lunes, 14 de diciembre de 2009

"ADIOS PAUL SAMUELSON" por Darío Yancán


El Premio Nobel de Economía estadounidense Paul Samuelson falleció hoy a los 94 años de edad, según anunció el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Samuelson fue el primer estadounidense que ganó el Nobel de Economía (1970) y se considera que fue el creador del sistema de análisis sobre el cual está basada la economía moderna.

viernes, 11 de diciembre de 2009

"LOS QUE QUEMAN LOS LIBROS" por George Steiner.


Los que queman los libros, los que expulsan y matan a los poetas, saben exactamente lo que hacen. El poder indeterminado de los libros es incalculable. Es indeterminado precisamente porque el mismo libro, la misma página, puede tener efectos totalmente dispares sobre sus lectores. Puede exaltar o envilecer; seducir o asquear; apelar a la virtud o a la barbarie; magnificar la sensibilidad o banalizarla. De una manera que no puede ser más desconcertante, puede hacer las dos cosas, casi en el mismo momento, en un impulso de respuesta tan complejo, tan rápido en su alternancia y tan híbrido que ninguna hermenéutica, ninguna psicología puede predecir ni calcular su fuerza. En diferentes momentos de la vida del lector, un libro suscitará reflejos completamente diferentes. En la experiencia humana no hay fenomenología más compleja que la de los encuentros entre texto y percepción, o, como observa Dante, entre las formas del lenguaje que sobrepasan nuestro entendimiento y los órdenes de comprensión con respecto a las cuales nuestro lenguaje es insuficiente: la debilitade de lo'nteletto e la cortezza del nostro parlare.
Pero en este diálogo siempre imperfecto —los únicos que pueden ser plenamente comprendidos son los libros efímeros y oportunistas; son los únicos cuyo significado potencial se puede agotar— puede haber una apelación a la violencia, a la intolerancia, a la agresión social y política. Céline es el único de nosotros que permanecerá, decía Sartre. Existe una pornografía de lo teórico, incluso de lo analítico, lo mismo que existe una pornografía de la sugestión sexual. Las citas de libros supuestamente “revelados” —el libro de Josué, la epístola de Pablo a los Romanos, el Corán, Mein Kampf, el Pequeño Libro Rojo de Mao— son el preludio de la matanza, su justificación. La tolerancia y el compromiso suponen un contexto inmenso. El odio, la irracionalidad, la libido del poder leen deprisa. El contexto se evapora en la violencia del asentimiento. De ahí el dilema profundamente enojoso y problemático de la censura. Es sucumbir a la hipocresía liberal dudar que determinados textos, libros o periódicos puedan inflamar la sexualidad; que puedan llevar directamente a la mimesis, a la imitatio, hasta el punto de dar a unas vagas pulsiones masturbatorias una concreción terrible y una urgente necesidad de ser saciadas. ¿Cómo pueden justificar los libertarios el torrente de erotica sádicos que inunda hoy nuestras librerías, nuestros quioscos y la Red? ¿Cómo defender a esta literatura programática del maltrato a los niños, del odio racial y de la criminalidad ciega con que se nos machacan los oídos, los ojos y la conciencia? Los mundos del ciberespacio y de la realidad virtual se saturarán de programas gráficos y revestidos de una pseudoautoridad, de las sugestiones de ejemplos validadores de la bestialidad hacia otros seres humanos, hacia nosotros mismos (la recepción, el disfrute del trash, de la basura, es automutilación del espíritu). ¿Está equivocado totalmente el ideal platónico de la censura?
Por el contrario, los libros son nuestra contraseña para llegar a ser lo que somos. Su capacidad para provocar esta trascendencia ha suscitado discusiones, alegorizaciones y deconstrucciones sin fin. Las implicaciones metafóricas del icono hebreo-helénico del “Libro de la Vida”, del “Libro de la Revelación”, de la identificación de la divinidad con el Logos, son milenarias y no tienen límites. Desde Súmer, los libros han sido los mensajeros y las crónicas del encuentro del hombre con Dios. Mucho antes de Catulo ya eran los correos del amor. Por encima de todo, con algunas obras de arte, han encarnado la ficción suprema de una posible victoria sobre la muerte. El autor debe morir, pero sus obras le sobrevivirán, más sólidas que el bronce, más duraderas que el mármol: exegi monumentum aere perennius (he hecho un monumento más perenne que el bronce). La polis que celebra Píndaro perecerá; la lengua en la que la celebra puede morir y tornarse indescifrable. Pero a través del rollo de papel, a través del elixir de la traducción, la oda pindárica sobrevivirá, seguirá cantando desde los labios desgarrados de Orfeo mientras la cabeza muerta del poeta baja por el río hasta el país del recuerdo. Una concha puede inmortalizar. Al traducir a Villon, Thomas Nashe había escrito: a brightness falls from her hair (un resplandor sale de su cabello); el impresor isabelino se equivocó y escribió: a brightness falls from the air (un resplandor sale del aire), ¡que se ha convertido en uno de los versos talismánicos de toda la poesía en lengua inglesa!
El encuentro con el libro, como con el hombre o la mujer, que va a cambiar nuestra vida, a menudo en un instante de reconocimiento del que no tenemos conciencia, puede ser puro azar. El texto que nos convertirá a una fe, nos adherirá a una ideología, dará a nuestra existencia una finalidad y un criterio podría esperarnos en la sección de libros de ocasión, de libros deteriorados o de saldos. Puede hallarse, polvoriento y olvidado, en una sección justo al lado del volumen que buscamos. La extraña sonoridad de la palabra impresa en la cubierta gastada puede captar nuestra mirada: Zaratustra, Diván Oriental y Occidental, Moby Dick, Horcynus Orca. Mientras un texto sobreviva, en algún lugar de esta tierra, aunque sea en un silencio que nada viene a romper, siempre es capaz de resucitar. Walter Benjamin lo enseñaba, Borges hizo su mitología: un libro auténtico nunca es impaciente. Puede aguardar siglos para despertar un eco vivificador. Puede estar en venta a mitad de precio en una estación de ferrocarril, como estaba el primer Celan que descubrí por azar y abrí. Desde aquel momento fortuito, mi vida se vio transformada y he tratado de aprender “una lengua al norte del futuro”.
Esta transformación es dialéctica. Sus parábolas son las de la Anunciación y la Epifanía. ¡Conocemos tan mal la génesis de la creación literaria! No tenemos, por así decirlo, ningún acceso a la posible neuroquímica del acto de imaginación y sus procedimientos. Hasta el borrador más informe de un poema es ya una etapa muy tardía en el viaje que conduce a la expresión y al género performativo. El crepúsculo, el “antes del alba” y las presiones a la expresión que se ejercen en el subconsciente son casi imperceptibles para nosotros. Más concretamente: ¿cómo es posible que unas incisiones sobre una tablilla de arcilla, unos trazos de pluma o de lápiz, muchas veces apenas visibles en un trozo de frágil papel, constituyan una persona —una Beatriz, un Falstaff, una Ana Karénina— cuya sustancia, para innumerables lectores o espectadores, excede a la vida misma en su realidad, en su presencia fenoménica, en su longevidad encarnada y social? Este enigma de la persona ficticia, más viva, más compleja que la existencia de su creador y de su “receptor” —ese hombre o esa mujer ¿son tan bellos como Helena, tan complejos como Hamlet, tan inolvidables como Emma Bovary?— es la cuestión fundamental, pero también la más difícil, de la poética y de la psicología.
La imagen clásica ha sido la de la creación divina, la de Dios haciendo el mundo y el hombre. Explícitamente o no, se ha entendido al gran escritor y al gran artista como un simulacrum del decreto divino. Con frecuencia, se ha sentido rival amargo o amante de Dios, su competidor en el acto de la invención y la representación. Para Tolstoi, Dios era “el otro oso del bosque”, al que había que hacer frente, con el que había que luchar. Toda la metáfora de la “inspiración”, tan antigua como las Musas o como el soplo de Dios en la voz del vidente o del profeta, es un esfuerzo para dar una razón de ser a las relaciones miméticas entre la poiesis sobrenatural y la poiesis humana. Con
una diferencia capital. El problema de la creación divina ex nihilo ha sido debatido en todas las grandes teologías y en todos los grandes relatos mitológicos del misterio del comienzo (incipit). Hasta el escritor más grande entra en la casa de un lenguaje preexistente. Puede, dentro de unos límites muy estrictos, añadirle neologismos; puede, como Pascoli, tratar de insuflar una vida nueva a las palabras “muertas”, incluso a lenguas muertas. Pero no forma su poema, su obra teatral o su novela “de la nada”. En teoría, cada texto literario concebible está ya potencialmente presente en la lengua (de ahí la fantasía borgesiana de la biblioteca total de Babel). No por eso dejamos de seguir sin saber nada de la alquimia de la elección, de la secuencia fonética, gramatical y semántica que produce el poema perdurable. Y con el abandono progresivo, hoy, de la imagen de la creación divina, del concetto de la inspiración sobrenatural, nuestra ignorancia se hace mayor.
En el otro lado de la dialéctica, las cuestiones son casi igualmente desconcertantes. ¿Cuál es, exactamente, el grado de existencia de un poema o una novela que no se lee, de una obra teatral que jamás se representa? La recepción, aunque sea tardía, aunque sea por una minoría esotérica, ¿es indispensable para la vida de un texto? Si es así, ¿de qué manera lo es? El concepto de lectura, concebido como un proceso que revela en lo fundamental una colaboración, es intuitivamente convincente. El lector serio trabaja con el autor. Comprender un texto, “ilustrarlo” en el marco de nuestra imaginación, es, en la medida de nuestros medios, re-crearlo. Los más grandes lectores de Sófocles y de Shakespeare son los actores y los directores de teatro, que dan a las palabras su carne viva. Aprender de memoria un poema es encontrarlo a mitad de camino en el viaje siempre maravilloso de su venida al mundo. En una “lectura bien hecha” (Péguy), el lector hace con él algo paradójico: un eco que refleja el texto, pero también que responde a él con sus propias percepciones, sus necesidades y sus desafíos. Nuestras intimidades con un libro son completamente dialécticas y recíprocas: leemos el libro, pero, quizá más profundamente, el libro nos lee a nosotros.
Pero ¿cuál es la razón de lo arbitrario, de la naturaleza siempre discutible de estas intimidades? Los textos que nos transforman pueden ser, desde un punto de vista tanto formal como histórico, trivia. Como un estribillo de moda, la novela policíaca, la noticia ligera, lo efímero puede hacer irrupción en nuestra conciencia y huir a lo más profundo de nosotros. El canon de lo esencial varía de un individuo a otro, de una cultura a otra, pero también de un período de la vida a otro. Hay en la adolescencia textos maestros que son ilegibles más tarde. Hay libros repentinamente redescubiertos en la escena literaria o en la vida privada. La química del gusto, de la obsesión, del rechazo, es casi tan extraña e inaprensible como la de la creación estética. Seres humanos muy próximos entre sí por sus orígenes, por su sensibilidad y por su ideología pueden adorar el libro que se detesta, pueden juzgar kitsch lo que se considera una obra maestra. Coleridge hablaba de los hooked atoms de la conciencia, que se entremezclan de maneras imprevisibles; Goethe hablaba de las “afinidades electivas”; pero no son más que imágenes. Las complicidades entre el autor y el lector, entre el libro y la lectura que hacemos de él, son tan imprevisibles, tan vulnerables al cambio, y están tan misteriosamente arraigadas como las del eros. O, tal vez, como las del odio, pues hay textos inolvidables, que nos transforman y que acabamos odiando: yo no soporto ver el Otelo de Shakespeare en el teatro ni puedo enseñarlo, pero la versión de Verdi me parece, en muchos aspectos, la más coherente, un milagro humano.
La paradoja del eco vivificador entre el libro y el lector, del intercambio vital hecho de confianza recíproca, depende de ciertas condiciones históricas y sociales. El “acto clásico de la lectura”, como he tratado de definirlo en mi trabajo, requiere unas condiciones de silencio, de intimidad, de cultura literaria (alfabetismo) y de concentración. Faltando ellas, una lectura seria, una respuesta a los libros que sea también responsabilidad no es realista. Leer, en el verdadero sentido del término, una página de Kant, un poema de Leopardi, un capítulo de Proust, es tener acceso a los espacios del silencio, a las salvaguardias de la intimidad, a un determinado nivel de formación lingüística e histórica anterior. Es tener asimismo libre acceso a útiles de comprensión como diccionarios, gramáticas y obras de alcance histórico y crítico. Desde los tiempos de la Academia ateniense hasta mediados del siglo XIX, muy esquemáticamente, dicho acceso era la definición misma de la cultura. En mayor o menor medida, éste fue siempre el privilegio, el placer y la obligación de una élite. Desde la biblioteca de Alejandría hasta la celda de san Jerónimo, la torre de Montaigne o el despacho de Karl Marx en el British Museum, las artes de la concentración —lo que Malebranche definía como “la piedad natural del alma”— han tenido siempre una importancia esencial en la vida del libro.
Es una banalidad constatarlo: estas artes, en nuestros días, están muy erosionadas; se han convertido en un “oficio” universitario cada vez más especializado. Más del ochenta por ciento de los adolescentes estadounidenses no saben leer en silencio; hay siempre como telón de fondo una música más o menos amplificada. La intimidad, la soledad que permite un encuentro en profundidad entre el texto y su recepción, entre la letra y el espíritu, es hoy una singularidad excéntrica, que resulta psicológica y socialmente sospechosa. Es inútil detenerse a hablar del hundimiento de nuestra enseñanza secundaria, sobre su desprecio del aprendizaje clásico, de lo que se aprende de memoria. Una forma de amnesia planificada prevalece ya desde hace mucho tiempo en nuestras escuelas.
Al mismo tiempo, el formato del libro en sí, la estructura del copyright, de la edición tradicional, de la distribución en librerías están, ustedes lo saben mejor que yo, en plena transmutación, hasta en plena revolución. A partir de ahora, los autores pueden atender a sus lectores directamente por internet y pedirles que entren en comunicación directa con ellos (es así como se ha “publicado” todo el último John Updike). Cada vez se leen más libros on line, en la pantalla del ordenador, o se consultan en la Red. Ochenta millones de volúmenes de la Biblioteca del Congreso, en Washington (no) están (ya) disponibles (más que) por medios electrónicos. Nadie, por bien informado que esté, puede predecir lo que sucederá con el concepto mismo de autor, de textualidad, de lectura personal. Sin ninguna duda, estas evoluciones son maravillosamente excitantes. Suponen liberaciones económicas y oportunidades sociales de primera importancia. Pero también van acompañadas de profundas pérdidas. De manera creciente, los libros escritos, editados, publicados y comprados “al estilo antiguo” pertenecerán a las “bellas letras”
o a lo que en alemán se denomina, peligrosamente, la Unterhaltungsliteratur, la “literatura fácil”. De manera creciente, la ciencia, la información, el saber en todas las formas se transmitirán, registrarán y encargarán por medios electrónicos. Las fracturas, ya grandes en nuestra cultura y en nuestras letras (alfabetismos), se harán más hondas.
Más que nunca necesitamos al libro, pero los libros, a su vez, nos necesitan a nosotros. ¿Qué privilegio más bello que el de estar a su servicio?

