sábado, 17 de octubre de 2009

" PERON: SINFONÍA DEL SENTIMIENTO" por Leonardo Fabio


Este video que pongo a diposición /discusión, mas alla de compartirlo,

creo que es necesario, para saber como llegamos a ser y estar como somos y estamos.



miércoles, 14 de octubre de 2009

"Si el socialismo fracasó y el capitalismo está ahora en bancarrota: ¿qué viene después?" por Eric Hobsbawm



Crisis sistémica global

Hemos dejado atrás el siglo XX, pero aún no hemos aprendido a vivir en el XXI, o al menos a pensar de una manera que se adapte a él. Lo que no debería ser tan difícil como parece, porque la idea básica que dominó la economía y la política en la pasada centuria ha desaparecido claramente en el desagüe de la historia. Esta idea fue la forma de pensar sobre las economías industriales modernas, o de cualquier economía, en términos de dos mutuamente exclusivos opuestos: capitalismo o socialismo.

Hemos vivido a través de dos intentos prácticos para lograrlos en su forma pura: la economía planificada estatalmente de forma central de tipo soviético, y la totalmente ilimitada e incontrolada economía capitalista delmercado libre. La primera se derrumbó en los 80, y con ella los sistemas políticos comunistas europeos. La segunda se está derrumbando ante nuestras narices con la mayor crisis del capitalismo mundializado desde los 30. En algunos aspectos esta crisis es mayor que la de la década de los 30, porque la mundialización de la economía no estaba entonces tan avanzada como lo está en la actualidad, y la crisis no afectó a la economía planificada de la Unión Soviética. No sabemos aún cuan graves y duraderas serán las consecuencias de la presente crisis mundial, pero señalan ciertamente el fin del tipo de capitalismo de mercado libre que entusiasmó al mundo y a sus gobiernos en los años transcurridos desde Margaret Thatcher y el presidente Reagan.
La impotencia, por lo tanto, se ceba tanto en los que creen en un puro y sin estado mercado capitalista, una especie de anarquismo burgués internacional, y aquéllos que creen en un socialismo planificado incontaminado de la búsqueda del beneficio privado. Los dos están en quiebra. El futuro, así como el presente y el pasado, pertenece a las economías mixtas en las que lo público y lo privado están entrelazados en un sentido u otro.
Pero ¿cómo? Este es el problema para todo el mundo en la actualidad, pero especialmente para la gente de izquierda.
Nadie piensa seriamente en el retorno de los sistemas socialistas de tipo soviético –no solamente por sus fracasos políticos, sino también a causa del creciente aletargamiento e ineficiencia de sus economías− aunque todo ello no debería conducir a subestimar sus impresionantes logros sociales y educativos. Por otra parte, hasta la implosión del mercado libre mundial del año pasado, incluso los partidos socialdemócratas u otros de izquierda moderada en los países ricos capitalistas del norte y de Australasia, se habían comprometido más y más en el éxito del capitalismo de mercado libre. En efecto, desde la caída de la URSS hasta la actualidad, no puedo pensar en un partido o líder de este molde que denunciase al capitalismo como sistema inaceptable.
Nadie estuvo más comprometido con él que el Nuevo Laboralismo. En sus políticas económicas, tanto Tony Blair y (desde octubre de 2008) Gordon Brown, podrían describirse sin ninguna exageración como Thatcher en mpantalones. Lo que también vale para el Partido Demócrata de EEUU.
La idea básica del laborismo desde los 50 fue que el socialismo era innecesario, porque el sistema capitalista mpodría ser de mayor confianza que cualquier otro para el progreso y la generación de riqueza. Todo lo que los socialistas tenían que hacer era asegurar su distribución equitativa. Pero desde los 70 la acelerada irrupción de la mundialización lo hizo más y más difícil, y socavó fatalmente la base tradicional de apoyo a las políticas del partido Laborista, en realidad de cualquier partido socialdemócrata. Muchos estaban de acuerdos en los 80 en que si el barco del laborismo no se refundaba, lo que era una posibilidad en el momento, debería ser reformado.
Pero no fue reformado. Bajo el impacto de lo que se veía como el resurgimiento económico thatcheriano, el mNuevo Laborismo desde 1997 se atiborró de toda la ideología, o más bien de la teología, del fundamentalismo mdel mercado libre mundial. Gran Bretaña desregularizó sus mercados, vendió sus industrias al mejor postor, terminó de hacer productos para la exportación (a diferencia de Alemania, Francia y Suiza) y colocó su dinero para convertirse en el centro mundial de los servicios financieros y por lo tanto en un paraíso para el blanqueo de dinero de los multimillonarios. Por ello el impacto de la crisis mundial sobre la libra y la economía británica
actualmente es probable que sea más catastrófica que en cualquier otra gran economía occidental, y la completa recuperación puede ser más difícil.
Se puede replicar que eso no es nada nuevo. Somos libres de volver a la economía mixta. La vieja caja de herramientas del laborismo está disponible de nuevo –cualquier cosa hasta la nacionalización− así que vayamos y usemos las herramientas una vez más, y nunca el laborismo debería haberlas guardado. Pero ello supone que sabemos qué hacer con ellas. No lo sabemos. Por una parte, no sabemos cómo superar la crisis nactual. Ningún gobierno del mundo, bancos centrales o instituciones financieras internacionales lo sabe: son ntodos como un ciego que trata de salir de un laberinto tocando las paredes con distintos palos con la esperanza de encontrar la salida. Por otra parte, subestimamos lo muy adictos que los gobiernos y los que toman decisiones son aún a las esnifadas de los mercados libres que los ha hecho sentirse tan bien a lo largo de décadas.
¿Hemos abandonado el supuesto de que la empresa del beneficio privado es siempre la mejor forma, porque es más eficiente, de hacer las cosas? ¿Que la contabilidad y organización empresarial debería ser el modelo incluso para el servicio público, la educación y la investigación? ¿Que el creciente abismo entre los super-ricos y el resto no importa demasiado, mientras todos los demás (excepto la minoría de los pobres) estén un poco mejor? ¿Qué lo que precisa un país es bajo cualquier circunstancia el crecimiento económico máximo y la competitividad comercial? No lo creo.
Pero una política progresista necesita algo más que una mera ruptura con los supuestos económicos y morales de los últimos 30 años. Necesita una vuelta a la convicción de que el crecimiento económico y el bienestar son un medio y no un fin. El fin es qué hacer con las vidas, las oportunidades de la vida y las esperanzas de la gente.
Mirad a Londres. Por supuesto que nos importa a todos que la economía de Londres prospere. Pero la prueba de la enorme riqueza generada en algunas partes de la capital no es su contribución al 20 o 30% del PIB británico sino cómo afecta a las vidas de los millones que viven y trabajan ahí. ¿Qué tipos de vida están disponibles para ellos? ¿Pueden permitirse vivir ahí? Si no pueden, no compensa que Londres sea también un paraíso para los ultra-ricos. ¿Pueden obtener trabajos decentemente pagados o simplemente trabajos de algún tipo? Si no pueden, no fanfarroneemos con todos estos restaurantes con estrellas Michelin y sus chefs estelares pagados de sí mismos. ¿O escuelas para niños y niñas? Las escuelas inadecuadas no se compensan por el hecho de que las universidades de Londres pudieran alinear un equipo de futbol de ganadores de premios Nobel.
La prueba de una política progresista no es privada sino pública, y no se trata solamente de un incremento de renta y del consumo para los individuos, sino de ensanchar las oportunidades y lo que Amartya Sen llama las "capacidades" de todos a través de la acción colectiva. Pero esto significa, tiene que significar, la iniciativa pública sin ánimo de lucro, incluso si sólo fuera mediante la redistribución de la acumulación privada. Las decisiones públicas dirigidas a la mejora social colectiva mediante la cual todas las vidas humanas deberían ganar. Esta es la base de la política progresista, no la maximización del crecimiento económico y de las rentas personales. En parte alguna será más importante que hacer frente al mayor problema que debemos enfrentar este siglo, la crisis ambiental. Sea cual sea el logotipo ideológico que elijamos para ello, significará un mayor desplazamiento del mercado libre hacia la acción pública, un desplazamiento mayor del que el gobierno británico ha llegado a imaginar. Y, dada la gravedad de la crisis económica, probablemente un cambio bastante rápido. El tiempo no juega a nuestro favor.


