lunes, 18 de agosto de 2008

"GENEALOGIA DE LA SOCIEDAD." por Darío Yancán





Hume había instaurado una antropología en la que reinaba, de forma exclusiva y excluyente, la necesidad natural. De ella sólo puede inferirse razonablemente la obligación natural, es decir, la inevitable tendencia a buscar el placer o evitar el dolor. Desde este presupuesto antropológico debía explicar la génesis de la sociedad, es decir, de la justicia, pues para Hume ésta es la condición de posibilidad de todo orden social. Puesto que la justicia, y, por tanto la sociedad, son "artificios", las primeras preguntas que surgen serán las referentes a cómo se han establecido sus reglas ? Cómo se ha llegado a atribuir a dichas reglas un valor moral ?, es decir, cómo se pasa de la simple obligación natural a la obligación moral o deber.?

Para Hume el hombre es el ser natural más imperfecto, es decir, el peor tratado por la sabia Naturaleza. La desproporción en él entre sus necesidades y los medios o poderes naturales con que cuenta para satisfacerlas es sensiblemente mayor que en cualquier otra especie. El hombre en un ser sumamente necesitado, sumamente indefenso, sumamente débil y sumamente indigente; pero al mismo tiempo, es un ser sumamente apasionado, sujeto de infinitas pasiones infinitas. Y, en consecuencia, un ser insatisfecho.

De todas formas, si sobrevive es porque, a pesar de todo, no es absolutamente imperfecto. La naturaleza del hombre es aquello que le hace ser; por tanto, encierra alguna perfección. La carencia esencial que caracteriza la naturaleza humana encierra la clave de su éxito, como si fuera la condición de su superación. Efectivamente, esa carencia está en el origen de la sociedad, que no es sino un mecanismo de solución de sus problemas. Las imperfecciones naturales del hombre encuentran su solución en la sociedad, especialmente como cooperación y división del trabajo. La sociedad es simplemente el medio de potenciar su fuerza, su capacidad y su seguridad.


JUSTICIA Y AUTOREGULACION DE LAS PASIONES

Para Hume el campo de lo real es el dominio del deseo. Por tanto, hay que explicar cómo la sociedad llega a ser deseada. Porque, en rigor, su existencia ha sido muy anterior al momento en que los hombres han sido capaces de pensar su necesidad racional. La sociedad estable es el resultado del deseo y su metamorfosis. Hume se centra en tres pasiones, aunque no son las únicas que confluyen en la sociedad humana. El apetito sexual, como fuerza que empuja a la compañía, el afecto natural, que la familia genera entre sus miembros; en tercer lugar, el propio egoísmo, que le lleva a buscar en la cooperación la maximización de sus beneficios.

Así, a diferencia de Hobbes, debilita la hegemonía de la pasión de posesión y pone a su lado con relevancia el deseo sexual. Le parece, incluso, más fundamental por más originaria, pues no requiere del cálculo. El eros que tanto preocupaba a Platón, también inquieta a Hume, si bien sin tanto dramatismo. Si el deseo es causa y obstáculo, origen y riesgo de la sociedad, Hume se ve obligado a pensar las pasiones dialécticamente.

Este afecto, que puede extenderse a familiares, amigos y vecinos, por ser particular y selectivo devendrá un obstáculo para la igualdad y universalidad que exige la justicia, condición de estabilidad de la sociedad. Los deseos de los hombres, reparten casi por igual sus efectos sociales y antisociales. Así, pues, el egoísmo no es absolutamente malo, pues está en la base de la unión social; los hombres se unen en sociedades en tanto en cuanto se benefician de ello.


