viernes, 11 de diciembre de 2009

"LOS QUE QUEMAN LOS LIBROS" por George Steiner.


Los que queman los libros, los que expulsan y matan a los poetas, saben exactamente lo que hacen. El poder indeterminado de los libros es incalculable. Es indeterminado precisamente porque el mismo libro, la misma página, puede tener efectos totalmente dispares sobre sus lectores. Puede exaltar o envilecer; seducir o asquear; apelar a la virtud o a la barbarie; magnificar la sensibilidad o banalizarla. De una manera que no puede ser más desconcertante, puede hacer las dos cosas, casi en el mismo momento, en un impulso de respuesta tan complejo, tan rápido en su alternancia y tan híbrido que ninguna hermenéutica, ninguna psicología puede predecir ni calcular su fuerza. En diferentes momentos de la vida del lector, un libro suscitará reflejos completamente diferentes. En la experiencia humana no hay fenomenología más compleja que la de los encuentros entre texto y percepción, o, como observa Dante, entre las formas del lenguaje que sobrepasan nuestro entendimiento y los órdenes de comprensión con respecto a las cuales nuestro lenguaje es insuficiente: la debilitade de lo'nteletto e la cortezza del nostro parlare.
Pero en este diálogo siempre imperfecto —los únicos que pueden ser plenamente comprendidos son los libros efímeros y oportunistas; son los únicos cuyo significado potencial se puede agotar— puede haber una apelación a la violencia, a la intolerancia, a la agresión social y política. Céline es el único de nosotros que permanecerá, decía Sartre. Existe una pornografía de lo teórico, incluso de lo analítico, lo mismo que existe una pornografía de la sugestión sexual. Las citas de libros supuestamente “revelados” —el libro de Josué, la epístola de Pablo a los Romanos, el Corán, Mein Kampf, el Pequeño Libro Rojo de Mao— son el preludio de la matanza, su justificación. La tolerancia y el compromiso suponen un contexto inmenso. El odio, la irracionalidad, la libido del poder leen deprisa. El contexto se evapora en la violencia del asentimiento. De ahí el dilema profundamente enojoso y problemático de la censura. Es sucumbir a la hipocresía liberal dudar que determinados textos, libros o periódicos puedan inflamar la sexualidad; que puedan llevar directamente a la mimesis, a la imitatio, hasta el punto de dar a unas vagas pulsiones masturbatorias una concreción terrible y una urgente necesidad de ser saciadas. ¿Cómo pueden justificar los libertarios el torrente de erotica sádicos que inunda hoy nuestras librerías, nuestros quioscos y la Red? ¿Cómo defender a esta literatura programática del maltrato a los niños, del odio racial y de la criminalidad ciega con que se nos machacan los oídos, los ojos y la conciencia? Los mundos del ciberespacio y de la realidad virtual se saturarán de programas gráficos y revestidos de una pseudoautoridad, de las sugestiones de ejemplos validadores de la bestialidad hacia otros seres humanos, hacia nosotros mismos (la recepción, el disfrute del trash, de la basura, es automutilación del espíritu). ¿Está equivocado totalmente el ideal platónico de la censura?
Por el contrario, los libros son nuestra contraseña para llegar a ser lo que somos. Su capacidad para provocar esta trascendencia ha suscitado discusiones, alegorizaciones y deconstrucciones sin fin. Las implicaciones metafóricas del icono hebreo-helénico del “Libro de la Vida”, del “Libro de la Revelación”, de la identificación de la divinidad con el Logos, son milenarias y no tienen límites. Desde Súmer, los libros han sido los mensajeros y las crónicas del encuentro del hombre con Dios. Mucho antes de Catulo ya eran los correos del amor. Por encima de todo, con algunas obras de arte, han encarnado la ficción suprema de una posible victoria sobre la muerte. El autor debe morir, pero sus obras le sobrevivirán, más sólidas que el bronce, más duraderas que el mármol: exegi monumentum aere perennius (he hecho un monumento más perenne que el bronce). La polis que celebra Píndaro perecerá; la lengua en la que la celebra puede morir y tornarse indescifrable. Pero a través del rollo de papel, a través del elixir de la traducción, la oda pindárica sobrevivirá, seguirá cantando desde los labios desgarrados de Orfeo mientras la cabeza muerta del poeta baja por el río hasta el país del recuerdo. Una concha puede inmortalizar. Al traducir a Villon, Thomas Nashe había escrito: a brightness falls from her hair (un resplandor sale de su cabello); el impresor isabelino se equivocó y escribió: a brightness falls from the air (un resplandor sale del aire), ¡que se ha convertido en uno de los versos talismánicos de toda la poesía en lengua inglesa!