*Eric Hobsbawm es el decano de la historiografía marxista británica. Uno de sus últimos libros es un volumen de memorias autobiográficas: Años interesantes, Barcelona, Critica, 2003.

"EL INTRUSO" por Jean-Luc Nancy



No hay, en realidad, nada más
miserablemente inútil y superfluo que el
órgano llamado corazón, el medio más
inmundo que hayan podido inventar los
seres para bombear la vida en mí.
Antonin Artaud1


El intruso se introduce por fuerza, por sorpresa o por astucia; en todo caso, sin
derecho y sin haber sido admitido de antemano. Es indispensable que en el extranjero2
haya algo del intruso, pues sin ello pierde su ajenidad. Si ya tiene derecho de entrada y
de residencia, si es esperado y recibido sin que nada de él quede al margen de la espera y
la recepción, ya no es el intruso, pero tampoco es ya el extranjero. Por eso no es
lógicamente procedente ni éticamente admisible excluir toda intrusión en la llegada del
extranjero.
Una vez que está ahí, si sigue siendo extranjero, y mientras siga siéndolo, en lugar
de simplemente «naturalizarse», su llegada no cesa: él sigue llegando y ella no deja de ser
en algún aspecto una intrusión: es decir, carece de derecho y de familiaridad, de
acostumbramiento. En vez de ser una molestia, es una perturbación en la intimidad.
Es esto lo que se trata de pensar, y por lo tanto de practicar: si no, la ajenidad del
extranjero se reabsorbe antes de que este haya franqueado el umbral, y ya no se trata de
ella. Recibir al extranjero también debe ser, por cierto, experimentar su intrusión. La
mayoría de las veces no se lo quiere admitir: el motivo mismo del intruso es una
intrusión en nuestra corrección moral (es incluso un notable ejemplo de lo politically
correct). Sin embargo, es indisociable de la verdad del extranjero. Esta corrección moral
supone recibir al extranjero borrando en el umbral su ajenidad: pretende entonces no
haberlo admitido en absoluto. Pero el extranjero insiste, y se introduce. Cosa nada fácil
de admitir, ni quizá de concebir...
Yo (¿quién, «yo»?; esta es precisamente la pregunta, la vieja pregunta: ¿cuál es ese
sujeto de la enunciación, siempre ajeno al sujeto de su enunciado, respecto del cual es
forzosamente el intruso, y sin embargo, y a la fuerza, su motor, su embrague o su
corazón?), yo he recibido, entonces, el corazón de otro; pronto se cumplirán diez años.
Me lo trasplantaron. Mi propio corazón (la cosa pasa por lo «propio», lo hemos
comprendido; o bien no es en absoluto eso, y no hay propiamente nada que
comprender, ningún misterio, ninguna pregunta siquiera, sino la simple evidencia de un
trasplante3, como dicen preferentemente los médicos), mi propio corazón, por tanto,
estaba fuera de servicio por una razón nunca aclarada. Para vivir era preciso, pues, recibir
el corazón de otro.
(Pero, ¿qué otro programa se cruzaba entonces con mi programa fisiológico? Menos
de veinte años atrás no se hacían trasplantes, y sobre todo, no se recurría a la
ciclosporina, que protege contra el rechazo del órgano trasplantado. Dentro de veinte
años seguramente se practicarán otros trasplantes, con otros medios. Se produce un
cruce entre una contingencia personal y una contingencia en la historia de las técnicas.
Antes, yo habría muerto; más adelante sería, por el contrario, un sobreviviente. Pero
siempre ese «yo» se encuentra estrechamente aprisionado en un nicho de posibilidades
técnicas. Por eso es vano el debate que he visto desplegarse entre quienes pretendían
que fuera una aventura metafísica y quienes lo concebían como una proeza técnica: se
trata por cierto de ambas, una dentro de otra.)
Desde el momento en que me dijeron que era necesario hacerme un trasplante,
todos los signos podían vacilar, todos los puntos de referencia invertirse, sin reflexión,
por supuesto, e incluso sin identificación de ningún acto ni de permutación alguna.
Simplemente, la sensación física de un vacío ya abierto en el pecho, con una suerte de
apnea en la que nada, estrictamente nada, todavía hoy, podría separar en mí lo orgánico,
lo simbólico y lo imaginario, ni distinguir lo continuo de lo interrumpido: todo eso fue
como un mismo soplo, impulsado de allí en más a través de una extraña caverna ya
imperceptiblemente entreabierta, y como una misma representación, la de pasar por la
borda mientras se permanece en la cubierta.
Si mi propio corazón me abandonaba, ¿hasta dónde era «el mío», y «mi propio»
órgano? ¿Era siquiera un órgano? Desde hacía algunos años experimentaba cierto
palpitar, quiebres en el ritmo, poco en verdad (cifras de máquinas, como la «fracción de
eyección», cuyo nombre me gustaba): no un órgano, no la masa muscular rojo oscuro
acorazada con tubos que ahora, de improviso, debía imaginar. No «mi corazón» latiendo
sin cesar, tan ausente hasta entonces como la planta de mis pies durante la marcha.
Se me volvía ajeno, hacía intrusión por defección: casi por rechazo4, si no por
deyección. Tenía ese corazón en la boca, como un alimento inconveniente. Algo así como
una náusea5, pero disimulada. Un suave deslizamiento me separaba de mí mismo. Estaba
allí, era verano, había que esperar, algo se desprendía de mí, o surgía en mí donde no
había nada: nada más que la «propia» inmersión en mí de un «yo mismo» que nunca se
había identificado como ese cuerpo, todavía menos como ese corazón, y que se
contemplaba de repente. Por ejemplo, al subir las escaleras, más adelante, cuando sentía
las palpitaciones de cada extrasístole como la caída de una piedra en el fondo de un
pozo. ¿Cómo se convierte entonces uno en una representación para uno mismo? ¿Y en
un montaje de funciones? ¿Y dónde desaparece entonces la evidencia poderosa y muda
que mantenía el conjunto unido sin historia?
Mi corazón se convertía en mi extranjero: justamente extranjero porque estaba
adentro. Si la ajenidad venía de afuera, era porque antes había aparecido adentro. Qué
vacío abierto de pronto en el pecho o en el alma —es lo mismo— cuando me dijeron:
«Será necesario un trasplante»... Aquí, el espíritu tropieza con un objeto nulo: nada que
saber, nada que comprender, nada que sentir. La intrusión de un cuerpo ajeno al
pensamiento. Ese blanco permanecerá en mí como el pensamiento mismo y su contrario
al mismo tiempo.
Un corazón que sólo late a medias es sólo a medias mi corazón. Yo no estaba más en
mí. Llego desde otro lado, o bien ya no llego. Una ajenidad se revela «en el corazón» de lo
más familiar, pero familiar es decir demasiado poco: en el corazón de lo que nunca se
designaba como «corazón». Hasta aquí, era extranjero a fuerza de no ser siquiera sensible,
de no estar siquiera presente. De allí en más desfallece, y esta ajenidad vuelve a
conducirme a mí mismo. «Yo» soy porque estoy enfermo («enfermo» no es el término
exacto: no está infectado, está enmohecido, rígido, bloqueado). Pero el que está jodido
es ese otro, mi corazón. A ese corazón, ahora intruso, es preciso extrudirlo.
Sin duda, esto sólo sucede a condición de que yo lo quiera, y algunos otros
conmigo. «Algunos otros» son mis parientes, pero también los médicos y por fin yo
mismo, que me descubro aquí más doble o múltiple que nunca. Es preciso que toda esta
gente a la vez, por motivos diferentes en cada caso, se ponga de acuerdo en pensar que
vale la pena prolongar mi vida. No es difícil imaginar la complejidad del conjunto ajeno
que interviene de este modo en lo más vivo de «mí». Dejemos de lado a los parientes, y
también a mi «mismo» (que sin embargo, lo he dicho, se desdobla: una extraña
suspensión del juicio me hace imaginar que muero, sin sublevación, también sin
atracción...; uno siente que el corazón lo abandona, cree que va a morir, que ya no va a
sentir nada). Pero los médicos —que son aquí todo un equipo— intervienen mucho más
que lo que hubiera pensado: deben, ante todo, evaluar la indicación del trasplante, luego
deben proponerlo, no imponerlo. (Para ello, me dirán que habrá un «seguimiento»
obligatorio, sin más; ¿qué otra cosa podrían asegurar? Ocho años más tarde, y después de
muchas otras molestias, tendré un cáncer provocado por el tratamiento; pero sobrevivo
todavía hoy: ¿quién dirá lo que «vale la pena», y qué pena?)
Pero los médicos deben también decidir, lo comprenderé hilvanando retazos, una
inscripción en la lista de espera (en mi caso, por ejemplo, aceptar mi pedido de
inscribirme recién hacia el final del verano, lo cual supone una cierta confianza en la
firmeza del corazón), y esta lista implica elecciones: me hablarán de otra persona
susceptible de recibir un trasplante, pero manifiestamente incapaz de soportar las
consecuencias médicas de este, sobre todo la toma de medicamentos. Sé también que
