sábado, 2 de agosto de 2008

"EL SALVAJE EUROPEO". Entrevista con Roger Bartra por Ramón González Ferriz





¿Qué tienen en común los sátiros griegos, Robinson Crusoe y Robocop? ¿Qué le debe la industria del cómic estadounidense a los grabados de Durero? ¿Es Osama Bin Laden una actualización posmoderna de Tarzán?


Por disparatadas que puedan parecer estas preguntas, Roger Bartra ha sabido reconstruir la existencia de un personaje mítico que da respuesta a todas ellas. Antropólogo y sociólogo de formación, ha dedicado buena parte de su actividad investigadora al mito del salvaje, una encarnación de la otredad que nació en la polis griega y se ha mantenido con vida hasta hoy tras sufrir las más inesperadas mutaciones. Fruto de estos estudios son dos obras capitales, El salvaje en el espejo y El salvaje artificial, en las que Bartra analiza las representaciones iconográficas y las expresiones literarias del mito, y articula una idea que recorre de principio a fin la historia de nuestra civilización: que todo progreso cultural y político de Occidente, todo hito de la sociedad europea, ha tenido un contrapunto salvaje que moraba en las fronteras de la civilidad.
A partir de estos hallazgos se articula la exposición El salvaje europeo, que puede verse hasta el 23 de mayo en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (y entre el 16 de junio y el 29 de agosto en la Fundación Bancaixa de Valencia), y que Bartra ha comisariado junto a Pilar Pedraza. En ella conviven con naturalidad Walden y Wolverine, un tapiz alsaciano del siglo xv y un muñeco de plástico verde de hace una década, pero la disparidad de las obras expuestas no hace sino reforzar la tesis que da sentido a la noción de salvaje: Europa ha vivido obsesionada con la idea del Otro y en todo momento le ha necesitado para configurar su Yo. Que para ello tuviera que inventarse un arquetipo, manipularlo para adecuarlo a sus necesidades estéticas o políticas y sobreponerlo a la existencia de un Otro bien real, poco le ha importado. El salvaje —"todo lo que no somos nosotros, nuestra definición negativa", en palabras de Félix de Azúa— sigue ahí, en forma de hombrecillo peludo o de mujer histérica.


¿Pero va a sobrevivirnos el mito? ¿Seguirá siendo una herramienta de perversión identitaria? "Mi esperanza", afirma Bartra en el catálogo de la exposición, "es que en la medida en que el hombre occidental comprenda la naturaleza mítica del salvaje, pueda enfrentar la historia del tercer milenio, una historia cuyas desgracias previsibles e imprevisibles tal vez puedan ser atenuadas o incluso evitadas si Occidente aprende por fin que hubiera podido no existir [...] La Europa salvaje nos enseña que hubiéramos podido ser otros". Otros no necesariamente mejores, pero quizá menos semejantes a nosotros mismos.


¿Quiénes son los salvajes europeos?

Son seres imaginarios procedentes de la tradición popular, peligrosos, amenazadores e inquietantes. No tienen alma ni lenguaje y son ajenos a la civilización. Se encuentran a medio camino entre el hombre y la bestia, y por eso no tienen cabida en la concepción judeocristiana del cosmos. Su imagen ha ido variando a través de las épocas, pero siempre ha servido para proyectar la imagen de una amenaza. El salvaje es sobre todo eso, la amenaza que en cualquier momento puede poner en cuestión el orden establecido.


¿Cuáles son los orígenes del mito?

Para los griegos, el bárbaro y el salvaje eran cosas distintas. El primero vivía fuera de la civilización, fuera de la polis. En cambio, el salvaje era un ser que estaba dentro de la sociedad pero que no había sido domesticado. Eran salvajes los centauros, los silenos, los sátiros, los cíclopes. Se trataba de seres con atributos animales, que vivían en la naturaleza, en los márgenes de la civilización y, a pesar de algunas muestras de bondad primigenia, llevaban una existencia salvaje y brutal, dominada por los apetitos. El salvaje griego, en oposición a Ulises, el hombre social, era un símbolo de la naturaleza que avanzaba sobre la civilización.


Pero también en la tradición bíblica aparecen seres salvajes, muy distintos de los griegos.

Sí. El prototipo de salvaje más claro en la Biblia es Job, que es expulsado al desierto moral mediante un castigo inmerecido. Si en la tradición griega la naturaleza se opone a la cultura, en la concepción hebrea el desierto es la naturaleza que retrocede y deja un terreno sin leyes naturales, un terreno para el pecado y la locura. Más tarde, dentro de la tradición cristiana, aparecería otra expresión del salvaje: el monje que se marcha al desierto para poner a prueba su fortaleza frente al demonio. Se trataba sobre todo de representaciones míticas de anacoretas peludos y salvajes que adoptaban un aspecto animalizado.


¿Cómo se perfiló el mito del salvaje medieval?

El salvaje medieval, el homo sylvestris, es una síntesis de la tradición griega y la judeocristiana. Era un ser agresivo y amenazador, sin moral, con características humanas y, de nuevo, muy peludo, incluso en el caso de las mujeres. Eran muy fuertes y vivían como animales junto a otras bestias en la naturaleza, pero en una naturaleza inventada por la cultura para identificar un espacio ajeno a la sociedad. Además, el hombre salvaje medieval era lujurioso, carnal y representaba el polo opuesto del caballero. Era una alegoría que definía, por contraste, el amor caballeresco.


Pero con el Renacimiento esta visión negativa se matiza.

Sí. A finales del siglo quince, Durero introdujo en Alemania la imagen de salvajes y sátiros bondadosos, padres de familia, que aparecen representados tocando instrumentos de viento y cuidando de sus hijos. Por vez primera, el salvaje ya no es un ser lúbrico y bestial, sino que, como en un grabado del propio Durero de 1505, goza junto a su familia de la paz del bosque. En realidad, lo que sucedió es que se fundieron las imágenes del sátiro bestializado del sur con el wilde Mann alemán, y a partir de entonces las representaciones de idílicas familias salvajes se popularizaron y se extendieron. También en los cuadros de Piero di Cosimo aparecen faunos y sátiros simpáticos y cariñosos con sus esposas. Con ellos se prepara el camino para lo que ha de venir después.


En esa época, en 1492, con el descubrimiento de América, se produjo el primer encuentro de la Europa moderna con un salvaje real, no mítico. ¿Cómo vieron los conquistadores a los indígenas?

Los europeos que llegaron a América tenían básicamente dos modelos a partir de los cuales entender a aquellos seres extraños. El modelo más fuerte y sancionado por la tradición religiosa consideraba que los indígenas eran representantes del mal, del demonio. Así lo pensó Sahagún y también otros. Pero había una segunda alternativa: verlos como salvajes, como seres surgidos de la naturaleza. El padre Acosta, por ejemplo, explica esta ambivalencia en su Historia natural y moral de las Indias. Por un lado, cuando mira al indígena desde una perspectiva moral, lo ve como un representante de las fuerzas del mal. Pero cuando lo mira desde el punto de vista de la historia natural, entonces recurre al antiguo mito europeo y dice que se trata de un hombre salvaje. Al principio no queda muy claro cuál de las dos ideas va a predominar, pero al cabo de un tiempo, por necesidades de la situación, se decide que se trata de hombres naturales y no demoniacos. Si los hubieran considerado seres al servicio del demonio no habrían tenido más remedio que exterminarlos. Pero como los querían poner a trabajar para ellos, no los podían exterminar. Por eso se les trató como hombres salvajes. Y eso dio pie a lo que sucedería más tarde con la Ilustración.


¿De ahí sale la concepción roussoniana del buen salvaje?

Estrictamente, Rousseau no habla del buen salvaje, ésa es una idea que se le ha atribuido pero que no es suya. Además, el salvaje de Rousseau no es americano sino europeo. Lo que hace el filósofo francés es construir la subjetividad del salvaje, una subjetividad al margen de la ética, de las opciones morales. El salvaje roussoniano es un ser abstracto de corazón tierno con dos características fundamentales: es libre —porque no está sujeto a las normas sociales de la civilidad— y es perfectible. Es decir, puede progresar, no es estático. Es libre, perfectible y además bondadoso. Rousseau no habló en ningún momento de nobleza, porque no valoraba al salvaje positivamente desde un punto de vista moral. Fue Voltaire, con muy mala idea, quien le atribuyó al salvaje roussoniano la nobleza.


Otro caso paradigmático del siglo dieciocho es el de Robinson Crusoe.

Crusoe es un hombre salvaje, la imagen del antiguo salvaje europeo que es arrojado a ciertas condiciones en las cuales, paradójicamente, se comporta como un empresario. Y eso sucede porque experimenta una conversión. Robinson Crusoe es una historia moral, y su personaje pasa por una fase salvaje hasta que, tras su conversión, entra en esta peculiar civilidad capitalista. Y a partir de entonces es una especie de imagen del homo economicus moderno. Aunque está absolutamente solo, se comporta como si viviera en una sociedad de mercado, compitiendo con una verdadera furia puritana, con espíritu de contable.


¿Pero el paradigma de salvaje no lo representa mejor Viernes?

No, de ninguna manera. El verdadero salvaje es Robinson. Pero aquí conviene pasar a la terminología en inglés, que es la que se utiliza en la novela. El salvaje europeo, Robinson, es un wild man, Viernes es un savage. El primero es un ser mítico de Occidente, y el segundo un objeto real de la dominación colonial.


Hablando de dominación colonial, ¿se produjo algún intento de intentar comprender al savage como otro real o siempre se le trató mediante la fuerza y con el objetivo de dominarlo?

Se hizo un cierto intento de comprenderle, pero era muy difícil iniciar un proceso de contacto y de comprensión con un estereotipo tan fuerte como el del hombre salvaje. Un mito de esta magnitud agotaba rápidamente las posibilidades de comprensión. Porque para la mentalidad europea, la mejor forma de comprender al savage era considerándolo un representante del diablo. Así, todo cuadraba mejor. Quienes lo veían como un ser natural, lo consideraban simplemente unabestia útil para trabajar, pero sin alma. Y como era difícil convertirlo, lo mantenían a distancia. No se producía una verdadera comprensión. Este es el antiguo problema. ¿Acaso Ulises quiere comprender a Polifemo? No. Quiere escaparse de él, derrotarlo y engañarlo aprovechándose de su salvajismo.


En el siglo diecinueve nace uno de los salvajes de la modernidad por excelencia, Frankenstein.

Frankenstein es el salvaje artificial. De ahí saqué el título de uno de mis libros. Por primera vez se hace explícito el hecho de que los salvajes son seres artificiales pese a reproducir los estereotipos del hombre natural. Frankenstein es creado bueno, por lo menos no tiene malas intenciones. Pero, muy roussonianamente, la sociedad lo vuelve malo. Es el esquema de Rousseau, el esquema de la Ilustración, más las visiones románticas sobre los tremendos males que conllevaba la ciencia natural moderna. Eso ya es un agregado decimonónico, romántico. También en el siglo diecinueve encontramos el embrión de uno de los personajes más importantes de la cultura pop, Tarzán. Y siguiendo su patrón surgen, a lo largo del siglo veinte, innumerables superhéroes con atributos propios de hombres salvajes, a pesar de que sus aventuras ya no tengan lugar en la selva sino en ciudades hipermodernas.


¿La cultura pop del siglo veinte ha sentido predilección por el salvaje?

En parte sí. Casi todos los superhéroes americanos responden al viejo mito del hombre salvaje. Todos tienen un lado animal, son seres divididos. Pero este lado natural, actualmente, se está sustituyendo por un lado cibernético. Como en el caso de Robocop, por ejemplo. La parte animal, incontrolable e irracional es sustituida por su equivalente moderno, la máquina. Fíjate en esas prótesis complejísimas gracias a las que logran sobrevivir estos seres. Y luego están películas como Altered States y la mujer pantera, etcétera. Son sólo la expresión más avanzada del salvaje.


¿Por qué el mito del salvaje es tan poderoso y adopta expresiones tan distintas?
A pesar de sus tremendas mutaciones, el mito es siempre, en esencia, el mismo. Sirve para diferentes cosas, pero su pervivencia se explica por la necesidad de la sociedad occidental de definirse con respecto al otro. El mito del salvaje es una forma extrema de intentar afirmar una homogeneización que en la realidad nunca existe. Y no puede existir porque generar una identidad basándose en una definición homogénea de la sociedad requiere al mismo tiempo la definición, así sea imaginaria o mítica, del otro. Pero al crear otros amenazadores, estás atentando contra la propia homogeneidad. Se trata de un círculo vicioso.