El encuentro con el libro, como con el hombre o la mujer, que va a cambiar nuestra vida, a menudo en un instante de reconocimiento del que no tenemos conciencia, puede ser puro azar. El texto que nos convertirá a una fe, nos adherirá a una ideología, dará a nuestra existencia una finalidad y un criterio podría esperarnos en la sección de libros de ocasión, de libros deteriorados o de saldos. Puede hallarse, polvoriento y olvidado, en una sección justo al lado del volumen que buscamos. La extraña sonoridad de la palabra impresa en la cubierta gastada puede captar nuestra mirada: Zaratustra, Diván Oriental y Occidental, Moby Dick, Horcynus Orca. Mientras un texto sobreviva, en algún lugar de esta tierra, aunque sea en un silencio que nada viene a romper, siempre es capaz de resucitar. Walter Benjamin lo enseñaba, Borges hizo su mitología: un libro auténtico nunca es impaciente. Puede aguardar siglos para despertar un eco vivificador. Puede estar en venta a mitad de precio en una estación de ferrocarril, como estaba el primer Celan que descubrí por azar y abrí. Desde aquel momento fortuito, mi vida se vio transformada y he tratado de aprender “una lengua al norte del futuro”.
Esta transformación es dialéctica. Sus parábolas son las de la Anunciación y la Epifanía. ¡Conocemos tan mal la génesis de la creación literaria! No tenemos, por así decirlo, ningún acceso a la posible neuroquímica del acto de imaginación y sus procedimientos. Hasta el borrador más informe de un poema es ya una etapa muy tardía en el viaje que conduce a la expresión y al género performativo. El crepúsculo, el “antes del alba” y las presiones a la expresión que se ejercen en el subconsciente son casi imperceptibles para nosotros. Más concretamente: ¿cómo es posible que unas incisiones sobre una tablilla de arcilla, unos trazos de pluma o de lápiz, muchas veces apenas visibles en un trozo de frágil papel, constituyan una persona —una Beatriz, un Falstaff, una Ana Karénina— cuya sustancia, para innumerables lectores o espectadores, excede a la vida misma en su realidad, en su presencia fenoménica, en su longevidad encarnada y social? Este enigma de la persona ficticia, más viva, más compleja que la existencia de su creador y de su “receptor” —ese hombre o esa mujer ¿son tan bellos como Helena, tan complejos como Hamlet, tan inolvidables como Emma Bovary?— es la cuestión fundamental, pero también la más difícil, de la poética y de la psicología.
La imagen clásica ha sido la de la creación divina, la de Dios haciendo el mundo y el hombre. Explícitamente o no, se ha entendido al gran escritor y al gran artista como un simulacrum del decreto divino. Con frecuencia, se ha sentido rival amargo o amante de Dios, su competidor en el acto de la invención y la representación. Para Tolstoi, Dios era “el otro oso del bosque”, al que había que hacer frente, con el que había que luchar. Toda la metáfora de la “inspiración”, tan antigua como las Musas o como el soplo de Dios en la voz del vidente o del profeta, es un esfuerzo para dar una razón de ser a las relaciones miméticas entre la poiesis sobrenatural y la poiesis humana. Con
una diferencia capital. El problema de la creación divina ex nihilo ha sido debatido en todas las grandes teologías y en todos los grandes relatos mitológicos del misterio del comienzo (incipit). Hasta el escritor más grande entra en la casa de un lenguaje preexistente. Puede, dentro de unos límites muy estrictos, añadirle neologismos; puede, como Pascoli, tratar de insuflar una vida nueva a las palabras “muertas”, incluso a lenguas muertas. Pero no forma su poema, su obra teatral o su novela “de la nada”. En teoría, cada texto literario concebible está ya potencialmente presente en la lengua (de ahí la fantasía borgesiana de la biblioteca total de Babel). No por eso dejamos de seguir sin saber nada de la alquimia de la elección, de la secuencia fonética, gramatical y semántica que produce el poema perdurable. Y con el abandono progresivo, hoy, de la imagen de la creación divina, del concetto de la inspiración sobrenatural, nuestra ignorancia se hace mayor.
