sábado, 15 de octubre de 2011

"MONTONEROS, LA SOBERBIA ARMADA" por Pablo Giussani. TERCERA ENTREGA.

Con el debido respeto y la latente actualidad que tienen las reflexiones de Pablo Giussani, intentaré enbarcarme en la entrega de este soberbio libro, que aunque ya tiene una casi treinta años, devela porque la Argentina es Argentina de hoy.
Retóricas, discursos, juegos dialecticos de "rebeldes" a quienes el traje de "revolucionarios" les quedó inmenso.
Los manejos de Perón, Mussolini y un grupo de aburridos burgueses jugando a ser desafiantes con "los padres" y luego llorando por el reto recibido.

Reconfiguremos el pensamientos con la valentía de ponernos en duda y de dialogar con nuestras miserias humanas.

Darío Yancán.




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Si la conciencia hechicera descrita aquí como contenido de un particular tipo de relación con Perón fuera sólo una peculiaridad de los montoneros, sería de un valor teórico bastante relativo y de muy escasa utilidad para la comprensión de esa franja más amplia de fenómenos políticos que incluye al terrorismo en general o a la ultraizquierda genéricamente considerada.
Pero la verdad es que el análisis de cualquiera de estas manifestaciones acaba por descubrir en ellas un común trasfondo de magia que lleva a considerarlas como residuos de una mentalidad históricamente remota o limitada hoy como fenómeno normal a ciertas etapas de la niñez.
En 1963, el Uruguay todavía era “ la Suiza de Sudamérica”. Bajo un inocuo gobierno colegiado, cuyos innumerables defectos no incluían, por cierto, el de ser opresivo, preservaba su orgullosa democracia en medio de las rutinarias dictaduras que se sucedían en el resto del subcontinente. Las libertades de expresión y de asociación gozaban de plena vigencia, los estados de sitio y las campañas por la excarcelación de los presos políticos eran exotismos que la prensa sólo mencionaba en sus páginas de información internacional, y la escasa policía local observaba con escrupulosidad la prohibición de practicar allanamientos después de la caída del sol.
En ese Uruguay y en ese año, Raúl Sendic3 dirigía ya a sus compatriotas llamados a la resistencia contra lo que describía como un régimen “fascista”. En ese mismo año, guerrilleros y armamentos eran desembarcados sobre las costas de Venezuela para alimentar una guerra antifascista contra el gobierno constitucional, democrático y pluralista de Rómulo Bentancourt.
También en 1963 se abría en medio de las dictaduras que asolaron a la Argentina durante los últimos 50 años un raro y reluciente paréntesis de libertades públicas y respeto por los derechos humanos bajo el manso gobierno de Arturo Illia. Ese paréntesis fue el momento elegido por el “ Comandante Segundo” para lanzar desde Salta una “guerra de liberación”.
En 1977, las calles de Italia exhibían pintadas firmadas por la Autonomía Operaia4, en las que el nombre del entonces primer ministro Giulio Andreotti aparecía seguido por una cruz gamada, con el signo “igual” interpuesto entre ambos.
Podríamos haber recorrido de cabo a rabo el Uruguay del gobierno colegiado, la Venezuela de Bentancourt, la Argentina de Illia y la Italia de Andreotti sin que nuestra experiencia sensorial de las cosas descubriera el menor indicio de un Estado fascista. Y, sin embargo, había en todos esos países centenares o millares de jóvenes consagrados, sacrificada y abnegadamente, a formas de lucha armada contra el fascismo.
En todos ellos estaba funcionando a tambor batiente el mecanismo de las secuencias locas entre estímulo y respuesta. ¿ Qué diferencia hay entre responder al inofensivo colegiado uruguayo con una “ guerra popular antifascista” y responder a la credia del río con bastonazos a los cerdos?.