lunes, 7 de diciembre de 2009

"LO JUDIO Y EL ESTADO DE ISRAEL" por Carlos Gabetta


El último y mortífero ataque del Estado de Israel sobre la franja de Gaza generó protestas y acusaciones contra Israel en todo el mundo, en muchísimos casos formuladas por judíos. El autor propone una mirada abarcadora sobre el tema, que desemboca en la responsabilidad de la civilización y cultura de Occidente en la resolución del problema de Medio Oriente.

La cultura judía –de la cual la religión judía ha sido hasta ahora parte esencial– ha marcado como pocas los mayores logros de la evolución civilizatoria. Ese aporte es medular porque universal; lo extraordinario de lo judío es su universalidad. La única cultura –no pueblo, ni mucho menos etnia; esto último se ha perdido en la noche del tiempo– que se ha asentado en casi toda la Tierra, sin un centro, como el universo mismo, hasta la creación del Estado de Israel en 1948. Una errancia planetaria de dos mil años desde la destrucción de Jerusalén y del segundo templo por el Imperio Romano en el 70 d.C. y una desértica errancia anterior definieron su particular otredad y su importancia. ¿De dónde entonces el odio inaudito que los judíos han provocado en casi todas partes y casi toda época? ¿De dónde el antisemitismo? “Término en cierto modo absurdo, puesto que surge en el seno del islam”, apunta George Steiner (1), quien luego de enumerar los abrumadores aportes filosóficos, políticos, productivos, artísticos, científicos de los judíos en la historia, despliega una brillante hipótesis sobre el origen del antisemitismo. Para Steiner los judíos serían los culpables de introducir leyes, reglas, normas éticas, contrarias a la naturaleza humana: “Tres veces en la historia occidental los judíos han luchado por presentar ante la conciencia humana el concepto del Dios único y las consecuencias morales y normativas de ese concepto (…). Los dictados morales surgidos del monoteísmo (...) profético del Sinaí son sumamente rígidos. La prohibición de matar, de cometer adulterio, de codiciar, de fabricar imágenes, por inocentes que sean, de comerciar con los dioses domésticos, con los espíritus tutelares, con los santos, es, en sí misma, indicio de una exigencia aún mayor. Implica la transformación del hombre corriente. Debemos disciplinar el alma y la carne, hasta tornarlas perfectas. Debemos crecer más allá de nuestra propia sombra. (…) Ni un ápice de nuestra complacencia natural, de nuestra libido, de nuestra falta de atención, de nuestra mediocridad y sensualidad escapa a los dictados morales y legales. (…) El ‘conviértete en lo que eres’ de Nietzsche, es la antítesis del mandamiento del Sinaí. ‘Deja de ser lo que eres, aquello en que la biología y las circunstancias te han convertido. Conviértete, aun a costa de un terrible precio de abnegación, en lo que podrías ser’. Eso es lo que ordena el Dios de Moisés, de Amós, de Jeremías”. El segundo de los “tres momentos de imposición trascendente que el judaísmo le impone al hombre” es para Steiner el del Sermón de la Montaña. Siendo el mensaje del judío Jesús “un compendio de órdenes minuciosamente estudiadas de la Torá, de los salmos y de los profetas (…) el rabino-prodigio y salvador de la fe de Galilea llega más lejos. Exige a los hombres y a las mujeres un altruismo, un dominio de sí mismos, ‘antinatural’, contrario a los instintos, ante todo aquel que nos injurie u ofenda. (…) Debemos además compartir o regalar nuestras posesiones terrenales, convertirnos en mendigos, si es necesario, en beneficio de los desposeídos (…). La petición de Jesús de que ofrezcamos la otra mejilla, de que perdonemos a nuestros enemigos y perseguidores, de que aprendamos a amarlos, es casi inconcebiblemente contraria a la esencia humana. (…) La víctima debe amar a su verdugo. Una proposición monstruosa. Pero una luz surgida de lo insondable. ¿Cómo pueden cumplir semejante precepto los hombres y las mujeres mortales?”. La tercera “llamada a la puerta –prosigue Steiner– es la del socialismo utópico, principalmente en su vertiente marxista. Junto con el cristianismo, el marxismo es otra de las herejías primordiales del judaísmo. La aportación teórica, práctica y personal de los judíos al socialismo radical y al comunismo pre-estalinista es claramente desproporcionada: véase cuántos de ellos figuraban entre los primeros mencheviques y bolcheviques o entre los miembros de la izquierda utópica y de los movimientos revolucionarios en toda Europa central. El marxismo seculariza, convierte a ‘este mundo’ en una tierra donde prevalece la lógica mesiánica de la justicia social, la del Edén abundante para todos, la de la paz. En sus famosas notas manuscritas de 1840, Marx, tan rabínico en su alboroto y en sus promesas, predica un orden en el que la moneda de cambio deje de ser la del lucro y las posesiones: ‘el amor se cambiará por amor, la confianza, por confianza’, dice. Es, literalmente, la visión de Adán y de los Profetas; es la visión del Galileo. La gran furia desatada en contra de la desigualdad social, en contra de la estéril crueldad de la riqueza, en contra de la hambruna y la misère innecesarias que aguijonea a Karl Marx, es precisamente la de Amós (…). En su forma más pura, tal como se plasmó en algunos de los kibbutzim socialistas y comunistas del primer sionismo, no existe la propiedad privada. A cada cual según sus necesidades. Los niños son atendidos por toda la comunidad. Pero aunque atenúa tales absolutos, el marxismo exige una subversión total de las prioridades de la intimidad, de la adquisición, del egoísmo. (…) En el núcleo de cualquier programa socialista o comunista consistente hay una mística del altruismo, de la maduración humana, hasta alcanzar la generosidad. (…) En tres ocasiones, el judaísmo ha situado a la civilización occidental frente al chantaje de lo ideal. (…) Tres veces, como un vigilante enloquecido en plena noche (Freud incluso sacó a los hombres del sueño inocente), le ha gritado a la especie humana que se transforme en humanidad plena, que reniegue de su ego, de sus apetitos innatos, de su tendencia al libertinaje y al capricho. En nombre del inefable Dios del Sinaí; del amor incondicional hacia el enemigo; en aras de la justicia social y la igualdad económica. Estas demandas son, en su reivindicación de perfección, irrefutables. (…) Los ideales de Moisés, de Jesús y de Marx martillean en la psique de L’homme moyen sensuel que intenta continuar con su imperfecta existencia. Creo que esta presión engendra odio (…). Nada resulta más insoportable que el hecho de que se nos recuerde recurrentemente, se diría que perpetuamente, lo que deberíamos ser y, de un modo tan evidente, no somos (…). Confieso no encontrar mejor explicación para la persistencia del antisemitismo más o menos mundialmente extendido después del Holocausto (…) Hitler lo expresó sin ambages: ‘El judío ha inventado la conciencia’. Después de eso, ¿cabe mayor afrenta?”.


El judío Marx

“Todo Estado que tiene a la religión como principio no es todavía un verdadero Estado; un Estado real”, afirmó Marx (2). Seguramente porque no venía a cuento para su propósito puntual, Steiner no entra en consideraciones sobre el significado profundo de las propuestas del último enorme judío profano, aunque su afirmación, dicha como al pasar, de que Marx es “tan rabínico en su alboroto y en sus promesas”, sugiere que no lo tiene muy en cuenta (en este sentido, no es casual que no mencione a uno de los maître à penser de Marx, el judío Spinoza). Marx fue sin dudas un alborotador político, social y filosófico, en la medida en que sus teorías “alborotaron” radicalmente miles de años de meditación universal, pero jamás se presentó como un profeta y mucho menos hizo “promesas”, sino llamados. ¿A qué? A la emancipación humana; al desasimiento de todo Dios, de todo mito, del idealismo filosófico. Los llamados de Moisés y Jesús se basaban en una promesa mítica y en una relación de ciega sujeción a un ente abstracto: tanto, que para los judíos, es inefable. Pero el “chantaje” al que el judío Marx sometió a la civilización occidental no es “ideal”, como afirma Steiner, sino “material”, el primero fundamentado. Marx puso al hombre, por lo tanto al judío, frente al espejo. Demostró que su propia evolución histórica permite al hombre ver, verificar a partir de un cierto momento de esa evolución, que su futuro no está escrito y que nadie sino él mismo lo decide, al menos hasta donde su significancia en el cosmos lo permite. Que la relación dialéctica entre sus trabajos en la naturaleza y su cerebro; entre ese todo él, su propia historia y el universo, le permite ver, comprender, que su relación con los otros hombres, sus relaciones sociales, son el horizonte que está obligado a adoptar para seguir avanzando. No hay dioses, sólo hombres, y a partir de ahora, una posibilidad concreta, material, de Humanidad. Sin dejar de reconocer por un instante la significación social histórica de las religiones, en el escrito de juventud citado –erróneamente tildado a veces de antisemita (3)– Marx se limita a demostrar que ahora es preciso desembarazarse de ellas. De todas, por lo tanto también de la judía. En escritos posteriores, principalmente en El Capital, Marx anuncia (y en esto no hay nada de profético, sino demostración material, histórica, dialéctica) el punto en que se encuentran hoy mismo las relaciones sociales (el reparto de la riqueza) del capitalismo, el modo de producción que desde Marx a nuestros días ha acabado por imponerse en todo el planeta, algo que para el historiador materialista dialéctico Marx sucedería inexorablemente. Marx no podía prever las armas atómicas, químicas y bacteriológicas que hoy acabarían probablemente con la especie humana, o el cambio climático debido al hombre, pero demostró que la irracionalidad social inherente al capitalismo lo lleva históricamente a resolver sus crisis mediante guerras. En este sentido, cualquier desarrollo científico o técnico cabe en la concepción materialista de la historia de Marx, del mismo modo que la destrucción, tanto como la superación humanas, están implícitas en su materialismo dialéctico. El judío Einstein es la encarnación de esa dialéctica del avance humano: la física, dominada por el hombre, tanto promete ventura como amenaza con destrucción. Del hombre depende, y no de algún dios.


