viernes, 2 de octubre de 2009

"LA VOZ PÚBLICA DE LA RELIGIÓN" por Jürgen Habermas.

Respuesta a las tesis de Paolo Flores d’Arcais


Comprendo claramente que Die Zeit quiera avivar las apacibles escaramuzas que tienen lugar en la República de Berlín y, la verdad, yo no tengo nada en contra de las polémicas. Sin embargo, las once tesis de mi admirado colega de Milán Paolo Flores d’Arcais no son ciertamente las tesis de Marx sobre Feuerbach (aunque me gustaría poder compararme con este menospreciado Joven Hegeliano). En lugar de entretenerme
con extensas puntualizaciones y de aseverar una vez más que me he hecho mayor, pero no piadoso, los lectores de Die Zeit deben saber qué es lo que realmente he afirmado. Recientemente he discutido en el Teatro Eliseo de Roma con dos colegas italianos y un obispo sobre el papel de la religión en la esfera pública. Mi intervención en ese marco, publicada en el número de diciembre de la revista Blätter für deutsche und internationale Politik debería aclarar mi posición1.

El tema “Estado secular y pluralismo religioso” nos evoca una de las raíces históricas del Estado moderno. La secularización del poder estatal representaba la respuesta adecuada a las guerras de religión y los conflictos confesionales de la modernidad temprana.
Su creciente independencia de las autoridades eclesiásticas habilita al Estado para pacificar una sociedad dividida en términos confesionales y establecer seguridad en su
seno. Paso a paso el gobierno atribuyó derechos a las minorías religiosas: primero, la libertad en general de adherirse a una corriente religiosa diferente a la iglesia establecida (esto es, la libertad de creencia); después, la libertad de confesar públicamente su fe (la libertad de confesión); y, finalmente, también el derecho a practicar sus discordantes convicciones religiosas en todas las formas (el libre ejercicio de la religión).

El carácter secular del Estado era una condición necesaria, pero no suficiente, para garantizar a todas las personas iguales derechos de libertad religiosa. Para los ciudadanos creyentes no era suficiente con acogerse a la benevolencia de un poder estatal secularizado que se digna a transigir con las minorías. Únicamente un Estado liberal protege la libertad religiosa como un derecho humano.

Una aplicación no partidista del principio de tolerancia exigiría algo más. Si el principio debe estar situado por encima de cualquier sospecha, no basta con la subordinación del
poder estatal secular al imperio del derecho (esto es, al Estado de derecho). Elementos ineludibles para la definición de dicho principio, como es lo que debe ser tolerado en un caso particular o con lo que no se debe transigir,únicamente pueden ser determinados mediante un proceso democrático, esto es, razones que todas las partes pueden aceptar de igual modo.

Las partes mismas del conflicto tienen que alcanzar un acuerdo entre sí, por ejemplo, sobre las siempre controvertidas líneas divisorias entre la libertad religiosa positiva, esto es, el derecho a profesar la propia fe, y el derecho de libertad negativa a quedar exento de las prácticas religiosas de los que tienen una fe distinta.

(Experimentamos ahora un conflicto de este tipo en Colonia y en Francfort, donde se discute sobre la erección de grandes mezquitas).

Estado secular, liberalismo y democracia

De las dos revoluciones de finales del siglo xviii procede el Estado constitucional plenamente configurado, que vincula el poder estatal secularizado con el liberalismo y la democracia. En realidad, la democracia no sólo requiere que sus ciudadanos estén dispuestos a seguir las leyes. El exigente tipo de la autolegislación democrática espera de los ciudadanos, más allá de la obediencia a la ley, el reconocimiento de la constitución, esto es, una identificación que no puede ser exigida legalmente, sino que tiene que estar basada en buenas razones y convicciones. Un ordenamiento semejante no puede ser impuesto a los ciudadanos y ciudadanas, sino tiene que echar raíces en sus conciencias. (Por eso entre nosotros no existe una obligación de votar. Si se participa en las elecciones políticas, tiene que ser una decisión que debe dejarse a cada cual).
Hago hincapié en este rasgo de un ethos cívico-democrático porque confronta particularmente a las personas creyentes y a las asociaciones religiosas con una expectativa sumamente exigente. En un Estado constitucional no se espera únicamente de las comunidades religiosas que se adapten y se embarquen en un frágil modus vivendi. Más bien, deben hacer propia la legitimación de tipo secular de la comunidad política bajo las premisas de la propia fe (!). (En esto insiste, sobre todo, John Rawls en su Political Liberalism).
La Iglesia Católica, como es sabido, sólo comenzó a reconocer el liberalismo y la democracia durante el Concilio Vaticano II (1965); y en los países de lengua alemana las iglesias protestantes tampoco se han comportado de manera distinta.
Para poder comprender mejor el carácter doloroso de este proceso de aprendizaje, debemos traer a la memoria que la legitimación del Estado constitucional se ha ido desarrollando a lo largo de la tradición del derecho natural (que, partiendo de Locke y pasando por Rousseau, llega hasta Kant). Esta corriente de la Ilustración contaba exclusivamente con la razón “natural” o secular; o dicho de otro modo: única y exclusivamente con argumentos que son accesibles en igual medida a todos. Durante toda la Edad Media y también en la Modernidad temprana, los enunciados teóricos de la metafísica griega y de la ciencia natural moderna habían planteado la cuestión de la compatibilidad de “razón y fe”. Pero desde la Ilustración, las tradiciones religiosas se han visto desafiadas por las pretensiones prácticas del humanismo moderno. Por primera vez tuvieron que entender que la política y la sociedad se basan en representaciones seculares fundamentadas de manera autónoma.