¿Estamos incurriendo en este círculo vicioso en el modo en que, desde nuestra cultura, vemos a las otras civilizaciones? ¿Estamos proyectando en el Islam u otras comunidades nuestra idea de salvaje?
Sí, en este caso de mal salvaje. Pero también hay que decir que cierta progresía europea contempla a los afganos o a los iraquíes con cierta ternura, como si fueran buenos salvajes. La izquierda más primitiva, ante la crisis de ideas, acude a estereotipos fáciles como este. Tal fue el caso, en México, con su postura ante el levantamiento en Chiapas de los indígenas, que encajaban fácilmente en el estereotipo roussoniano. En cualquier caso, la cultura política moderna genera constantemente seres míticos de la otredad peligrosos, amenazadores, que en muchos casos existen pero que son potenciados por una cultura que necesita de estas amenazas para cohesionarse ante importantes déficits en el funcionamiento del aparato democrático. Esto es mucho más claro en Estados Unidos que en Europa. Allí, además, esto tiene una connotación religiosa muy fuerte. Y eso distorsiona un tanto las cosas. Tradicionalmente, el mito del salvaje evade las ideologías y los credos, pero ahora presenta una muy fuerte contaminación teológica.

¿De modo que la idea del salvaje conserva una función política?
Yo creo que sí, en su versión positiva y en su versión negativa. La idea del salvaje como habitante de un edén originario y bastante idílico, pero al mismo tiempo origen de una nacionalidad, de una identidad, está muy arraigada e idealizada. Pero el proceso político ideologiza el pasado salvaje y empieza a asignarle cualidades. De repente los salvajes dejan de ser héroes y son por el contrario fuerzas feroces y bestiales; una especie de inconsciente o más bien de arquetipo maligno que es necesario superar. En el caso de mi país, México, el azteca que todos los mexicanos llevamos dentro.


¿El mito del salvaje va a sobrevivir a la posmodernidad?

Ha sobrevivido a tantas transiciones que no me extrañaría que sobreviviese a ésta. Si los fenómenos ligados a la ciencia-ficción son posmodernos, entonces yo diría que ya tenemos los primeros ejemplos. Sus personajes parten de una tradición anterior, de comienzos del siglo veinte, pero están proliferando a un ritmo impresionante. Por otro lado, como las condiciones en las que se están desarrollando los países más avanzados están abriendo enormes espacios de otredad interior, que tienen su origen en los flujos migratorios y generan una mitología tremenda, yo diría que ahí tenemos el sustento social y cultural objetivo para que el mito continúe. ~

jueves, 31 de julio de 2008

"LA TIERRA BALDÍA" por T. S. Eliot

A Ezra Pound il miglior fabbro.

1. EL ENTIERRO DE LOS MUERTOS

Abril es el mes más cruel: engendra
lilas de la tierra muerta, mezcla
recuerdos y anhelos, despierta
inertes raíces con lluvias primaverales.
El invierno nos mantuvo cálidos, cubriendo
la tierra con nieve olvidadiza, nutriendo
una pequeña vida con tubérculos secos.
Nos sorprendió el verano, precipitóse sobre el Starnbersee
con un chubasco, nos detuvimos bajo los pórticos,
y luego, bajo el sol, seguimos dentro de Hofgarten,
y tomamos café y charlamos durante una hora.
Bin gar keine Russin, stamm' aus Litauen,
echt deutsch.
Y cuando éramos niños, de visita en casa del archiduque,
mi primo, él me sacó en trineo.
Y yo tenía miedo. Él me dijo: Marie,
Marie, agárrate fuerte. Y cuesta abajo nos lanzamos.
Uno se siente libre, allí en las montañas.
Leo, casi toda la noche, y en invierno me marcho al Sur.

¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen
en estos pétreos desperdicios? Oh hijo del hombre,
no puedes decirlo ni adivinarlo; tú sólo conoces
un montón de imágenes rotas, donde el sol bate,
y el árbol muerto no cobija, el grillo no consuela
y la piedra seca no da agua rumorosa. Sólo
hay sombra bajo esta roca roja
(ven a cobijarte bajo la sombra de esta roca roja),
y te enseñaré algo que no es
ni la sombra tuya que te sigue por la mañana
ni tu sombra que al atardecer sale a tu encuentro;
te mostraré el miedo en un puñado de polvo.

Frisch weht der Wind
Der Heimat zu
Mein Irisch Kind,
Wo weilest du?

"Hace un año me diste jacintos por primera vez;
me llamaron la muchacha de los jacintos".
-Pero cuando regresamos, tarde, del jardín de los jacintos,
llevando, tú, brazados de flores y el pelo húmedo, no pude
hablar, mis ojos se empañaron, no estaba
ni vivo ni muerto, y no sabía nada,
mirando el silencio dentro del corazón de la luz.

Oed'und leer das Meer.

Madame Sosostris, famosa pitonisa,
tenía un mal catarro, aun cuando
se la considera como la mujer más sabia de Europa,
con un pérfido mazo de naipes. Ahí -dijo ella-
está su naipe, el Marinero Fenicio que se ahogó,
(estas perlas fueron sus ojos. ¡Mira!)
aquí está la Belladonna, la Dama de las Rocas,
la dama de las peripecias.
Aquí está ell hombre de los tres bastos, y aquí la Rueda,
y aquí el comerciante tuerto, y este naipe
en blanco es algo que lleva sobre la espalda
y que no puedo ver. No encuentro
el Ahorcado.Temed la muerte por agua.
Veo una muchedumbre girar en círculo.
Gracias. Cuando vea a la señora Equitone,
dígale que yo misma le llevaré el horóscopo:
¡una tiene que andar con cuidado en estos días!

Ciudad irreal,
bajo la parda niebla del amanecer invernal,
una muchedumbre fluía sobre el puente de Londres, ¡eran tantos!
Nunca hubiera yo creído que la muerte se llevara a tantos.
Exhalaban cortos y rápidos suspiros
y cada hombre clavaba su mirada delante de sus pies.
Cuesta arriba y después calle King William abajo,
hacia donde Santa María Woolnoth cuenta las horas
con un repique sordo al final de la novena campanada.
Allí encontré un conocido y le detuve gritando: ¡Stetson!
¡tú que estuviste contigo en los barcos de Mylae!
¿Aquel cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,
ha empezado a germinar? ¿Florecerá este año?
¿No turba su lecho la súbita escarcha?
¡Oh, saca de allí al Perro, que es amigo de los hombres,
pues si no lo desenterrará de nuevo con sus uñas!
Tú, hypocrite lecteur! -mon semblable -mon frère!"


* * * * *

2. UNA PARTIDA DE AJEDREZ

La silla en que estaba sentada, como un bruñido trono,
se reflejaba en el mármol, donde el espejo
de soportes labrados con pámpanos y racimos
entre los cuales un Cupido dorado se asomaba
(otro ocultaba sus ojos bajo el ala)
copiaba las llamas de los candelabros de siete brazos
que arrojaban su luz sobre la mesa mientras
el brillo de sus joyas, desbordando profusamente
de los estuches de raso, subió a su encuentro.
En redomas de marfil y cristal policromo,
destapadas, acechaban sus raros perfumes sintéticos,
ungüentos, en polvo o líquidos -turbando, confundiendo
y ahogando los sentidos en olor; agitados por el aire
fresco que soplaba de la ventana, ascendían,
alimentando las alargadas llamas de las velas,
proyectando sus humos sobre los laquearios,
animando los diseños del artesonado techo.
Enormes leños arrojados por el mar, patinados de cobre,
ardían verdes y anaranjados, en su marco de piedra policroma,
y en su luz mortecina nadaba un delfín tallado.
Sobre la repisa de la chimenea -ventana abierta
a una escena silvestre- estaba representada
la Metamorfosis de Filomela, tan rudamente forzada
por el bárbaro rey; pero aún allí el ruiseñor
llenaba todo el desierto con inviolable voz
y todavía ella lloraba, y aún el mundo persigue
"Tiu Tiu" a oídos sucios.
Y otros tocones marchitos de tiempo
se alzaban en los muros, donde figuras de ojo abiertos
se inclinaban, imponiendo silencio a la estancia.
Se oyeron pasos en a escalera.
Al resplandor del fuego, bajo el cepillo, sus cabellos
se cruzaron en puntos ígneos,
brillaron en palabras y se aquietaron salvajemente.

"Estoy nerviosa esta noche. Muy nerviosa. Quédate conmigo.
Háblame. ¿Por qué nunca hablas ? Habla.
¿En qué piensas? ¿Qué piensas? ¿Qué?
Nunca sé en qué piensas: Piensas."

Creo que nos hallamos en la calleja de las ratas
donde los muertos perdieron sus huesos.
"¿Qué ruido es ese?"
El viento bajo la puerta.
"¿Qué ruido es ese ahora? ¿Qué hace el viento?"
Nada, como siempre. Nada.
"¿No
sabes nada? ¿Noves nada? ¿No
te acuerdas
de nada?"
Recuerdo
que esas perlas fueron sus ojos.
¿Estás viva o no ? ¿No hay nada en tu cabeza?
Pero
O O O O ese aire Shakespeareriano:
es tan elegante
tan inteligente.

¿Qué haré ahora ? ¿Qué haré?
¿Salir tal como estoy y andar por la calle
así sin peinar? ¿Qué haremos mañana?
¿Qué haremos siempre?'
Agua caliente a las diez.
Y si llueve, un coche cerrado a las cuatro.
Y jugaremos una partida de ajedrez,
apretando nuestros ojos sin párpados, esperando que
llamen a la puerta.

Cuando licenciaron al marido de Lil, yo dije
y no pesé mis palabras, lo dije sin ambages,
DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA
Ahora Alberto va a regresar, procura lucir mejor.
Él querrá saber qué hiciste con el dinero que te dio
para arreglarte los dientes. Te lo dio, yo estaba allí:
que te los extraigan todos, Lil, y que te pongan una buena dentadura,
dijo él , juro que no puedo soportar mirarte.
Y yo tampoco, dije yo; piensa en el pobre Alberto,
que ha estado en el ejército durante cuatro años, quiere divertirse,
y si no lo hace contigo, ya encontrara otras, dije yo.
Entonces ya sé a quién agradecérselo, dijo ella, mirándome fijamente.
DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA
Si esto no te gusta, lo mismo da, dije yo.
Otras se aprovecharán si tú no puedes.
Pero si Alberto se marcha, no podrás decir que no te han avisado.
Deberías avergonzarte, dije, de parecer tan vieja
(y no tiene más que treinta y un años)
no es culpa mía, dijo, poniendo cara triste.
Son esas píldoras que tomé para abortar, dijo.
(Ha tenido cinco ya, y casi se muere en el parto de Jorge.)
El boticario me dijo que no sería nada, pero nunca he vuelto a ser la misma.
Eres una tonta de capirote, dije yo.
Bueno, si Alberto no te suelta, no puedes quejarte, dije.
Por qué te casaste si no te gustan los niños?

DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA
Bueno, aquel domingo Alberto estaba en casa, tenían jamón,
me invitaron a cenar para que saboreara el jamón caliente.
DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA
DENSE PRISA POR FAVOR YA ES HORA
Buenas noches, Bill. Buenas noches, Lou. Buenas noches,
May. Buenas noches.
Adiós, adiós. Buenas noches. Buenas noches.
Buenas noches, señoras, buenas noches, adorables señoras,
buenas noches, buenas noches.


* * * * *


3. EL SERMÓN DEL FUEGO

El dosel del río se ha roto: los últimos dedos de las hojas
se aferran y se sumen en la húmeda ribera. El viento
cruza, silenciosamente, la tierra parda. Las ninfas se han
marchado.
Dulce Támesis, discurre plácidamente, hasta que termine 1
mi canción.
El río no arrastra botellas vacías, papeles de sandwiches, pañuelos de seda, cajas de cartón, colillas y otros testimonios de noches de estío. Las ninfas se han marchado.
Y sus amigos, los indolentes herederos de los potentados- se han marchado sin dejar sus direcciones.
A orillas del Leman me senté a llorar...
Dulce Támesis, discurre plácidamente, hasta que termine mi canción.