La encrucijada

Aunque comparte las imperfecciones de cualquier Estado moderno, el de Israel es en Medio Oriente un lunar democrático en un mar de “Estados monárquicos y/o teocráticos y/o despóticos en los que la democracia y los derechos humanos tienen la misma vigencia que tenían en la Europa cristiana medieval” (4), con la única excepción del Líbano. Se pueden decir muchas cosas a favor de árabes y persas en el conflicto de Medio Oriente, salvo que en el presente representen a la modernidad. No ha sido siempre así, en particular durante el medioevo cristiano occidental, cuando de modernidad ni se hablaba, pero ellos representaban lo más “moderno” en muchos aspectos. Pero a menos que se comparta el multiculturalismo extremo y el relativismo posmodernos profundamente reaccionarios -al que por cierto adhiere cierto progresismo beato- el atraso actual del mundo árabe y persa respecto a Occidente es innegable. Ante los Estados y sociedades de confesión musulmana, el Estado de Israel se encuentra hoy en la misma situación de conflicto religioso que enfrentó a la religión judía, a los judíos, con el Estado germánico cristiano de mediados del siglo XIX, época en la que Marx agregó sus reflexiones a las de Bruno Bauer sobre la “cuestión judía”. El judío Marx reclamaba a los hombres su emancipación de todas las religiones, de la religión, como requisito de la emancipación humana. Pero también sugería otras cosas. El joven Marx estaba ya orientado hacia El Capital… Puede que la creación del Estado de Israel sea una decisión histórica errónea (hay más de una opinión razonable sobre eso), pero es una realidad histórica desde hace 60 años, algo que Marx no hubiese dudado en aceptar y que no se puede dejar de lado. Marx habría puesto hoy nuevamente el dedo en la llaga de los mitos y la religión, en la verdadera naturaleza del Estado de Israel, que seguramente no habría diferenciado de la de ninguno de los grandes Estados capitalistas democráticos de la actualidad. “Los acontecimientos posteriores a su fundación (del Estado de Israel) hicieron que el poder y el control de las cosas acabasen en manos del ejército, de sus generales más implacables y de la derecha política, por lo general aliada al fundamentalismo judío. Del ideal comunitario de los pioneros casi nada queda y hoy Israel es un país ultracapitalista y colonialista más, aliado incondicional de Estados Unidos”, se ha dicho aquí (5). Y tanto más habría puesto Marx el dedo en esa llaga cuanto que sus análisis sobre la evolución del desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas y el punto de contradicción “antagónica” con las relaciones de producción capitalistas, al que arribarían tarde o temprano, se manifiesta hoy en la realidad del mundo (6). Es por eso que en el actual contexto de crisis capitalista globalizada, el conflicto religioso entre judíos y árabes va camino de convertirse en un conflicto mundial entre todas las religiones que se reclaman de un único y exclusivo Dios. Basta observar el derrotero del Papa Ratzinger… (7). Las supercherías se disputan el planeta entre sí al ritmo de las disputas entre sí de los productos de consumo por los mercados mundiales. Si es cierto que “Israel es el único país que no puede permitirse el lujo de aceptar una derrota militar” (8), también lo es que jamás podrá obtener una victoria militar completa, a menos que asuma el riesgo de que su territorio, la región y quizá el planeta entero devengan un páramo radiactivo y que antes de llegar a ese extremo la vida de los judíos de todo el mundo se torne insoportable. En el Estado de Israel conviven “una legislación que en algunos aspectos es de las más avanzadas y modernas (…) y principios religiosos que datan de más de tres mil años” (9). De allí que hoy se reproduzca entre Israel y los Estados árabes la misma vicisitud que Marx analizó entre judíos y cristianos en la Alemania del XIX. Puesto que Marx no hacía más que una separación de método entre Estado y sociedad y que para él “todo Estado (aun laico) que tiene a la religión como principio no es todavía un verdadero Estado; un Estado real (y) que el Estado se emancipe de la religión no significa que el ‘hombre real’ se emancipe de la religión”, su exigencia de hoy sería que el Estado y la sociedad de Israel se emanciparan de los “principios religiosos que datan de más de tres mil años”… Si el Estado de Israel y los judíos “reales” no abandonan el mito de la Tierra Prometida en el que fundan toda su estrategia de aprovechar o crear cualquier oportunidad para desplazar a los palestinos; si en definitiva no dan esa prueba de superioridad civilizatoria –que es al fin y al cabo la de Occidente– ofreciendo un Estado y una paz justa a los palestinos, se habrán traicionado a sí mismos; renunciado a sus mejores tradiciones y a los principios fundamentales de su cultura (10). Se dirá, con toda razón, que los árabes deberán hacer otro tanto. Pero el hecho de que en Israel estén representados en Medio Oriente los instrumentos materiales y los conceptos de civilización más avanzados, es lo que deposita en sus manos la principal responsabilidad. En Medio Oriente se encuentra hoy el punto de ignición del destino humano. Es en el desarrollo y en la cultura del Occidente histórico, del que los judíos tanto han participado, que la posibilidad real de superar las contradicciones actuales del planeta en una síntesis positiva tiene más base material y conceptual; al menos para empezar. La especie dispone hoy de ese “invento de la conciencia” que el mono Hitler atribuía a los judíos y que lo espantaba. Sólo si se llevan hasta el final las “revelaciones” del judío Marx, ese antisemitismo de profundas raíces que describe el judío Steiner tiene todas las posibilidades de pasar al desván de la Historia. Pero la política actual de Israel lo lleva exactamente en la dirección contraria. La abrumadora mayoría de las acusaciones que hoy se hacen al Estado de Israel –suscritas por muchísimos judíos en el mundo, que sin embargo lo defienden como tal– no está dictada por el antisemitismo, sino por las injusticias y atrocidades que ese Estado comete, aun en su propia defensa, y por los fines colonizadores que persigue. En el conflicto de Medio Oriente y en la resolución de la crisis capitalista, problemas indisolublemente ligados, se juegan su propia esencia la cultura judía y el Occidente de la razón, la universalidad, el progreso, la democracia y los derechos humanos económicos y sociales.

1 George Steiner, Errata; el examen de una vida, Siruela, Madrid, 1998.
2 Karl Marx, À propos de la question juive, en Philosophie, Folio-Essais, Gallimard, París, 1982.
3 Maximilien Rubel, quizás el más notable comentarista y traductor al francés de Marx, señala que esas críticas no tienen en cuenta pasajes de “judeofilia” y que la “judeofobia” atribuida a Marx es también “cristianofobia”, en el sentido de que Marx ataca a la religión judía, a todas las religiones, demostrando que éstas son el principal obstáculo para la emancipación humana, en tanto perviven como reflejo de las relaciones sociales que es necesario superar para ese fin. Ibid.
4 Esta columna, “Fundamentalismos”, Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, Buenos Aires, agosto de 2006.
5 Ibid.
6 En una importante reunión realizada el mes pasado en París, el director de la Organización Mundial del Comercio, Pascal Lamy, señaló con sorna que “el orden del día no contiene el examen de alternativas al capitalismo…”. Fue una broma, pero no hace falta un análisis freudiano para entender que la cuestión está en el aire. Mientras tanto, El Capital se ha convertido en un best seller… Hervé Kempf, “Le chemin du postcapitalisme”, Le Monde, París, 15-1-09.
7 Ratzinger, Papa preconciliar cuyo empleo anterior fue ocuparse del Santo Oficio, acaba de levantar la excomunión a varios obispos del cisma ultraortodoxo lefevriano. Uno de ellos, el británico Richard Williamson, se había ratificado pocos días antes en su posición de negar el Holocausto y de que no existieron las cámaras de gas… Mónica Andrade, “El Papa reabre la herida judía”, El País, Madrid, 26-1-09.
8 Carlos Mendo, “¿Qué se quiere de Israel?”, El País, Madrid, 21-7-06.
9 “Israel”, Enciclopedia Universalis, París, 1998.
10 Ari Shavit, “Esta guerra destruye el alma de Israel”, Haaretz, Tel-Aviv, reproducido por Clarín, Buenos Aires, 17-1-09.

sábado, 5 de diciembre de 2009

"LA TEORÍA DE LA JUSTICIA DE RAWLS FRENTE AL PROBLEMA DE LA MIGRACIÓN" por Valeria Luiselli.