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El extremismo revolucionario no ignoraba en 1963 que el Uruguay visible y verificable rebozaba de libertades y garantías constitucionales. Pero explicaba: el detalle de que el fascismo no se vea no significa que no exista. Lo que ocurre es que está enmascarado. Es una de sus malditas astucias.
Estas instituciones democráticas no son sino apariencias, un disfraz del que se sirve para confundir a la gente.
El razonamiento, mil veces repetido y mil veces escuchado a lo largo de las últimas dos décadas en todos los ámbitos de la extrema izquierda latinoamericana, continuaba con la presunción de que, si todo el pueblo tomara conciencia del fascismo escondido tras las apariencias democráticas, respondería en masa al llamado a la resistencia.
¿ Qué hacer, pues? El extremismo revolucionario sentencia: “ Hay que desenmascarar al fascismo” Y el primer paso de este desenmascaramiento era la denuncia, el intento de “ concientizar” a la gente y de abrirle los ojos sobre la verdad del enemigo emboscado.
Pero como ocurre que el pueblo uruguayo – como el argentino, el venezolano o el italiano- es, después de todo, una parcela de nuestra evolucionada civilización racionalista y atenida a los hechos visibles, resulta difícil convencerlo de que un fascismo invisible, no registrable entre tales hechos, existe.
Y, entonces, ¿Qué debe hacerse? La fórmula del extremismo revolucionario: obligar al régimen a desprenderse de su máscara, llevarlo a una situación en la que le resulte imposible mantener en pie sus apariencias democráticas, forzarlo a mostrarse en toda su ferocidad 5
La mayor parte de la violencia guerrillera que se extendió por Latinoamérica en los últimos 20 años (este libro fue publicado en 1984) empezó por no ser otra cosa que la instrumentación de esta consigna. La violencia encarada como estímulo de una contraviolencia concientizante, como modo de llevar al plano de la objetividad visible un fascismo que de otro modo no alcanzaba a ser materia de persuasión en un mero intercambio discursivo entre subjetividades6.


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Cuando al espiral de la violencia y la contra violencia logra efectivamente cubrir el tránsito entre el apacible colegiado uruguayo de 1963 y la feroz dictadura de Aparicio Méndez, una mentalidad evolucionada de nuestra civilización racional y atenida a los hechos visibles percibe que ha surgido, en la realidad, una situación nueva, distinta de la anterior. Que ha habido, en suma, un cambio. Ubica además este cambio en el contexto de las relaciones causales que gobiernan los hechos visibles, y advierte que ha sido promovido, condicionado, motivado.
Los acontecimientos toman entonces un giro inesperado para las expectativas del extremismo revolucionario: la promoción del fascismo al mundo objetivo no genera adhesión a la guerrilla urbana, sino todo lo contrario. Su efecto sobre las masas no es movilizador, sino inhibitorio. El hombre de la calle percibe en el extremismo revolucionario no al enemigo de la dictadura, sino al progenitor de la dictadura, el causante del cambio.
El extremismo revolucionario se defiende y argumenta: aquí no ha habido cambio alguno.
Nosotros no hemos cambiado nada. El fascismo de hoy es el mismo que había antes, sólo que ahora está claro, a la vista.
La violencia guerrillera, de esta manera, no se asume a sí misma, en rigor, como una política, como una praxis, como un modo de operar sobre la realidad para producir en ella determinados cambios- pues se da por supuesto que la realidad permanece inmutable-, sino como una mayeútica, una operación aplicada, no a las cosas, sino al saber que se tiene acerca de ellas, un ritual iniciático en el que santones provistos de ametralladoras y bombas de fraccionamiento guían paternalmente a la omunidad hacia el conocimiento de realidades preexistentes.
Si bien se mira, en la lógica de esta violencia concientizante, el momento de la efectiva transformación de la realidad por vía de la lucha antifascista concreta resulta visualizado siempre como posterior al de la combatiente movilización masiva que se aspira a motivar con la previa exposición del fascismo.
Pero como ya se ha visto que esta forma de violencia es a la vez inhibitoria de la movilización que se pretende desatar con ella, resulta en los hechos que la hora de la lucha antifascista concreta queda indefinidamente postergada, proyectada a un vaporoso e inalcanzable futuro, como el de la resurrección de la carne.
Asumido como enemigo en abstracto, el fascismo jamás llega a serlo en concreto para esta praxis que va anteponiendo inacabablemente a la hora de combatirlo la tarea de provocarlo, convocarlo, preservarlo a la vista de la gente. En esta tarea, el enemigo concreto es identificado siempre entre los moderados, los liberales, los progresistas, responsables de empañar y restar visibilidad al “ sistema”.
Silverio Corvisieri relata una ilustrativa conversación que tuvo oportunidad de mantener cuando, en junio de 1979, visitó como diputado italiano la prisión de Spoleto para verificar el trato recibido por los presos. Allí se encontró con Vincenzo Guagliardo, un dirigente de las Brigadas Rojas quien le señaló el contraste entre el duro guardia cárcel responsable de su sección, a quien los presos llamaban el “ mariscal Pinochet”, y el director del penal, un hombre de inclinaciones moderadas que concedía liberales facilidades a los reclusos para visitar a sus familias.
El enemigo para Guagliardo, era naturalmente el directo del penal. “ Nos divide el frente” , explicaba7.
En 1979, la organización terrorista Prima Linea reivindicó en Italia el asesinato del juez Emilio Alessandrini con un documento en el que señalaba como justificación del crimen la eficacia del magistrado. Alessandrini un progresista, debía ser eliminado porque, siendo un buen juez, fortalecía la credibilidad del Estado.
El golpe militar que derrocó en Chile al gobierno de Unidad Popular fue saludado como una contecimiento positivo por algunos ambientes de la extrema izquierda europea. Tal fue en italia la reacción de Lotta Continua, que había aportado su grano de arena a las motivaciones del golpe con una colecta realizada bajo la consigna de “ armas para el MIR”. Lotta Continua recibió con preocupación, días después del golpe, la versión de que un sector del ejército chileno marchaba sobre Santiago bajo el mando del general Prats en defensa del derrocado régimen constitucional. A juicio de este grupo, se trataba de militares burgueses que intentaban arrebatar al proletariado chileno una revolución que ahora tenía finalmente abierto el camino tas la caída del “ gobierno-freno” de Salvador Allende8.