Versión de Agustí Bartra

miércoles, 30 de julio de 2008

"Ciudadanía y espacio público " por Jordi Borja

La agorafobia urbana Aunque a los urbanitas-cívicos nos complazca recordar aquello que "el aire de la ciudad nos hace libres", la realidad urbana actual más bien nos lleva a citar lo de "malos tiempos para la lírica". Ya no es original titular el "the hell is in the city" (el infierno está en la ciudad) o "la ville partout, partout en crise" (la ciudad en todas partes, en todas partes en crisis), como hicieron The Economist y Le Monde diplomatique hace algunos años. Todos lo hacen. Las prácticas sociales parecen indicar que la salida es hacerse un refugio, protegerse del aire urbano no sólo porque está contaminado sino porque el espacio abierto a los vientos es peligroso. En las grandes ciudades se imponen los shopping centers con "reservado el derecho de admisión" y los ghettos residenciales cuyas calles de acceso han perdido su carácter público en manos de policías privados. Hay un temor al espacio público. No es un espacio protector ni protegido. En unos casos no ha sido pensado para dar seguridad sino para ciertas funciones como circular o estacionar, o es sencillamente un espacio residual entre edificios y vías. En otros casos ha sido ocupado por las clases peligrosas de la sociedad: inmigrados, pobres o marginados. Porque la agorafobia es una enfermedad de clase de la que parecen exentos aquellos que viven la ciudad como una oportunidad de supervivencia. Aunque muchas veces sean las principales víctimas, no pueden permitirse prescindir del espacio público. Nuevamente, como en todos los momentos históricos de cambios sociales y culturales acelerados, se diagnostica la muerte de la ciudad. Es un tópico recurrente. Unos ponen el acento en la tribalización. Las hordas están en las puertas de la ciudad (por ejemplo Grands ensembles conflictivos), pero también en su corazón, en los centros históricos degradados. Kigali, la capital rwandesa, compartimentada por tribus que se odiaban, no sería un fenómeno primitivo solamente. También, una prefiguración de pesadilla de nuestro futuro urbano. Un futuro ya presente en Argel, Estambul o El Cairo, con ejércitos protegiendo los barrios civilizados frente a la barbarie popular. Otros, más optimistas, nos dicen que la ciudad moderna es otra ciudad, la que se puede observar en los límites de la ciudad actual, en sus periferias suburbanas, en sus entradas. La Edge City (USA), o la exposición "Les entrées de la ville" (París), el auge de las teorías del caos urbano, expresan esta mitificación de la ciudad desurbanizada o de la urbanización sin ciudad. Entendiendo por ciudad este producto físico, político y cultural complejo, europeo y mediterráneo, pero también americano y asiático, que hemos caracterizado en nuestra ideología y en nuestros valores como concentración de población y de actividad, mixtura social y funcional, capacidad de autogobierno y ámbito de identificación simbólica y de participación cívica. Ciudad como encuentro, intercambio, ciudad igual a cultura y comercio. Ciudad de lugares y no simple espacio de flujos. Si la agorafobia urbana es una enfermedad producida por la degradación o la desaparición de los lugares públicos integradores y protectores pero también abiertos a todos, la terapéutica y la alternativa parecen ser la instalación en los flujos y en los nuevos ghettos (residenciales, centros comerciales, áreas de terciario, de excelencia, etc.). En esta nueva ciudad las infraestructuras de comunicación no crean centralidades ni lugares fuertes, más bien segmentan o fracturan el territorio y atomizan las relaciones sociales. Otra manifestación de agorafobia. Pero ¿es inevitable que sea así? ¿Es el fin de la ciudad que hemos conocido históricamente? ¿Son reversibles y reutilizables estos procesos? Sobre la muerte de la ciudad y el punto de vista del espacio público
¿Ha muerto la ciudad? ¿Está en crisis? ¿La ciudad de la calle y de la plaza, del espacio público y cívico, la ciudad abierta, de mezclas y contactos es un residuo del pasado objeto de melancolía de urbanitas maduros? Es fácil argumentar que la historia de las ciudades ha vivido cambios por lo menos tan aparatosos como los actuales. O más. Por ejemplo el tránsito de la ciudad amurallada a los ensanches modernos. O la ciudad metropolitana, con sus suburbios y su estructura política plurimunicipal, estimulada por el desarrollo del transporte masivo y del uso del automóvil. Incluso puede aducirse que estamos simplemente presenciando una nueva fase del crecimiento metropolitano. Es inevitable dar la razón a los historiadores cuando critican el simplismo de reducir la historia urbana a tres grandes etapas o edades, la primera siendo la ciudad concentrada, separada de su entorno, la segunda la ciudad metropolitana (ciudad más periferia) y la tercera, la actual, la ciudad a repensar en la globalización. Sin embargo esta distinción que molesta a los historiadores es útil a los urbanistas. Porque les estimula a focalizar su atención en las nuevas dinámicas no como una maldición fatal o la expresión objetiva de la modernidad, sino como un desafío al que se puede responder si por una parte descubrimos los elementos de continuidad posibles respecto al pasado, si por otra distinguimos lo necesario de lo excesivo o evitable en los nuevos procesos y si finalmente somos capaces de proponer nuevos modelos y proyectos que formulen respuestas integradoras. Creemos que un ángulo interesante para analizar las nuevas dinámicas urbanas y elaborar respuestas a los desafíos que nos planteamos es el del espacio público y el de la relación entre su configuración y el ejercicio de la ciudadanía, entendida como el estatuto que permite ejercer un conjunto de derechos y deberes cívicos, políticos y sociales. El espacio público nos interesa principalmente por dos razones. En primer lugar porque es donde se manifiestan muchas veces con más fuerza la crisis de ciudad o de urbanidad. Por lo tanto parece que sea el punto sensible para actuar si se pretende impulsar políticas de hacer ciudad en la ciudad. Y en segundo lugar porque las nuevas realidades urbanas, especialmente las que se dan en los márgenes de la ciudad existente plantean unos retos novedosos al espacio público: la movilidad individual generalizada, la multiplicación y la especialización de las nuevas centralidades y la fuerza de las distancias que parecen imponerse a los intentos de dar continuidad formal y simbólica a los espacios públicos. Estamos convencidos que la dialéctica movilidades-centralidades es una cuestión clave del urbanismo moderno. Y que la concepción de los espacios públicos es a su vez un factor decisivo, aunque no sea el único, en el tipo de respuesta que se da a la cuestión anterior. El espacio público y sus avatares en la modernidad El espacio público es un concepto jurídico: un espacio sometido a una regulación específica por parte de la Administración pública, propietaria o que posee la facultad de dominio del suelo y que garantiza su accesibilidad a todos y fija las condiciones de su utilización y de instalación de actividades. El espacio público moderno proviene de la separación formal (legal) entre la propiedad privada urbana (expresada en el catastro y vinculada normalmente al derecho de edificar) y la propiedad pública (o dominio público por subrogación normativa o por adquisición de derecho mediante cesión) que normalmente supone reservar este suelo libre de construcciones (excepto equipamientos colectivos y servicios públicos) y cuyo destino son usos sociales característicos de la vida urbana (esparcimiento, actos colectivos, movilidad, actividades culturales y a veces comerciales, referentes simbólicos monumentales, etc.). El espacio público también tiene una dimensión socio-cultural. Es un lugar de relación y de identificación, de contacto entre las gentes, de animación urbana, a veces de expresión comunitaria. La dinámica propia de la ciudad y los comportamientos de sus gentes pueden crear espacios públicos que jurídicamente no lo son, o que no estaban previstos como tales, abiertos o cerrados, de paso o a los que hay que ir. Puede ser una fábrica o un depósito abandonados o un espacio intersticial entre edificaciones. Lo son casi siempre los accesos a
estaciones y puntos intermodales de transporte y a veces reservas de suelo para una obra pública o de protección ecológica. En todos estos casos lo que defina la naturaleza del espacio público es el uso y no el estatuto jurídico. El funcionalismo predominante en el urbanismo moderno descalificó pronto el espacio público al asignarle usos específicos. En unos casos se confundió con la vialidad, en otros se sometió a las necesidades del orden público. En casos más afortunados se priorizó la monumentalidad, el embellecimiento urbano. O se vinculó a la actividad comercial y a veces cultural. Y en casos menos afortunados se utilizó como mecanismo de segregación social, bien para excluir, bien para concentrar (por medio de la accesibilidad de los precios, de la imagen social, etc.). En ocasiones el juridicismo burocrático ha llevado a considerar que el espacio público ideal es el que está prácticamente vacío, donde no se puede hacer nada. O que se lo protege tanto que no es usado por nadie (por ejemplo cuando con las mejores intenciones se peatonalizan todos los accesos, se prohibe todo tipo de actividades o servicios comerciales, etc.). El espacio público supone pues dominio público, uso social colectivo y multifuncionalidad. Se caracteriza físicamente por su accesibilidad, lo que le hace un factor de centralidad. La calidad del espacio público se podrá evaluar sobre todo por la intensidad y la calidad de las relaciones sociales que facilita, por su fuerza mixturante de grupos y comportamientos y por su capacidad de estimular la identificación simbólica, la expresión y la integración culturales. Por ello es conveniente que el espacio público tenga algunas calidades formales como la continuidad del diseño urbano y la facultad ordenadora del mismo, la generosidad de sus formas, de su imagen y de sus materiales y la adaptabilidad a usos diversos a través de los tiempos. El urbanismo contemporáneo, heredero de movimiento moderno, fue reconstructor de ciudades después de la segunda guerra mundial. Se focalizó en un funcionalismo eficientista, dotado de un instrumental separador más que integrador (el zoning, los modelos) acentuado por la compartimentación de las Administraciones públicas y de los cuerpos profesionales (por ejemplo: transportes/ingenieros sin otras visiones del desarrollo y del funcionamiento urbanos). El resultado ha sido casi siempre la aplicación de políticas sectoriales en lugar de promover actuaciones que articulen la diversidad y la complejidad de las demandas urbanas. Entre las grandes operaciones de vivienda (cada operación destinada a un segmento social determinado) y la prioridad asignada casi siempre a la vialidad como ordenamiento y como inversión, el espacio público pasó a ser un elemento residual. El movimiento moderno en la primera mitad de siglo y las políticas públicas en la segunda mitad han configurado un urbanismo que se ha confundido con la vivienda y con las obras públicas (vías, puentes, accesos, etc., es decir, comunicaciones). El hacer ciudad como producto integral e integrador quedó olvidado y con ello el espacio público. O por lo menos relegado a un rol secundario. Urbanismo funcionalista y reacciones ciudadanas El urbanismo funcionalista ha tenido que pagar el precio de sus limitaciones y además el de los usos perversos que se ha hecho de él. La combinación del monofuncionalismo de los programas y de sectorialización de las políticas públicas con las dinámicas del mercado en ciudades clasistas, agravadas por las rentas de posición de los instalados respecto a los allegados (inmigrados), ha dado lugar a unas situaciones urbanas insoportables. Grupos residenciales que se degradaban rápidamente por su mala calidad, por la falta de inserción urbana, por su anomía sociocultural, por la pobreza de los equipamientos, por el círculo vicioso de la marginación física y social... Áreas centrales congestionadas y especializadas que pierden su rol integrador en beneficio de funciones administrativas. Barrios históricos despedazados y desarticulados por actuaciones viarias, poco respetuosas con los entornos y con la calidad de la vida cotidiana de los residentes. Diseminación en el territorio metropolitano de centros comerciales, campus universitarios e industrias que ordenan la vida de los activos según la triada sarcástica del 1968: "Metro, boulot, dodo" (Metro, trabajo, dormida).