sólo me pueden implantar un corazón del grupo 0 positivo, lo cual limita las
posibilidades. No plantearé nunca la pregunta: ¿Cómo se decide, y quién decide, cuando
hay un órgano disponible para más de un trasplantado potencial? Se sabe que en esto la
demanda es mayor que la oferta. . . De pronto, mi sobrevida está inscripta en un proceso
complejo tejido entre extraños y extrañezas.
¿En qué punto debe alcanzarse un acuerdo de todos para la decisión final? En lo
tocante a una sobrevida que no se puede considerar desde el punto de vista estricto de
una pura necesidad: ¿adónde se iría a tomarla? ¿Cuál es la obligación de hacerme
sobrevivir? Esta pregunta se ramifica en muchas otras: ¿Por qué yo? ¿Por qué sobrevivir,
en general? ¿Qué significa «sobrevivir»? ¿Es, además, un término apropiado? ¿Por qué la
duración de una vida es un bien? Tengo entonces cincuenta años: la edad de alguien que
sólo es joven en un país desarrollado a fines del siglo XX... Morir a esa edad no tenía nada
de escandaloso hace apenas dos o tres siglos. ¿Por qué el término «escandaloso» se me
ocurre hoy en este contexto? ¿Y por qué y cómo no hay ya para nosotros, «desarrollados»
del año 2000, un «tiempo justo» para morir (apenas antes de los ochenta años, y el límite
no va a dejar de ampliarse)? Un médico me dijo un día, cuando renunciaron a encontrar
la causa de mi miocardiopatía: «Su corazón estaba programado para durar hasta los
cincuenta años». Pero, ¿cuál es ese programa del que no puedo hacer destino ni
providencia? No es más que una corta secuencia programática en una ausencia general de
programación.
¿Dónde están, aquí, la justeza y la justicia? ¿Quién las mide, quién las pronuncia?
Todo me llegará de otra parte y desde afuera en esta historia, así como mi corazón, mi
cuerpo, me llegaron de otra parte, son otra parte «en» mí.
No pretendo tratar la cantidad con desprecio, ni declarar que ya no sabemos contar
más que con la duración de una vida, indiferentes a su «calidad». Estoy dispuesto a
reconocer que incluso en una expresión como «Es mejor que nada»6 se ocultan bastantes
más secretos que lo que parece. La vida no puede hacer otra cosa que impulsar a la vida.
Pero también se dirige hacia la muerte: ¿Por qué iba, en mí, hacia este límite del corazón?
¿Por qué no lo habría hecho?
Aislar la muerte de la vida, no dejarlas entrelazarse íntimamente, cada una intrusa en
el corazón de la otra: he aquí lo que nunca hay que hacer.
Después de ocho años habré escuchado tantas veces, y yo mismo me habré
repetido tantas otras, durante las pruebas: «¡Pero si no, no estarías aquí!» ¿Cómo pensar
esta especie de cuasinecesidad o de carácter deseable de una presencia cuya ausencia
siempre habría podido, simplemente, configurar de otro modo el mundo de algunos? ¿Al
precio de un sufrimiento? Seguramente. Pero, ¿por qué siempre volver a lanzar la asíntota
de una falta de sufrimiento? Vieja pregunta, que la técnica exacerba y lleva a un grado
para el cual —es preciso confesarlo— distamos de estar preparados.
Al menos desde la época de Descartes la humanidad moderna hizo del voto de
supervivencia y de inmortalidad un elemento en un programa general de «dominio y
posesión de la naturaleza». Programó de este modo una ajenidad creciente de la
«naturaleza». Reavivó la ajenidad absoluta del doble enigma de la mortalidad y la
inmortalidad. Elevó lo que representaban las religiones a la potencia de una técnica que
empuja más lejos el final en todos los sentidos de la expresión: al prolongar el plazo,
despliega una ausencia de fin. ¿Qué vida prolongar, con qué finalidad? Diferir la muerte
es también exhibirla, subrayarla.
Es preciso decir solamente que la humanidad nunca estuvo preparada para ninguna
variante de dicha pregunta, y que su no preparación para la muerte no es más que la
muerte misma: su golpe y su injusticia.
De este modo, el extranjero múltiple que es intrusión en mi vida (mi tenue vida
jadeante que a veces resbala en el malestar, al borde de un abandono apenas asombrado)
no es otro que la muerte, o más bien la vida/la muerte: una suspensión del continuum
de ser, una escansión en la que «yo» no tiene/no tengo demasiado que hacer. La revuelta
y la aceptación son igualmente ajenas a la situación. Pero no hay nada que no sea ajeno.
El medio de sobrevivir, él mismo, él antes que nada, es de una completa ajenidad: ¿qué
puede ser eso de reemplazar un corazón? La cosa excede a mis posibilidades de
representación. (La apertura de todo el tórax, la conservación del órgano a trasplantar, la
circulación extracorpórea de la sangre, la sutura de los vasos... Comprendo, por cierto,
que los cirujanos hablen de la insignificancia de este último punto: en los by-pass, los
vasos son bastante más pequeños. Pero no obsta: el trasplante impone la imagen de un
pasaje a través de la nada, una salida hacia un espacio vaciado de toda propiedad o toda
intimidad, o, muy por el contrario, de la intrusión en mí de este espacio: tubos, pinzas,
suturas y sondas.)
¿Qué es esta vida «propia» que se trata de «salvar»? Se revela entonces, al menos,
que esta propiedad no reside en nada en «mi» cuerpo. No se sitúa en ninguna parte, ni en
ese órgano cuya reputación simbólica ya no hay que construir.
(Se dirá: queda el cerebro. Y, por supuesto, la idea del trasplante de cerebro agita
cada tanto las crónicas. La humanidad volverá a hablar de ello algún día, sin duda. Por el
momento, se admite que un cerebro no sobrevive sin el resto del cuerpo. En cambio, y
para no insistir, sobreviviría quizá con un sistema entero de cuerpos ajenos
trasplantados...)
Vida «propia» que no se sitúa en ningún órgano y que sin ellos no es nada. Vida que
no sólo sobrevive, sino que vive siempre propiamente, bajo una triple influencia ajena: la
de la decisión, la del órgano, la de las consecuencias del trasplante.
De entrada, el trasplante se presenta como una restitutio ad integrum: se ha vuelto
a encontrar un corazón que palpita. En este aspecto, toda la simbólica dudosa del don del
otro, de una complicidad o una intimidad secreta, fantasmática, entre el otro y yo, se
desmorona muy rápido; parece, por otra parte, que su utilización, todavía difundida
cuando me hicieron el trasplante, desaparece poco a poco de las conciencias de los
trasplantados: ya existe una historia de las representaciones del trasplante. Se ha puesto
mucho el acento en una solidaridad, incluso en una fraternidad, entre los «donantes» y
los receptores, con la finalidad de incitar a la donación de órganos. Y nadie puede dudar
de que ese don haya llegado a ser una obligación elemental de la humanidad (en los dos
sentidos del término), ni que instituya entre todos, sin más límites que las
incompatibilidades de grupos sanguíneos (sin límites sexuales o étnicos en particular: mi
corazón puede ser el corazón de una mujer negra), una posibilidad de red en que la
vida/muerte se comparte, la vida se conecta con la muerte, lo incomunicable se
comunica.
Muy rápidamente, sin embargo, el otro como extranjero puede manifestarse: ni la
mujer, ni el negro, ni el joven, ni el vasco, sino el otro inmunitario, el otro insustituible a
quien, empero, se ha sustituido. Esto se denomina «rechazo»: mi sistema inmunitario
rechaza el sistema del otro. (Esto quiere decir: «yo» tengo dos sistemas, dos identidades
inmunitarias…) No poca gente cree que el rechazo consiste literalmente en escupir el
corazón, en vomitarlo: después de todo, el término parece elegido para hacerlo creer. No
es eso, pero se trata, sin duda, de lo que es intolerable en la intrusión del intruso, mortal
sin un tratamiento inmediato.
La posibilidad del rechazo nos instala en una doble ajenidad: por una parte, la del
corazón trasplantado, que el organismo identifica y ataca en cuanto ajeno; por otra, la del
estado en que la medicina instala al trasplantado para protegerlo. Deduce su inmunidad
para que soporte al extranjero. Lo convierte, entonces, en extranjero para sí mismo, para
esta identidad inmunitaria que es un poco su firma fisiológica.
El intruso está en mí, y me convierto en extranjero para mí mismo. Si el rechazo es
muy fuerte, es necesario tratarme para que resista a las defensas humanas (esto se hace
con inmunoglobulina extraída de los conejos y destinada a ese uso «antihumano», tal
como se especifica en el prospecto, y cuyos efectos sorprendentes, unos temblores casi
convulsivos, no dejo de recordar).
Pero el hecho de convertirme en un extranjero para mí mismo no me acerca al
intruso. Parecería, más bien, que se hace pública una ley general de la intrusión. Jamás
hay una sola: ni bien se produce, comienza a multiplicarse, a identificarse en sus
diferencias internas renovadas.
De este modo, padecería varias veces el virus del herpes zóster o el citomegalovirus,