El objetivo de este artículo es enfrentar la teoría de la justicia de Rawls al actual problema de la migración masiva e ilegal. La intuición filosófica que me conduce por estos párrafos es que la migración, más que cualquier otro fenómeno global contemporáneo, pone en entredicho algunos de los supuestos y principios de la teoría de John Rawls.
Haré, entonces, una revisión de algunos conceptos fundamentales de su teoría de la justicia, y discutiré si la teoría puede o no ofrecer soluciones al problema de la migración o si, al menos, puede proporcionar una base teórica sólida para la reflexión en este campo. Es preciso enfatizar que no propongo hacer una crítica generalizada a la teoría de Rawls ni tampoco añadir un “apéndice” a la teoría a partir de la crítica desde el punto de vista de la migración.
Mi objetivo es únicamente el de señalar los puntos que considero incompatibles con el tema de la migración y esbozar la dirección que puede tomar la teoría si éstos se adecuaran a las exigencias de dicho tema. Aunque la idea de cuestionar los postulados de Rawls desde el punto de vista de un problema global contemporáneo –la migración– es resultado de muchos meses de lecturas y discusiones con distintas personas, ésta no se concretó hasta una tarde en que mantuve una charla con el filósofo alemán Thomas Pogge. Pogge le ha dedicado más de veinte años de su vida a reflexionar sobre los grandes temas de la justicia global.
Estudió en Harvard bajo la tutela de John Rawls. Éste fue, sin duda alguna, el padre intelectual del joven que llegó de Alemania a los Estados Unidos en 1983, después de haber estudiado Sociología en la Universidad de Hamburgo. Thomas Pogge ha reflexionado mucho sobre la teoría rawlsiana de la justicia, y sus defensas a las ideas de Rawls son tan ricas y variadas como sus críticas. Es sabido que Pogge sostuvo numerosas discusiones con Rawls, quien dirigió su tesis doctoral en Harvard: Rawls mismo cita y se refiere a discusiones con Pogge varias veces a lo largo de su libro The Law of Peoples.
Sin embargo –como confesó el propio Pogge cuando le pregunté por su maestro–, Rawls no prestaba demasiada atención a las numerosas críticas que recibió su teoría, y mucho menos a aquellas que provenían de la esfera de la justicia global. Si algo distingue a las ideas del filósofo alemán de aquellas que tuvo su mentor estadounidense, es la preocupación del primero por la dimensión internacional de la justicia.
I
Conocí a Thomas Winfried Menko Pogge en su departamento de Manhattan. Me abrió la puerta un hombre que jamás me hubiese figurado detrás de los párrafos mordaces que firma con el primero y último de sus nombres. Bajo de estatura, de esqueleto frágil y la piel de un color mortecino, lo primero que me dijo el filósofo fue: “¿Quieres jugo de manzana?”. Nos sentamos en su sala, yo con la clara intención de preguntarle sobre sus ideas en el ámbito de la justicia global; él –imagino– sin entender muy bien por qué lo visitaba una joven estudiante de la UNAM un martes cualquiera, ya bien entradas las vacaciones de verano. La discusión se extendió a lo largo de varias horas en las que la joven estudiante lanzaba preguntas, y el filósofo, hundido en su sillón de terciopelo verde, se rascaba la cabellera con ambas manos, como si con ellas amasara las ideas que de una en una se encadenaban sin esfuerzo y con extrema claridad. Cuando le pregunté a Pogge por la posibilidad de cuestionar la filosofía de Rawls desde el punto de vista de la justicia global y, particularmente, desde la perspectiva de la migración, me respondió algo que en ese momento me resultó oscuro. Mi preocupación era si acaso era válido exigirle a la teoría rawlsiana que diera cuenta de algo para lo cual no fue diseñada desde un principio –en otras palabras, no quería cometer una de las torpezas filosóficas más comunes. ¿Exigirle a la teoría una postura filosófica frente a la migración, compatible con su noción original de la justicia como equidad, no era como pedirle a la ética aristotélica una postura distinta frente a la esclavitud? O, en como decimos más coloquialmente, ¿no era como pedirle peras al olmo? Pogge hizo un silencio antes de responder. Quizás le pereció descabellada mi analogía. Se rascó la cabeza con ambas manos y me dijo que él se concebía a sí mismo como un filósofo que utilizaba distintos “sombreros teóricos”. Por un lado, dijo, en sus trabajos recientes era un pensador ya distanciado del contractualismo, cuya preocupación máxima estaba en la posibilidad de una teoría de la justicia global. Por otro, era un académico crítico que –por mor del argumento– aceptaba el marco conceptual del contractualismo rawlsiano y señalaba, dentro de sus propios límites, los errores de la teoría, así como sus posibles soluciones. La respuesta aparentemente elusiva de Pogge me dejó en claro que era completamente legítimo aceptar el marco del contractualismo rawlsiano y señalar desde ahí los límites y posibilidades de la teoría.
En términos generales, la crítica que hago aquí es que, si bien la teoría de la justicia ha sido una piedra angular en el pensamiento político desde la segunda mitad del siglo XX y hasta principios del XXI, ésta no cumple con algunas de las exigencias de la justicia global. La teoría de Rawls es una teoría de la justicia localista que soslaya o da por hecho algunas cuestiones fundamentales en el campo internacional. La crítica que formulo aquí se remonta a las propuestas de filósofos rawlsianos de sesgo liberal igualitario como Martha Nussbaum, Thomas Pogge o Charles Beitz. Sin embargo, también tomo distancia de éstos para formular una crítica quizá de carácter menos teórico, pero ciertamente más ceñida al fenómeno concreto de la migración.
II
La migración no es un fenómeno nuevo. Los grandes movimientos de grupos humanos han existido siempre. Pero la migración a la que me estaré refiriendo aquí, empezó al concluir la Segunda Guerra Mundial y se distingue de otros desplazamientos humanos por su velocidad y magnitud. Al menos en términos cuantitativos y de extensión geográfica, las migraciones económicas a partir de la segunda mitad del siglo XX hacia los países miembros de la OCDE de Europa occidental, Oceanía y Norteamérica, constituyen un fenómeno sin precedentes en la historia. La migración ilegal es ahora un fenómeno masivo: en Estados Unidos uno de cada tres inmigrantes es ilegal y se calcula que este número crece por al menos medio millón de personas al año (ver: Papademetriou, 2005). En el censo de 2005 se calcularon alrededor de 11.1 millones de inmigrantes residiendo ilegalmente en el territorio estadounidense y la proyección para el 2006 era de 12 millones (ver: Passel, 2006). Las cifras europeas no son menos considerables: el influjo anual de inmigrantes a España aumentó de 57,000 en 1998 a 640,000 en el 2004. Cada año, entran también alrededor de 500,000 inmigrantes ilegales al continente europeo. Prácticamente ya no existe un solo territorio que no importe o exporte trabajadores y mano de obra a través de las fronteras nacionales. Existen, por supuesto, muchas clases de migración. Aquí me interesa la reciente ola de migraciones económicas ilegales. Concibo al “migrante no autorizado” simplemente como aquel que vive y trabaja en un territorio sin ser ciudadano de éste ni gozar de los derechos propios de los ciudadanos.1 La migración que aquí me ocupa es, pues, la migración masiva e ilegal. Además, dado que no pretendo hacer un análisis general de la migración, sino sólo referirme a ella para reflexionar sobre la teoría de Rawls, me ceñiré sobre todo a los ejemplos concretos de la migración México – Estados Unidos. La migración es hoy en día un tema ineludible en la agenda mundial, y uno de los retos más urgentes para la política internacional del siglo XXI. Dada su magnitud e importancia, el problema de la migración no puede ser soslayado por la reflexión filosófica. La filosofía política, si no quiere ir a la zaga de los problemas urgentes que atañen hoy al mundo, tiene que comprometerse con el tema de la migración masiva e ilegal, y desarrollar las herramientas teóricas necesarias para responder a los retos y problemas que ésta plantea. Coincido con Martha Nussbaum cuando dice que las teorías de la justicia social deben ser abstractas, porque deben tener la suficiente generalidad para rebasar las contingencias de su época, pero que deben, a la vez, saber responder a los problemas del mundo y permanecer flexibles a cambios estructurales si así lo exigen los hechos reales (Nussbaum, 2006, p.1). La situación migratoria mundial exige de la filosofía que ésta vuelva la mirada hacia sus teorías de la justicia social y haga los ajustes y cambios necesarios para albergar el reciente y cada vez más perentorio problema de la migración. Entre las teorías de justicia social, la teoría de la justicia como equidad de Rawls sigue siendo hoy la más completa y consistente. Desde la publicación de A Theory of Justice (Rawls, 1971) la teoría de la justicia como equidad ocupó un lugar central en el debate filosófico de la segunda mitad del siglo XX y durante muchos años, como apunta Robert Nozick, “los filósofos políticos debieron trabajar dentro de la teoría de Rawls o explicar por qué no lo hacían” (Nozick, 1974, p.183). Pese a las críticas comunitaristas, republicanas, neoliberales y neoutilitaristas, entre otras, la teoría de la justicia continúa siendo hoy un marco teórico ineludible y una referencia obligada en la discusión filosófica. Sin embargo, la teoría rawlsiana de la justicia –tanto la local como la internacional–, no contempla el tema de la migración. La teoría de la justicia como equidad, en su primera formulación, fue concebida dentro de los límites del estado nación y no pretende ofrecer soluciones a los problemas propios de la justicia internacional. Al contrario, en A Theory of Justice Rawls se limita a formular una concepción de la justicia aplicable a la estructura básica de la sociedad, concebida ésta como un “sistema cerrado y aislado de otras sociedades” (Rawls, 2000, p.7). En la segunda formulación de su teoría –la extensión de la teoría de la justicia al ámbito internacional–, Rawls sí presta atención al problema de la justicia entre naciones, pero tampoco se ocupa del tema de la migración. La omisión de este tema, así como la omisión de los temas de la guerra injusta y las armas de destrucción masiva, es consecuencia de pretender una “utopía realista”, como admite el propio Rawls. Según el filósofo, en una “utopía realista” como la que él propone, la migración no representaría un problema porque, al establecer una sociedad liberal, se evitarían las causas de la misma: i.e. la persecución de minorías étnicas y religiosas, la represión política, y la pobreza extrema. Dicho en pocas palabras, para Rawls la migración es un problema relacionado con la política interna de los países, y como tal, queda excluida de la reflexión en el campo de la justicia internacional. Si bien podemos coincidir con Rawls en la opinión de que algunas de las causas de la migración se encuentran al interior de los países que la propician, no por ello podemos descartarla de una reflexión seria en el plano de la justicia internacional. En principio, sabemos bien que la migración obedece no sólo a los llamados factores de “repulsión” (“push factors”), sino también a los de “atracción” (“pull factors”), que señalan esencialmente que las decisiones de emigrar de los individuos, obedecen tanto a desventajosas condiciones al interior del país expulsor, como a los incentivos económicos y de otros tipos, presentes en el o los países receptores.2 Una de las contradicciones más flagrantes del actual proceso de la globalización económica consiste precisamente en que, por un lado, se integran los mercados financieros y los de bienes y mercancías pero, por otro, se restringe “artificialmente” la formación de un mercado laboral. Pero al actuar los factores push-pull surge la migración “ilegal” que por esta condición, somete a decenas de millones de trabajadores a explotación indebida y a toda clase de discriminación en menoscabo de sus derechos humanos y laborales. El caso de México y Estados Unidos es un claro ejemplo de las causas complejas y la naturaleza bilateral de la migración. Según el reporte “La gestión migratoria México–Estados Unidos. Un enfoque binacional” (Escobar, 2006), la migración debe entenderse en el contexto de las grandes tendencias de integración económica entre estos dos países. La migración masiva por parte de los mexicanos hacia Estados Unidos, argumentan los autores, está vinculada más directamente al crecimiento de empleos en este país, y menos a la falta de empleos en México. Según las cifras que se proporcionan en este documento, después de la crisis económica y financiera de México en 1995, entre 1996-2000 el país vio una mejora notable en la oferta de empleos. Esto hubiese tenido que redundar en la disminución de emigrantes mexicanos. Sin embargo, sucedió lo contrario.
La migración mexicana a los Estados Unidos fue en ascenso durante este periodo. La explicación, dicen los autores, está en el crecimiento sin precedentes de la oferta de empleo en los Estados Unidos: además de los numerosos trabajos en el sector agrícola –muchas veces desempeñados por los inmigrantes ilegales mexicanos–, durante ese mismo periodo se generaron 2.8 millones de empleos no agrícolas. Al menos en este caso particular, los pull factors parecen haber jugado un papel más decisivo que los push factors. La enorme diferencia de salarios y oferta laboral entre uno y otro lado de la frontera es fácilmente perceptible por el migrante potencial y esto detona el “pull factor”. De tal manera, la emigración de mexicanos a Estados Unidos, por ejemplo, no sólo es resultado de las carencias económicas y la baja calidad de vida de algunos sectores de la población en México. Factores como la oferta de empleo en los Estados Unidos, los salarios mucho más elevados por trabajos similares, o el anhelo de las personas de reunirse con sus familiares en el extranjero, juegan un papel igualmente importante en los desplazamientos hacia “el Norte”.
Conocemos los resultados de este desplazamiento: la economía mexicana depende en gran medida de nuestros migrantes pero, según muestran algunos análisis macroeconómicos, la economía de los Estados Unidos recibe un claro beneficio neto de la migración (Ver: Escobar, 2006, p.12). Así, el reconocimiento de la responsabilidad compartida de los dos países –en este caso México y los Estados Unidos– es un imperativo a la hora de reflexionar sobre la migración. Y este caso particular se puede extender: en un mundo crecientemente ligado por las relaciones económicas entre naciones y el flujo de personas entre fronteras, no hay manera de soslayar el hecho de que frente al problema de la migración tenemos una responsabilidad compartida. La migración, en tanto fenómeno global, es un problema grave que nos atañe a todos y, de un modo especial, a la reflexión filosófica. Ahora bien, en vista de que la teoría de la justicia de Rawls no contempla el problema de la migración, nos enfrentamos, analíticamente, a dos
posibilidades. La primera es descartar la teoría del todo. Pero, por supuesto, dada la relevancia de la teoría rawlsiana para la reflexión filosófica en materia de justicia social, ésta resulta la opción menos atractiva. La segunda opción es hacer los ajustes y cambios necesarios para que la teoría pueda albergar una postura frente a la migración acorde con la concepción de la justicia que sostiene Rawls. En las próximas páginas estaré elaborando esta segunda posibilidad. Como ya he dicho, no pretendo construir una “versión” de la teoría rawlsiana de acuerdo con los parámetros que exija el problema de la migración. Mi intención es simplemente señalar los lugares de la teoría en donde se requieren cambios que hagan posible la inserción de este problema a la reflexión filosófica.
III
Según el propio Rawls, toda teoría contractualista se compone de dos partes que pueden ser evaluadas independientemente una de la otra: la posición original y los principios de justicia que resultan de ésta (Rawls, 2000, p.14). Aquí estaré analizando, primero, dos presupuestos de la posición original planteados en la teoría. Estos dos son, a saber, la idea rawlsiana del estado nación, por un lado, y su concepción del individuo, por otro. Argumentaré que ambas nociones son incompatibles con la incorporación de una postura filosófica de la migración a la teoría rawlsiana. Después, retomaré la crítica que hace Thomas Pogge a los principios de la justicia internacional de Rawls –y, específicamente, al octavo principio–, para argumentar que, si bien los principios de la teoría rawlsiana no están pensados para resolver el problema de la migración, estos se podrían ajustar al problema y ofrecer posibles soluciones a él.
i) La sociedad como un sistema cerrado y la interdependencia de los países. Para la construcción de su teoría, Rawls parte de la suposición de que las naciones son sistemas cerrados, aislados y relativamente autosuficientes (ver: Rawls, 1993, p.12 y Rawls, 2000, p.7). En Political Liberalism, Rawls admite que la noción del estado como entidad cerrada es una abstracción que sólo se justifica por el hecho de que nos permite concentrarnos en el tema central sin preocuparnos por “detalles distractores” (ver: Rawls, 1993, p.12). Esto es, Rawls está perfectamente conciente de que esta
concepción es meramente hipotética y no corresponde a los hechos, pero la utiliza como un punto de partida teórico para no complicar más la –ya de por sí compleja– reflexión en la que se embarca. En el caso de su teoría doméstica esta suposición inicial es una que, aunque resulta debatible, se le puede conceder por mor del argumento. Sin embargo, el caso internacional exige un punto de partida distinto: en un mundo crecientemente ligado por el orden económico global, por las organizaciones y agencias internacionales, y por intereses que nos conciernen a todos –como la migración, el medio ambiente y las armas nucleares–, no se puede partir de una definición como la que adopta Rawls. Las naciones son mutuamente dependientes en muchos sentidos. No sólo dependen los países más pobres de las políticas económicas de los estados más ricos, así como de las políticas del FMI o el Banco Mundial: también los estados ricos dependen, entre otras cosas, de la mano de obra barata que la inmigración hace posible. Las complejas relaciones entre países, así como los organismos internacionales y corporaciones trasnacionales no son meras “distracciones” sino objeto prioritario de la justicia global. La noción del estado o la sociedad como una entidad cerrada y autosuficiente ignora los hechos y resulta insostenible en un mundo como el nuestro, en pleno proceso de globalización. Si existe hoy en día un hecho concreto insoslayable, que cuestiona el supuesto aislamiento de los países, éste es la migración. El fenómeno de la migración no sólo pone en evidencia la existente “porosidad” de las fronteras, sino que también es uno de los fenómenos que más contribuyen a la creciente interdependencia económica entre naciones. Sabemos, por ejemplo, que las economías de México y los Estados Unidos están estrechamente vinculadas gracias al intercambio comercial (cerca de 90% de nuestras exportaciones suceden con Estados Unidos), pero sobre todo gracias a la actividad de los inmigrantes mexicanos en aquel país. Las empresas estadounidenses dependen en gran medida de los millones de trabajadores mexicanos –un alto porcentaje de ellos indocumentados o “no autorizados”–, mientras éstos envían a México, aproximadamente, un total de 20 mil millones de dólares de remesas anuales (la segunda fuente de ingresos más importante del país, después del petróleo). La supuesta “mutua independencia” de los países, como bien dice Thomas Pogge, es una ficción que sólo sirve a los países desarrollados para eximirse de toda responsabilidad hacia los países más pobres.