Las reacciones no se hicieron esperar. En los años sesenta y setenta la conflictividad urbana irrumpió en la vida política y social de la mayoría de países de Europa y América. El movimiento moderno no era tan simplista como el urbanismo funcionalista del capitalismo desarrollista. Su preocupación por la vivienda masiva y la importancia acordada a las comunicaciones expresaba una visión productivista, no especulativa, de la ciudad y una preocupación por las condiciones de vida de las poblaciones trabajadoras. Sus propuestas urbanas podían ser interesantes también por su complejidad, por la capacidad de integrar objetivos sociales, ambientalistas y estéticos (por ejemplo: Plan Macià o de Corbusier, Barcelona 1932). Por su parte los movimientos sociales de los sectores populares no eran ajenos a las críticas y a las reivindicaciones urbanas. Había en las ciudades europeas ciertas tradiciones de luchas por la vivienda, por el precio de los transportes, por los servicios urbanos básicos y también por plazas y jardines, por centros culturales y equipamientos sociales y deportivos. Y contra las expropiaciones, la corrupción y el autoritarismo, y la opacidad de las decisiones de política urbana. Los movimientos urbanos emergieron con fuerza en los sesenta y setenta, paralizaron actuaciones en unos casos, y en otros fracasaron. También consiguieron que se negociaran a veces los proyectos y se alcanzaran compromisos que satisfacían algunas de las reivindicaciones urbanas respecto a expulsiones, accesos, equipamientos o transportes. Incluso en ciertos casos conseguían negociar programas de vivienda, y servicios y espacios públicos para cualificar áreas marginales o muy deficitarias respetando la población residente. A las reacciones de carácter social se añadieron otras de carácter cultural y político. No solo los profesionales herederos de movimiento moderno podían decir, al ver la evolución de los grands ensembles, los edificios singulares, la terciarización o la degradación de los centros, etc. "No es eso, no es eso". También otros profesionales e intelectuales, tanto de la arquitectura, como de otras disciplinas pero unidos por la preocupación cultural, estética, a veces paseista respecto a la ciudad, levantaron su voz contra los excesos del urbanismo desarrollista y funcionalista. En unos casos prevaleció la revalorización formal de la ciudad existente. O la mitificación culturalista de la ciudad histórica. En otros la preocupación por el ambiente urbano. Y en otros la reivindicación de un urbanismo austero frente al despilfarro. La crítica política a este urbanismo recogía algunas o muchas de las críticas sociales y culturales, se apoyaba en estos movimientos, aportando un plus: contra el autoritarismo tecnocrático o corrupto, contra el sometimiento de las políticas públicas a grupos de intereses privados, por la transparencia y la participación ciudadana, por la revalorización de la gestión política local y la descentralización. En esta crítica política coincidieron los movimientos sociales urbanos y hasta cierto punto las posiciones críticas de carácter ideológico con las fuerzas políticas más democráticas o progresistas. Hay que decir también que en bastantes casos las direcciones políticas partidarias tardaron bastante en descubrir el potencial político de las cuestiones urbanas. Y en muchos casos aun no lo han hecho. Es indiscutible la influencia que han tenido en el urbanismo de los últimos diez años la crítica, las reivindicaciones y las propuestas de las reacciones ciudadanas. La revalorización de los centros históricos, la superación de un urbanismo concebido como vivienda más vialidad, la incorporación de objetivos de redistribución social y de cualificación ambiental, etc. deben mucho a estos movimientos críticos. Y especialmente la importancia acordada a los espacios públicos como elemento ordenador y constructor de la ciudad. Pero como nada es perfecto no es inútil señalar algunos aspectos más discutibles de estas reacciones cívicas. Citamos dos: El conservacionismo a ultranza de los barrios y de su población. En algunos casos los residentes se consideran los únicos propietarios de su barrio y se constituyen en una fuerza social contraria a cualquier cambio o transformación. Se olvida que el barrio o una área determinada forma parte de un todo, que también los usuarios, los que trabajan, consumen o le atraviesan tienen interés y derecho a esta parte de la ciudad. En otros casos el conservacionismo es cultural y no necesariamente de los residentes. Ciertos sectores de la cultura urbana consideran intocable cada piedra y cada forma que tenga una edad respetable. Sin apercibirse de que no
hay preservación urbana sin intervención transformadora que contrarreste las dinámicas degenerativas. El otro aspecto discutible sobre el que conviene llamar la atención es la desconfianza o el prejuicio contrario a los grandes proyectos urbanos presente en los movimientos urbanos o ciudadanos más críticos. Es cierto que muchas veces este prejuicio estaba más que justificado por las experiencias nefastas de muchos proyectos de los sesenta y setenta vinculados a corrupciones, especulaciones, destrucciones de ambiente urbano, pérdida de espacios públicos, despilfarro, proyectos urbanos excluyentes, etc. En todo caso parece más positivo, en un marco democrático, debatir los grandes proyectos y si es preciso proponer alternativas, evitando el fundamentalismo de que solamente lo small is beautiful. De todas formas los movimientos ciudadanos de los últimos treinta años han hecho importantes contribuciones a la gestión de la ciudad y al urbanismo de este final de siglo. Citemos por lo menos tres: a) La revalorización del lugar, del espacio público, del ambiente urbano, de la calidad de vida, de la dialéctica barrio-ciudad, del policentrismo de la ciudad moderna... b) La exigencia de la democracia ciudadana, de la concertación y de la participación en los planes y proyectos, de programas integrados, la gestión de proximidad y la recuperación del protagonismo de los gobiernos locales en la política urbana. c) Y, como consecuencia de lo anterior, o quizás como premisa, la recreación del concepto de ciudadano, como sujeto de la política urbana, el cual se hace ciudadano interviniendo en la construcción y gestión de la ciudad. El marginal se integra, el usuario pasivo conquista derechos, el residente modela su entorno, todos adquieren autoestima y dignidad enfrentándose a los desafíos que les plantean las dinámicas y las políticas urbanas. El ciudadano es el que tiene derecho al conflicto urbano. La ciudad competitiva de la globalización y las respuestas del urbanismo La globalización económica y la revolución informacional tienen efectos contradictorios sobre los espacios urbanos. La ciudad se convierte en un elemento nodal de sistemas de intercambio regionales y mundiales. Pero se conecta por partes, se divide en áreas y grupos in y out. Es decir el tejido urbano se fragmenta, se especializa funcionalmente y la segregación social consolida la desigualdad en las regiones metropolitanas. La no-correspondencia entre el espacio urbano de los flujos y los territorios político-administrativos, así como el debilitamiento de los lugares, o simplemente su inexistencia (nos referimos a los puntos fuertes de densidad social e identificación simbólica), estimulan las dinámicas anómicas o tribales, fracturan la cohesión social y dificultan la gobernabilidad. Pero también se producen tendencias de signo contrario, de revalorización de la ciudad frente a la urbanización con disolución ciudadana. El espacio urbano tiende a nuevos procesos de concentración y complejificación de actividades y usos para optimizar las sinergías. Las políticas públicas necesitan consolidar territorios gobernables mediante actuaciones positivas a favor de la cohesión social por medio de la regeneración de centros y de áreas degradadas, las nuevas centralidades, la mejora de la movilidad y de la visibilidad de cada zona de la región metropolitana, la promoción de nuevos productos urbanos que diversifiquen y reactiven el tejido económico y social y creen empleo y autoestima, etc. La competitividad requiere gobernabilidad y buen funcionamiento del sistema urbano, que a su vez depende de la eficiencia de los servicios, de la seguridad ambiental, de la calidad de los recursos humanos y de la integración cultural de los que viven y usan la ciudad. El dilema del urbanismo actual es pues si acompaña a los procesos desurbanizadores o disolutorios de la ciudad mediante respuestas puntuales, monofuncionales o especializadas, que
se expresan por medio de políticas sectoriales, sometidas al mercado y ejecutadas por la iniciativa privada. O si, por el contrario, impulsa políticas de ordenación urbana y de definición de grandes proyectos que contrarresten las dinámicas perversas y que se planteen el hacer ciudad favoreciendo la densidad de las relaciones sociales en el territorio, la heterogeneidad funcional de cada zona urbana, la multiplicación de centralidades polivalentes y los tiempos y lugares de integración cultural. Una cuestión clave para evaluar las políticas urbanas y entender cómo responder a este dilema es analizar los proyectos urbanos y ver la consideración que merecen los espacios públicos en los mismos. Los proyectos urbanos caracterizan el urbanismo actual. Entendemos por proyectos urbanos aquellas actuaciones estratégicas de escala variable (desde una plaza hasta grandes operaciones de varios centenares de hectáreas, como por ejemplo un frente de mar) que se caracterizan porque dan respuesta a demandas diversas o cumplen varias funciones (aunque originariamente fueran monofuncionales), porque engendran dinámicas transformadoras sobre sus entornos, porque pueden incluir a la vez objetivos de competitividad y de cohesión social, por la combinación entre el rol iniciador o regulador del sector público y la participación de diversos actores privados en su desarrollo, porque son susceptibles de promover un salto de cualidad en la ciudad o en una parte de ella y porque se inscriben en el tiempo (sin perjuicio de que el proyecto se concrete en unas actuaciones inmediatas con una fuerte capacidad impulsiva). La polémica entre planes territoriales y proyectos urbanos diseñados no tiene mucho interés. Los planes sin proyectos ejecutables son como la fe sin obras o el sandwich de jamón sin jamón. El urbanismo actual debe dar respuestas relativamente rápidas a los desafíos de la competitividad y de la cohesión. Asimismo debe saltar sobre las oportunidades (y si es preciso inventarlas), puesto que los grandes proyectos solamente son viables cuando aparece un conjunto de circunstancias favorables. Y estas circunstancias se dan también cuando es posible concertar las voluntades de un conjunto de actores públicos y privados, lo cual no es un resultado automático de la aprobación de los documentos de un plano. Pero, por otra parte, los proyectos urbanos no tendrán valor estratégico como proyectos constructores de ciudad si no forman parte de una política de conjunto coherente, que se propone a la vez elevar la escala de la ciudad y articular la ciudad existente. Esta política global requiere instrumentos, entre ellos los planes: estratégico, de ordenación urbana, contrato-plan con el Estado, programa de grandes actuaciones concertadas con un horizonte fijo, planes sectoriales que integran varias dimensiones como transportes y circulación, medio ambiente urbano, etc. Los proyectos urbanos ciudadanos deben formar parte de un proyecto de ciudad dotado de una triple legitimidad: normativa, política y sociocultural. Es decir una base legal (planes, leyes específicas, presupuestos, ordenanzas o reglamentos, etc.), un acuerdo político (más exactamente conjunto de acuerdos contractuales entre Administraciones públicas) y un consenso ciudadano básico con diversos actores urbanos (empresariales, sociales, profesionales, intelectuales, medios de comunicación,...). La consideración de los espacios públicos en los grandes proyectos urbanos es un factor clave de su capacidad creadora de ciudad. Por lo menos por tres razones principales: a) Porque el espacio público es un medio muy eficaz para facilitar la multifuncionalidad de los proyectos urbanos, pues permite diversidad de usos en el espacio y adaptabilidad en el tiempo. b) El espacio público es asimismo el mecanismo idóneo para garantizar la cualidad relacional de un proyecto urbano, tanto para los residentes o usuarios, como para el resto de los ciudadanos. Este potencial relacional debe ser obviamente confirmado por el diseño y luego verificado y desarrollado por el uso. c) El espacio público es una posible respuesta al difícil y novedoso desafío de articular el barrio (o conjunto urbano más o menos homogéneo), la ciudad-aglomeración y la región
metropolitana. La continuidad de los grandes ejes de espacio público es una condición de visibilidad y de accesibilidad para cada uno de los fragmentos urbanos y un factor esencial de integración ciudadana. En resumen al espacio público se le pide ni más ni menos que contribuya a proporcionar sentido a nuestra vida urbana. Espacio público y ciudadanía: la dialéctica entre la condición urbana y el status político Aproximación por la vía de las anécdotas: - "Finalmente, después de muchos años, hoy, desfilando en la marcha de los parados, me he sentido ciudadano". Un desocupado de larga duración, París, diciembre de 1997. - "Lo peor no es nuestro nombre, o el color de nuestra piel. A pesar de que nos hayan dicho que damos el perfil para un puesto de trabajo, cuando debemos dar nuestra dirección, si es un barrio considerado no deseable, lo normal es que suspendan la entrevista." De un programa de Televisión (Sagacités) sobre los barrios difíciles y los jóvenes de origen inmigrado en las ciudades europeas. - Los viernes, los sábados y los domingos, los Champs Elyseés se llenan de jóvenes africanos, árabes, asiáticos. Ocupan la avenida más simbólica de París, se apropian de la ciudad, se pueden sentir plenamente franceses. Pero alguien nos dijo: "No son franceses como el resto" (un diputado socialista!). Aunque la mayoría de las veces hayan nacido en París y posean la nacionalidad francesa. - "Todo el mundo tiene derecho a disponer o acceder fácilmente a una área con elementos de centralidad, a vivir en un barrio visto y reconocido por el resto de los ciudadanos, a poder invitar a comer en su casa sin avergonzarse por ello". (Coloquio de Carros-Francia, de las intervenciones de Rolando Castro y Jordi Borja). - "Nosotros también tenemos derecho a la belleza" (Una abuela de favela, en Sao Paulo, Brasil). La ciudadanía plena no se adquiere por el hecho de habitar una ciudad. Ni tampoco es suficiente tener un documento legal que acredite tal condición. Veamos algunas relaciones dialécticas entre la ciudad como espacio público y el ejercicio de la ciudadanía. a) Los no-ciudadanos oficiales y la ciudad ilegal. La ciudad como espacio público, abierto, necesita de zonas ilegales o alegales, territorios de supervivencia porque en ellos se puede obtener alguna protección y algunos excedentes de los bienes y servicios urbanos (zonas rojas, centros degradados) o porque se ocupan precariamente excedentes de vivienda o de suelo en los márgenes. El proceso hacia la ciudadanía requerirá un doble proceso de legalización del habitante (papeles, empleo) y del territorio/vivienda (sea el ocupado, sea otro alternativo). Pero un proceso puede dinamizar el otro o viceversa. b) El espacio público como espacio político, de ejercicio de derechos cívicos, es un medio de accesión a la ciudadanía para todos aquellos que sufren alguna capitis diminutio, marginación o relegación en la anomía o la pasividad. Es la autoestima del manifestante en paro que sueña que ocupa la ciudad, que es alguien en la ciudad y no está solo. c) La violencia urbana, la que se manifiesta en el espacio público, sea central o sea periférico es, aunque resulte paradójico, una reivindicación de ciudadanía. La violencia urbana expresa una rebelión de no ciudadano, una contradicción entre el hecho de estar y el no derecho de usar la ciudad formal y ostentosa. Se habla de violencia urbana no cuando los pobres o marginados se matan entre sí, sino cuando agreden a los ciudadanos o se enfrentan a los cuerpos del Estado. Están reclamando atención, que se reconozca su condición y/o su territorio. d) El espacio público es indispensable, o por lo menos muy necesario, para desarrollar el proceso de socialización de los pobres y de los niños. Y de los recién llegados a la ciudad. En los