extranjeros dormido en mí desde siempre y que se despiertan de pronto contra mí por la
necesaria inmunodepresión.
Como mínimo, sucede lo siguiente: identidad vale por inmunidad, una se identifica
con otra. Reducir una es reducir la otra. La ajenidad y la extranjería se vuelven comunes y
cotidianas. Esto se traduce en una exteriorización constante de mí: es preciso que me
mida, que me controle, que me pruebe. Se nos acoraza con recomendaciones en relación
con el mundo exterior (las muchedumbres, los negocios, las piscinas, los niños, los
enfermos). Pero los enemigos más vivos están en el interior: los viejos virus agazapados
desde siempre a la sombra de la inmunidad, los intrusos de siempre, puesto que siempre
los hubo.
En este último caso, no hay prevención posible. Sí tratamientos que se ramifican una
vez más en ajenidades. Que fatigan, que arruinan el estómago..., o bien el dolor aullante
del herpes zóster... A través de todo eso, ¿qué «yo» [«moi»] sigue qué trayectoria?
¡Qué extraño yo!
No es que me hayan abierto, hendido, para cambiarme el corazón. Es que esta
hendidura no puede volver a cerrarse. (Por otra parte, cada radiografía lo muestra, el
esternón se cose con ganchos de hilos de acero retorcidos.) Estoy abierto cerrado. Hay
allí una abertura por la cual pasa un flujo incesante de ajenidad: los inmunodepresores,
los otros medicamentos destinados a combatir algunos de los llamados efectos
secundarios, los efectos que no se sabe combatir (como la degradación de los riñones),
los controles renovados, toda la existencia colocada en un nuevo registro, barrida de lado
a lado. La vida explorada y trasladada a múltiples registros en los que cada uno inscribe
otras posibilidades de muerte.
De este modo, yo mismo me convierto en mi intruso, de todas esas maneras
acumuladas y opuestas.
Lo siento con precisión, es mucho más fuerte que una sensación: la ajenidad de mi
propia identidad, que, sin embargo, siempre me fue tan viva, nunca me tocó con esta
acuidad. «Yo» se convirtió claramente en el índice formal de un encadenamiento
inverificable e impalpable. Entre yo y yo, siempre hubo espacio-tiempo: pero hoy existe
la abertura de una incisión y lo irreconciliable de una inmunidad contrariada.
Aparece, además, el cáncer: un linfoma del que nunca había notado más que su
eventualidad (no su necesidad, por cierto: pocos trasplantados pasan por ello), señalada
en el prospecto de la ciclosporina. La causa es la baja inmunitaria. El cáncer es como el
rostro masticado, ganchudo y estragado del intruso. Extraño a mí mismo, y yo mismo que
me enajeno. ¿Cómo decirlo? (Pero se discute todavía acerca de la naturaleza exógena o
endógena de los fenómenos cancerosos.)
Aquí también, de otro modo, el tratamiento exige una intrusión violenta. Incorpora
una cantidad de ajenidad quimioterapéutica y radioterapéutica. Al mismo tiempo que el
linfoma roe el cuerpo y lo agota, los tratamientos lo atacan, lo hacen sufrir de diversas
maneras, y el sufrimiento es la relación entre una intrusión y su rechazo. Aun la morfina,
que calma los dolores, provoca otro sufrimiento: el embrutecimiento y el extravío.
El tratamiento más elaborado se denomina «autotrasplante» (o «trasplante de células
madre»): después de haber vuelto a activar mi producción linfocitaria por medio de
«factores de crecimiento», durante cinco días seguidos me extraen glóbulos blancos (se
hace circular toda la sangre fuera del cuerpo y los extraen mientras esta circula). Los
congelan. Luego me ponen en una cámara estéril durante tres semanas y me aplican una
quimioterapia muy fuerte, que deprime la producción de la médula antes de reactivarla
mediante el reimplante de las células madre congeladas (sobrevuela un extraño olor a ajo
durante este procedimiento...). La baja inmunitaria llega a niveles extremos y genera
fuertes fiebres, micosis, trastornos en serie, antes de que la producción de linfocitos se
recupere.
Se sale desorientado de la aventura. Uno ya no se reconoce: pero «reconocer» no
tiene ahora sentido. Uno no tarda en ser una mera fluctuación, una suspensión de
ajenidad entre estados mal identificados, dolores, impotencias, desfallecimientos. La
relación consigo mismo se convierte en un problema, una dificultad o una opacidad: se
da a través del mal o del miedo, ya no hay nada inmediato, y las mediaciones cansan.
La identidad vacía de un «yo» ya no puede reposar en su simple adecuación (en su
«yo = = yo») cuando se enuncia: «yo sufro» implica dos yoes extraños uno al otro (pero
que sin embargo se tocan). Lo mismo ocurre con «yo gozo» (podríamos mostrar que esto
se indica en la pragmática de uno y otro enunciado): pero en el «yo sufro», un yo rechaza
al otro, mientras que en el «yo gozo», uno excede al otro. Esto se asemeja, sin duda,
como dos gotas de agua, ni más ni menos.
Yo termino/termina por no ser más que un hilo tenue, de dolor en dolor y de
ajenidad en ajenidad. Se llega a cierta continuidad en las intrusiones, un régimen
permanente de la intrusión: a la ingesta más que cotidiana de medicamentos y a los
controles en el hospital se agregan las consecuencias dentales de la radioterapia, así
como la pérdida de saliva, el control de los alimentos y el de los contactos contagiosos, el
debilitamiento de los músculos y de los riñones, la disminución de la memoria y de la
fuerza para trabajar, la lectura de los análisis, las reincidencias insidiosas de la mucositis,
la candidiasis o la polineuritis, y esa sensación general de no ser ya disociable de una red
de medidas, de observaciones, de conexiones químicas, institucionales, simbólicas, que
no se dejan ignorar como las que constituyen la trama de la vida corriente y, por el
contrario, mantienen incesante y expresamente advertida a la vida de su presencia y su
vigilancia. Soy ahora indisociable de una disociación polimorfa.
Así fue siempre, más o menos, la vida de los viejos y de los enfermos: pero yo no soy
exactamente ni lo uno ni lo otro. Lo que me cura es lo que me afecta o me infecta, lo que
me hace vivir es lo que me envejece prematuramente. Mi corazón tiene veinte años
menos que yo, y el resto de mi cuerpo tiene una docena (al menos) más que yo. De este
modo, rejuvenecido y envejecido a la vez, ya no tengo edad propia y no tengo
propiamente edad. Tampoco tengo propiamente oficio, sin estar jubilado. No soy,
asimismo, nada de lo que tengo que ser (marido, padre, abuelo, amigo) sin serlo en esa
condición demasiado general del intruso, de los diversos intrusos que pueden, a cada
instante, tomar mi lugar en la relación o en la representación del prójimo.
Con un mismo movimiento, el «yo» más absolutamente propio se aleja a una
distancia infinita (¿adónde va?, ¿a qué punto de fuga desde el cual pueda proferir todavía
que esto sería mi cuerpo?) y se hunde en una intimidad más profunda que toda
interioridad (el nicho inexpugnable desde el cual digo «yo», pero que sé tan hendido
como un pecho abierto sobre un vacío o como el deslizamiento en la inconciencia
morfínica del dolor y del miedo mezclados en el abandono). Corpus meum e interior
íntimo meo, las dos expresiones juntas para decir con gran exactitud, en una
configuración completa de la muerte de dios, que la verdad del sujeto es su exterioridad
y su excesividad: su exposición infinita. El intruso me expone excesivamente. Me extrude,
me exporta, me expropia. Soy la enfermedad y la medicina, soy la célula cancerosa y el
órgano trasplantado, soy los agentes inmunodepresores y sus paliativos, soy los ganchos
de hilo de acero que me sostienen el esternón y soy ese sitio de inyección cosido
permanentemente bajo la clavícula, así como ya era, por otra parte, esos clavos en la
cadera y esa placa en la ingle. Me convierto en algo así como un androide de ciencia
ficción, o bien en un muerto-vivo, como dijo una vez mi hijo menor.
Estoy, junto con mis semejantes cada vez más numerosos7, en los comienzos de una
mutación. En efecto, el hombre comienza a sobre-pasar infinitamente al hombre (esto es
lo que siempre quiso decir la «muerte de dios», en todos los sentidos posibles). Se
convierte en lo que es: el más terrorífico y perturbador técnico, como lo designó Sófocles
hace veinticinco siglos, el que desnaturaliza y rehace la naturaleza, el que recrea la
creación, el que la saca de la nada y el que, quizá, vuelva a llevarla a la nada. El que es
capaz del origen y del fin.
El intruso no es otro que yo mismo y el hombre mismo. No otro que el mismo que
no termina de alterarse, a la vez aguzado y agotado, desnudado y sobreequipado, intruso
en el mundo tanto como en sí mismo, inquietante oleada de lo ajeno, conatus de una
infinidad excreciente.8