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En julio de 1966, días después del golpe militar que derribó al gobierno de Illia en la Argentina, un activista estudiantil con el que yo había tenido algunos tratos durante mi pasada militancia política seme acercó en un café de la calle Corrientes, donde solía reunirme al caer la noche con otros periodistas.
“Un viejo amigo te quiere ver”, me dijo, hablándome conspirativamente al oído. “ Si me acompañás, podemos encontrarnos con él ahora”.
Salimos juntos del café y recorrimos cuatro cuadras en silencio hasta llegar al centro de la plaza Talcahuano. Allí, parado junto a un ombú cuyo bajo follaje lo protegía de la escasa iluminación circundante, estaba Joe Baxter.
Líder de una pasada escisión de izquierda en la organización ultraderechista “ Tacuara” y futuro líder de una escisión populista en el Ejercito Revolucionario del Pueblo ( ERP)9
Días antes, el flamante régimen militar del general Juan Carlos Onganía había producido su primera muestra de brutalidad, interviniendo violentamente la Universidad Nacional de Buenos Aires en lo que habría de ser recordado como “ la noche de los bastones largos”“ ¡ Lo que está ocurriendo en la Argentina es estupendo!” me dijo Baxter. “ Finalmente empiezan a darse las condiciones para la revolución!”
Esta conciencia jubilosa del fascismo en eclosión, común a las reacciones de Baxter ante la caída de Illia, de Lotta Continua ante el derrocamiento de Allende y de Guagliardo ante la providencial presencia de un Pinochet penitenciario que “ unificaba el frente” fue también el excitante que en 1970llevó a los montoneros a irrumpir en el escenario argentino asesinando al general Pedro EugenioAramburu10.
He escuchado decenas de explicaciones montoneras de las motivaciones que precipitaron este crimen, y todas ellas coincidían en aquella invariable exaltación de la “claridad” que aportan los halcones cuando se devoran a las palomas. El fascismo, por fin, estaba allí, presente y a la vista en el uniforme del general Onganía, despertando conciencias que habían quedado dormidas bajo el blando gobierno de Illia.
Después del “ Cordobazo”11, sin embargo, comenzó a cobrar consistencia en el seno del ejército argentino una corriente militar liberal que, con Aramburu como figura alternativa, se fue distanciando de Onganía en busca de una apertura política. En los primeros meses de 1970, ya había inorgánicas deliberaciones castrenses, contactos tomados con las proscritas fuerzas políticas y viajes de discretos emisarios a Madrid, signos todos de que el rumbo de la “ Revolución Argentina”12 estaba por ser torcido hacia un proceso de democratización que contemplaba inclusive, por primera vez en quince años, el reconocimiento legal del peronismo.
El extremismo revolucionario argentino observó este curso de los acontecimientos con la misma preocupación que asaltaría años después a Lotta Continua ante la supuesta marcha de Prats sobre Santiago.
Lo que se estaba viendo desde los santuarios del extremismo revolucionario argentino no era, desde luego, una situación en proceso de cambio. La realidad no cambiaba – sino que se manifestaba al pasar de la democracia a la dictadura y tampoco cambiaba al sufrir el proceso inverso. En la óptica de la extrema izquierda, las cosas se ceñían una vez más a la magia de las realidades inmutables en las que todo cambio se disuelve en un ectoplasma de irrealidades distractivas. El fascismo sea prestaba no a morir, sino a enmascarase de nuevo.
Había que detener este proceso, descabezarlo en una cruzada por defender la claridad en peligro. El enemigo: Aramburu.
Agente del ilusionismo demoliberal, como Illia y el general Prats, Aramburu fue secuestrado por los montoneros el 29 de mayo de 1970 y ritualmente sacrificado dos días después en un acto de exorcismo dirigido a expurgar de la luz el espíritu de las tinieblas.
Es curioso el destino de los demoliberales, doblemente execrados como máscaras del fascismo por la ultraizquierda y como personero disfrazados de la subversión, por un simétrico magismo de extrema derecha.
Esa fue la suerte de Aramburu, reaseguro de la derecha para el extremismo revolucionario y émulo de Kerensky para los ideólogos de la “Revolución Argentina”. Exponente, en suma de un ilusionismo a dos puntas que habría de convertirlo en blanco de una alianza, por lo menos objetivo, entre Onganía y los montoneros, entre la claridad y sus sacerdotes.