En el otro lado de la dialéctica, las cuestiones son casi igualmente desconcertantes. ¿Cuál es, exactamente, el grado de existencia de un poema o una novela que no se lee, de una obra teatral que jamás se representa? La recepción, aunque sea tardía, aunque sea por una minoría esotérica, ¿es indispensable para la vida de un texto? Si es así, ¿de qué manera lo es? El concepto de lectura, concebido como un proceso que revela en lo fundamental una colaboración, es intuitivamente convincente. El lector serio trabaja con el autor. Comprender un texto, “ilustrarlo” en el marco de nuestra imaginación, es, en la medida de nuestros medios, re-crearlo. Los más grandes lectores de Sófocles y de Shakespeare son los actores y los directores de teatro, que dan a las palabras su carne viva. Aprender de memoria un poema es encontrarlo a mitad de camino en el viaje siempre maravilloso de su venida al mundo. En una “lectura bien hecha” (Péguy), el lector hace con él algo paradójico: un eco que refleja el texto, pero también que responde a él con sus propias percepciones, sus necesidades y sus desafíos. Nuestras intimidades con un libro son completamente dialécticas y recíprocas: leemos el libro, pero, quizá más profundamente, el libro nos lee a nosotros.
Pero ¿cuál es la razón de lo arbitrario, de la naturaleza siempre discutible de estas intimidades? Los textos que nos transforman pueden ser, desde un punto de vista tanto formal como histórico, trivia. Como un estribillo de moda, la novela policíaca, la noticia ligera, lo efímero puede hacer irrupción en nuestra conciencia y huir a lo más profundo de nosotros. El canon de lo esencial varía de un individuo a otro, de una cultura a otra, pero también de un período de la vida a otro. Hay en la adolescencia textos maestros que son ilegibles más tarde. Hay libros repentinamente redescubiertos en la escena literaria o en la vida privada. La química del gusto, de la obsesión, del rechazo, es casi tan extraña e inaprensible como la de la creación estética. Seres humanos muy próximos entre sí por sus orígenes, por su sensibilidad y por su ideología pueden adorar el libro que se detesta, pueden juzgar kitsch lo que se considera una obra maestra. Coleridge hablaba de los hooked atoms de la conciencia, que se entremezclan de maneras imprevisibles; Goethe hablaba de las “afinidades electivas”; pero no son más que imágenes. Las complicidades entre el autor y el lector, entre el libro y la lectura que hacemos de él, son tan imprevisibles, tan vulnerables al cambio, y están tan misteriosamente arraigadas como las del eros. O, tal vez, como las del odio, pues hay textos inolvidables, que nos transforman y que acabamos odiando: yo no soporto ver el Otelo de Shakespeare en el teatro ni puedo enseñarlo, pero la versión de Verdi me parece, en muchos aspectos, la más coherente, un milagro humano.
La paradoja del eco vivificador entre el libro y el lector, del intercambio vital hecho de confianza recíproca, depende de ciertas condiciones históricas y sociales. El “acto clásico de la lectura”, como he tratado de definirlo en mi trabajo, requiere unas condiciones de silencio, de intimidad, de cultura literaria (alfabetismo) y de concentración. Faltando ellas, una lectura seria, una respuesta a los libros que sea también responsabilidad no es realista. Leer, en el verdadero sentido del término, una página de Kant, un poema de Leopardi, un capítulo de Proust, es tener acceso a los espacios del silencio, a las salvaguardias de la intimidad, a un determinado nivel de formación lingüística e histórica anterior. Es tener asimismo libre acceso a útiles de comprensión como diccionarios, gramáticas y obras de alcance histórico y crítico. Desde los tiempos de la Academia ateniense hasta mediados del siglo XIX, muy esquemáticamente, dicho acceso era la definición misma de la cultura. En mayor o menor medida, éste fue siempre el privilegio, el placer y la obligación de una élite. Desde la biblioteca de Alejandría hasta la celda de san Jerónimo, la torre de Montaigne o el despacho de Karl Marx en el British Museum, las artes de la concentración —lo que Malebranche definía como “la piedad natural del alma”— han tenido siempre una importancia esencial en la vida del libro.