En la perspectiva de comparar a Hume con Platón, hay una profunda diferencia entre Platón, tratando de silenciar al eros, y Hume, que partiendo de la imposibilidad de tal control asume la tarea de deducir del deseo la aparición de la justicia. Pero, aunque la estrategia sea diferente, hay una importante y esencial coincidencia entre los dos: la conciencia de la impotencia de la razón en el control del deseo.
El pesimismo de Platón proviene de su conciencia de la debilidad de la razón para controlar al eros, lo que le llevará a buscar en la determinación social, en su propuesta comunista, una fuerza consoladora. Hume, en cambio, al aceptar también que el dominio de la razón se reduce al reino de las ideas (aunque, ciertamente, no sean las platónicas) deposita la esperanza del orden social en la propia autodeterminación de las pasiones, especialmente de aquella socialmente más peligrosa, el deseo de posesión.

De los bienes que los hombres poseen los hay de tres tipos: las cualidades de su mente, las de su cuerpo y las posesiones materiales. Los bienes materiales son los problemáticos: éstos sirven a cualquier poseedor. Son para Hume, la circunstancia clave de nuestra sociedad. El deseo de poseer bienes materiales es en él infinito, insaciable; ese egoísmo, que a otro nivel le hace buscar la sociedad para satisfacerse, dialécticamente, se matamorfosea en pasión antisocial. El obstáculo de la justicia y, por tanto, de la sociedad, reside en ese deseo de posesión.
Es el egoísmo, unido a la escasez, la base de la justicia.

En el fondo se trata de satisfacer el deseo de posesión de todos los hombres. Cómo conseguirlo? Fijando la posesión en propiedad, garantizando en goce pacífico por cada uno de los bienes que "pudo conseguir gracias a su laboriosidad o su suerte".
Ahora bien, fijar la posesión no es una solución absolutamente satisfactoria, en cuanto que cualquier fijación concreta, histórica, deja insatisfechos a la mayoría, por carecer de bienes, por posesión escasa.

La reflexión de Hume es razonable y de sentido práctico. Una vez establecida y acordada la estabilidad de la posesión, surge el problema de como separar las posesiones y asignar a cada uno una parte de forma inalterable. O sea, en el momento de constitución de la sociedad, se ha de partir de cero o se deben respetar las posesiones adquiridas antes de la autolimitación de la pasión?
Para Hume la génesis de la sociedad pasaría por el progresivo reconocimiento de la posesión "inmediata" o natural como propiedad, o sea, posesión reconocida y consentida por los demás. Ahora bien, como no es posible regresar al punto cero, la ley de estabilidad de la posesión se vuelve profundamente conservadora y genera resultados contrarios a los perseguidos: el descontento de los desposeídos.
De ahí que se le ocurra la siguiente ingeniosa solución, como segunda ley: transferencia de la propiedad por consentimiento, o sea, propiedad estable excepto cuando el propietario consienta en la transacción. Pues si no reparte la propiedad al menos abre para cada uno la posibilidad abstracta de acceso a la misma.

Estas leyes, junto a la del cumplimiento de las promesas, con el tiempo acaban siendo formas generales del comportamiento, tan habituales que acaban generando obligación moral, deber, en forma de mala conciencia por parte de quienes no las cumplen. Por tanto, la justicia es un artificio, pero con su raíz en una obligación natural.

En definitiva, la posibilidad de la justicia radica en la autolimitación de las pasiones, en especial del deseo de posesión. Se trata, como en Platón, del control del eros, si bien en Hume, que dispone de una teoría antropológica y psicológica -de una "Teoría de la naturaleza humana"- más adecuada al caso, esta misión de educar al eros se confía a la experiencia histórica y al propio juego del principio egoísta en claves utilitaristas, mientras que en Platón se opta sucesivamente por la educación y, ante la sospecha de la insuficiencia de la misma, por la política.


NECESIDAD DE LA FICCION.

Cómo es posible que hombres sometidos inexorablemente al deseo de posesión puedan ser justos, equitativos ? Hume concibe el Gobierno como el Gran Pedagogo.

Deducida la posibilidad, y aún la necesidad, de una sociedad regida por las leyes naturales de la justicia, por qué es necesario el gobierno ?