Post scriptum
(Abril de 2005)
Han transcurrido cinco años desde la primera publicación de este texto. En este
período superé los diez años de trasplante que desde el primer momento se me habían
esbozado como límite, como el horizonte más alejado que tal vez —he pensado no hace
mucho— no llegaría a alcanzar.
Pasado este umbral, acecho (vagamente, a decir verdad) las esperanzas de vida de
los trasplantados, o bien me complazco en hacerme creer que ya no hay límites y
recupero la convicción de inmortalidad que todos compartimos, pero aumentada por la
seguridad de haber franqueado al menos dos veces el término crítico.
A veces temo la usura de tantos años de quimioterapia y de un corazón que trabaja
en condiciones delicadas; otras, el tiempo pasado me parece, por el contrario, una
garantía de regulación y de una larga travesía.
De una u otra manera, una nueva ajenidad se ha apoderado de mí. Ya no sé muy
bien a título de qué sobrevivo, ni si tengo verdaderamente los medios para ello o el
derecho. (Jacques Derrida hizo del «sobrevivir» un concepto. Hace ya seis meses que se
fue. El páncreas no se trasplanta.) Por supuesto, ese sentimiento aflora rara y
fugitivamente. La mayor parte del tiempo no pienso en ello, así como concurro menos al
hospital (el cual pierde, por esa razón, la familiaridad que había adquirido). Pero cuando
ese pensamiento me atraviesa, comprendo también que ya no tengo un intruso en mí: yo
lo soy, y como tal frecuento un mundo donde mi presencia bien podría ser demasiado
artificial o demasiado poco legítima.
¿Tal conciencia no es de manera banal la de mi muy simple contingencia? ¿El ingenio
técnico vuelve a llevarme y exponerme a esa simplicidad? La idea me da una alegría
singular.
Notas
1. En 84, n° 5-6, 1948, pág. 103.
2. Étranger en el original. El rango de significados del término es amplio, ya sea que se lo emplee como sustantivo o se lo
utilice en forma adjetiva: es el extranjero, el que llega desde afuera, pero también el extraño. Como sustantivo, puede
significar «extranjero», «extraño» o «ajeno». Hemos optado por traducirlo como «extranjero» cuando el término entra en
tensión con otro que remite a la llegada desde afuera: «el intruso». Como adjetivo, y dados los diferentes contextos en que es
empleado, optamos por traducirlo como «ajeno». En relación con otro término asociado, étrangeté, preferimos «ajenidad» a
«singularidad»; en este último caso no hay ambigüedad posible con «extranjería», que en el original aparece como
étrangèreté. (N. de la T.)
3. Salvo aquí, cada vez que en el texto se hace referencia al trasplante se utiliza el término greffe. En este caso se opta por un
término menos coloquial, puesto que es el que utilizan los médicos: transplantation, el cual hace referencia al proceso de
trasplante del órgano completo y la reconexión del sistema de vasos que se le asocian. En francés, a diferencia del español,
greffe se refiere tanto la operación para extraer el órgano del donante como a la operación de implantación del órgano en el
receptor (en español se dice «ablación», y «trasplante» se reserva únicamente para la operación de injerto del nuevo órgano
en quien lo necesita). En francés se emplea el término greffon para hacer referencia al órgano a trasplantar o trasplantado.
(N. de la T.)
4. Juego de palabras imposible de traducir: los términos en francés son intrusion, défection, réfection, déjection. En el caso
del tercer término, en español se pierde la terminación en «ión», puesto que se lo debe traducir como rechazo (del órgano).
(N. de la T.)
5. Otro juego de palabras intraducible: coeur, corazón, es un término que también forma parte de expresiones relacionadas
con los malestares estomacales, como en el caso de la expresión avoir mal au coeur (tener náuseas). En este caso, la
expresión haut-le-coeur, que literalmente significa tener el vómito al borde de los labios, juega con la idea de detención del
corazón (haut da también la voz de alto: ¡arriba las manos! es haut les mains!), la arritmia que provoca la dolencia del autor,
pero también con la idea de tener coraje: hauts les coeurs! tiene su equivalencia exacta en la expresión «¡arriba los
corazones!». (N. de la T.)
6. En el original, c’est toujours ça de pris. (N. de la T. )
7. Coincido con las ideas de algunos amigos: Alex, que habla en alemán de ser un-eins con el sida, para referirse a una
existencia cuya unidad radica en la división y la discordia consigo mismo; o Giorgio, que habla en griego de un bios que no es
más que zoé, una forma de vida que ya no sería más que la simple vida conservada. Véase Alex García-Düttmann, Uneins mit
Aids, Francfort: Filcher, 1993, y Giorgio Agamben, Homo sacer I, Turín: Einaudi, 1995 (traducción francesa: Homo sacer 1,
París: Le Seuil, 1997; traducción española: Homo sacer 1, Valencia: Pre-Textos, 1998). Para no decir nada de los trasplantes,
suplementos y prótesis de Derrida. Y el recuerdo de un dibujo de Sylvie Blocher, «Jean-Luc con un corazón de mujer».
8. Este texto fue publicado por primera vez en respuesta a la invitación hecha por Abdelwahab Meddeb para participar, en su revista Dédale, en un número titulado «La venue de l’étranger» [«La llegada del extranjero»] (n° 9-10, París: Maisonneuve et Larose, 1999).
Éditions Galilée, París, 2000. Traducción: Margarita Martínez, Buenos Aires, Amorrortu, 2006.Colección Nómadas. Edición
digital: Derrida en castellano. Fuente: http://www.jacquesderrida.com.ar/restos/nancy_intruso.htm