Es una banalidad constatarlo: estas artes, en nuestros días, están muy erosionadas; se han convertido en un “oficio” universitario cada vez más especializado. Más del ochenta por ciento de los adolescentes estadounidenses no saben leer en silencio; hay siempre como telón de fondo una música más o menos amplificada. La intimidad, la soledad que permite un encuentro en profundidad entre el texto y su recepción, entre la letra y el espíritu, es hoy una singularidad excéntrica, que resulta psicológica y socialmente sospechosa. Es inútil detenerse a hablar del hundimiento de nuestra enseñanza secundaria, sobre su desprecio del aprendizaje clásico, de lo que se aprende de memoria. Una forma de amnesia planificada prevalece ya desde hace mucho tiempo en nuestras escuelas.
Al mismo tiempo, el formato del libro en sí, la estructura del copyright, de la edición tradicional, de la distribución en librerías están, ustedes lo saben mejor que yo, en plena transmutación, hasta en plena revolución. A partir de ahora, los autores pueden atender a sus lectores directamente por internet y pedirles que entren en comunicación directa con ellos (es así como se ha “publicado” todo el último John Updike). Cada vez se leen más libros on line, en la pantalla del ordenador, o se consultan en la Red. Ochenta millones de volúmenes de la Biblioteca del Congreso, en Washington (no) están (ya) disponibles (más que) por medios electrónicos. Nadie, por bien informado que esté, puede predecir lo que sucederá con el concepto mismo de autor, de textualidad, de lectura personal. Sin ninguna duda, estas evoluciones son maravillosamente excitantes. Suponen liberaciones económicas y oportunidades sociales de primera importancia. Pero también van acompañadas de profundas pérdidas. De manera creciente, los libros escritos, editados, publicados y comprados “al estilo antiguo” pertenecerán a las “bellas letras”
o a lo que en alemán se denomina, peligrosamente, la Unterhaltungsliteratur, la “literatura fácil”. De manera creciente, la ciencia, la información, el saber en todas las formas se transmitirán, registrarán y encargarán por medios electrónicos. Las fracturas, ya grandes en nuestra cultura y en nuestras letras (alfabetismos), se harán más hondas.
Más que nunca necesitamos al libro, pero los libros, a su vez, nos necesitan a nosotros. ¿Qué privilegio más bello que el de estar a su servicio?

lunes, 7 de diciembre de 2009

"LO JUDIO Y EL ESTADO DE ISRAEL" por Carlos Gabetta


El último y mortífero ataque del Estado de Israel sobre la franja de Gaza generó protestas y acusaciones contra Israel en todo el mundo, en muchísimos casos formuladas por judíos. El autor propone una mirada abarcadora sobre el tema, que desemboca en la responsabilidad de la civilización y cultura de Occidente en la resolución del problema de Medio Oriente.