En la tradición racionalista, la respuesta inmediata era obvia: "porque hay desórdenes". El Gobierno, en ese esquema, era un medio bélico de la razón para consolidar su dominio y hacer triunfar sus efectos: libertad, justicia, bienestar, progreso...

Pero Hume había despojado a la razón del monopolio del bien y de la verdad, al tiempo que había establecido su impotencia para determinar al deseo. Simultáneamente había mostrado la posibilidad de pensar la génesis de la moralidad, de la sociedad y de las propias reglas de justicia (estabilidad de la posesión, transferibilidad de la propiedad y cumplimiento de las promesas) como un proceso natural de génesis y autorregulación de las pasiones; había formulado su teoría según la cual la obligación natural surge como efecto del deseo, de ella nacen los hábitos, que arraigan y se universalizan progresivamente por mediación de la experiencia, que dichos hábitos acaban por ser expresados en máximas o reglas universales, las cuales acaban por inducir un sentimiento moral que fuerza un deber u obligación moral. Y lo había llevado a cabo en un esquema sumamente rígido, en el que el deseo de los hombres no se aparta fácilmente de su interés, y en el que éste se satisface más perfectamente en la vigencia de las reglas de justicia.

A pesar de su rígido mecanicismo, el desorden cabe en la antropología humeana. Hume, en su naturalismo, acepta como "natural" la perversión. Las deformaciones o degeneraciones monstruosas forman parte de la Naturaleza, en animales y plantas; las pasiones pueden pervertirse, y la perversión es el desorden.
Por otro lado, Hume ha subrayado el carácter dialéctico de las pasiones; el egoísmo es fundamento de la sociedad, pero deviene en determinadas circunstancias antisocial. Por tanto, todas las pasiones, o la mayor parte de ellas, en circunstancias determinadas son antisociales. En consecuencia, el desorden es probable.
El carácter necesario del desorden se desprende de la propia teoría humeana de las pasiones como impresiones. Si la fuerza de ésta depende de la imaginación y de la proximidad espacio-temporal del objeto, es comprensible que una situación real y actual genere pasiones más vivas y fuertes que una situación presuntamente alejada y potencial. El deseo provocado por algo presente será siempre más fuerte que el posible mal lejano derivado de la violación de la ley. Los hombres son tentados a satisfacer sus deseos de forma concreta y actual. La pasión que les empuja a transgredir la ley es muy fuerte por esa concreción y proximidad del objeto del deseo. En cambio, la ley solamente tiene a favor el miedo a los efectos que se derivarán del regreso a la anarquía: pero ese miedo es débil al situarse dichos efectos alejados en el tiempo y, además, sin concreción alguna.

En coherencia, debe inferir la necesidad del Gobierno a partir del deseo. Debe explicar la metamorfosis de la pasión de factor del desorden a fundamento del orden; debe responder a las preguntas, "cómo se llega a desear el Gobierno?, cómo se llega a amar la Ley?".
Porque, si le es imposible al hombre preferir lo remoto y general, si siempre se mueve por determinaciones próximas y concretas, no le será ajeno e imposible someterse a la ley?
Aunque reconoce que el hombre tenderá con frecuencia y de modo natural a la transgresión, como muestra la experiencia, cree que no obstante puede cumplir la ley sin ser sometido a ninguna violencia, cosa que también avala la experiencia. Si cumple la ley es porque desea cumplirla. Puede que sea débil, interesado y condicionable, pero al fin es amor a la ley. Hume ve el remedio en la enfermedad misma, recurriendo una vez más a esa dialéctica de las pasiones condenadas a autorregularse e invertirse para satisfacerse.

