que acumulan
las guerras y enfrentamientos de este siglo, la despersonalización de
sus procedimientos, hace que se vuelva una y otra vez sobre el tema.
¿Concierne -y conmueve- más el infortunio de los allegados, de los
conocidos, de aquellos que pueden integrarse a una idea de
comunalidad, al cobijo de una pertenencia? La respuesta de Todorov es
afirmativa: las redes de solidaridad en los campos pasaban ante todo
por un reconocimiento de la identidad nacional, pero también por ciertas
coincidencias de sexo, edad, situación. En la misma dirección va la
“cuestión del otro”, abordada por el autor también en otros textos,2 y
que insiste, transformada casi en adagio, en diversas reflexiones
contemporáneas: si el conocimiento es un paso hacia el reconocimiento,
¿cómo franquear la distancia hacia esos “otros” sin pretender reducir la
diferencia? Según la proposición de Richard Rorty, que duda de la
fuerza de la obligación moral kantiana fundada en la razón como núcleo
común, “La manera correcta de entender el lema ‘Tenemos
obligaciones para con los seres humanos simplemente como tales’ es
interpretándolo como un medio para exhortarnos a que continuemos
intentando ampliar nuestro sentimiento de ‘nosotros’ tanto cuanto
podamos”. Esta ampliación incluye, entre otros, a “los marginados,
personas que instintivamente concebimos como ‘ellos’ y no como
‘nosotros’”.3
Las imágenes tan recientes de la calle Pasteur también convocan
estos interrogantes. Con ojos acostumbrados a la ficcionalización del
horror en el cine o la televisión, y también, bajo la forma del “directo”, en
el género de la información, que no nos ahorra violencias por lejanas
que sean, la proximidad de las víctimas nos dejó atónitos. Esos
nombres, esos rostros, eran “nosotros”. Por eso, los relatos, repetidos
hora tras hora en los distintos medios, eran más impactantes que las
declaraciones políticas o las especulaciones en torno de los hechos.
Ellos ponían en escena la súbita destrucción de lo cotidiano, esa
amenaza que late bajo toda normalidad, la fragilidad de nuestros
simples itinerarios. Las historias personales, los detalles banales de un
día cualquiera que la tragedia hace trascendentes, las fotografías que
los parientes mostraban ante la cámara incluyéndonos en la esperanza
de una búsqueda nos interpelaban en una identificación directa,
afectiva, previa a toda reflexión y más allá del sesgo sensacionalista
común en estos casos.
Sin embargo, en esta escena ocurrida en un barrio entrañable,
narrada en nuestra lengua, tan cerca que sentimos en el cuerpo el
impacto de la explosión, ¿había verdaderamente un “nosotros”?
Algunos hablaron de quienes serían “víctimas inocentes”, trayendo al
presente un viejo estigma. Otros no podían decidirse entre el “nosotros”
y el “ellos”, y menos aún cómo denominar a estos últimos: ¿israelitas,
israelíes, hebreos, judíos? Ante la imposibilidad de distinguir dentro de
un “nosotros”, sin que tal distinción suponga indiferencia o
discriminación, la cuestión se resolvió en un “todos”: “hoy todos somos
judíos” rezaban improbables pasacalles. Afirmación que adquiría sin
embargo valor de verdad... para los judíos. Las pugnas de la identidad,
las dudas, los rechazos, los desacuerdos ideológicos quedaban como
suspendidos frente a una sensación mucho más profunda y visceral, si
pudiera decirse. Muchos nos sorprendimos diciéndonos sin vacilación -y
quizá por primera vez- “Soy judío/a”.
Pero al mismo tiempo, por sobre estas identificaciones y sobre las
dificultades de nominación, planeaba ya una otredad radicalizada, un
“ellos” marcado fuertemente por la intolerancia: iraní, islámico,
fundamentalista. La cuestión de la responsabilidad del Estado se
confundía con la facilidad de la culpabilización. También esos “otros”
despertaban el prejuicio hacia la identidad grupal -racial, religiosa,
ideológica-, esa generalización que llevara a pagar un precio tan alto a
los judíos durante el nazismo. Algunos sobrevivientes que cita Todorov
-Primo Levi, Etty Hillesum- se esfuerzan, al menos teóricamente, en no
caer en la misma tentación de sus victimarios y hacer de “los alemanes”
un colectivo de abominación. Alguna simple anécdota cotidiana da
cuenta en su propio relato de la dificultad de llevarlo a la práctica.
Esa reversibilidad del odio, tan marcada por su época, no es ajena
sin embargo a los enfrentamientos contemporáneos. En la maquinaria
nazi de los campos, en ese “sistema periódico” como lo llamara Primo
Levi, y que tan elocuentemente mostrara Claude Lanzmann en Shoah,
el “otro” de los judíos tenía rostro, estaba sujeto a una rutina ciega o
sádica, donde sólo excepcionalmente había un gesto de compasión, y
el odio aparecía en cada eslabón de una convivencia aterradora. Los
sobrevivientes insisten en la normalidad de sus victimarios: ni enfermos
aunque algunos lo fueran, ni bestias salvajes, más bien un engranaje
perfecto de obediencia y mediocridad, el cumplimiento estricto de cada
tarea bajo las leyes del país, la eficiencia de un régimen que había
logrado extraer lo peor de cada uno. Y, podría decirse, lo peor de todos.
El libro de Todorov se centra en las virtudes justamente para desarmar,
siquiera parcialmente, la conclusión de que “en condiciones extremas,
toda traza de vida moral se evapora y los hombres se transforman en
bestias comprometidas en una guerra de sobrevivencia sin piedad”.4
Esta memoria, que retorna como una insoportable vergüenza para los
sobrevivientes, esa borradura cuidadosamente planificada del límite de
lo humano, es sin duda una de las peores herencias del nazismo.
¿Qué ocurre hoy en estas guerras periódicas, consecuentes, pero
que aparecen bajo el signo espectacular de lo inesperado, de lo
esporádico y fulminante? El terrorismo es otra forma de reversibilidad
del odio: golpea sin rostro y la mayoría de las veces no sabe quiénes
van a ser sus víctimas. Lejos del escenario bélico, sorprende en la
indefensión del quehacer diario. No es cosa de irracionales ni de
enfermos, sino de lógicas políticas y afinadas tecnologías. De distinta
manera, también opera una despersonalización del ser humano, al
negarle el derecho a la víctima de saberse enemigo. ¿Pero cambian
mucho las cosas con saberlo? Las imágenes, también recientes, de la
ex Yugoslavia y las más antiguas de la cambiante línea de fuego árabe-israelí
parecen afirmar rotundamente que no.




1 Tzvetan Todorov, Face à l’extreme, París, Seuil, 1991 [trad. esp.: Frente al límite,
México, Siglo XXI, 1993].
2 Tzvetan Todorov, La conquista de América. La cuestión del otro, México, Siglo XXI,
1987; y Nous et les autres, París, Seuil, 1989 [trad. esp.: Nosotros y los otros, México,
Siglo XXI, 1991].
3 Richard Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991, p. 214.
4 Tzvetan Todorov, Face à …, op. cit., p. 37.