La secularización de la sociedad
Hasta ahora solamente he explicado el signifi- cado jurídico de eso que nosotros, de manera abreviada, designamos como “la separación Iglesia-Estado”. Pero no deberíamos confundir en ningún caso la secularización del poder estatal con la secularización de la sociedad. La corriente principal de la sociología parte con razón del supuesto de que las iglesias y las comunidades religiosas se han circunscrito de manera creciente a la función básica de la praxis pastoral y han desistido de sus amplias
competencias en otros ámbitos sociales. Al mismo tiempo el ejercicio de la religión y la
praxis confesional se han replegado a ámbitos protegidos e íntimos. La especificación funcional del sistema religioso corresponde a una individualización de la praxis religiosa.

Sin embargo, la pérdida de función y la privatización no tienen que comportar como consecuencia ninguna pérdida de significado de la religión, ni en la esfera pública política y en la cultura de una sociedad, ni tampoco en los modos de vida personales. La conciencia pública en los países europeos puede describirse hoy en día con la categoría de una “sociedad post-secular”, que por de pronto tiene que adaptarse a la pervivencia de las comunidades religiosas en un entorno cada vez más fuertemente secularizado.
Independientemente de su peso cuantitativo, las comunidades religiosas pueden pretender tener un “lugar” en la vida de las sociedades modernas. Pueden influir en la formación de la opinión y la voluntad pública con contribuciones relevantes, ya sean convincentes o chocantes, en los correspondientes temas en cuestión. Nuestras sociedades pluralistas en lo que concierne a las visiones del mundo conforman una caja de resonancia sensible para tales intervenciones, porque se encuentran cada vez más a menudo escindidas por conflictos de valores que requieren de regulaciones políticas.

Las comunidades religiosas pueden afirmarse en la vida política de las sociedades seculares como comunidades de interpretación.
En las polémicas sobre la legalización del aborto o de la eutanasia, sobre las cuestiones bioéticas de la medicina reproductiva, sobre las cuestiones de la protección de los animales y del cambio climático, en todas estas cuestiones y en similares el estado de la argumentación es tan intrincado que en absoluto puede vislumbrarse de antemano qué parte puede invocar las intuiciones morales correctas.


Reservas de fundación de sentido e identidad

Quien somete a debate la “voz pública de la religión” está suscitando la cuestión relativa al lugar adecuado de la religión en la esfera pública política. A primera vista, el carácter secular del Estado constitucional rechaza la participación de los ciudadanos religiosos o de las comunidades religiosas que toman la palabra en cuanto que creyentes o como organizacionesreligiosas. Por esta razón, liberales como John Rawls o Robert Audi proclaman el deber cívico (civic duty) de “no defender o apoyarleyes o políticas […] a menos que se dispongade adecuadas fundamentaciones seculares y se esté dispuesto a aportarlas”. Yo mismotiendo a mantener abierta la comunicación política en el espacio público para cualquier contribución, sea cual fuere el lenguaje en que se presente. La admisibilidad en la esfera pública de expresiones religiosas no traducidas no puede fundamentarse tan sólo con respecto a personas que ni están dispuestas ni son capaces de desdoblar sus convicciones y su vocabulario en una parte profana y en otra sacra. Existe también una razón funcional para ello, a saber: que no deberíamos reducir precipitadamente la complejidad de la diversidad de voces públicas. El Estado democrático no debería disuadir ni a los individuos ni a las comunidades a la hora de expresarse espontáneamente porque no puede saber si de lo contrario a la sociedad se le privan de posibles reservas de fundación de sentido e identidad.
Especialmente en referencia a ámbitos vulnerables de la convivencia social, las tradiciones religiosas disponen de la fuerza para articular intuiciones morales. ¿Por qué los ciudadanos seculares no pueden reconocer intuiciones propias en el contenido de verdad de las expresiones de fe, ya sean ocultas o reprimidas?
Debemos diferenciar, por supuesto, de manera clara los procesos institucionalizados de deliberación y toma de decisiones en el nivel de los parlamentos, tribunales, ministerios y autoridades administrativas del compromiso informal de los ciudadanos en la sociedad civil y en la esfera pública. La “separación Iglesia-Estado” requiere una suerte de filtro entre ambas esferas. Esta exigencia de filtro sólo permite pasar las contribuciones seculares desde la confusión babilónica de lenguas propia de la comunicación pública. Así, por ejemplo, debe ser una regla en el parlamento que el presidente en funciones excluya las declaraciones religiosas del reglamento de sesiones.
Posibles contenidos de verdad de las contribuciones religiosas pueden fluir de modo efectivo mediante decisiones vinculantes de la política si alguien los captura y los traduce en una argumentación accesible para todos. Si el dominio del Estado, que dispone de los medios de violencia legítima, se abre a la discusión entre las diversas comunidades religiosas, el gobierno podría llegar a ser el órgano ejecutivo de una mayoría religiosa que impone su voluntad a la oposición. En el Estado constitucional es una exigencia de legitimación que las decisiones políticas aplicables por el Estadose formulen en un lenguaje que todos los ciudadanos puedan comprender. Además tienen
que poder ser justificadas de una manera igualmente comprensible para todos los ciudadanos.