La distancia del objeto implica la debilidad de la pasión: por tanto, podemos poner el distanciamiento como condición de enunciación de la moralidad. Así, en la distancia, cuando las pasiones callan, se origina "lo que propiamente llamamos razón", que en el fondo es la paz del deseo. La distancia y abstracción ponen las condiciones de posibilidad del reconocimiento del bien y del mal, de lo justo y lo injusto. Ese reconocimiento de lo justo es ya un gran paso, aunque no suficiente.

La respuesta de Hume a este problema es invertir la relación, es decir, conseguir que lo remoto y general se vuelva concreto y presenta, y a la inversa. Esta alternativa, que parece arte de encantamiento, es la que Hume cree posible. Hume considera que esta ha sido la vía adoptada por los hombres de forma espontánea.

Se tratará, por consiguiente, de conseguir que esos objetos generales y remotos se conviertan para nosotros, para los hombres, en concretos y presentes, en sus urgentes objetos de deseo, en su interés vital natural. Esto es difícil, pero no impensable. Es imposible, por antinatural, para todos los hombres, pero no lo es para unos pocos, que acaban por ver en el cumplimiento de la justicia su interés, la condición de su sobrevivencia:
"Estas son las personas a las que llamamos magistrados civiles, reyes, ministros, gobernantes y legisladores..."

El "gobierno civil" equivale para Hume a la aparición de un estamento profesional de la justicia (en general, de la administración), sin vínculos económicos con la sociedad civil, que encuentran en su profesión la condición de su sobrevivencia y que, así, invierten el orden de los intereses.

Ese "cuerpo" de funcionarios civiles y militares", siguiendo su interés particular, se convierten en el baluarte de la justicia, es decir, de los intereses generales, obligando a los miembros de la sociedad civil a cumplir unas normas que desapasionadamente reconocer justas pero que apasionadamente se ven empujados a transgredir. Curiosamente, la sociedad política es como una artimaña de la sociedad civil para curar su propia enfermedad, para prevenir la tendencia suicida de su naturaleza.

De este modo curioso, el origen del gobierno no tiene la escenografía grandiosa de un pacto entre pueblo y soberano, o de la asamblea del pueblo delegando o renunciando a su soberanía...

La reflexión es sumamente ingeniosa: no exige la superación del carácter pasional del hombre, acepta como gobernantes a hombres "sujetos a todas las flaquezas humanas", pero "en virtud de una de las más finas y sutiles invenciones imaginables se convierte en un cuerpo completo que en alguna medida se halla libre de todas esas flaquezas". No puede creer que los hombres salten sobre su propia naturaleza, pero sí que pueden "engañarla". En cualquier caso, tiene la audacia de Platón: buscar en la estructura, en la ordenación social, el control o sublimación del eros.

LA POSICION COMUN

Ni Hume ni Platón, ciertamente por motivos diversos, se adhieren al contractualismo. A Platón le repugnaba el relativismo utilitarista de los sofistas y Hume, ante la ingenuidad lockeana, sospechaba que la naturaleza era excesivamente sabia para dejar en manos de la veleidad de la razón las cosas importantes.

"HUME: LA OBEDIENCIA UTIL" por J. M. Bermudo





Mientras el iusnaturalismo, Hobbes, Locke o Rousseau buscaban las razones para obedecer o para sublevarse, el escocés se contentaba con describir sin apasionamiento una hipótesis plausible que nos ayude a comprender el hecho de la autoridad política, basada en un criterio tan razonable como el de no más obediencia que la que sea útil.

Pensar la vida humana como posible al margen del Estado, y especialmente pensarla como vida social, sobre todo si en ella cabe un hombre libre, moral, justo, trabajador... implica de forma directa la relativización del Estado como instrumento de vida, de paz, de prosperidad y de moralidad. Ahora bien, desde estos supuestos se hace difícil pensar la necesidad del orden político. Esta necesidad resplandece en el esquema de Hobbes.

Locke parece necesitar las dos imágenes: una, la hobbesiana, para justificar la necesidad del pacto político; la otra, iusnaturalista y cristiana, para minimizar el poder del Estado. Y necesita dos "etapas", ambas sociales, pero bien diferenciadas: una pre-política o pre-dinero y otra política o propiamente mercantil.