martes, 13 de octubre de 2009

"LA FORMACIÓN DE LA OPINIÓN PÚBLICA" por Giovanni Sartori del libro "Homo Videns"




Si la democracia tuviera que ser un sistema de gobierno guiado y controlado por la opinión de los gobernados, entonces la pregunta que nos deberíamos replantear es: cómo nace y cómo se forma una opinión pública?
Casi siempre, o con mucha frecuencia, la opinión pública es un «dato» que se da por descontado. Existe y con : es suficiente. Es como si las opiniones de la opinión pública fueran, como las ideas de Platón, ideas innatas. En primer lugar, la opinión pública tiene una ubicación, debe ser colocada: es el conjunto de opiniones que se encuentra en el público o en los públicos. Pero la noción de opinión pública denornina sobre todo opiniones generalizadas del público, opiniones endógenas, las cuales son del público en el sentido de que el público es realmente el sujeto principal. Debernos añadir que una opinión se denomina pública no sólo porque es del público, sino también porque implica la res publica, la cosa pública, es decir, argumentos de naturaleza pública: los intereses generales, el bien común, los problemas colectivos. Cabe destacar que es correcto decir «opinión». Opinión es doxa, no es epistéme, no es saber y ciencia; es simplemente un «parecer», una opinión subjetiva para la cual no se requiere una prueba . Las matemáticas, por ejemplo, no son una opinión. Ysi lo analizamos a la inversa, una opinión no es una verdad matemática. Del mismo modo, las opiniones son convicciones frágiles y variables. Si se convierten en convicciones profundas y fuertemente enraizadas, entonces debemos llamarlas creencias (y el problema cambia).
De esta puntualización se desprende que es fácil desarmar la objeción de que la democracia es imposible porque el pueblo «no sabe». Esta sí es una objeción contra la democracia directa, contra un demos que se gobierna solo y por sí mismo. Pero la democracia representativa no se caracteriza como un gobierno del saber sino como un gobierno de la opinión, que se fundamenta en un público sentir de res publica. Lo que equivale a decir que a la democracia representativa le es suficiente, para existir y funcionar, con el hecho de que el público tenga opiniones su’ya.r, nada más, pero, atención, riada menos.
Entonces ¿cómo se constituye una opinión pública autónoma que sea verdaderamente del público? Está claro que esta opinión debe estar expuesta a flujos de informaciones sobre el estado de la cosa pública. Si fuera «sorda», demasiado cerrada y excesivamente preconcebida en lo que concierne a la andadura de la res publica, entonces no serviría. Por otra parte, cuanto más se abre y se expone una opinión pública a flujos de información exógenos (que recibe del poder político o de instrumentos de información de masas), más corre el riesgo la opinión del público de convertirse en «hetero-dirigida», como decía Riesman.
Por lo demás, cuando la opinión pública se plasmaba fundamentalmente en los periódicos, el equilibrio entre opinión autónoma y opiniones heterónomas (heterodirigidas) estaba garantizado por la existencia de una prensa libre y múltiple, que representaba a muchas voces. La aparición de la radio no alteró sustancialmente te equilibrio.
El problema surgió con la televisión, en k medida en que el acto de ver suplantó al acto de discurrir. Cuando prevalece la comunicación lingüística, los procesos de formación de la opinión no se producen directamente de arriba a abajo; se producen «en cascadas», o mejor dicho, en una especie de sucesión de cascadas interrumpidas por lagunas en las que las opiniones se mezclan (según un modelo formulado por Deutsch, 1968). Además, en la cascada se alinean y se contraponen ebulliciones, y resistencias o viscosidades de naturaleza variada.
Pero la fuerza arrolladora de la imagen rompe el sistema de reequilibros y retroacciones múltiples que habían instituido progresivamente, durante casi dos siglos, los estados de opinión difusos, y que, desde el siglo XVIII en adelante, fueron denominados «opinión pública». La televisión es explosiva porque destrona a los llamados líderes intermedios de opinión, y porque se lleva por delante la multiplicidad de «autoridades cognitivas» que establecen de forma diferente, para cada uno de nosotros, en quién debemos creer, quién es digno de crédito y quién no lo es . Con la televisión, la autoridad es la visión en sí misma, es la autoridad de la imagen. No importa que la imagen pueda engañar aún más que las palabras, como veremos más adelante. Lo esencial es que el ojo cree en lo que ve; y, por tanto, la autoridad cognitiva en la que más se cree es lo que se ve. Lo que se ve parece «real», lo que implica que parece verdadero. Decía que a la democracia representativa le basta, para funcionar, que exista una opinión pública que sea verdaderamente del público 6 Pero cada vez es menos cierto, dado que la videocracia está fabricando una opinión sólidamente hetero-dirigida que aparentemente refuerza, pero que en sustancia vacía, la democracia como gobierno de opinión. Porque la televisión se exhibe como portavoz de una opinión pública que en realidad es el eco de regreso de la propia voz.
Según Herstgaard: «Los sondeos de opinión reinan como soberanos. Quinientos americanos son continuamente interrogados para decirnos a nosotros, es decir, a los otros 250 millones de americanos lo que debemos pensar» . Y es falso que la televisión se limite a reflejar los cambios que se esttn produciendo en la sociedad y en su cultura. En realidad, la televisión refleja los cambios que promueve e inspira a largo plazo.

"LOS MIEDOS COMO MOTIVACIÓN POLÍTICA" por Norma Patricia Sepúlveda Legorreta**

Los ciudadanos de la ciudad de México ante el miedo a la exclusión*


Varios son los estudios que coinciden en señalar que los avances de la modernización no guardan relación con la subjetividad de la gente. Alain Touraine afirme que la modernidad consiste en la disociación del sistema y de los actores, de la separación del mundo técnico o económico y del mundo de la subjetividad.1

Nestor García Canclini, por otra parte, señala que en la actualidad las sociedades se reorganizan para hacernos consumidores del siglo XXI y regresarnos como ciudadanos al siglo XVIII.2 Con lo cual subraya la disociación que existe entre el acceso simultáneo a los bienes materiales y simbólicos y el ejercicio global y más pleno de la ciudadanía.

Otro autor como Giovanni Sartori afirma que en la actualidad se esta produciendo la desaparición del ciudadano, su ya clásico homo videns se traduce en un ciudadano que cada vez sabe menos de los asuntos públicos, es decir, de los asuntos que le habilitan para la ciudadanía.3

En cualquiera de los tres enfoques anteriores podemos observar la convergencia en cuanto a que reconocen que los avances de la modernización han afectado al conjunto de la sociedad y que han modificado tanto la estructura social como la esfera política. Con dichos cambios, el individuo ha perdido su cuadro habitual de inserción. Un cuadro que le brindaba un marco normativo, cognitivo y organizativo para poder estructurar su lugar en el mundo, incluyendo su posición como ciudadano. La pérdida de este marco provoca incertezas y malestar en las personas quienes pueden expresan su subjetividad mediante el miedo a la exclusión social.



Hacia una redefinición del ciudadano y la ciudadanía

En la historia de la humanidad han existido avances tecnológicos que han ayudado a difundir
las comunicaciones sin menoscabar la naturaleza simbólica del hombre la imprenta, el telégrafo, el teléfono, la radio-. Desde su aparición estos inventos se han encargado de difundir cosas dichas con palabras. Todo ello hasta la aparición de la televisión.

El cambio fundamental que introdujo este invento fue la supremacía de las cosas representadas con imágenes sobre las cosas dichas con palabras. La tesis del libro Homo videns de Giovanni Sartori es que la primacía de la imagen empobrece el conocer y del mismo modo debilita la capacidad de las personas para gestionar la vida en sociedad.4El daño principal que ocasiona dicha supremacía es la pérdida del lenguaje abstracto y la capacidad de abstracción sobre la cual se funda el conocimiento y el entendimiento humano.

No se trata de contraponer la palabra y la imagen. El punto es que la imagen, por sí misma, no da ninguna inteligibilidad. La imagen debe ser explicada y la televisión da una explicación
insuficiente. El saber mediante imágenes no es un saber en el sentido cognoscitivo del término y, más que difundir el saber, erosiona los contenidos del mismo.

El mundo que habitamos actualmente presenta una amplia circulación de formas simbólicas.