Ciertamente, la suposición rawlsiana ignora de manera tajante el nuevo orden mundial y puede fungir como una justificación moral de las políticas exteriores de ciertos países “más desarrollados”. En este respecto, con un tono particularmente incisivo, Nussbaum asevera que de esta forma, Rawls “ratifica filosóficamente lo que las naciones poderosas en el mundo, y especialmente los Estados Unidos, hacen de cualquier manera: asumir que su sistema es fijo y final, y resistirse fieramente a cualquier demanda de cambio interno, tanto en materia de derechos humanos como en materia ambiental o de políticas económicas” (Nussbaum, 2000, p. 236). Tal vez sea la misma suposición de la mutua independencia de los países la que conduce a Rawls, más adelante, en The Law of Peoples, a aseverar que la migración es un problema que se localiza en el país de origen de los migrantes y que por ello no es propiamente un problema de justicia internacional. Como ya se ha dicho, Rawls piensa que las causas de la migración desaparecerían en una sociedad liberal o decente y que por ello una teoría de la justicia internacional simplemente no tiene por qué ocuparse del tema (ver: Rawls, 2002, pp.8-9). Coincido con la postura de Pogge, que es exactamente contraria a la de Rawls en este respecto. Según el filósofo alemán, “(…) el incumplimiento de los derechos humanos en los países en desarrollo no es un problema local, sino uno al que todos contribuimos enormemente a través de las políticas que implementamos y el orden internacional que imponemos” (Pogge, 2005, p.22). Del mismo modo no se puede negar los factores “pull-push” en la determinación de las corrientes de migración masiva e ilegal. Vivimos en un mundo interdependiente y, por ese motivo, la suposición inicial de Rawls es una que no es justificable desde el punto de vista filosófico. La base misma de su teoría lo conduce a conclusiones inaceptables: de alguna forma, un supuesto hipotético que debió servir para simplificar la teoría, termina por ofrecer un panorama desvirtuado y engañosamente simplista del mundo actual. Cualquier teoría de la justicia que pretenda hacer una reflexión valiosa sobre el estado actual del mundo, debe partir de presupuestos realistas y comprometerse con los problemas que tenemos delante. Ignorar el status quo en pos de simplificar la teoría, implica distanciarse demasiado de aquello sobre lo cual se pretende reflexionar.
Como bien asevera Nussbaum: “(…) no es conveniente concebir la estructura básica de los estados como algo fijo y cerrado a la influencia exterior. Incluso como herramienta teórica, nos aleja tanto del mundo real que los problemas clave de éste no pueden ser enfocados correctamente” (Nussbaum, 2000, p.235). Si la teoría de la justicia internacional de Rawls admite cambios de esta índole, una concepción distinta del estado nación sería uno de los más pertinentes. La teoría de Rawls, si ha de seguir brindando frutos a la discusión filosófica, tiene que empezar por concebir al estado nación como lo que es: una estructura abierta a las influencias externas, una entidad inserta en un mundo crecientemente interdependiente, una pieza más en el complejo rompecabezas global. Sólo concibiendo así al estado puede ofrecer la teoría rawlsiana un marco conceptual ad hoc y conmensurado a los problemas globales de la actualidad. Sólo así, puede empezar a reflexionar seriamente sobre el problema de la migración.
ii) La idea política de la persona A las teorías filosóficas que especulan sobre el ser humano subyace, necesariamente, una idea particular de la naturaleza humana. A veces, éstas hacen explícita dicha idea. Tal es el caso de algunas definiciones bien conocidas: “zoon politikon”, “homo ludens”, “animal laborans” o “homo faber”, por ejemplo. La definición específica del ser humano en una u otra teoría tiene que ver, por supuesto, con el tipo de teoría que se pretende elaborar y el punto de vista que ésta adopte –de nada le serviría al Descartes de las Meditaciones partir de una definición como la del “zoon politikon”, así como de nada le hubiera servido al Aristóteles de la Ética nicomaquea pensar en un “sujeto cartesiano” para desarrollar su concepción de la ética y la política–. En Political Liberalism Rawls construye una noción muy particular del ser humano. Dado que la teoría de la justicia parte de la definición de la sociedad como un “sistema equitativo de cooperación” (Rawls, 2000, p.4.), el filósofo adopta una concepción del ser humano acorde con esta definición. Ésta es, a saber, “la concepción política de la persona”. A modo de paréntesis cabe decir que la definición rawlsiana del ser humano es posterior en orden lógico a otras definiciones de la teoría. Esto es, su concepción de la persona se adecua a la definición previamente establecida de la sociedad y de la justicia y no viceversa.4 En palabras del propio Rawls, la persona es: “alguien que puede ser un ciudadano, es decir, un miembro normal, que participa enteramente en la sociedad y juega un papel en ésta durante toda una vida” (Rawls, 1993, p.18). La acotación “durante toda una vida” es importante porque, como dice Rawls más abajo, la sociedad no sólo se concibe como un sistema cerrado sino también como un esquema de cooperación más o menos autosuficiente y completo. Así, una sociedad puede acoger a una persona durante toda una vida, desde su nacimiento hasta su muerte. Las personas, concebidas dentro de este esquema como libres e iguales, continúa Rawls, son capaces de tener un sentido de la justicia y una concepción del bien moral. Así, desde nuestra línea argumental, la concepción rawlsiana de la persona encierra graves limitaciones. Implica, en principio, que una persona es una persona, tan sólo en virtud de ser ciudadano y participar en la vida política y pública de su sociedad. Esta concepción excluye a priori a cualquiera que, por un motivo u otro, no sea considerado como un ciudadano por la sociedad en la que reside. Se sigue de esta definición que los inmigrantes ilegales no son, propiamente, “personas” –conclusión notablemente grave–. La noción rawlsiana de la persona justifica filosóficamente la ya existente discriminación que existe hacia la población migrante y, particularmente hacia la porción de los inmigrantes considerados como “ilegales”, que suelen ser los más pobres y los más explotados; y precisamente aquellos contra los que se comenten las mayores injusticias. En su artículo “Global Justice” (2005), el filósofo Thomas Nagel apunta que la concepción política de Rawls concibe a la justicia no como un valor pre institucional sino como una obligación que emerge entre los ciudadanos de una nación por el solo hecho de pertenecer a un mismo sistema político. Esto es, quizás, resultado del sesgo contractualista que concibe las relaciones humanas como resultado de un acuerdo social. Como se había dicho anteriormente, Rawls define primero a la sociedad y, con base en esa definición, construye una concepción política de la persona. Su noción de la persona es, pues, posterior a su idea de la sociedad. En esta concepción, la justicia, en tanto virtud política y no moral, surge como una obligación entre ciudadanos y no entre individuos. El problema evidente con la concepción política de Rawls es que la justicia sólo puede existir dentro de los límites nacionales –entre ciudadanos de una misma nación–. De esto se sigue que no tenemos ninguna obligación moral con aquellas personas que no portan el mismo pasaporte que nosotros. Los inmigrantes, en este esquema, no gozan del derecho a ser tratados como personas con quienes se comparten
obligaciones morales, pues no participan del mismo contrato social hipotético que lo demás. Sería pertinente preguntar, dentro de los marcos de la teoría rawlsiana, si acaso las personas, en tanto capaces de un sentido de la justicia y una concepción del bien –como estipula el propio Rawls–, no rechazarían las implicaciones de la concepción política de la persona. Esto es, si alguien es capaz de tener un sentido de la justicia y del bien, ¿no condenaría moralmente la conclusión a la que obliga la teoría, a saber, que no tenemos ninguna obligación moral hacia aquellos que no son nuestros conciudadanos? La definición de “persona” de la que parte Rawls para construir su teoría de la justicia es, a la luz de lo anteriormente argumentado, moralmente insostenible. En un mundo donde centenares de millones de personas no tienen el estatus de “ciudadanos”, una teoría de la justicia no puede respaldar con argumentos filosóficos el trato inequitativo que de por sí reciben los “migrantes no autorizados”. Al contrario, debe buscar las maneras de equilibrar las desigualdades entre la población inmigrante y los ciudadanos de una sociedad. Si la teoría de Rawls ha de proporcionar una base filosófica pertinente para reflexionar acerca del estatus de la población migrante en un país y los derechos que éstos deben gozar en un esquema justo, tiene que partir de una concepción distinta de la persona. La concepción política de la persona no puede enfrentarse realistamente al panorama actual de la globalización.
iii) El octavo principio de justicia internacional Existen diversas críticas a los principios de la teoría de Rawls. La mayor parte de ellas se dirigen hacia el hecho de que en su lista de ocho principios de justicia internacional (ver: Rawls, 2002, p.37), no existe ningún componente distributivo. Tal es, por ejemplo, la crítica de Thomas Pogge al octavo principio de justicia internacional.
Los principios de justicia de Rawls, en la formulación original de su teoría, sirven como criterio para evaluar, diseñar y reformar la estructura básica de la sociedad. El caso internacional es distinto. Tras un proceso de deliberación, los miembros de la posición original internacional acuerdan ocho "reglas de conducta", según Pogge, que deben regir las relaciones internacionales entre países. Algunas de las leyes que menciona Rawls son el derecho a la autodeterminación, el principio de no intervención, y el derecho a la autodefensa.6 Como bien señala Pogge, las reglas de conducta internacional rawlsianas son completamente insensibles a criterios distributivos.
Es cierto que el octavo principio internacional de Rawls dice que: “Las gentes (peoples) tienen el deber de asistir otras gentes que viven en condiciones desfavorables que impiden un régimen político y social justo o decente”. Sin embargo, más adelante Rawls dice que la mejor manera en que se puede asistir a una sociedad no es necesariamente a través de un principio de justicia distributiva que regule las desigualdades sociales y económicas entre distintas sociedades. Principios de este tipo, dice Rawls, no tienen objetivos ni límites definidos. En cambio, continúa, la asistencia tiene el objetivo concreto de generar y preservar instituciones justas o decentes en una sociedad, y la asistencia cesa de ser necesaria cuando este objetivo se haya logrado, aun si persiste la pobreza. Pogge, en cambio, argumenta que la justicia distributiva internacional no tiene que ser vista tanto como una ayuda humanitaria a los países menos desarrollados, sino como un principio fundamental similar al principio de diferencia. Las reglas de conducta internacional, dice Pogge, no cumplen con un criterio distributivo claro. Por lo tanto, argumenta, dan cabida a un esquema libertarista que a su vez deja a los países menos aventajados a la merced del mayor poder de negociación de los más aventajados.
En el caso doméstico, Rawls reconoce las amenazas del libertarismo y postula que la interacción económica no debe regirse por la libre negociación, sino por el principio maximín, que minimiza las desigualdades y favorece a los menos aventajados. Sin embargo, en el caso internacional, el principio maximín es remplazado por el octavo principio antes mencionado. Como bien señala Pogge: “El deber de asistencia no protege a los países pobres de los injustos términos internacionales de la interacción económica que establece el creciente poder de negociación de los países ricos” (Pogge, 2004, p.113).
El orden económico internacional de la utopía realista de Rawls, dice Pogge, está determinado por la libre negociación y tenemos que reconocer que la libre negociación es uno de los motivos principales de la creciente desigualdad en el mundo. Por esta razón, insiste Pogge, se requiere un principio distributivo justo en el ámbito internacional, similar al principio de diferencia. Aunque no entraré en detalle, Pogge propone un principio distributivo que involucra un complejo sistema de impuestos al uso de recursos naturales –el “Global Resource Tax”– (ver: Pogge, 2004). El dinero recaudado de este impuesto estaría destinado a aliviar la pobreza mundial a través de inversiones en educación, salud, generación de empleos, etcétera.
La propuesta distributiva de Pogge, si bien podría ser una posible solución a la carencia más grave de los principios internacionales de la teoría de Rawls, no sólo es difícil de implementar y administrar, sino que resulta insuficiente desde el punto de vista de la migración. Concediendo que un impuesto global al uso de recursos se pueda, en efecto, cobrar, y los problemas más urgentes de pobreza se pudieran resolver a través de éste, seguiríamos enfrentándonos al problema de la migración. Ciertamente, si el mundo viera una disminución significativa en la pobreza, podrían disminuir también los índices de migración. Sin embargo, como ya se ha dicho anteriormente, el fenómeno migratorio responde no sólo a push factors –uno de estos, la pobreza– sino también a los pull factors de los países que reciben inmigrantes. Así pues, siempre que hubiera una diferencia significativa entre países expulsores y países receptores, existiría la migración. Añadir un componente distributivo a la lista de principios de justicia internacional de Rawls resolvería, efectivamente, una de las carencias más notorias de la teoría. Sin embargo, con esto no se solucionaría el problema en el que aquí se ha estado insistiendo.
¿Qué modificación a los principios internacionales puede satisfacer las exigencias del problema de la migración? Esta pregunta no tiene respuesta fácil, pero merece al menos que se esboce aquí la dirección en que la debe ir una respuesta. Como ya se sabe, el octavo principio que menciona Rawls se refiere al deber de asistencia. Rawls especifica que este deber se restringe a la esfera política: i.e., ayudar a aquellas sociedades con un sistema político que impide el desarrollo de un esquema liberal democrático a alcanzar un sistema que sí lo permita. Ahora bien, ¿por qué no concebir este deber de asistencia de una forma distinta? ¿Por qué no, por ejemplo, reconocer que recibir a inmigantes –o al menos a un número de ellos cada año– constituye parte de un deber de asistencia que tienen los países más ricos con los más pobres?
El problema con este postulado es evidente: se basa en un argumento moral que se puede o no aceptar. El gobierno de algún país –y tal es el caso de todos los países que se han regido por la doctrina realista de las relaciones internacionales–, podría alegar que su única responsabilidad moral es con su población y no con los individuos de otras naciones. Sin
embargo, si retomamos algunas de las propuestas que se han hecho a lo largo de estos párrafos, quizá se pueda entender por qué esta postura resulta cada vez más insostenible. La situación actual exige un cambio de visión: los problemas que hoy en día nos preocupan son de naturaleza global. El mundo está cada vez más vinculado por el movimiento de personas a través de las fronteras, la economía, las organizaciones y empresas internacionales y trasnacionales, y los problemas del medio ambiente.
Las teorías de justicia tienen, entonces, que partir de este panorama si pretenden ofrecer reflexiones valiosas e incidir en la realidad. Considero valiosa la reflexión de Pogge –como de muchos filósofos “cosmopolitanistas” preocupados actualmente por el tema de la justcia–, porque, a diferencia de Rawls, concibe el problema de la justicia globalmente y no como uno, en esencia, local, y que simplemente puede “extenderse” al ámbito internacional. La diferencia entre estas dos concepciones de la justicia es enorme y trae consecuencias importantes. En la teoría de Rawls, temas como la estructura cerrada del estado nación o las responsabilidades determinadas por los principios internacionales de justicia, son expresión inequívoca de una concepción localista de la justicia. De la misma manera, su negativa a tratar el tema de la migración como un problema central de la agenda internacional de hoy, está directamente vinculada con esta concepción. Por el contrario, en una concepción global como la de Pogge, cobran una importancia central temas como el de la distribución de recursos y las responsabilidades internacionales compartidas por todos los países.
Si bien las ideas de Pogge no proporcionan herramientas explícitas para abordar una crítica a Rawls desde el punto de vista de la migración, sí sientan un precedente importante y una pauta más definida para esta discusión. Pensar los problemas actuales desde el punto de vista de la justicia global permite reflexionar sobre el tema de la migración con más elementos y con mayor claridad filosófica. No sería exagerado decir que la filosofía política necesita dar un paso definitivo, parecido al que dio la geometría euclidiana hacia la geometría tridimensional. La analogía no es gratuita: ese cambio en las matemáticas no fue tanto un descubrimiento de la nada sino un simple ampliar las miras. Lo mismo se puede decir del paso de la justicia local a la justicia global: la filosofía debe ampliar su horizonte para comprender la actualidad en sus nuevas y más complejas dimensiones.