El liberalismo establecía una jerarquía definitiva entre individuo, sociedad civil y Estado o sociedad política. Y al mismo tiempo que se debilitaba el status del Estado, y por tanto se restringía el deber de obediencia al mismo, se ennoblecía dicho deber al dotarlo de carácter moral. Una moralidad que procedía únicamente de su origen: un compromiso libremente asumido por individuos libres y propietarios de sí mismos.

La voz de Hume se alzó como alternativa abierta a esta teoría del consentimiento como fundamento del deber moral de obedecer al Gobierno, via que, curiosamente, era más coherente con la filosofía empirista, diseñada por el propio Locke. El reto que Hume se propuso fue el de trazar una hipótesis plausible, razonable, que explicara como unos hombres naturalmente egoístas, sin dejar de serlo, regulan este instinto y llegan a aceptar la ley.

La naturaleza humana no es originariamente social, piensa Hume en línea hobbesiana. Pero Hobbes, la considera siempre e inalterablemente antisocial y la contrapone a las relaciones sociales como algo externo y enfrentado a ella; Hobbes ve la obediencia como precio a pagar por bienes más esenciales que la libertad (como la seguridad, la paz, la vida, etc.). Hume, en cambio, aun reconociendo que esa tendencia natural a preferir la satisfacción del deseo inmediato al interés remoto es constante y supone siempre una resistencia a la vida social, pensará que no es un obstáculo insalvable en la medida en que dicha tendencia puede ser contrarrestada por otras, por hábitos "artificiales" que llegan a fijarse en su naturaleza, a devenir naturales.

El obstáculo a vencer por Hume era el prejuicio antropológico de una naturaleza humana primitiva pensada como abundante en ciegos instintos y violentas pasiones. Tal imagen llevaba a poner en el origen los factores (razón, sentimiento moral) capaces de controlar el deseo, vencer los instintos e imponer normas de acción. Hobbes proyectó sobre el origen las pasiones del hombre moderno, y así no era fácil explicar su sumisión a la ley sino absolutizando el poder de la misma. Locke dotó al hombre originario de una capacidad de reflexión y de distinción moral exquisitas, pudiendo así imaginarlo capaz de controlar el deseo y de optar por la ley.

El nivel de las pasiones humanas en una época le parece a Hume proporcionado a la potencia de los controles de las mismas. Es obvio que el crecimiento de las pasiones se da al ritmo de la posibilidad de acumular riquezas y gozar placeres, y por tanto al mismo ritmo de la complejidad social, o sea, de los medios (normas, leyes, coerciones...) de control de las mismas.

Dentro de su concepción del hombre, Hume había diseñado una teoría audaz sobre el deseo. Puesto que la razón es un fruto tardío de la génesis humana y, además, dado que esta razón es impotente para crear o anular las pasiones y débil para dirigir las mismas, Hume buscará la solución en la "autoregulación de las pasiones". El mismo interés que lleva a los individuos al enfrentamiento y la inseguridad debe ser el origen de las leyes de justícia y del Gobierno. Estas bases filosóficas permiten a Hume una respuesta coherente a la pregunta:Cómo un ser egoísta llega a amar el bien público ? O bien: cómo el hombre puede llegar a preferir el bien remoto al próximo, a anteponer el interés al placer. ?

Hume coincide frecuentemente con Locke en los objetivos políticos, es decir en su "programa liberal". Esta coincidencia unas veces es real, mientras otras solamente aparente. Un caso elocuente es el de la vida social "prepolítica". Locke la usaba para debilitar la necesidad absoluta del Gobierno y, así, justificar su carácter meramente subordinado. Hume también la acepta, pero con mero espíritu descriptivo, como parte de un modelo plausible de explicación genealógica del orden político.