El poder democrático de la mayoría se convierte en tiranía religiosa si una mayoría en el proceso de elaboración de leyes y en el de su aplicación se empeña en usar argumentos religiosos y se niega a proporcionar cualquier tipo de fundamentación públicamente accesible, que la minoría sometida, ya seaahora secular o de una creencia diferente,
pueda juzgar a la luz de criterios válidos universalmente.


La separación entre ciudadanos y creyentes

Equipados con esta comprensión básica de la relación Iglesia-Estado volvamos ahora la mirada hacia las comunidades religiosas que quieren seguir una agenda propia en la esfera pública política y quieren impedir políticas que niegan sus propias creencias: ¿socavan con ello la separación Iglesia-Estado? Depende de cómo estos actores religiosos comprendan y practiquen su papel. Si actúan comouna suerte de “comunidad de interpretación” en el interior del marco constitucional, se limitarán a la propagación de argumentoscomprensibles y plausibles universalmente, en vez de emplear argumentos de tipo dogmático.
Preferirán, pues, invocar argumentos tales que apelen igualmente a las intuiciones
morales tanto de los propios seguidores como de los no creyentes o de los creyentes enotras religiones.
Cuando las iglesias se dirigen expresamente sólo a sus propios creyentes deben considerarlos como ciudadanos orientados religiosamente, esto es, como miembros orientados religiosamente de una comunidad política.
Por el contrario, las iglesias sobrepasarían las fronteras de una cultura política liberal si pretendieranalcanzar sus objetivos políticos de manera estratégica, esto es, apelando de manera directa a la conciencia religiosa. Pues entonces querrían influir en sus miembros en cuanto que creyentes y no como ciudadanos.
Intentarían ejercer una coacción sobre las conciencias e imponer su autoridad espiritual en lugar de aquel tipo de fundamentaciones que en el proceso democrático sólo pueden llegar a ser eficaces porque superan el umbral de la traducción en un lenguaje comprensible para todos. Recuerdo el mal ejemplo de la carta pastoral con la que desde el púlpito se pidió el voto para Adenauer.
Para mí es claro que esta forma de ver lascosas a ciertas personas le resultará ingenua o ajena al mundo. Pero los principios requieren siempre de la aplicación e implementación adecuada al contexto. En las sociedades occidentales encontramos una gran diversidad de regulaciones jurídicas que deben poner en
práctica un único principio: mantener al Estado y a la Iglesia separados uno del otro. Por lo demás, las iglesias y las comunidades religiosas están insertas en culturas políticas muy diferentes.
Como consecuencia de esta diversidad, esto que propongo aquí puede desencadenar reacciones completamente diferentes: por ejemplo, en los Estados Unidos, donde el presidente reza en su despacho oficial porque allí muchas comunidades religiosas descentralizadas coinciden en un vago patriotismo religioso; o en Francia, donde la laicité es un firme componente de una religión civil secular; o en Italia, donde la monocultura católica de una única iglesia sigue disfrutando de una influenciaabrumadora.
Admito que mi modelo se adecua mejor a la cultura política de Alemania que hoy en
día está impregnada de la benevolencia del Estado hacia las comunidades religiosas de los protestantes, los católicos y los judíos (mientras que la posición del Islam aún resulta conflictiva). Pero de estas reacciones disonantes
podría concluirse también que tal propuesta no es tan abstracta, sino que, por el contrario, precisa una generalización más amplia.


Traducción de Juan Carlos Velasco
Jürgen Habermas es filósofo alemán. Entre las obras traducidas al castellano: Facticidad y validez, La inclusión del otro, La constelación postnacional e Israel o Atenas.



1 Una exposición mucho más pormenorizada de la postura del autor sobre este mismo tema se encuentra en: “La religión en la esfera pública. Los presupuestos cognitivos para el ‘uso público de la razón’ de los ciudadanos religiosos y seculares”, en Jürgen Habermas, Entre naturalismo y religión, Paidós, Barcelona, 2006, págs. 121-155 (N. del T.).

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