La cultura judía –de la cual la religión judía ha sido hasta ahora parte esencial– ha marcado como pocas los mayores logros de la evolución civilizatoria. Ese aporte es medular porque universal; lo extraordinario de lo judío es su universalidad. La única cultura –no pueblo, ni mucho menos etnia; esto último se ha perdido en la noche del tiempo– que se ha asentado en casi toda la Tierra, sin un centro, como el universo mismo, hasta la creación del Estado de Israel en 1948. Una errancia planetaria de dos mil años desde la destrucción de Jerusalén y del segundo templo por el Imperio Romano en el 70 d.C. y una desértica errancia anterior definieron su particular otredad y su importancia. ¿De dónde entonces el odio inaudito que los judíos han provocado en casi todas partes y casi toda época? ¿De dónde el antisemitismo? “Término en cierto modo absurdo, puesto que surge en el seno del islam”, apunta George Steiner (1), quien luego de enumerar los abrumadores aportes filosóficos, políticos, productivos, artísticos, científicos de los judíos en la historia, despliega una brillante hipótesis sobre el origen del antisemitismo. Para Steiner los judíos serían los culpables de introducir leyes, reglas, normas éticas, contrarias a la naturaleza humana: “Tres veces en la historia occidental los judíos han luchado por presentar ante la conciencia humana el concepto del Dios único y las consecuencias morales y normativas de ese concepto (…). Los dictados morales surgidos del monoteísmo (...) profético del Sinaí son sumamente rígidos. La prohibición de matar, de cometer adulterio, de codiciar, de fabricar imágenes, por inocentes que sean, de comerciar con los dioses domésticos, con los espíritus tutelares, con los santos, es, en sí misma, indicio de una exigencia aún mayor. Implica la transformación del hombre corriente. Debemos disciplinar el alma y la carne, hasta tornarlas perfectas. Debemos crecer más allá de nuestra propia sombra. (…) Ni un ápice de nuestra complacencia natural, de nuestra libido, de nuestra falta de atención, de nuestra mediocridad y sensualidad escapa a los dictados morales y legales. (…) El ‘conviértete en lo que eres’ de Nietzsche, es la antítesis del mandamiento del Sinaí. ‘Deja de ser lo que eres, aquello en que la biología y las circunstancias te han convertido. Conviértete, aun a costa de un terrible precio de abnegación, en lo que podrías ser’. Eso es lo que ordena el Dios de Moisés, de Amós, de Jeremías”. El segundo de los “tres momentos de imposición trascendente que el judaísmo le impone al hombre” es para Steiner el del Sermón de la Montaña. Siendo el mensaje del judío Jesús “un compendio de órdenes minuciosamente estudiadas de la Torá, de los salmos y de los profetas (…) el rabino-prodigio y salvador de la fe de Galilea llega más lejos. Exige a los hombres y a las mujeres un altruismo, un dominio de sí mismos, ‘antinatural’, contrario a los instintos, ante todo aquel que nos injurie u ofenda. (…) Debemos además compartir o regalar nuestras posesiones terrenales, convertirnos en mendigos, si es necesario, en beneficio de los desposeídos (…). La petición de Jesús de que ofrezcamos la otra mejilla, de que perdonemos a nuestros enemigos y perseguidores, de que aprendamos a amarlos, es casi inconcebiblemente contraria a la esencia humana. (…) La víctima debe amar a su verdugo. Una proposición monstruosa. Pero una luz surgida de lo insondable. ¿Cómo pueden cumplir semejante precepto los hombres y las mujeres mortales?”. La tercera “llamada a la puerta –prosigue Steiner– es la del socialismo utópico, principalmente en su vertiente marxista. Junto con el cristianismo, el marxismo es otra de las herejías primordiales del judaísmo. La aportación teórica, práctica y personal de los judíos al socialismo radical y al comunismo pre-estalinista es claramente desproporcionada: véase cuántos de ellos figuraban entre los primeros mencheviques y bolcheviques o entre los miembros de la izquierda utópica y de los movimientos revolucionarios en toda Europa central. El marxismo seculariza, convierte a ‘este mundo’ en una tierra donde prevalece la lógica mesiánica de la justicia social, la del Edén abundante para todos, la de la paz. En sus famosas notas manuscritas de 1840, Marx, tan rabínico en su alboroto y en sus promesas, predica un orden en el que la moneda de cambio deje de ser la del lucro y las posesiones: ‘el amor se cambiará por amor, la confianza, por confianza’, dice. Es, literalmente, la visión de Adán y de los Profetas; es la visión del Galileo. La gran furia desatada en contra de la desigualdad social, en contra de la estéril crueldad de la riqueza, en contra de la hambruna y la misère innecesarias que aguijonea a Karl Marx, es precisamente la de Amós (…). En su forma más pura, tal como se plasmó en algunos de los kibbutzim socialistas y comunistas del primer sionismo, no existe la propiedad privada. A cada cual según sus necesidades. Los niños son atendidos por toda la comunidad. Pero aunque atenúa tales absolutos, el marxismo exige una subversión total de las prioridades de la intimidad, de la adquisición, del egoísmo. (…) En el núcleo de cualquier programa socialista o comunista consistente hay una mística del altruismo, de la maduración humana, hasta alcanzar la generosidad. (…) En tres ocasiones, el judaísmo ha situado a la civilización occidental frente al chantaje de lo ideal. (…) Tres veces, como un vigilante enloquecido en plena noche (Freud incluso sacó a los hombres del sueño inocente), le ha gritado a la especie humana que se transforme en humanidad plena, que reniegue de su ego, de sus apetitos innatos, de su tendencia al libertinaje y al capricho. En nombre del inefable Dios del Sinaí; del amor incondicional hacia el enemigo; en aras de la justicia social y la igualdad económica. Estas demandas son, en su reivindicación de perfección, irrefutables. (…) Los ideales de Moisés, de Jesús y de Marx martillean en la psique de L’homme moyen sensuel que intenta continuar con su imperfecta existencia. Creo que esta presión engendra odio (…). Nada resulta más insoportable que el hecho de que se nos recuerde recurrentemente, se diría que perpetuamente, lo que deberíamos ser y, de un modo tan evidente, no somos (…). Confieso no encontrar mejor explicación para la persistencia del antisemitismo más o menos mundialmente extendido después del Holocausto (…) Hitler lo expresó sin ambages: ‘El judío ha inventado la conciencia’. Después de eso, ¿cabe mayor afrenta?”.