Bibliografía

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Blackwell. Nozick, Robert (1974); Anarchy, State and Utopia, New York, Basic Books.
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________ (2002); The Law of Peoples. Harvard University Press.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Manifiesto “En defensa de los derechos fundamentales en internet”


Ante la inclusión en el Anteproyecto de Ley de Economía sostenible de modificaciones legislativas que afectan al libre ejercicio de las libertades de expresión, información y el derecho de acceso a la cultura a través de Internet, los periodistas, bloggers, usuarios, profesionales y creadores de Internet manifestamos nuestra firme oposición al proyecto, y declaramos que:


- Los derechos de autor no pueden situarse por encima de los derechos fundamentales de los ciudadanos, como el derecho a la privacidad, a la seguridad, a la presunción de inocencia, a la tutela judicial efectiva y a la libertad de expresión.


- La suspensión de derechos fundamentales es y debe seguir siendo competencia exclusiva del poder judicial. Ni un cierre sin sentencia. Este anteproyecto, en contra de lo establecido en el artículo 20.5 de la Constitución, pone en manos de un órgano no judicial -un organismo dependiente del ministerio de Cultura-, la potestad de impedir a los ciudadanos españoles el acceso a cualquier página web.


- La nueva legislación creará inseguridad jurídica en todo el sector tecnológico español, perjudicando uno de los pocos campos de desarrollo y futuro de nuestra economía, entorpeciendo la creación de empresas, introduciendo trabas a la libre competencia y ralentizando su proyección internacional.


- La nueva legislación propuesta amenaza a los nuevos creadores y entorpece la creación cultural. Con Internet y los sucesivos avances tecnológicos se ha democratizado extraordinariamente la creación y emisión de contenidos de todo tipo, que ya no provienen prevalentemente de las industrias culturales tradicionales, sino de multitud de fuentes diferentes.


- Los autores, como todos los trabajadores, tienen derecho a vivir de su trabajo con nuevas ideas creativas, modelos de negocio y actividades asociadas a sus creaciones. Intentar sostener con cambios legislativos a una industria obsoleta que no sabe adaptarse a este nuevo entorno no es ni justo ni realista. Si su modelo de negocio se basaba en el control de las copias de las obras y en Internet no es posible sin vulnerar derechos fundamentales, deberían buscar otro modelo.


- Consideramos que las industrias culturales necesitan para sobrevivir alternativas modernas, eficaces, creíbles y asequibles y que se adecuen a los nuevos usos sociales, en lugar de limitaciones tan desproporcionadas como ineficaces para el fin que dicen perseguir.


- Internet debe funcionar de forma libre y sin interferencias políticas auspiciadas por sectores que pretenden perpetuar obsoletos modelos de negocio e imposibilitar que el saber humano siga siendo libre.


- Exigimos que el Gobierno garantice por ley la neutralidad de la Red en España, ante cualquier presión que pueda producirse, como marco para el desarrollo de una economía sostenible y realista de cara al futuro.


- Proponemos una verdadera reforma del derecho de propiedad intelectual orientada a su fin: devolver a la sociedad el conocimiento, promover el dominio público y limitar los abusos de las entidades gestoras.