espacios públicos que se expresa la diversidad, se produce el intercambio y se aprende la tolerancia. La calidad, la multiplicación y la accesibilidad de los espacios públicos definirán en buena medida el progreso de la ciudadanía. e) Hoy el funcionamiento eficaz y democrático de la ciudad se mide por la dialéctica entre movilidades y centralidades. La ciudadanía de todos dependerá de la universalidad de ambos componentes del sistema urbano. Movilidad y centralidad tienen un componente de espacio público en tanto que factor de ciudadanía. Una ciudad que funciona exclusivamente con el automóvil privado y con centralidades especializadas y cerradas (centros administrativos, shopping centers jerarquizados socialmente, etc.) no facilita el progreso de la ciudadanía, tiende a la segmentación, al individualismo y a la exclusión. f) El espacio público, incluyendo la infraestructura y los equipamientos, puede ser un importante mecanismo de redistribución e integración sociales. Depende de cómo se diseñen, o mejor dicho de cómo se conciban, las grandes operaciones urbanas. Una ronda viaria, un conjunto de equipamientos culturales, una promoción inmobiliaria de oficinas y viviendas, una renovación portuaria o ferroviaria, o un frente de agua, pueden dualizar la sociedad urbana o en cambio articular barrios y proporcionar mecanismos de integración y mayor calidad de vida a los sectores que sufren algún déficit de ciudadanía. Estos proyectos pueden ser creadores de centralidades donde no los había, facilitar más movilidades, favorecer la visualización y la aceptación ciudadana de barrios olvidados o mal considerados en la medida que estos objetivos y no únicamente los específicos u originarios sean tenidos en cuenta. Por ejemplo, en un centro histórico no es lo mismo hacer un gran museo, un gran estacionamiento y poner policía, que plantearse paralelamente al museo la animación cultural y comercial de la zona, programas de ocupación de los jóvenes y espacios de transición equipados con los barrios del entorno. g) El espacio público contribuirá más a la ciudadanía cuanto más polivalente sea funcionalmente y más favorezca el intercambio. Es preciso conocer bien el uso social de los espacios públicos. Este uso dependerá de muchos factores, el diseño, la accesibilidad, la belleza, la monumentalidad, la promoción, el mantenimiento, la diversidad de usuarios posibles, etc. Queremos enfatizar la estética del espacio público. El lujo del espacio público no es despilfarro, es una cuestión de justicia social. h) Las Administraciones públicas en un Estado democrático tienen que asumir como una de las fuentes de su legitimidad el promover una política de ciudad que produzca espacios públicos ciudadanos. No son por lo tanto admisibles grandes proyectos urbanos que no integren objetivos sociales y ambientales que amplían la ciudadanía en cantidad y calidad. El planeamiento urbano debe considerar la reversión a la ciudad de áreas ocupadas por organismos estatales o empresas de servicios que por sus condiciones materiales o localización puedan considerarse obsoletas y que pueden servir para generar espacios y equipamientos colectivos ciudadanos: puertos, estaciones y talleres ferroviarios, reservas de suelo no utilizado para obras públicas, instalaciones o depósitos energéticos, cuarteles, edificios de oficinas públicas, etc. Los nuevos productos urbanos no pueden legitimarse únicamente por criterios de competitividad, ni tampoco por razones de competencia burocrática. Lo cual no elimina la inclusión en estas operaciones de promociones inmobiliarias o comerciales que además de viabilizar económicamente la operación pueden contribuir a la regeneración del tejido económico-social y urbano del entorno. i) La renovación del instrumental urbanístico puede ser en sí mismo un mecanismo de progreso de la ciudadanía. Los proyectos urbanos, en tanto que son a la vez respuesta a desafíos de la ciudad y oportunidades que se presentan a algunos actores públicos o privados, son ya un momento potencial de debate, conflicto y negociación. Los planes estratégicos deberán ser un ámbito importante de participación cívica. Otros instrumentos más específicos como los contratos-programa, los planes-proyecto, los proyectos preliminares, etc. favorecen la manifestación de aspiraciones e intereses diversos, incluso de sectores cuya voz se escucha normalmente poco en la ciudad. j) El empleo es un factor clave para el ejercicio de la ciudadanía. En unos casos porque de él
depende en gran parte la consecución de un status legal, protección social, acceso a la vivienda digna, etc. Siempre porque es necesario para obtener reconocimiento social y evitar la marginación progresiva. Las políticas urbanas, la construcción y el mantenimiento de espacios y equipamientos públicos son una gran oportunidad para crear empleos, tanto vinculados a los servicios urbanos, como a los llamados servicios de proximidad, es decir a las personas. Asimismo es posible establecer una relación entre el salario ciudadano (atribuido a todos los residentes de un territorio y gestionado por el gobierno local o regional) y la ciudad como fuente de ocupaciones (sociales, culturales, ecológicas, etc.) y ámbito de formación continuada. Ciudadanía: un desafío político para la ciudad La ciudadanía fue en el pasado un atributo que distinguía a los habitantes permanentes y reconocidos como tales de la ciudad. Suponía un status compuesto por un conjunto de derechos y deberes cívicos, socio-económicos y políticos, que se podían ejercer en el ámbito del territorio de la ciudad (que en muchos casos era bastante más extenso que el ocupado por el núcleo aglomerado). Luego, a partir del siglo XVIII y sobre todo en el XIX, la ciudadanía se fue vinculando al Estado-nación. Los ciudadanos eran los que poseían la nacionalidad, atributo que concedía el Estado, y en tanto que tales eran titulares de derechos políticos exclusivos (participar en los procesos electorales, formar asociaciones y partidos, ser funcionarios públicos, etc.). Los derechos sociales y cívicos de los ciudadanos también eran más amplios que los de los no-ciudadanos (extranjeros residentes o de paso), pero el concepto de ciudadanía se ha aplicado principalmente al status político-jurídico (sobre todo en la cultura anglosajona) en el marco del Estado. Su origen ciudadano se ha casi olvidado. Sin embargo, hoy nos enfrentamos a algunos hechos nuevos que nos permiten replantear la relación ciudad y ciudadanía. a) La reducción de la soberanía del Estado-nación por la globalización de la economía y la creación de uniones políticas supraestatales. La Unión Europea tiende a igualar los derechos y deberes de todos los ciudadanos de los países europeos. Los europeos que se instalan (o que han nacido ya) en un país que no el que les da la nacionalidad se integran lógicamente con más facilidad en la ciudad que en la nación. b) La población inmigrada o descendientes de inmigrados, que no poseen la nacionalidad del país en el que viven, es en muchas ciudades relativamente importante y estable, es decir en la mayoría de los casos no hay proyecto de retorno al país de origen. Esta población no tiene reconocido un status de ciudadanía, lo cual plantea a la vez un problema de política social y de gobernabilidad democrática en las ciudades. Son los llamados en Francia los sans (sin): sin papeles, sin trabajo, sin domicilio fijo, sin protección social, sin derechos políticos, obviamente. c) En el marco europeo una solución que parece razonable y viable respecto a las problemáticas expuestas, es crear el status de ciudadano europeo, distinto al de nacionalidad. Actualmente son ciudadanos europeos los que poseen la nacionalidad de un país de la U.E. Se añadiría: también son ciudadanos europeos, con los mismos derechos y deberes los que residan en una ciudad (o provincia, o departamento) de la U.E. en tanto que residen en ella. Las autoridades locales atribuirán la residencia legal al cabo de dos años de residencia de facto y tramitarán la ciudadanía europea, previa aceptación del interesado, a los tres años de residencia legal. La ciudad productora de ciudadanía debe garantizar la universalidad de ésta, es decir la igualdad jurídica de todos sus habitantes. Lo contrario es legitimar la exclusión. d) La ciudad es la mejor oportunidad de innovación política. Por la complejidad de las políticas públicas que en ella deben integrarse y por una dimensión que permite una relación más directa con la población. El ámbito regional-metropolitano, el de ciudad y el de barrio requieren soluciones originales, no uniformistas. Podrían experimentarse nuevos procedimientos electorales, como sustituir las listas de partidos nacionales por listas cívicas, sistemas mixtos, voto programático y obligatorio, etc. También es el lugar de innovar en las relaciones entre Administración y ciudadanos, como la ventanilla única, la declaración oral con valor de
documento público, etc. Otro campo en el que es imprescindible innovar es el de la justicia y el de la seguridad: justicia local, consejos de seguridad por barrio y participativos, defensa de oficio de los ciudadanos ante las otras Administraciones del Estado, etc. e) Hoy se habla más de participación ciudadana que de participación política. La gestión política local requiere hoy multiplicar la información, la comunicación, socializar las potencialidades de las nuevas tecnologías (que permiten el feed-back). Todos los ámbitos de la gestión local requieren formas de participación, a veces genéricas, muchas veces específicas: consejos, comités ad hoc, consulta popular, etc. La participación puede ser información, debate, negociación. También puede derivar en fórmulas de cooperación, de ejecución o gestión por medio de la sociedad civil (asociaciones o colectivos, empresarios ciudadanos, organismos sindicales o profesionales, etc.). f) Los déficits de la ciudad afectan de manera distinta y desigual a distintos sectores de la población. En unos casos el gap es prácticamente global: los sin (sin papeles, sin trabajo, sin protección social, sin integración cultural, etc.). En otros es más específico: desocupados, viejos, niños, minorías étnicas o religiosas, etc. Una política ciudadana exige desarrollar un conjunto de acciones positivas hacia cada uno de estos grupos. Un test de ciudadanía será medir la importancia y la eficacia de estas acciones. Por ejemplo desarrollar el multiculturalismo, convertir las demandas de niños y viejos en criterios orientadores de los programas de espacios públicos y equipamientos colectivos, hacer la ciudad más femenina, incorporar objetivos redistributivos y estudios de impactos sociales en todos los proyectos urbanos, etc. g) Los proyectos y la gestión de los espacios públicos y de los equipamientos colectivos son a la vez una oportunidad de producir ciudadanía y un test del desarrollo de la misma. Su distribución más o menos desigual, su concepción articuladora o fragmentadora del tejido urbano, su accesibilidad y su potencial de centralidad, su valor simbólico, su polivalencia, la intensidad de su uso social, su capacidad de crear empleo, la importancia de los nuevos públicos de usuarios, la autoestima y el reconocimiento social, su contribución a dar sentido a la vida urbana... son siempre oportunidades que nunca se deberían desaprovechar para promover los derechos y deberes (políticos, sociales, cívicos) constitutivos de la ciudadanía. El estatuto de ciudadano representa un triple desafío para la ciudad y el gobierno local. Un desafío político: conquistar la capacidad legal y operativa para contribuir o universalizar el estatuto político-jurídico de toda la población. Y también adquirir las competencias y los recursos necesarios para desarrollar las políticas públicas que hagan posible el ejercicio y la protección de los derechos y deberes ciudadanos. Un desafío social: promover las políticas públicas que se ataquen a las discriminaciones que imposibilitan o reducen el ámbito de la ciudadanía: empleo, situación de vulnerabilidad (por ejemplo: niños), marginación cultural, etc. Un desafío específicamente urbano: hacer de la ciudad, de sus centralidades y monumentalidad, de la movilidad y accesibilidad generalizadas, de la calidad y visibilidad de sus barrios, de la fuerza de integración de sus espacios públicos, de la autoestima de sus habitantes, del reconocimiento exterior, etc. una productora de sentido a la vida cotidiana, de ciudadanía. La producción de ciudadanía y el rol de los gobiernos locales es un desafío político no exclusivo de éstos. La política no reduce su espacio a las instituciones, los partidos y las elecciones. Hay otro espacio, el de la sociedad política (mejor que sociedad civil), que es el que crean y ocupan todos los organismos y formas de acción colectiva cuando van más allá de sus objetivos e intereses inmediatos y corporativos. Es el espacio de la participación ciudadana que plantea demandas y propuestas y aún deberes y responsabilidades para criticar y ofrecer alternativas, pero también para ejecutar y gestionar programas y proyectos sociales, culturales, de promoción económica o de solidaridad. Y de urbanismo.
Para terminar: la responsabilidad de hacer ciudadanía también pertenece a los profesionales del urbanismo. En nombre de su ética y de su tecnicidad, del conocimiento de los avances de la cultura urbanística y de la experiencia internacional, por su sensibilidad respecto a las herencias de la ciudad en la que trabajan y por su potencial creativo de reconocer tendencias e inventar futuros, los profesionales del urbanismo deben reclamar autonomía intelectual frente a los políticos y a los distintos colectivos sociales, deben elaborar y defender sus propuestas, asumir riesgos ante las autoridades y opiniones públicas y saber renunciar públicamente antes de traicionar sus convicciones. La reinvención de la ciudad ciudadana, del espacio público constructor-ordenador de ciudad y del urbanismo como productor de sentido no es monopolio de nadie. Los políticos elegidos democráticamente tienen la responsabilidad de la decisión de los proyectos públicos. Las organizaciones sociales tienen el derecho y el deber de exigir que se tomen en cuenta, se debatan y se negocien sus críticas, sus demandas y sus propuestas. Los profesionales tienen la obligación de elaborar análisis y propuestas formalizadas y viables, de escuchar a los otros, pero también de defender sus convicciones y sus proyectos hasta el final. (Publicado en VVAA, Ciutat real, ciutat ideal. Significat i funció a l’espai urbà modern, “Urbanitats” núm. 7, Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, Barcelona 1998)