Acepta la fase social pre-política, pero como para Hume el "estado de naturaleza" no es un canon, no la embellece ni la idealiza. El Estado no es absolutamente necesario para la vida, pero sí para una vida social compleja, una vida "humana", en la que se ha desarrollado la razón, las instituciones, la moral, el bienestar. En consecuencia, tras la aceptación de una fase prepolítica de la sociedad, con lo que conlleva de relativización del Estado, en Locke y Hume se esconden presupuestos muy distanciados. La misma "relativización" en Locke es metafísica y moral, con el fin de rebajar su valor y dignidad; en Hume es metodológica e histórica, con lo que el valor del Estado no se subordina, pues lo que realmente se relativiza son sus contenidos, su función, sus formas y sus límites.

Hume ha sentado la posibilidad de una sociedad sin Gobierno; no obstante, considera impensable una sociedad sin justicia. Las leyes naturales de la justicia rigen en la fase prepolítica de la sociedad, pues dichas tres leyes son las que describen las condiciones de la convivencia: propiedad individual, mercado y cumplimiento de los contratos. Estas leyes son previas a la instauración del Gobierno, rigen y son obligatorias antes de la aparición de toda autoridad. Antes de que pueda plantearse la obediencia al Gobierno ya existe la obediencia a las leyes de justicia.

De esta forma la obediencia no sólo quedaba fundamentada, sino sacralizada como deber moral. Parecería razonable que, partiendo de una sociedad donde rigen estas leyes de justicia así fundamentadas, al plantearse la aparición del Gobierno, buscara su fundamento en: a) un pacto de interés, cuya fuerza reside en b) obligación de cumplir las promesas. Tal perspectiva sería plenamente utilitarista y encajaría en el esquema genealógico de Hume, al que incluso completaría. Puesto que la obligación de cumplir las promesas era ya sentida como útil y moralmente buena, no sería difícil justificar la obediencia al Gobierno como una extensión de aquella obediencia. Gobierno y justicia quedarían así recíprocamente apoyados y fundamentados: el Gobierno sería un complemento o garantía de las leyes de justicia y éstas le prestarían su legitimidad al participar de su utilidad y su moralidad ya establecidas.

Tal cosa implicaría, en rigor, un fundamento distinto al del liberalismo, dado que estas leyes de justicias perderían su carácter abstracto y eterno, absoluto, para convertirse en conquistas históricas de los hombres. No obstante, vigentes éstas en un momento dado, serían una instancia plenamente legitimadora. En cambio, no le agradó a Hume esta salida, teóricamente fácil. No le agradaba por ser inconsistente y por ser ineficaz, ya que a su pesar cuestionaba la legitimidad de la mayoría de los Gobiernos.

En general el origen de los Gobiernos ha sido frecuentemente más oscuro y siniestro, teniendo casi siempre en su origen la violencia, la sangre, la astucia... Hume asume esta experiencia y, desde ella, trata de responder con moderado optimismo a la pregunta: entonces, dado su origen, están todos los Gobiernos condenados a la ilegitimidad ?

Momentos constituyentes en base a los derechos que el liberalismo atribuye al individuo han existido muy pocos; incluso éstos no son una fundamentación definitiva, dado que el poder político puede haberse alejado de las condiciones contractuales, o dado que las nuevas generaciones no firmaron el contrato.

En cualquier caso, el consentimiento tácito encubre en el fondo la sustitución del fundamento liberal del contrato por el utilitario: se consiente, se obedece la ley, en tanto que permite una vida razonablemente satisfactoria. O sea, al final, de forma solapada, se recurre a la utilidad.