El judío Marx

“Todo Estado que tiene a la religión como principio no es todavía un verdadero Estado; un Estado real”, afirmó Marx (2). Seguramente porque no venía a cuento para su propósito puntual, Steiner no entra en consideraciones sobre el significado profundo de las propuestas del último enorme judío profano, aunque su afirmación, dicha como al pasar, de que Marx es “tan rabínico en su alboroto y en sus promesas”, sugiere que no lo tiene muy en cuenta (en este sentido, no es casual que no mencione a uno de los maître à penser de Marx, el judío Spinoza). Marx fue sin dudas un alborotador político, social y filosófico, en la medida en que sus teorías “alborotaron” radicalmente miles de años de meditación universal, pero jamás se presentó como un profeta y mucho menos hizo “promesas”, sino llamados. ¿A qué? A la emancipación humana; al desasimiento de todo Dios, de todo mito, del idealismo filosófico. Los llamados de Moisés y Jesús se basaban en una promesa mítica y en una relación de ciega sujeción a un ente abstracto: tanto, que para los judíos, es inefable. Pero el “chantaje” al que el judío Marx sometió a la civilización occidental no es “ideal”, como afirma Steiner, sino “material”, el primero fundamentado. Marx puso al hombre, por lo tanto al judío, frente al espejo. Demostró que su propia evolución histórica permite al hombre ver, verificar a partir de un cierto momento de esa evolución, que su futuro no está escrito y que nadie sino él mismo lo decide, al menos hasta donde su significancia en el cosmos lo permite. Que la relación dialéctica entre sus trabajos en la naturaleza y su cerebro; entre ese todo él, su propia historia y el universo, le permite ver, comprender, que su relación con los otros hombres, sus relaciones sociales, son el horizonte que está obligado a adoptar para seguir avanzando. No hay dioses, sólo hombres, y a partir de ahora, una posibilidad concreta, material, de Humanidad. Sin dejar de reconocer por un instante la significación social histórica de las religiones, en el escrito de juventud citado –erróneamente tildado a veces de antisemita (3)– Marx se limita a demostrar que ahora es preciso desembarazarse de ellas. De todas, por lo tanto también de la judía. En escritos posteriores, principalmente en El Capital, Marx anuncia (y en esto no hay nada de profético, sino demostración material, histórica, dialéctica) el punto en que se encuentran hoy mismo las relaciones sociales (el reparto de la riqueza) del capitalismo, el modo de producción que desde Marx a nuestros días ha acabado por imponerse en todo el planeta, algo que para el historiador materialista dialéctico Marx sucedería inexorablemente. Marx no podía prever las armas atómicas, químicas y bacteriológicas que hoy acabarían probablemente con la especie humana, o el cambio climático debido al hombre, pero demostró que la irracionalidad social inherente al capitalismo lo lleva históricamente a resolver sus crisis mediante guerras. En este sentido, cualquier desarrollo científico o técnico cabe en la concepción materialista de la historia de Marx, del mismo modo que la destrucción, tanto como la superación humanas, están implícitas en su materialismo dialéctico. El judío Einstein es la encarnación de esa dialéctica del avance humano: la física, dominada por el hombre, tanto promete ventura como amenaza con destrucción. Del hombre depende, y no de algún dios.