- En democracia las leyes y sus modificaciones deben aprobarse tras el oportuno debate público y habiendo consultado previamente a todas las partes implicadas. No es de recibo que se realicen cambios legislativos que afectan a derechos fundamentales en una ley no orgánica y que versa sobre otra materia.

domingo, 29 de noviembre de 2009

"PIELES" por Darío Yancán.



“Con su tendencia a reducirlo todo al mínimo denominador, nuestra época empuja hacia los pensamientos débiles, las ideas tranquilizadoras y las filosofías del statu quo. De nada sirve, pues, intentar construir una nueva teoría y, a partir de ella, una nueva ideología. Porque tal vez, con el fin de los tiempos modernos, la sociedad ya no es "pensable" en el modo en que la pensaban los grandes ideólogos que caracterizaron la modernidad”.
Emb. Albino Gomez

Días atrás debatía con mi respetado amigo Albino acerca de las mutaciones que sufrimos en nuestra vida, de cómo el transitar personas, lugares y espacios nos transforma en un provisorio permanente. Y en ese contexto de debate, de cómo hacer el rescate de dichas instantáneas, o en última instancia, con qué objeto rescatar? Constituir sustrato?.

No lo sabíamos, no nos poníamos de acuerdo y no llegábamos a ninguna conclusión terminante.

Él, Albino, me hablaba de su experiencia como Embajador, de cómo la transitoriedad crea un costado de los acontecimientos que impronta segundos. Tan sólo segundos.

Yo, Darío, le hablaba de mi experiencia como constructor de lo doméstico, de cómo las posturas y demandas oscilaban al vaivén consumista. Tan sólo días separan una imagen de la otra.
Ambos hablábamos en definitiva de pulsiones espasmódicas a sabiendas que la promesa ha perecido trascurrido el instante.
Coincidimos en que vivimos prometiendo para un no-mañana, para cada instante posterior con perecimiento inevitable.
A sabiendas que cada instante deberá ser reconstruido desde tierra, arrastramos el cansancio de vivir edificando entornos y personalidades a-éticas disolubles en la mínima dosis de líquido.

Afortunadamente, ambos habíamos pasado por la experiencia del encuentro con el Sr. Bauman, cosa que nos quitó extrañamiento y nos atemperó el impacto del permanente comienzo, el impacto de estar, vivir y hallarnos siempre en el punto de partida.
Re-partida que exige desarrollar la capacidad de abandonar para obtener mayor rapidez e inmediatez, que exige mutar de manera completa acumulando trajes viejos a un costado para componer los recuerdos. Actitudes, procederes, principios, valores y personas que desde la superfluidad no pasan del atardecer. Superfluidad que conjuntamente con la indiferencia social depuran las relaciones humanas diariamente.

En un solo momento del debate nos pusimos de acuerdo y es que, a ambos, nos llamó la atención la mutación externa de “ese” que se hacía llamar Sabina, y que sólo tenía en común las letras de sus canciones. A ambos nos surgió la misma reflexión:

” los cambios de piel te arrancan incluso contenido, incluso ideología …”

Los actores sociales posmodernos resumieron lo profundo, lo interno y lo epidérmico, perdieron dimensión y profundidad, supeditaron el entendimiento a cuestiones superficiales.
Los individuos carentes de la profundidad, tienen una planitud pasmosa que destruye la posibilidad de debate, que argumentan desde una evidente ignorancia que los remite a una sociedad diferente.

Pero,…lamentablemente…, son la mayoría y nos arrastran a todos.

Solos, cada vez más solos, nos aliamos en esta ciudad global. El inconciliable diálogo con la ignorancia nos segrega impiadosamente.

Nos despedimos sin promesa de futuro.
Nos despedimos con el deber de trascender el momento vivido.
En definitiva ambos buscamos una estrategia de supervivencia.

sábado, 21 de noviembre de 2009

"LAS MUJERES DEBERÍAN SER MÁS PROMISCUAS" por Beatriz Espejo



"Ahora las putas promiscuas hablamos, por tanto, que tiemblen aquellos que perpetúan persecuciones tras años de tiranías antisexuales".

Así de transgresora se muestra Beatriz Espejo en Manifiesto Puta, un ensayo que acaba de ver la luz y que denuncia sin complejos la persecución de la prostitución y la promiscuidad. El libro intenta ser "una inyección de adrenalina al maltratado ego de las prostitutas y las putas en general", según la autora.


Beatriz Espejo es fundadora del Colectivo de Transexuales de Cataluña. Actualmente vive en Barcelona, en dónde inmigró hace 21 años después de un largo periplo por diversas ciudades españolas. Sin embargo, Bea no esconde sus raíces cordobesas ya que nació en Iznájar, "al igual que José Montilla", comenta riendo la autora de Manifiesto Puta.-


¿Qué le llevó a escribir este libro?-


El hecho de que estamos viviendo un momento donde existe una persecución explícita hacia las trabajadoras del sexo y hacia el resto de mujeres. Cuando se persigue a una mujer por la gestión de su sexualidad, en cierto modo nos están agrediendo a todas.-


Usted sostiene que perseguir la prostitución es machista.-


Sí. Por eso tenemos que luchar contra los prejuicios sexuales y dejar bien claro que nosotras decidimos libremente qué hacer, que no hace falta que nadie nos proteja.-


¿Qué opina sobre la polémica suscitada por la prostitución en la Rambla de Barcelona?-


No hay que confundir determinadas molestias puntuales con la prostitución, que es sólo un contacto sexual y punto, no es un atentado terrorista, un asesinato, una trama de corrupción… no es grave. Hay un montaje destinado a estigmatizar a la mujer, sobre todo si es extranjera y negra. Esto es una postura racista y clasista.-


Pero en el Raval hay prostitutas que incluso roban carteras...-


¿Y qué tiene que ver el tocino con la velocidad? Entonces no serán prostitutas, serán ladronas. No representan a la mayoría de las trabajadoras sexuales.-


A su parecer, las prostitutas están estigmatizadas.-


Depende de qué tipo. No lo están las monocontractuales – mujeres con una relación estable -, pero sí las que tienen relaciones promiscuas. Y no es por el hecho remunerador, sino por la promiscuidad en sí. Lo que duele es que la mujer sea sexualmente explícita.-


¿Por qué?-


El problema es la sociedad patriarcal y machista. Esta estructura social intenta que la mujer sea asexual, es decir, castrada psicológicamente e, incluso, a veces la castración puede llegar a ser física.-


Pero la sociedad ha evolucionado en este aspecto.-


No demasiado. ¿Piensa que el electorado votaría a una presidenta del gobierno que se montara unas orgías como las de Berlusconi? ¿Estaría bien visto?-


No.-


¿Entonces?-


¿Cuál es la solución?-


Que las mujeres tienen que hacer lo que les apetezca respecto al sexo. Esto incluye que si te apetece pagar por estar con un hombre, pagues y experimentes. Las mujeres deberían ser más promiscuas porque esto les proporcionaría un mayor conocimiento de sí mismas.-


La clave está en el sexo.-


No me cabe la menor duda de que si la sociedad follara más todo funcionaría mejor. De hecho los sectores más reprimidos sexualmente son los que tienen más fobias sociales. Fíjese en los países donde hay una mayor libertad sexual. Son los más avanzados.-


Un mal ejemplo sería España.-


No. Lo que pasa es que en nuestro país el discurso sobre la sexualidad es esquizofrénico e incoherente. Se persigue a las prostitutas, pero luego la administración concede licencias a locales donde se practica la prostitución.-


En el libro también critica duramente a las feministas abolicionistas.-


Es el disparate absoluto. Cuando sumas dos cosas buenas, sexo y dinero, no puede dar como resultado una mala. Entonces, el discurso de estos grupos feministas sólo se entiende por los prejuicios que hay en torno a la sexualidad femenina.-


¿Son feministas machistas?-


En el fondo sí que lo son. Es el prejuicio de la mujer contra la mujer. Muchas de las feministas odian a las prostitutas, no es que las quieran salvar, es que las quieren decapitar.-


¡Eso suena muy fuerte!-


El esquema vital de estas mujeres es la casita de chocolate con su marido, sus hijos… y ahí una puta no encaja. Por tanto, es la guerra de una mujer contra otra mujer a quien le echan la culpa de lo que le gusta a su hombre. Nada que ver con el feminismo.-


Si se mira desde ese punto de vista…-


No les gustan las mujeres sexys como las actrices porno, las streappers ni mucho menos las prostitutas. Pero cuando el objeto de deseo es el hombre todo cambia, ¿O alguien piensa que Nacho Vidal es un pobre hombre instrumentalizado por las mujeres?-


Claro, también hay hombres prostitutos.-


Conozco a muchos hombres a quienes les gustaría cobrar por practicar sexo y preguntan qué pueden hacer por ganarse la vida de esa manera. En cambio, cuando una mujer se quiere dedicar a la prostitución, la respuesta de la gente es: "¿Por qué no deja eso y se dedica a otra cosa?"-


Es cuestión de género.-


Pero es que las prostitutas no son un caso excepcional. Antes las madres solteras eran putas y actualmente las que dejan al marido para irse con otro también lo son, y hay que andarse con mucho ojo para que no te acaben tildando de puta.-


¿Y cómo pueden convivir las mujeres con la prostitución?-


Hay que dejar de ver a nuestra pareja como algo que nos pertenece. Hay muchas mujeres que son capaces de aguantan carros y carretas con sus maridos y, luego, les dejan sólo porque les han puesto los cuernos. Pero tienen que entender que el hombre es testosterona pura, le gusta su mujer y también las demás.-


Pero el tráfico de mujeres existe.-


Hay abusos en la medida que no está protegida la trabajadora del sexo. Todo lo que es clandestino está expuesto a determinados tipos de abusos, como el proxenetismo y la esclavitud.-


Hay quien apuesta por regular la prostitución.-


Está bien siempre y cuando se respete el principio de autonomía y de autogestión. Pero me da miedo que se regule la prostitución con la mentalidad que tienen los políticos. Piensan que para proteger hay que prohibir y no es así. ¿A caso se podría proteger a la mujer de la violencia de género prohibiendo el matrimonio?-


Pero las prostitutas no están bien vistas.-


La prostituta ha sido como el modelo que la mujer no tiene que imitar. Al machismo le da miedo la mujer que va por libre. Fíjate que en todos los sistemas patriarcales se crean mecanismos para someter a la mujer. Se preocupan de cómo te vistes, te mueves, dónde vas, y si eres puta, te encierran en un burdel.-


En el libro afirma "Todos y todas somos putas".-


Si el sexo tiene que ser sin intereses materiales, lo siento pero todos somos putas porque supeditamos nuestros intereses a nuestra doctrina cultural. Si tú haces lo que la sociedad espera de ti, no estás haciendo lo que quieres y por lo tanto eres puto o puta. Por eso es tan importante la reivindicación de la sexualidad autogestionada e insumisa.-


¿Qué opina sobre el matrimonio?-


El matrimonio es un vulgar contrato putativo donde el interés patrimonial y material prevalece por encima del sentimiento, que se presume.-


Pero mucha gente dice que se casa por amor.-


¡Y también hay prostitutas que sienten amor por sus clientes! El sexo genera amor y a veces ese amor llega a consolidarse en una relación más o menos estable. En definitiva, hay muchas maneras de amar.

jueves, 19 de noviembre de 2009

"SOMOS MALOS VOLUNTARIAMENTE " por Hannah Arendt.


Es absurdo decir que

el asesino va contra la naturaleza.

La crueldad es uno de los sentimientos

más naturales al hombre:

es el deseo de ejercer sus fuerzas.

Marqués de Sade



La pregunta que está en juego aquí es si la maldad (o la bondad) son connaturales al hombre o si dependen de factores externos como la educación, el entorno social, las relaciones que establecemos, etc. En una palabra, queremos saber si el “mal” es parte de la naturaleza o de la cultura. Intento de definición del mal:


* Es lo que destruye conscientemente la vida.