La naturaleza y el alcance de esta clase de circulación ha adquirido una apariencia cualitativamente diferente debido al desarrollo de recursos técnicos. Los avances en la codificación y la transmisión eléctricas de las formas simbólicas nos ha dado la diversidad de telecomunicaciones electrónicas características de fines del siglo XX. En el mundo de hoy existen pocas sociedades que no hayan sido alcanzadas por las instituciones y mecanismos de la comunicación masiva, y, en consecuencia, que no estén abiertas a la circulación de las formas simbólicas manejadas por los medios masivos.5

Es de esta forma que un sector mayoritario de la población se informa principalmente a partir de los medios de comunicación. Existen muchos estudios que corroboran el hecho de que los adultos pasan en promedio entre 20 y 30 horas semanales viendo televisión.6 Lo verdaderamente desastrosos para la actual democracia representativa, que caracteriza nuestra sociedad, es que las personas expresan sus opiniones sobre los asuntos públicos basándose en la información recibida por la televisión. Desde la postura de Sartori la democracia representativa no podrá avanzar si los medios de comunicación, en especial la televisión, no cambia su forma de presentar los asuntos públicos.

Si, de acuerdo a la definición jurídica, el ciudadano es aquel que cuenta en tanto tiene derecho a participar en la res publica, entonces su participación debe estar basada en un conocimiento más pleno sobre los asuntos públicos sobre los cuales pretende decidir.

Considerando, desde la postura de este autor, que la participación del ciudadano debe ir más allá de votar para entrar en una transformación del mismo. Aunque la electrónica le permite al ciudadano la posibilidad de acceder a informaciones infinitas, eso no garantiza que pueda conocer sobre las cuestiones que decide.

Considerando la relación entre el ejercicio de la ciudadanía y la capacidad de apropiarse de los bienes y los modos de usarlos, García Canclini reconoce que el derecho de ser ciudadano, o sea, de decidir cómo se producen, se distribuyen y se usan esos bienes, queda restringido a las élites.

Por ello este autor afirma que, aunque actualmente podemos acceder a todo tipo bienes materiales y simbólicos, seguimos siendo ciudadanos del siglo XVIII. En esa época el escenario público, el escenario donde los ciudadanos discutían y decidían los asuntos de interés colectivo; estaba restringido a un pequeño círculo de hombres letrados.

Es importante considerar que, aunque ha habido un aumento en el acceso a ciertos bienes, no todas las personas tienen el mismo acceso. Existen personas excluidas del consumo de bienes y servicios. Ello, aunado a que el espacio público sigue apareciendo demasiado alejado de la vida cotidiana de las personas, provoca la desconfianza en la política y en quienes la practican.

Desilusionados de las burocracias estatales, partidarias y sindicales, los públicos acuden a la radio y la televisión para lograr lo que las instituciones ciudadanas no proporcionan: servicios, justicia, reparaciones o simple atención.7

Sin embargo, no se trata simplemente de que los viejos agentes partidos, sindicatos e intelectuales- hayan sido reemplazados por los medios de comunicación, lo importante que eso demuestra es la reestructuración social ante la que estamos y el papel que los medios desempeñan en dicha reestructuración. Pese a lo que pueda pensarse, los cambios en la forma tradicional de participación ciudadana no encuentran por completo la eficacia esperada sólo por la incorporación de las masas como consumidores u ocasionales participantes de los espectáculos que los poderes políticos, tecnológicos y económicos ofrecen en los medios.

El ejercicio de la ciudadanía8 implica relaciones sociales que dan sentido y, en un mundo donde la sensación de impotencia política es algo cotidiano y que las decisiones principales no dependen de nosotros, el consumir nos hace sentir que formamos parte de redes sociales.

Como Douglas e Isherwood afirman la función esencial del consumo es su capacidad para dar sentido 9, estos autores opinan que es mediante el uso de las mercancias que el consumo hace firme y visible una serie de juicios en los cambiantes procesos de clasificación de las personas y los acontecimientos, aspectos que se incrementa en una era globalizada.

García Canclini comparte esta afirmación, desde su postura en el consumir podemos encontrar algo que sustenta, nutre y hasta cierto punto constituye un nuevo modo de ser ciudadanos.10 Ser ciudadano no es sólo votar también es participar en prácticas sociales y culturales que dan sentido de pertenencia y sobre todo brindan sentido sobre nuestro lugar en el mundo.

Todo lo anterior se sitúa dentro de un aspecto que ha sido del interés de los investigadores
sociales: la crisis de lo social. Los diversos acontecimientos históricos han desmoronado la
imagen clasica de la sociedad en la cual la relación entre los actores y el sistema aparecía como natural y el triunfo de la razón sobre las tradiciones y los intereses particulares era el hilo rector. Por el contrario, la imagen moderna de sociedad aparece como la concentración del poder por unos cuantos grupos que controlan el flujo del dinero, la influencia y la información.11

La problemática entre sujeto y sistema surge precisamente del intento de colocar la supremacía de uno sobre el otro. Touraine afirma de que no hay necesidad de que la cultura y la economía, los valores y el interés, se combinen por obra de medios institucionales y políticos a fin de formar una sociedad. Por el contrario, actualmente observamos una disociación y una mezcla creciente de esos dos universos. Este autor prefiere observar es esta descomposición de lo social el agotamiento de la idea de sociedad y, al mismo tiempo, el surgimiento de una nueva etapa de la modernidad y de la secularización.

La dimensión política no puede absorber las contradicciones que se entablan entre la defensa
de la identidad cultural y la confianza en el mercado. De allí el debilitamiento de los grandes
partidos políticos que se consideraban portadores de un proyecto de sociedad. Touraine sepropone mostrar que la vida social es algo que se contruye por las luchas, las negociaciones y las mediaciones entre la racionalización y la subjetivación, considerando a ambas dimensiones como partes complementarias y opuestas de la modernidad.


¿Y dónde está el Estado?

En este mundo moderno, en donde los avances tecnológicos han incrementado las transacciones pero no necesariamente han generado lazos sociales, la pérdida de un marco de referencia crea inseguridades que poco a poco van minando el vínculo social. Prevalece así una visión individualista del mundo, de sus oportunidades y sus riesgos. Ello debilita la integración de la vida social y deja al individuo en una situación de desamparo.

Las inseguridades que subyacen a esta situacion se expresan en las relaciones interpersonales, es decir, en nuestras relaciones cotidianas con nuestro entorno cercano: el barrio, la escuela, la empresa, la familia etc. Pero esta situación también se presenta en la relación de las personas con los sistemas funcionales (bienes basicos como la educacion, salud, trabajo o prevision). Las demandas de bienes y servicios, más allá de la relevancia material, tienen una fuerte carga simbólica para las personas. Aunque suene repetitivo, el ejemplo del trabajo es muy significativo ya que las personas no sólo se desempeñan en alguna labor para obtener bienes materiales, esta actividad proporciona además sentimientos de dignidad, identificacion e integracion.

La constante negativa de ciertos bienes y servicios, por parte de las autoridades, no sólo afecta el aspecto material de la vida social también afecta su aspecto simbólico. Cualquier evento como la delincuencia- puede transformarse en una amenaza vital cuando no nos sentimos protegidos por un orden solido y amigable. Las experiencias de desconfianza en la vida cotidiana afectan la confianza en la política. Ello se debe a que, como afirma Norbet Lechner, se sigue considerando al Estado como mediador entre la subjetividad y las exigencias de la modernidad económica, papel que fue importante entre la decada de los años veinte y setenta del siglo pasado, pero actualmente la nueva preeminencia del mercado redefine este papel al disminuir la dimension cultural y simbolica del mismo.12

Si bien los seres humanos hemos aprendido a vivir con cierto grado de incertidumbre, el verdadero avance hacia una sociedad moderna, como afirma Lechner, se presenta cuando la
incertidumbre se aprende a manejar lo mejor posible. Para conseguirlo es necesario que exista la vinculacion intersubjetiva entre las personas que comparten la incertidumbre, es decir, que la asuman como un problema compartido para asi poder desarrollar redes de confianza y cooperacion que vuelvan a generar el marco de certeza que se ha perdido.