La encrucijada

Aunque comparte las imperfecciones de cualquier Estado moderno, el de Israel es en Medio Oriente un lunar democrático en un mar de “Estados monárquicos y/o teocráticos y/o despóticos en los que la democracia y los derechos humanos tienen la misma vigencia que tenían en la Europa cristiana medieval” (4), con la única excepción del Líbano. Se pueden decir muchas cosas a favor de árabes y persas en el conflicto de Medio Oriente, salvo que en el presente representen a la modernidad. No ha sido siempre así, en particular durante el medioevo cristiano occidental, cuando de modernidad ni se hablaba, pero ellos representaban lo más “moderno” en muchos aspectos. Pero a menos que se comparta el multiculturalismo extremo y el relativismo posmodernos profundamente reaccionarios -al que por cierto adhiere cierto progresismo beato- el atraso actual del mundo árabe y persa respecto a Occidente es innegable. Ante los Estados y sociedades de confesión musulmana, el Estado de Israel se encuentra hoy en la misma situación de conflicto religioso que enfrentó a la religión judía, a los judíos, con el Estado germánico cristiano de mediados del siglo XIX, época en la que Marx agregó sus reflexiones a las de Bruno Bauer sobre la “cuestión judía”. El judío Marx reclamaba a los hombres su emancipación de todas las religiones, de la religión, como requisito de la emancipación humana. Pero también sugería otras cosas. El joven Marx estaba ya orientado hacia El Capital… Puede que la creación del Estado de Israel sea una decisión histórica errónea (hay más de una opinión razonable sobre eso), pero es una realidad histórica desde hace 60 años, algo que Marx no hubiese dudado en aceptar y que no se puede dejar de lado. Marx habría puesto hoy nuevamente el dedo en la llaga de los mitos y la religión, en la verdadera naturaleza del Estado de Israel, que seguramente no habría diferenciado de la de ninguno de los grandes Estados capitalistas democráticos de la actualidad. “Los acontecimientos posteriores a su fundación (del Estado de Israel) hicieron que el poder y el control de las cosas acabasen en manos del ejército, de sus generales más implacables y de la derecha política, por lo general aliada al fundamentalismo judío. Del ideal comunitario de los pioneros casi nada queda y hoy Israel es un país ultracapitalista y colonialista más, aliado incondicional de Estados Unidos”, se ha dicho aquí (5). Y tanto más habría puesto Marx el dedo en esa llaga cuanto que sus análisis sobre la evolución del desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas y el punto de contradicción “antagónica” con las relaciones de producción capitalistas, al que arribarían tarde o temprano, se manifiesta hoy en la realidad del mundo (6). Es por eso que en el actual contexto de crisis capitalista globalizada, el conflicto religioso entre judíos y árabes va camino de convertirse en un conflicto mundial entre todas las religiones que se reclaman de un único y exclusivo Dios. Basta observar el derrotero del Papa Ratzinger… (7). Las supercherías se disputan el planeta entre sí al ritmo de las disputas entre sí de los productos de consumo por los mercados mundiales. Si es cierto que “Israel es el único país que no puede permitirse el lujo de aceptar una derrota militar” (8), también lo es que jamás podrá obtener una victoria militar completa, a menos que asuma el riesgo de que su territorio, la región y quizá el planeta entero devengan un páramo radiactivo y que antes de llegar a ese extremo la vida de los judíos de todo el mundo se torne insoportable. En el Estado de Israel conviven “una legislación que en algunos aspectos es de las más avanzadas y modernas (…) y principios religiosos que datan de más de tres mil años” (9). De allí que hoy se reproduzca entre Israel y los Estados árabes la misma vicisitud que Marx analizó entre judíos y cristianos en la Alemania del XIX. Puesto que Marx no hacía más que una separación de método entre Estado y sociedad y que para él “todo Estado (aun laico) que tiene a la religión como principio no es todavía un verdadero Estado; un Estado real (y) que el Estado se emancipe de la religión no significa que el ‘hombre