Y es aquí donde Hume toma distancias. Si es así, por qué no reconocer la realidad y las verdaderas razones de nuestra sumisión? En el fondo -viene a decir Hume- nadie ignora que nunca ha pactado las condiciones políticas, y que incluso ante situaciones constituyentes excepcionales los acuerdos son de interés, de equilibrios posibles, de correlaciones de fuerzas, aunque se expresen en el lenguaje retórico de los derechos del individuo. Hume viene a decir: sea cual sea el origen, a menudo perdido en las grietas de la memoria de la historia, podemos aceptar su legitimidad si funcionan como si hubieran tenido un origen legítimo, en suma, si respetan y se subordinan a las leyes naturales de la justicia. Reconocer esto es hacer público que el fundamento de nuestra obediencia es la utilidad, no la promesa.

Con el fundamento liberal -dice Hume- todos los gobiernos del mundo son ilegítimos y la obediencia a los mismos es arbitraria y accidental, si no encubiertamente utilitaria. Por qué, pues, no reconocerlo así ?

Vemos que Hume podía derivar la obediencia al Gobierno directamente de la obligación de cumplir las promesas, y que a un tiempo sancionaría la moralidad del gobierno sin perder su raíz utilitaria, ya que la ley de las promesas, como las demás leyes de justicia, tiene un origen natural utilitario. En cambio no lo hace así, sino que opta por una vía en paralelo. El Gobierno, como las leyes de Justicia, como las diversas instituciones sociales, son respuestas del hombre en su lucha por la vida, para satisfacer sus necesidades y deseos; respuestas que recogen su experiencia, su imaginación.

Sin las leyes de justicia no hay sociedad; pero no eran antes que la vida social: esta se fue constituyendo con aquellas, y aquellas se fueron fijando apoyadas en las formas más primitivas de éstas. Sin Gobierno no hay orden político; pero no hay Gobierno, fuera del orden político. Igualmente aquí uno y otro se desarrollan lentamente en formas sucesivas, con estrecha interdeterminación.
Hay una gran coherencia en la reflexión de Hume. Su razonamiento implícito parece ser: si el deber moral fundamenta la obediencia política, entonces, a) O dicho fundamento se entiende como determinación de nuestra conciencia, y en tal caso de qué sirve el Gobierno ?, o b) ese fundamento es, como todo deber moral, frágil y a menudo estéril, y entonces, cómo considerarlo fundamento ? Hume es en esto muy clásico: cree que, obligando a obedecer por la fuerza, se educa el carácter y se acaba amando la obediencia. El Gobierno aparece ante la insuficiencia de la obligación moral: expresa su carencia. La política refleja la indigencia de la moral.

La teoría de la naturaleza humana y su método son distintos del liberalismo. Para el liberalismo el principio fundamental es el individuo libre que, como tal, puede comprometerse, pactar, optar... La libertad de sus compromisos fundan la moralidad del cumplimiento de las promesas y la propiedad de su persona funda su derecho de propiedad sobre el producto de su trabajo... Para Hume ese individuo es un ser natural que evoluciona, que se autodetermina, que siempre piensa y actúa en el seno de la determinación natural. Desde aquí el cumplimiento de las promesas, el respeto de la propiedad o la instauración y obediencia al gobierno son otros tantos mecanismos, de igual rango, de los que se dota por interés. Y en la medida en que satisfacen ese interés y se generaliza esta experiencia se convierten en normas universales que son vividas como buenas.

Dice Hume que, aunque no existieran en el mundo las promesas, el gobierno seguiría siendo necesario " en toda sociedad numerosa y civilizada"; aunque estuviera ausente el sentimiento moral, el deber de cumplir las leyes de justicia, existiría el hábito y la norma de obedecer al Gobierno. En el fondo implica que en los órdenes políticos cuyo origen no es el contrato -y, por tanto, no ha habido promesa-, no por eso la obligación de obediencia se relaja. Sigue teniendo el mismo fundamento: el interés. Y aunque, quien lo duda!, sea más hermoso creer que obedecemos libremente, no es desesperante el mensaje humeano de que obedecemos obligatoriamente, dado que la necesidad la pone nuestra utilidad.