Bibliografía

BORJA, Jordi, CASTELLS, Manuel, Local y Global. La gestión de las ciudades en la era de la Información, Taurus, Madrid 1997.

BORJA, Jordi, Informe sobre la ciudadanía europea - Eurocities/Eurocités, Ajuntament de Barcelona, 1997.
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― "La ciudad conquistada", Claves, Madrid 1991. ASCHER, François, La Metapolis, París 1995.

BOSSOLINO, Antonio, La Repubblica delle Città, Roma 1996.

DAVIS, Mike, City of Quartz, Los Angeles 1990. "Turn up the Lights", The Economist (julio 1995), Londres. Forum Europeen de Securité Urbaine
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GARREAU, Joel, Edge City. Life in the New Frontier, Nueva York 1995.

MONGIN, Oliver, Vers la troisiéme ville? (prefacio de C. DE PORTZAMPARC), París 1995.

VENTURI, Marco y otros, La festivalizzione della politica urbana, Roma 1995.

De Nuno PORTAS, con el que compartí la dirección de un curso en el Institut Français d´Urbanisme (París 1997):
― "El planeamiento urbano como proceso de regulación variable", Ciudades, núm. 3 (1996), Instituto de Urbanística, Universidad de Valladolid
― O Projeto Urbano. Cidade e imaginaçao, PROURB, Universidad de Río de Janeiro, 1996.
― "Planes Directores como instrumentos de regulaçao", Sociedade e territorio, núm. 22 (1995), Lisboa-Porto.

Véase también la colección Projet Urbain, revista del Ministére de l´Equipament (Francia), dirigida por Ariella Masboungi (12 números publicados entre 1994 y 1997) y la serie de libros Conferénces Paris d´Architectes, Edicions du Pavillon de l´Arsenal, París 1994-1997.

"LA IGUALDAD POLÍTICA" por Robert A. Dahl




Prólogo

Como ya he subrayado en mi trabajo anterior, la existencia de la
igualdad política es una premisa fundamental de la democracia. Aunque
creo que no se ha entendido bien su significado y su relación con la
democracia y con la distribución de los recursos que un ciudadano
puede utilizar para influir en las decisiones públicas. Además, al igual
que el ideal democrático, y de hecho como la mayoría de los ideales,
ciertos aspectos básicos de la naturaleza humana y de la sociedad
humana nos impiden conseguir por completo la igualdad política entre
los ciudadanos de un país democrático. Sin embargo, desde finales del
siglo XVIII, la democracia y la igualdad política han avanzado
considerablemente en todo el mundo, siendo uno de los cambios más
profundos de la historia de la humanidad.
¿Cómo podemos entender este cambio extraordinario? Aquí
sostengo que para explicarlo debemos comprobar ciertas cualidades
humanas básicas que motivan a los seres humanos a la acción, en este
caso, acciones que apoyan el movimiento hacia la igualdad política.
Sin embargo, estos impulsos básicos actúan en un mundo que es
cada vez más diferente de aquél de siglos anteriores, incluyendo el
último. ¿Qué tan hospitalario puede ser el mundo del siglo XXI para la
igualdad política?

Si centramos nuestra atención en los Estados Unidos, la respuesta
no es muy clara.
En los capítulos finales ofrezco dos escenarios
radicalmente diferentes: uno pesimista, otro esperanzador; y me parece
que ambos son sumamente posibles. En el primero, fuerzas
internacionales y domésticas poderosas nos empujan hacia un nivel
irreversible de desigualdad política que perjudica a las instituciones
democráticas actuales tanto como para hacer que los ideales de
democracia e igualdad política resulten casi irrelevantes. En el otro
escenario, más esperanzador, un impulso humano muy básico y
poderoso, el deseo de bienestar o de felicidad, promueve un cambio
cultural. Una conciencia cada vez mayor de que la cultura dominante
del consumismo competitivo no conduce a una mayor felicidad, da lugar
a una cultura ciudadana que impulsa con fuerza el movimiento hacia
una mayor igualdad política entre los ciudadanos estadounidenses.
Cuál de estos futuros escenarios prevalecerá, depende de las
siguientes generaciones de ciudadanos estadounidenses.


I. Introducción

A lo largo de la historia documentada, la afirmación de que los seres
humanos adultos merecen ser tratados como iguales políticos
comúnmente había sido vista por muchos como un evidente disparate,
y por los gobernantes, como un derecho peligroso y subversivo que
debían suprimir.
Desde el siglo XVIII, la expansión de las ideas y las creencias
democráticas han convertido ese derecho subversivo en un lugar
común, tanto que los gobernantes autoritarios que en la práctica
rechazan por completo este derecho pueden integrarlo de forma pública
en sus declaraciones ideológicas.
Sin embargo, incluso en países democráticos, como puede concluir
cualquier ciudadano que observe con detenimiento las realidades
políticas, la distancia entre el ideal de la igualdad política y su logro en
la realidad es enorme. En algunos países democráticos, incluyendo los
Estados Unidos, esta distancia puede ir en aumento e incluso puede
estar en peligro de llegar a ser irrelevante.
¿El objetivo de la igualdad política está tan lejos del alcance de los
límites humanos que debiéramos buscar fines e ideales que sean más
fáciles de alcanzar? ¿O hay cambios dentro del limitado alcance
humano que podrían reducir en gran medida la distancia entre el ideal y
nuestra realidad actual?
Responder estas preguntas en detalle nos llevaría más allá de los
límites de este breve libro. Comenzaré por asumir que el ideal de la
democracia presupone que la igualdad política es conveniente. Por
consiguiente, si creemos en la democracia como un objetivo o ideal,
entonces de manera implícita debemos considerar la igualdad política
como objetivo o ideal. En varios de mis trabajos anteriores he mostrado
por qué estas suposiciones me parecen muy razonables y nos
proporcionan objetivos que, al estar dentro del alcance humano, se
pueden considerar viables y realistas.1
En el capítulo 2, al recapitular
mis razones para apoyar estas opiniones, retomaré libremente dichos
trabajos.
En los siguientes capítulos quiero proporcionar algunas reflexiones
sobre la relevancia de la igualdad política como objetivo viable y
alcanzable. El progreso histórico de los sistemas “democráticos” y la
expansión de la ciudadanía al incluir más y más adultos proporcionan
un conjunto importante de pruebas. Para ayudarnos a entender las
causas subyacentes de este progreso extraordinario hacia la igualdad
política sin precedentes históricos, en el capítulo 4 enfatizo en la
importancia de algunos impulsos humanos generalizados, incluso
universales.
Sin embargo, si estas cualidades y capacidades humanas básicas
nos proporcionan razones para defender la igualdad política como un
objetivo viable (incluso si no es alcanzable por completo), también
debemos considerar, como lo haré en el capítulo 5, algunos aspectos
fundamentales de los seres humanos y de las sociedades humanas que
imponen barreras continuas a la igualdad política.
Si después centramos nuestra atención en el futuro de la igualdad
política en los Estados Unidos, podemos prever fácilmente la posibilidad
realista de que al levantar barreras aumentará enormemente la
desigualdad política entre los ciudadanos estadounidenses. En el
capítulo 6, exploraré esta posibilidad.
En el último capítulo describiré un futuro alternativo y más
prometedor en el cual algunos impulsos humanos básicos podrían
producir un cambio cultural que conduciría a una reducción sustancial
de las desigualdades políticas que ahora prevalecen entre los
ciudadanos estadounidenses.
Está más allá de mis capacidades el predecir cuál de estos, si no es
que otros, posibles escenarios prevalecerá en realidad. Pero confío en
que el resultado puede estar fuertemente influenciado por los esfuerzos
individuales y colectivos, y por las acciones que nosotros, y nuestros
sucesores, elijamos emprender.


1 Véanse en particular, Democracy and Its Critics, New Haven, Yale University Press,
1989, pp. 30-33, 83-134 [trad. esp.: La democracia y sus críticos, Barcelona, Paidós,
2002]; On Democracy, New Haven, Yale University Press, 1998, caps. 4-7, pp. 35-80;
y How Democratic Is the American Constitution?, New Haven, Yale University Press,
2001, pp. 130-139 [trad. esp.: ¿Es democrática la Constitución de los Estados
Unidos?, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003].



II. ¿La igualdad política es un objetivo razonable?
(fragmento)

Si suponemos dos cosas, ambas difíciles de rechazar en un discurso
público abierto y razonable, el caso de la igualdad política y la
democracia se vuelve extraordinariamente poderoso. La primera es el
juicio moral por el que todos los seres humanos tienen el mismo valor
intrínseco, que ninguna persona es intrínsecamente superior a otra, y
que se le debe dar igual consideración al bien o a los intereses de cada
persona.2 Llamaré a esto la suposición de la igualdad intrínseca.
Incluso si aceptamos este juicio moral, surge de inmediato una
pregunta sumamente problemática: ¿quién o qué grupo está mejor
calificado para decidir cuál es el bien o cuáles son los intereses de una
persona en realidad? Desde luego, la respuesta variará dependiendo de
la situación, de los tipos de decisiones y de las personas involucradas.
Pero si centramos nuestra atención en el gobierno de un Estado,
entonces me parece que la suposición más segura y prudente sería
algo así: entre adultos ninguna persona está sin duda mejor calificada
que otra para gobernar como para que se le deba encomendar el
gobierno del Estado con autoridad absoluta y definitiva.
Aunque de manera razonable podríamos agregar mejoras y
perfeccionar este juicio prudencial, es difícil ver cómo se podría
sostener cualquier propuesta sustancialmente diferente al menos por
tres razones. Para empezar, la famosa y tan citada proposición de
Acton parece expresar una verdad fundamental sobre los seres
humanos: el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe
absolutamente. Sin importar cuáles sean las intenciones de los
gobernantes desde el principio de su gobierno, es probable que
cualquier compromiso que puedan tener de servir al “bien público” se
transforme con el tiempo, de modo que identifiquen ese “bien público”
con el mantenimiento de sus propios poderes y privilegios. En segundo
lugar, así como el libre debate y la controversia son, como John Stuart
Mill sostuvo de manera brillante, esenciales para la búsqueda de la
verdad (o, si se prefiere, de juicios razonablemente justificables), es
más probable que un gobierno que no recibe obstáculos o
cuestionamientos de los ciudadanos, quienes son libres de debatir y
oponerse a las políticas de sus líderes, cometa errores garrafales, a
veces desastrosos, como ha quedado más que demostrado por los
regímenes autoritarios modernos.3 Por último, se deben considerar los
casos históricos más decisivos en los cuales se les negó la igual
ciudadanía a un número importante de personas: ¿hoy alguien
realmente cree que cuando las clases obreras, las mujeres y las
minorías raciales y étnicas fueron excluidas de la participación política,
aquellos que tenían el privilegio de gobernarlos consideraron y
protegieron sus intereses de forma adecuada?
No quiero decir que las personas que produjeron una mayor igualdad
política tenían en mente las razones que he dado. Simplemente digo
que los juicios morales y prudenciales ofrecen un fuerte apoyo a la
igualdad política como objetivo o ideal conveniente y razonable.

Igualdad política y democracia

Si concluimos que la igualdad política es conveniente al gobernar un
Estado (aunque no necesariamente en todas las asociaciones
humanas), ¿cómo es posible alcanzarla? No es necesario decir que el
único sistema político para gobernar un Estado que deriva su
legitimidad y sus instituciones políticas de la igualdad política es una
democracia. ¿Qué instituciones políticas son necesarias para que un
sistema político califique como una democracia? ¿Y por qué esas
instituciones?