real’ se emancipe de la religión”, su exigencia de hoy sería que el Estado y la sociedad de Israel se emanciparan de los “principios religiosos que datan de más de tres mil años”… Si el Estado de Israel y los judíos “reales” no abandonan el mito de la Tierra Prometida en el que fundan toda su estrategia de aprovechar o crear cualquier oportunidad para desplazar a los palestinos; si en definitiva no dan esa prueba de superioridad civilizatoria –que es al fin y al cabo la de Occidente– ofreciendo un Estado y una paz justa a los palestinos, se habrán traicionado a sí mismos; renunciado a sus mejores tradiciones y a los principios fundamentales de su cultura (10). Se dirá, con toda razón, que los árabes deberán hacer otro tanto. Pero el hecho de que en Israel estén representados en Medio Oriente los instrumentos materiales y los conceptos de civilización más avanzados, es lo que deposita en sus manos la principal responsabilidad. En Medio Oriente se encuentra hoy el punto de ignición del destino humano. Es en el desarrollo y en la cultura del Occidente histórico, del que los judíos tanto han participado, que la posibilidad real de superar las contradicciones actuales del planeta en una síntesis positiva tiene más base material y conceptual; al menos para empezar. La especie dispone hoy de ese “invento de la conciencia” que el mono Hitler atribuía a los judíos y que lo espantaba. Sólo si se llevan hasta el final las “revelaciones” del judío Marx, ese antisemitismo de profundas raíces que describe el judío Steiner tiene todas las posibilidades de pasar al desván de la Historia. Pero la política actual de Israel lo lleva exactamente en la dirección contraria. La abrumadora mayoría de las acusaciones que hoy se hacen al Estado de Israel –suscritas por muchísimos judíos en el mundo, que sin embargo lo defienden como tal– no está dictada por el antisemitismo, sino por las injusticias y atrocidades que ese Estado comete, aun en su propia defensa, y por los fines colonizadores que persigue. En el conflicto de Medio Oriente y en la resolución de la crisis capitalista, problemas indisolublemente ligados, se juegan su propia esencia la cultura judía y el Occidente de la razón, la universalidad, el progreso, la democracia y los derechos humanos económicos y sociales.

1 George Steiner, Errata; el examen de una vida, Siruela, Madrid, 1998.
2 Karl Marx, À propos de la question juive, en Philosophie, Folio-Essais, Gallimard, París, 1982.
3 Maximilien Rubel, quizás el más notable comentarista y traductor al francés de Marx, señala que esas críticas no tienen en cuenta pasajes de “judeofilia” y que la “judeofobia” atribuida a Marx es también “cristianofobia”, en el sentido de que Marx ataca a la religión judía, a todas las religiones, demostrando que éstas son el principal obstáculo para la emancipación humana, en tanto perviven como reflejo de las relaciones sociales que es necesario superar para ese fin. Ibid.
4 Esta columna, “Fundamentalismos”, Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, Buenos Aires, agosto de 2006.
5 Ibid.
6 En una importante reunión realizada el mes pasado en París, el director de la Organización Mundial del Comercio, Pascal Lamy, señaló con sorna que “el orden del día no contiene el examen de alternativas al capitalismo…”. Fue una broma, pero no hace falta un análisis freudiano para entender que la cuestión está en el aire. Mientras tanto, El Capital se ha convertido en un best seller… Hervé Kempf, “Le chemin du postcapitalisme”, Le Monde, París, 15-1-09.
7 Ratzinger, Papa preconciliar cuyo empleo anterior fue ocuparse del Santo Oficio, acaba de levantar la excomunión a varios obispos del cisma ultraortodoxo lefevriano. Uno de ellos, el británico Richard Williamson, se había ratificado pocos días antes en su posición de negar el Holocausto y de que no existieron las cámaras de gas… Mónica Andrade, “El Papa reabre la herida judía”, El País, Madrid, 26-1-09.
8 Carlos Mendo, “¿Qué se quiere de Israel?”, El País, Madrid, 21-7-06.
9 “Israel”, Enciclopedia Universalis, París, 1998.
10 Ari Shavit, “Esta guerra destruye el alma de Israel”, Haaretz, Tel-Aviv, reproducido por Clarín, Buenos Aires, 17-1-09.