Es aqui donde el papel del Estado de derecho y las reglas de urbanidad son fundamentales para respaldar el manejo de la incertidumbre. Si existe la percepcion (correcta o erronea) de que las leyes no se cumplan y de que reina la impunidad, se afecta inmediatamente el vinculo social existente. A través del derecho, entre otras regulaciones, la acción estatal ayudaba a transformar la realidad en un orden inteligible y, por lo tanto, moldeable. Además contribuía a delimitar un marco de referencia que otorgaba sentido a las transformaciones en marcha que experimentaban las personas.
En la actualidad los regímenes llamados democráticos, como el nuestro, se debilitan. Un signo de esta debilidad es la disminución de la participación política o crisis de la representación política como la nombra Alain Touraine. La conciencia de ciudadanía se debilita, entre otras cosas, porque cierto número de los llamados ciudadanos se sienten marginados o excluidos de una sociedad en la cual no sienten que participan, por razones económicas, políticas, étnicas o culturales.13

La consolidación de una lógica de mercado abstracta tiende a eliminar la vida concreta, tiende a reducir la subjetividad a la utilidad de los sistemas funcionales. Las personas sienten que sus miedos y anhelos para nada cuentan; que ellas son simples agentes de un engranaje abstracto.

Esto es significativo ya que los miedos son fuerzas peligrosas. Tienen la capacidad de provocar reacciones gresivas, rabia y odio que terminan por desestabilizar la sociabilidad cotidiana. Pueden producir parálisis. Pueden inducir al sometimiento y ser presa fácil de manipulación.

Sin embargo, los miedos también son una motivación poderosa de la actividad humana y, en
particular de la acción política. Como Nobert Lechner afirma, una de las formas de combatir,
acotar y enfrentar los miedos es sacándolos de la obscuridad.

Los miedos en la gente de la ciudad de México tienen una expresión sobresaliente: el miedo al delincuente. La delincuencia, expresada a través del secuestro, se percibe como la principal amenaza que provoca el sentimiento de inseguridad. Sobre este contexto simbólico me centro en la marcha efectuada el 27 de junio del 2004 en la ciudad de México, marcha considerada como la manifestación popular más grande en la historia de México.14 El lema vivir sin miedo , utilizad por los manifestantes, interpelaba la subjetividad de los mexicanos, al vincular dos grandes pasiones: el miedo y la esperanza. En un ambiente dominado por los miedos invocaba la esperanza en el futuro: algo que todavía no es pero que puede llegar a ser. Invocaba un vínculo emocional y un compromiso afectivo con el futuro por hacer. De esta anticipación, se nutre, pricipalmente, la acción política.

Esta marcha es un ejemplo en el cual el miedo a la delincuencia hizo surgir la accion politica y colocó, de esta manera, a los individuos en una situacion de ciudadanos. Porque ser ciudadano y no simplemente elector, significa incrementar el interés en el gobierno y en sentirse parte de una sociedad politica. La ciudadanía apela a la integración social, la conciencia de pertenencia no sólo a una ciudad, un Estado nacional o un Estado federal, sino también a una comunidad soldada por una cultura y una historia.

Y, aunque no se puede pensar que por medio de una marcha se puede cambiar la situacion de inseguridad, es un fenomeno que mostró la vinculacion intersubjetiva entre las personas que compartían la misma incertidumbre, el miedo a la delincuencia se observa asi como un problema compartido el cual puede generar redes de confianza y cooperacion mas prolongadas que ayuden a generar un marco de certezas. Marco que, por supuesto, sería más fácil de alcanzar con el respaldo jurídico de las autoridades.


Algunas consideraciones

La marcha efectuada el 27 de junio del 2004 en la ciudad de México fue convocada por la sociedad civil, entidad que ofrece una nueva fuente de certezas en tiempos de incertidumbre y que cuenta actualmente con más prestigio que cualquier partido político. Una de las críticas hacia esta marcha proveniente de las autoridades del Distrito Federal, ante tanto poder de convocatoria; fue que los medios de comunicación y quienes pagaron la publicidad dentro de los noticiarios grupos de élite- fueron los responsables de movilizar a tanta gente. En parte esa aseveración tiene algo de cierto ya que, como hemos visto, la gente encuentra que los medios puede sevir como mediadores entre la subjetividad y las incertidumbres que las exigencias de la modernidad económica crean alrededor de los sujetos. Pero ese poder no surge sólo por los medios mismos sino por la pérdida de eficacia de las autoridades que, tal vez sin pretenderlo, le brindan mucho mayor fuerza a los medios.

Si en el fondo es cierto o no que pueden solucionar problemas de tipo social lo cierto es que muchos periodistas, que muchas veces poseen más prestigio que muchos políticos, denuncian y critican la inercia de las autoridades ante problemas como la inseguridad. Ese simple hecho les concede mucha más confianza y aprecio que a cualquier otra figura política.

Interpelar a las personas como ciudadanos, convocándolas como consumidores en este caso de noticias y publicidad- permitió hacer surgir la reivindicación de sus derechos de acceder y pertenecer al sistema socio-político así como el derecho de participar en la reelaboración del sistema. Como ciudadanos se apropiaron de los mensajes mediáticos y los usaron de acuerdo a que consideraron que ellos representaban más sus intereses que cualquier otra instancia política.

El conflicto entre el sujeto y los sistemas ha sido y será un conflicto jamás resuelto, constantemente se encuentra en negociaciones y mediaciones de dos dimensiones de la modenidad que son antagónicas. El comportamiento clásico de los ciudadanos se encuentra más allá de simple interacción política de votar. Lo público se le presenta a los ciudadanos a través de los medios de comunicación y ellos encuentran en ese espacio un lugar de negociación entre sus subjetividades y la lógica del sistema para construir y renovar la sociedad. Quedaron atras los tiempos definir a la sociedad como un conjunto de instituciones o como el efecto de una voluntad soberana.

Con lo anterior podemos acercarnos a un fenómeno que caracteriza nuestras sociedades
actuales y que Touraine nombra como sociedades programadas donde la verdadera lucha no se establece por quiénes poseen la técnica, sino por quienes pueden utilizar la producción y la difusión masiva de las representaciones, de las informaciones y los lenguajes.

Los diversos autores que tomé en este trabajo coinciden en señalar es que estamos ante nuevos escenarios de confrontación que se han desencadenado por una era de flujos globales de poder, riqueza y tecnología lo que conlleva a una modificación de la ciudadanía.

Si anteriormente ser ciudadano sólo incluía a aquellas personas que podían informarse leyendo y comprendiendo lo social desde las reglas comunicativas de la escritura, actualmente la inclusión se basa en aspectos que hablan más de estrategias que de personas o espacios. Estamos en camino de conocer ese nuevo espacio y las repercusiones que tendrá en una nueva forma de ser ciudadanos en relación con el consumo de los medios masivos contemporáneos, más allá de observalos como espacios de populismo político y comunicacional, que no deja der ser una parte importante de dichos espacios.





* Ponencia pronunciada con motivo del XI International summer school on religions en la comunidad de San Gimignano, Siena, 24 de agosto de 2004.

** Estudiante del Posgrado en Ciencias Antropológicas de la UAM-I

1 A. Touraine, Crítica a la modernidad, México, FCE, 1994.
2 N. García Canclini, Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización, México, Grijalbo, 1995.
3 G. Sartori, Homo videns. La sociedad teledirigida, México, Taurus, 1997.
4 Ibid.,p.163.
5 J. Thompson, Ideología y cultura moderna. Teoría crítica social en la era de comunicación de masas, México, UAM-X, 1993.
6 Actualmente existen estudios sobre el tiempo que los niños, menores de 14 años, pasan observando la televisión y las cifras se equiparan al tiempo de los adultos. Véase Los niños españoles y británicos son los que más televisión ven en la UE de Rosario G. Gómez, El País, viernes 24 de septiembre de 2004, sociedad/21.
7 García Canclini, op.cit.,p.39.
8 El autor busca trascender en el tratamiento atomizado con que se suele abordar el análisis de la ciudadanía sentido jurídico-político- y ofrecer la dimensión cultural de la misma.
9 M. Douglas Y B. Isherwood, El mundo de los bienes.Hacia una antropología del consumo,
10 García Canclini, op.cit.,p.43.
11 Touraine, op.cit.,p.346.
12 N. Lechner, Nuestros miedos en Perfiles latinoamericanos, FLACSO, Núm. 13, México, 1998.
13 Touraine, op.cit., p.
14 Reforma/Redacción, Exigen resultados. Impone la marcha récord de asistencia y deja emplazadas a las autoridades en Reforma, lunes 28 de junio del 2004.