El ideal contra la realidad

Creo que no podemos responder estas preguntas de manera
satisfactoria sin el concepto de un ideal de democracia. Por las mismas
razones que Aristóteles encontró útil describir sus tres constituciones
ideales para clasificar sistemas reales, la descripción de una
democracia ideal proporciona un modelo con el que es posible
comparar diversos sistemas reales. A menos que tengamos una
concepción del ideal con la cual comparar la realidad, nuestro
razonamiento será circular o puramente arbitrario: por ejemplo,
los Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Noruega son todas democracias; por lo
tanto, las instituciones políticas que todas tienen en común deben ser las
instituciones básicas necesarias para la democracia; por lo tanto, ya que estos
países poseen estas instituciones, deben ser democracias.
Es necesario recordar que la descripción de un sistema “ideal” puede
servir para dos propósitos diferentes aunque totalmente compatibles.
Uno es ayudar en la teoría empírica o científica. El otro, ayudarnos a
realizar juicios morales al proporcionar un fin u objetivo ideal. Ambos se
confunden con frecuencia, aunque un “ideal” en el primer sentido no
implica necesariamente un “ideal” en el otro.
En la teoría empírica, la función de un sistema ideal consiste en
describir las características o la operación de ese sistema bajo un
conjunto de condiciones perfectas (ideales). Galileo infirió la velocidad
con la cual un objeto caería en el vacío -por ejemplo, bajo condiciones
ideales- al medir la velocidad de una canica rodando en un plano
inclinado. Obviamente no midió y no pudo haber medido su velocidad al
caer en el vacío. Sin embargo, su ley de la caída de los cuerpos
continúa siendo válida hoy en día. En física es frecuente formular
hipótesis sobre la conducta de un objeto o fuerza bajo condiciones
ideales que no se pueden alcanzar a la perfección en experimentos
reales, pero que se pueden aproximar de manera satisfactoria. De
manera similar, cuando el sociólogo alemán Max Weber describió los
“tres tipos puros de autoridad legítima”, comentó que
la utilidad de esta división sólo puede mostrarla el movimiento sistemático que con
ella se busca […]. Ninguno de los tres tipos ideales […] acostumbra a darse puro
en la realidad histórica, no debe impedir aquí, como en parte alguna, la fijación
conceptual en la forma más pura posible de su construcción.4
Un ideal en el segundo sentido se entiende como un objetivo
conveniente, uno que probablemente no se alcanza a la perfección en
la práctica, pero es un nivel al que debemos aspirar, y con el cual
podemos medir el bien o el valor de lo que se ha logrado, de lo que
existe en realidad.
Una definición y descripción de democracia puede tener la intención
de servir sólo al primer propósito; o podría servir también al segundo.
Como ayuda para la teoría empírica, la concepción de la democracia
puede no provenir de un defensor sino de un crítico para quien incluso
el ideal es insatisfactorio, o simplemente irrelevante, para la experiencia
humana debido a la enorme distancia entre el objetivo y cualquier
posibilidad de una aproximación satisfactoria.
La democracia ideal
Aunque una democracia ideal se puede describir de muchas formas
distintas, un punto de partida útil es el origen etimológico del término:
demos + kratia, gobierno del “pueblo”. Para dejar abierta la pregunta
acerca de a qué “pueblo” se le ha proporcionado igualdad política total,
en lugar de “el pueblo” utilizaré mejor el término más neutral “demos”.
Creo que una democracia ideal requeriría como mínimo estas
características:
• Participación efectiva. Antes de que una política sea adoptada por
una asociación, todos los miembros del demos deben tener
oportunidades iguales y efectivas para hacer saber a los otros
miembros sus puntos de vista sobre lo que debería ser la política.
• Igualdad en la votación. Cuando llegue el momento en el cual
finalmente se tomará la decisión, cada miembro debe tener una
oportunidad igual y efectiva de votar, y todos los votos deben ser
contados por igual.
• Adquisición de conocimiento iluminativo. Dentro de un período de
tiempo razonable, cada miembro tendrá oportunidades iguales y
efectivas de aprender sobre políticas alternativas relevantes y sus
consecuencias probables.
• Control final de la agenda. El demos tendrá la oportunidad exclusiva
de decidir cómo (y si) sus miembros eligieron qué asuntos formarán
parte de la agenda. Así, el proceso democrático que requieren las
tres características anteriores nunca se cerrará. Las políticas de la
asociación siempre estarían abiertas al cambio por el demos, si sus
miembros eligieran hacerlo.
• Inclusión. Cada miembro del demos tendrá derecho a participar en
las formas ya descritas: participación efectiva, igualdad en la
votación, búsqueda de un conocimiento iluminativo de los asuntos y
el ejercicio del control final sobre la agenda.
• Derechos fundamentales. Cada una de las características necesarias
de una democracia ideal prescribe un derecho que es en sí una parte
necesaria del orden de una democracia ideal: el derecho a participar,
el derecho a que el voto de uno se cuente igual que el de los demás,
el derecho a buscar el conocimiento necesario para entender el
asunto en la agenda, y el derecho a participar en relaciones de
igualdad con los conciudadanos al ejercer el control final sobre la
agenda. La democracia consiste, entonces, no sólo en procesos
políticos. También es, necesariamente, un sistema de derechos
fundamentales.


Sistemas democráticos reales

Algunos filósofos políticos desde Aristóteles hasta Rousseau y aun
después, han insistido por lo general en que es probable que ningún
sistema político real cumpla del todo los requisitos del ideal. Aunque las
instituciones políticas de las democracias reales pueden ser necesarias
para que un sistema político alcance un nivel de democracia
relativamente alto, pueden no ser, de hecho es casi seguro que no
serán, suficientes para alcanzar la democracia perfecta o ideal. Sin
embargo, las instituciones dan un gran paso hacia el ideal, como me
imagino que lo hicieron en Atenas cuando los ciudadanos, líderes, y
filósofos políticos llamaron democracia a su sistema -a saber, no una
democracia real sino ideal-, o cuando Tocqueville en los Estados
Unidos, como muchos otros en América y otros lugares, lo llamaron
democracia sin dudarlo.
Si una unidad es pequeña en número y en área, las instituciones
políticas de la democracia asambleísta se podrían ver sin inconveniente
como instituciones que cumplen los requisitos de un “gobierno del
pueblo”. Los ciudadanos serían libres de enterarse todo lo que pudieran
sobre las propuestas que se les van a presentar. Podrían discutir
políticas y propuestas con sus conciudadanos, pedir información a los
miembros que consideran están mejor informados y consultar fuentes
escritas, entre otras. Podrían reunirse en un lugar conveniente: el monte
Pnix en Atenas, el Foro en Roma, el Palacio Ducal en Venecia, el
ayuntamiento en un pueblo de Nueva Inglaterra. Ahí, bajo la guía de un
moderador neutral, dentro de límites de tiempo razonables podrían
discutir, debatir, enmendar, proponer. Finalmente, podrían emitir sus
votos, contándolos todos por igual, imponiéndose los votos de la
mayoría.
Es fácil ver, entonces, por qué muchas veces se piensa que la
democracia asambleísta se halla más cercana al ideal que un sistema
representativo, y por qué sus más fervientes defensores algunas veces
insisten, como Rousseau en el Contrato social, en que el término
democracia representativa es contradictorio. Sin embargo, opiniones
como éstas no han logrado ganar muchos partidarios.



2 Aquí y en otras partes he recurrido a Stanley I. Benn, “Egalitarianism and the Equal Consideration of Interests”, en J. R. Penncok y J. W. Chapman, Equality (Nomos IX), Nueva York, Atherton Press, 1967, pp. 61-78.

3 En The Wisdom of Crowds, Nueva York, Doubleday, 2004, James Surowiecki
comienza su explicación refiriéndose al distinguido científico Francis Galton.
“La educación le importaba a Galton porque creía que sólo pocas personas poseían las
características necesarias para mantener sociedades sanas. Había dedicado la mayor
parte de su carrera a medir estas características, de hecho, para probar que la gran
mayoría de las personas no las poseía [...].
Mientras recorrió la [Exposición Internacional (International Exhibition) de 1884] [...] Galton se encontró con una competencia de cálculo de peso. Un buey había sido seleccionado y colocado en exhibición, y los miembros de la multitud congregada hacían fila para apostar cuál era el peso del buey [...]. Ochocientas personas probaron suerte. Era una multitud variada.”
Cuando terminó el concurso, Galton había realizado una serie de pruebas
estadísticas de los cálculos y descubrió que el cálculo aproximado principal de todos
los concursantes era de 1.197 libras. El peso real era 1.198. Galton escribió después:
“El resultado parece más meritorio por la veracidad de un juicio democrático de lo que se podía esperar” (pp. XII y XIII). En las páginas siguientes Surowiecki proporciona información en abundancia para apoyar su creencia de que, si se dan las
oportunidades apropiadas, los grupos pueden llegar a decisiones sensatas.

4 Max Weber, The Theory of Social and Economic Organization, trad. de A. M.
Henderson y Talcott Parsons, Nueva York, Oxford University Press, 1947, pp. 328 y
329 [trad. esp.: Economía y sociedad, trad. de José Medina Echavarría, México,
Fondo de Cultura Económica, 1944].