* Es cualquier tipo de violencia que causa sufrimiento.

* Es el otro como rival.

* Es negar a otro su humanidad.


Intentemos relacionar la idea de mal con la de libertad y responsabilidad, que es la que aparece en un libro fundamental de la cultura occidental: la Biblia.

¿El mal es obra de una voluntad perversa y/o ignorante o es una tendencia natural?

Podemos partir de dos puntos de vista:


1) Si el hombre es libre, ¿por qué elegiría deliberadamente el mal? ¿Será que el mal le provoca un cierto gozo, o más bien por falta de conocimiento del bien? En otras palabras, ¿es por ignorancia o por crueldad que causamos mal? O, para decirlo de otra manera: ¿la maldad es natural, innata, instintiva, producto de un trauma o, por el contrario, voluntaria, es decir consciente y libremente decidida, como cuando un crimen es calificado de premeditado?

2) ¿Y si finalmente todas las atrocidades que concebimos como distintas manifestaciones del mal, no fueran más que la expresión de tendencias universales, —ocultas en lo más hondo del cuerpo, del alma y de la mente de todo ser humano—, que sólo buscan terreno fértil, es decir una coyuntura social, política, ideológica y psicológica para manifestarse en toda su desnudez?


¿El mal es siempre relativo o existe una forma absoluta del mal? Es decir, ¿cada mal particular no supone implícitamente la referencia a un criterio absoluto del mal? ¿Y la idea del mal es relativa a una cultura, a una época, a un individuo, o existe un criterio del mal que trasciende todos estos particularismos? Lo cierto es que al relativizar los actos injustos o crueles parecería que estamos excluyendo la posibilidad de condenar radicalmente algunos de ellos, que son evidentemente inaceptables. Dejemos por el momento esta idea del mal absoluto, aunque quizá el concepto de crimen contra la humanidad nos pueda dar algunas pistas.


¿Quizá el mal sólo existe para darle consistencia al bien?


Tratemos de llegar a una definición por la vía positiva: quizá sea sólo a partir de la idea de mal adquiere sentido la idea de bien. ¿Y si el bien no fuera más que una lucha indefinida contra al mal, es decir contra aquello que, en nosotros y fuera de nosotros, se opone al desarrollo de la conciencia: prejuicios, tendencias pulsionales que nos impiden reconocer la conciencia en los demás y en nosotros mismos.


¿El mal por el mal?


La declaración « Nadie es malo voluntariamente» pretende establecer una verdad universal: que ningún ser humano es capaz de maldad. (En el diccionario se define el mal como una tendencia o inclinación natural a hacer el mal). Es cierto que es difícil aceptar esta afirmación cuando vemos a criminales que llevan a cabo asesinatos premeditados y a sangre fría. Sin embargo, los optimistas afirman que cuando un individuo hace un mal para otros es porque espera un bien para sí mismo, por lo que bastaría con convencer a todo criminal en potencia que su bien puede ser alcanzado por otras vías para que dejara en paz a sus semejantes. Esta postura parte de la idea de que el mundo puede ser un lugar pacífico y armónico. Sin embargo, no es evidente que el bien de unos ahorre mal a los otros. Lo que sí es importante es tomar en cuenta que el adjetivo “malvado” siempre es emitido desde la perspectiva de la víctima, y también hay que preguntarse sobre la parte de voluntad y de libertad de aquellos que, se dice, cometieron el mal.


El hombre que hace daño a sus semejantes espera siempre un bien para sí mismo. Ni siquiera el peor de los sádicos quiere el mal por el mal, sino porque goza con el sufrimiento que impone a sus víctimas. Esto queda claro en el proceso de Gilles de Rais, relatado por Bataille (un aristócrata homosexual que estrangulaba a los pequeños limosneros después de violarlos. En su proceso afirma: “lo hice sólo por placer, por deseo carnal” y se presenta como un esclavo de la necesidad de matar (tomemos en cuenta que había sido guerrero y que años antes sus actos no hubieran sido juzgados). A veces el gozo está relacionado con la tentación de libertad.


Los reformadores políticos siempre pensaron que una organización social más justa volvería a los hombres más fraternales. El proyecto del Contrato Social de Rousseau pretende unir a los ciudadanos de tal manera que la única felicidad que experimenten sea la de todos y así mejoren su comportamiento. Otros reformadores, como el Maqués de Beccaria (S XVIII), esperan erradicar la criminalidad con el adoctrinamiento. Foucault cuenta cómo esperaba utilizar todos los recursos de lo que hoy se conoce como propaganda (escuelas, iglesias…) para crear en el individuo un reflejo mental que asociara a cada idea de infracción la pena que le correspondía.


Antes y después de ellos, todos los filósofos racionalistas —empezando por Sócrates— subrayan que lo único que busca el hombre es el bien. Es suficiente con mostrar los múltiples males que acompañan a un crimen para desanimar a los hombres, al menos a aquellos que quieran ser sabios. El sabio se abstiene de cometer crímenes no por miedo al castigo, sino porque sabe que no hay felicidad sin serenidad mental, y sabe que el que hace daño debe temer no sólo las consecuencias en su sueño sino también los tormentos de su conciencia a la hora de su muerte.


La moral de los resentidos


En Más allá del bien y del Mal, y en la Genealogía de la moral, Nietzsche analiza dos escalas de valores, que corresponden a dos tipos de hombres: por un lado los creadores y por el otro los resentidos. En los primeros domina la fuerza de la afirmación: califican como “bueno” su ser y sus actos. Estos individuos no necesitan compararse con otros para reafirmar sus valores, ni comparar sus actos con valores tradicionales que se presentan como modelos. Para ellos “bueno” califica la actividad y el gozo que se experimentan en el uso de la fuerza.


Nietzsche señala que el origen mismo del lenguaje está relacionado con un acto de autoridad de los poderosos; nombrar es una forma simbólica de decidir la suerte de los demás: Los aristócratas de la existencia empiezan por llamarse a sí mismos “buenos”, “nobles” “verdaderos”. O sea que los hombres nobles sacan de su propio yo la idea de lo bueno y sólo después crean la idea de lo malo. Lo propio de la aristocracia es desconocer lo que desprecia. Es demasiado indiferente para que su desprecio por los demás se transforme en verdadera caricatura (cosa que no sucede con la otra manera de oponer lo “malo” a lo “bueno”: la de los resentidos. Estos “nobles” tenían un código de conducta “noble” entre ellos; pero hacia los demás eran verdaderos bárbaros).


El otro código de conducta es “la moral de los esclavos”: emana de las víctimas reales o potenciales, de los débiles, de los que no se sienten fisiológicamente capaces de triunfar contra esa fuerza que cae sobre ellos. Esta “contramoral” emana en primer lugar de los “sacerdotes”, meditativos, los más alejados de los robustos guerreros. Aquel que desarrolla una mentalidad de víctima empieza por concebir a su enemigo como “malvado” y se opone a él como “bueno”. Esta calificación es pues, posterior; surge para compensar un sentimiento de impotencia; ésta es la reacción de los resentidos, que no saben digerir los fracasos. Esta moral “opone desde el principio un “no” a lo que forma parte de ella, a lo que es diferente… y ese “no” es su acto creador”.


“Es bueno quien no hace violencia contra nadie, no ofende a nadie, no ataca ni toma represalias y deja a Dios que se ocupe de la venganza. Aquel que se mantiene oculto como nosotros, evita enfrentarse con el mal y por lo demás espera pocas cosas de la vida como nosotros, los pacientes, los humildes y los justos”. Pero, dice Nietzsche, exigir de una fuerza que no se manifieste como tal es tan absurdo como pedir a la debilidad que se manifieste como fuerza. Pero así es como procede la moral de los sacerdotes y los esclavos: condenando como “malo” al fuerte que ejerce su fuerza y recomendándole ser bueno a la manera de los débiles. Inventan la idea del sujeto libre que tendría la decisión de manifestar o no su fuerza.


Para Nietzsche el sujeto “es” fuerte en el momento de actualizar su fuerza, no por tener la potencialidad. Afirma que la teoría de la libertad fue inventada para crear los castigos: “Se ha considerado al hombre como un ser libre sólo para que pueda ser juzgado y condenado”. Esto también permitió a los débiles desarrollar una mentira sobre sí mismos y hacer pasar la impotencia por una virtud de paciencia y abnegación; se presentan como seres que eligen no responder al mal con mal. Así se fabricó el ideal del buen cristiano: convirtiendo la impotencia en bondad, la cobardía en virtud, la sumisión en obediencia. O sea que para la moral del resentimiento, existen los malvados y actúan voluntariamente. Son responsables y culpables. La moral nietszcheana se opone radicalmente a esta interpretación: cada uno actúa como puede y no puede actuar de otra manera. Sólo el entrenamiento operado por la cultura puede convertir a una bestia en artista. Cuando hoy lamentamos los crímenes de un “monstruo sanguinario” es porque la cultura fracasó en su proceso de entrenamiento. Pero los monstruos son raros; son mucho más comunes y potencialmente más peligrosos aquellos que sólo han aprendido a obedecer órdenes sin reflexionar. Nietzsche odia a estos hombres de la manada.


La maquinaria totalitaria y la banalidad del mal


Más allá de las eternas disputas para determinar si Nerón, Calígula, Stalin o Hitler ejercieron su libertad, las masacres del siglo XX, en particular las nazis, nos muestran que no hubieran sido posibles sin la complicidad de una nación y una buena cantidad de funcionarios de los países anexados. A partir de las declaraciones de Eichmann cuando es procesado en Jerusalem, Hanna Arendt subraya la maldad temible bajo el dócil profesionalismo de los ejecutantes. De hecho, la categoría “Crimen contra la humanidad” fue inventada para poder restituirles su calidad de asesinos a todos aquellos que se contentaron con aplicar dócilmente las leyes que llevaron al genocidio. Se trata de alertar la conciencia del hombre medio que siempre corre el riesgo de ser “cómplice por debilidad, por blandengue o por una falsa interpretación de sus deberes de Estado” (Finkielkraut; La memoria vana).


La conciencia tranquila del buen funcionario es quizá la figura más temible pues es la menos sospechosa de malignidad. Las declaraciones de Eichmann ilustran esto: él confiesa haber matado sin emoción y torturado sin placer. No tenía más móvil que obedecer las órdenes del Reich. Hannah Arendt señala que hubiera sido más fácil aceptar la inmensidad del crimen si hubiera venido de un monstruo. Lo más escalofriante del genocidio es saber que fue organizado y orquestado por individuos normales, “buenos padres de familia”, “buenos trabajadores” y “buenos ciudadanos”. La máquina totalitaria pone en marcha un operativo colectivo que erradica toda forma de pensamiento personal y asegura una forma perversa del mal: su banalización. Las órdenes de exterminio son dictadas a una categoría de individuos, pero el conjunto no se inmuta. Lleva a cabo tranquilamente su trabajo y se duerme sin mala conciencia. Nadie se ve como malvado. Todos son llevados por el sistema.


A modo de conclusión


La trayectoria de la reflexión nos ha enseñado a desconfiar de las calificaciones de “bueno” y “malo” puesto que aquel que ha sido señalado como “bueno” en un sistema de evaluación puede ser denunciado como “malo/malvado” en otro. El juicio individual parece estar prisionero de un perspectivismo del que podría no salir si aceptamos, con Nietzsche, que todo pensamiento es el síntoma de la fuerza o de la debilidad congénita del que piensa. Sin embargo, la idea de la banalidad del mal en los sistemas totalitarios nos obliga a valorar el juicio auténticamente individual como un muro que protege de toda renuncia a uno mismo, dado que el mal más masivo de la historia fue ejecutado por la masa de subalternos sin maldad ni voluntad personal de asesinar, pero con una docilidad y un conformismo espeluznantes.