“EUROPA” por JÜRGEN HABERMAS y JACQUES DERRIDA





Hay dos datos que no deberíamos olvidar: el día en que los periódicos informaron a sus sorprendidos
lectores de la reafirmación de la lealtad hacia Bush, a la que el presidente del gobierno español invitó a los gobiernos europeos partidarios de la guerra, a espaldas de los demás socios de la UE. Y el 15 de febrero de 2003, cuando las masas de manifestantes respondieron a este golpe de efecto en Londres, Roma, Madrid, Barcelona, Berlín y París. Al analizarlas retrospectivamente, la simultaneidad de estas impresionantes manifestaciones -las mayores desde finales de la II Guerra Mundial- podría entrar en los libros de Historia como signo del nacimiento de una nueva opinión pública europea. Durante los densos meses anteriores al inicio de la guerra de Irak, un reparto del trabajo moralmente obsceno agitó las emociones. La gran operación logística de la imparable concentración de tropas, por un lado, y la actividad frenética de las organizaciones de ayuda humanitaria, por otro, se coordinaron con la precisión de un engranaje.
El espectáculo transcurrió imperturbable ante los ojos de la población que resultaría ser la víctima, despojada de toda iniciativa propia. No cabe duda de que el poder de las emociones hizo que todos los ciudadanos europeos se movilizaran juntos. Pero al mismo tiempo la guerra hizo que los europeos adquirieran conciencia del fracaso de su política exterior común, previsible desde hacía mucho tiempo. Al igual que en el resto del mundo, al romper tan alegremente con el Derecho Internacional, también en Europa se desató la discusión sobre el futuro del orden mundial. Pero los argumentos que nos dividen nos han afectado aún más profundamente.
A raíz de esta discusión, las conocidas líneas de fractura han quedado aún más marcadas. Las opiniones controvertidas sobre el papel de la superpotencia, el futuro orden mundial, la relevancia del Derecho Internacional y de la ONU han hecho que las diferencias latentes se manifiesten abiertamente. Ha aumentado aún más el abismo entre los países continentales y anglosajones, por un lado, y los países de la “Vieja Europa” y los candidatos de Europa central y del
Este a la adhesión, por el otro. En Gran Bretaña, la relación especial con EE UU no es ningún tabú, pero sigue ocupando el primer lugar en el orden de preferencia de Downing Street. Y los países de Europa central y del Este pretenden entrar en la UE, pero no están dispuestos a que les restrinjan enseguida su soberanía recuperada hace muy poco tiempo. La crisis de Irak sólo sirvió de catalizador. También en la Convención Constitucional de Bruselas queda manifiesta la diferencia de opiniones entre los países que desean realmente una profundización de la UE y aquellos que tienen un interés comprensible en congelar el proceso actual de gobierno intergubernamental y permitir, en todo caso, un cambio cosmético. Pero resulta que no se puede seguir disimulando por más tiempo dichas diferencias.
La futura Constitución nos traerá un ministro europeo de Asuntos Exteriores. Pero, ¿para qué sirve un nuevo cargo si los gobiernos no son capaces de acordar una política común? Incluso un Fischer ocupando un cargo con nueva denominación seguiría estando tan despojado de poder como Solana. Por ahora parece que sólo los países miembros del núcleo europeo están dispuestos a otorgar a la UE determinadas cualidades de Estado. ¿Qué hacer si son sólo estos países los que llegan a un acuerdo sobre la definición de sus “intereses propios”? Si queremos que Europa no se divida, ahora estos países deberán hacer uso del mecanismo de la “cooperación reforzada” acordado en Niza para poder dar un primer paso con una política exterior, de seguridad y de defensa en una “Europa de diferentes velocidades”. Ello tendrá un efecto de arrastre del que los demás países miembros -por ahora los pertenecientes a la eurozona- no van a poder librarse. En el marco de la futura Constitución Europea, no podrá ni deberá existir ningún tipo de separatismo.
Avanzar no significa excluir. Los países vanguardistas del núcleo europeo no deben afianzarse como la Pequeña Europa. Como en tantas otras ocasiones, deberán ser la locomotora.
Precisamente los países miembros de la UE que cooperan entre ellos de forma más estrecha tienen mucho interés en mantener la puerta abierta. Cuanto más rápidamente los países del núcleo europeo adquieran capacidad para una actuación exterior y demuestren que en una sociedad mundial compleja no cuentan sólo las divisiones, sino el suave poder de las agendas de negociación, las relaciones y las ventajas económicas, antes entrarán los países invitados por estas puertas.
En este mundo no compensa una concentración de la política en esa alternativa entre guerra y paz, tan estúpida como costosa. En el ámbito internacional y en el marco de la ONU, Europa debe poner su peso en la balanza para equilibrar el unilateralismo hegemónico de Estados Unidos.
Debería hacer valer su influencia en el diseño de una futura política interior mundial en las cumbres económicas mundiales y en instituciones como la Organización Mundial de Comercio, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. La continuidad de la política de ampliación de la UE tropieza actualmente con las limitaciones de la dirección administrativa.
Hasta ahora habían sido los imperativos funcionales de la creación de una zona económica y monetaria común los que impulsaban las reformas. La política creativa que exige a los países miembros no sólo la eliminación de barreras a la competencia, sino también una voluntad común, depende de las motivaciones y la forma de pensar de los propios ciudadanos. Los acuerdos mayoritarios sobre decisiones de política exterior con consecuencias graves sólo podrán contar con aceptación cuando las minorías derrotadas se muestren solidarias. Pero esto exige la existencia previa del sentimiento de unión política. En cierto modo, la población tendrá que “ampliar” sus identidades nacionales y darles una dimensión europea. La solidaridad del ciudadano del Estado nacional limitado a la solidaridad con la propia nación, un concepto que hoy en día resulta ya bastante abstracto, deberá extenderse en el futuro a los ciudadanos europeos de otras naciones.
Esto plantea la cuestión de la “identidad europea”. La conciencia misma de un destino político común y una perspectiva convincente de un futuro común podrá hacer desistir a las minorías derrotadas de obstruir la voluntad mayoritaria. Por regla general, los ciudadanos de un país tienen que considerar a los ciudadanos de otro como “uno de los nuestros”. Este deseo plantea la pregunta que esgrimen tantos escépticos: ¿existen experiencias, tradiciones y logros históricos que motiven una conciencia del ciudadano europeo del destino político sufrido en común y que debe ser diseñado en común? Una “visión” de una Europa futura que sea atractiva e incluso contagiosa no caerá del cielo. Hoy en día sólo puede nacer de la inquietante sensación de desorientación.
Pero podrá resultar de la necesidad creada por una situación en la que los europeos nos vemos dependiendo de nosotros mismos. Y esa debe articularse en la cacofonía salvaje de una opinión pública polifónica. Si hasta ahora este tema no ha llegado a ser incluido siquiera en el programa político, ha sido un fracaso de los intelectuales.
Los riesgos ocultos Resulta fácil llegar a un acuerdo sobre cuestiones no vinculantes. Todos tenemos una idea de una Europa pacífica, cooperadora, abierta a otras culturas y capaz de dialogar. Saludamos una Europa que durante la segunda mitad del siglo XX dio con soluciones ejemplares para dos problemas.
Ya hoy en día Europa se ofrece como un sistema de “gobierno más allá del Estado nacional” que podría servir de modelo en una constelación posnacional. También los sistemas europeos de previsión social se consideraron durante mucho tiempo ejemplares. En el ámbito del Estado nacional, resulta que ahora se encuentran a la defensiva. Pero ni siquiera una futura política de doma del capitalismo en espacios sin fronteras debe volver a niveles inferiores previos a los valores alcanzados en materia de justicia social. Si Europa fue capaz de resolver dos problemas de esta magnitud, ¿por qué no iba a saber enfrentarse también al reto permanente de avanzar en la creación de un orden cosmopolita basado en el Derecho Internacional y defendiéndolo
frente a planes alternativos?
Por supuesto, un discurso promovido en toda la esfera europea tendría que dar con unas voluntades ya existentes que en cierto modo estén ya esperando un proceso estimulante de autonomía creciente. Pero hay dos hechos que parecen contradecir esta atrevida suposición. ¿Acaso los logros históricos más importantes de Europa no han perdido su fuerza de creación de una identidad precisamente por el éxito mundial alcanzado? ¿Y cuál es el factor que debe mantener unida a una región que se caracteriza como ninguna otra por la rivalidad permanente entre naciones con un alto grado de autognosis? Dado que el cristianismo y el capitalismo, las ciencias naturales y la tecnología, el Derecho romano y el código napoleónico, el estilo de vida urbano burgués, la democracia y los derechos humanos, la secularización del Estado y de la sociedad se extendieron a otros continentes, estos logros no representan ya ningún valor propio. El espíritu occidental basado en la tradición judeocristiana tiene, seguramente, rasgos característicos. Pero las naciones europeas comparten estos esquemas mentales caracterizados por el individualismo, el racionalismo y el activismo con los de Estados Unidos, Canadá y Australia. “Occidente” entendido como contorno espiritual abarca más que sólo Europa.
Además, Europa se compone de Estados nacionales que se delimitan polémicamente unos a otros. La identidad nacional expresada en lenguas nacionales, literaturas nacionales e historia nacional sirvió durante mucho tiempo como carga explosiva. Es cierto que hubo respuestas a la fuerza de destrucción de este nacionalismo en forma de modelos de opinión que son los que, desde el punto de vista del no-europeo, proporcionan a la Europa actual un carácter propio en virtud de su incomparable y amplia diversidad cultural. Esa cultura, despedazada más que otras culturas desde hace muchos siglos a causa de conflictos entre ciudad y campo, entre poderes eclesiásticos y seculares, la competencia entre fe y conocimiento, la lucha entre poderes políticos y clases antagónicas, tuvo que aprender dolorosamente de qué manera se puede establecer una comunicación en la diversidad, institucionalizar diferencias y estabilizar tensiones. También el reconocimiento de las diferencias -el reconocimiento mutuo del otro dentro de su carácter diferente- puede convertirse en característica de una identidad común.
Los ejemplos más recientes de ello son la pacificación de diferencias de clases por el Estado social y la autolimitación de la soberanía nacional en el marco de la UE. En palabras de Eric Hobsbawm, durante el tercer cuarto del siglo XX la Europa de este lado del telón de acero vivió su “edad de oro”. Desde entonces se pueden distinguir rasgos de una mentalidad política común de manera que los demás frecuentemente reconocen en nosotros antes al europeo que al alemán o al francés, y no sólo en Hong Kong, sino incluso en Tel Aviv. Es cierto: en las sociedades europeas la secularización ha avanzado bastante más que en otras. Aquí los ciudadanos ven las extralimitaciones entre política y religión más bien con desconfianza. Los europeos tienen una confianza relativamente grande en las prestaciones organizativas y la capacidad de dirigir del Estado, mientras que se muestran más escépticos de cara a la capacidad de rendimiento del mercado. Poseen un sentido marcado de la “dialéctica de la ilustración”, pero no tienen esperanzas optimistas inquebrantables respecto a los progresos tecnológicos. Tienen preferencias en cuanto a las garantías de seguridad del Estado del bienestar y normas en materia de solidaridad.
El límite de tolerancia en relación con el uso de la violencia frente a otras personas es comparativamente bajo. El deseo de alcanzar un orden internacional multilateral sobre una base jurídica regulada se une a la esperanza de alcanzar una política interior mundial eficaz en el marco de una ONU reformada.
A partir de 1989/1990 dejó de existir esta constelación que permitía desarrollar dicha mentalidad a los europeos occidentales favorecidos por la sombra de la Guerra Fría. Sin embargo, el 15 de febrero demostró que esa mentalidad en sí sobrevivió al contexto que la originó. Esto explica por qué la “Vieja Europa” se siente provocada por la superpotencia aliada a causa de su atrevida política hegemónica, pero también por qué son tantos los europeos que rechazan la invasión unilateral, preventiva y tan confusa como insuficientemente justificada a pesar de que saludan la caída de Sadam como liberación. Entonces ¿qué estabilidad tiene esta mentalidad? ¿Tiene sus raíces en experiencias y tradiciones históricas más profundas? Hoy sabemos que muchas de las tradiciones políticas, que pretenden tener autoridad por haber surgido aparentemente de forma natural, son sólo tradiciones “inventadas”. Frente a ellas, una identidad europea nacida bajo la luz de su carácter público, sería algo que se construye desde el principio.
Porque si se tratara sólo de una construcción arbitraria, se la tacharía de ser una cosa cualquiera.
La voluntad político-ética que se expresa en la hermenéutica de los procesos de autognosis no es algo arbitrario. La diferenciación entre el legado que recibimos y el que queremos rechazar, exige tanto cautela como la decisión sobre la lectura del modo en que lo hacemos nuestro.
Las experiencias históricas sólo son candidatas para una interiorización consciente sin la cual no alcanzarán la calidad de fuerza formadora de la identidad. Y para finalizar, algunas palabras clave referentes a dichos “candidatos”, bajo cuya luz la mentalidad europea de posguerra podría alcanzar un perfil más nítido.

Raíces históricas
La relación entre Estado e Iglesia ha tenido una evolución diferente en la Europa moderna a uno y otro lado de los Pirineos, al norte y al sur de los Alpes, al oeste y al este del Rin. La neutralidad ideológica del poder del Estado presenta formas jurídicas diferentes en cada uno de los países europeos. Pero en todas partes la religión ocupa dentro de la sociedad civil una posición apolítica similar. Aunque puede ser que se lamente esa privatización social de la fe bajo otros aspectos, ésta tiene una consecuencia deseable para la cultura política. En nuestras latitudes resulta difícil imaginarse a un presidente que comience sus labores diarias inherentes al cargo con una oración pública y que relacione sus decisiones políticas de graves consecuencias con una misión divina. En Europa, la emancipación de la sociedad burguesa de la tutela de un régimen absolutista no fue unida a la toma de posesión y la transformación democrática del Estado administrativo moderno. Pero la influencia de las ideas de la revolución francesa en toda Europa explica, entre otras cosas, por qué aquí se le atribuye a la política en sus dos formas de manifestación -como garantía de la libertad y también como poder organizativo- un valor positivo.
En cambio, la imposición del capitalismo estuvo unida a fuertes diferencias de clase. Esta memoria impide una valoración igualmente imparcial del mercado. La valoración diferente de la política y del mercado posiblemente reafirma a los europeos en su confianza en el poder civilizador de la organización de un Estado del que esperan también la corrección del “fracaso del mercado”.
El sistema de partidos nacido de la revolución francesa ha sido copiado muchas veces. Pero sólo en Europa sirve también a una concurrencia de ideologías que somete las consecuencias socio- patológicas de la modernización capitalista a una valoración política continuada. Esto fomenta la sensibilidad de los ciudadanos respecto a las paradojas del progreso. En la controversia de las interpretaciones conservadoras, liberales y socialistas se trata de la valoración de dos aspectos: ¿prevalecen las pérdidas que se producen al desintegrarse estilos de vida protectores tradicionales sobre los beneficios de un progreso quimérico? ¿O prevalecen los beneficios que prometen los procesos de destrucción creativa de hoy para mañana sobre el dolor de los perdedores de la modernización? En Europa, los efectos duraderos de las diferencias de clases fueron vividos por los afectados como un destino que sólo podía ser remediado mediante una actuación colectiva. De esta manera, en el contexto de los movimientos obreros y las tradiciones cristiano-sociales, se impuso una ética de la lucha por “más justicia social” solidaria y dirigida a una previsión uniforme, frente a una ética individualista que acepta desigualdades sociales marcadas.
La Europa de hoy está marcada por las experiencias de los regímenes totalitarios del siglo XX y por el holocausto, la persecución y exterminio de los judíos europeos en el que el régimen nacionalsocialista involucró también a las sociedades de los países conquistados. El análisis autocrítico de este pasado hizo recordar las bases morales de la política. La mayor sensibilidad respecto a las transgresiones de la integridad personal y física tiene su reflejo, entre otras cosas, en
que el Consejo de Europa y la UE hayan establecido como requisito para la adhesión la renuncia a la pena de muerte. Un pasado belicista involucró antaño a todas las naciones europeas en conflictos sangrientos. Tras la II Guerra Mundial, las experiencias de la movilización militar y espiritual de unos contra otros les hicieron sacar la consecuencia de desarrollar sistemas supranacionales de cooperación. La historia del éxito de la Unión Europea ha reafirmado en los europeos la convicción de que la domesticación del ejercicio del poder por el Estado exige también en el ámbito global una limitación mutua de los márgenes soberanos de actuación.
Cada una de las grandes naciones europeas ha vivido una época dorada de desarrollo de poder imperial y, lo que es importante en el contexto nuestro, también tuvieron que digerir la experiencia de la pérdida de un imperio. Esta experiencia de decadencia se une en muchos casos a la pérdida de imperios coloniales. Con la distancia creciente entre poder imperial e historia colonial, las potencias europeas tienen ahora la oportunidad de lograr también una distancia reflexiva de sí mismas. Así pudieron aprender a entenderse a sí mismas en el papel discutible de los vencedores desde la perspectiva de los derrotados, al hacérseles responsables como vencedoras de la violencia de una modernización impuesta y causante de desarraigo. Puede que esto fuera lo que ha fomentado el abandono del eurocentrismo y dado un nuevo impulso a la esperanza kantiana de una política interior mundial.