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Ha ocurrido siempre y en todas partes: jóvenes nacidos en familias de clase media más o menos acomodada, que por su origen social tienen acceso a estudios superiores, librerías de moda, bibliotecas, conversaciones sofisticadas en las que se habla de alienación, de Marx, de Marcuse o de la lucha de clases, y que un buen día, a la luz de las nociones bien o mal absorbidas de este contorno, tienen una súbita percepción de la falsedad, la hipocresía, la inmoralidad fundamental en que descansa la vida de sus padres.
Esta percepción lleva a una primera sensación de repugnancia, de rechazo por ese mundo cuyo símbolo inmediato y cotidiano es papá. “ caro papa”, la película de Dino Risi, describe con gran acierto este pequeño y emblemático drama familiar de un adolescente que, de pronto, se ve repelido hacia el submundo de la marginación pseudo revolucionaria por un padre que acumula millones de dólares en oscuros tratos con las transnacionales invocando a cada paso su pasado de partigiano.
Este rechazo, en sí mismo, no es negativo. Está bien que una fortuna construida sobre el hambre de braceros sicilianos, mineros chilenos o indocumentados mexicanos repugne a un adolescente de este estrato social, aun cuando sea su familia el marco en el que esta realidad se le manifiesta.
Pero en siete casos de cada diez, esta naciente conciencia de rechazo surge con adherencias del medio social que le sirve de marco. Es un rechazo que retiene porciones del mundo que rechaza, hábitos, gustos, inclinaciones y prerrogativas de clase que impiden dar a ese primer momento de repulsión proyecciones revolucionarias,. Y el rechazo, a la postre, se queda en mera rebeldía.
¿ Cuál es la diferencia entre un revolucionario y un rebelde?
Un revolucionario es, por lo pronto, un individuo política, ideológica y culturalmente independiente. Tiene sus propios fines, su propia tabla de valores, su propio camino. Y cuando da un paso, lo da arrastrado teleológicamente hacia adelante por aquella objetiva constelación de fines y valores que lo trascienden.
Un rebelde, en cambio, vive de rebote. La dirección de sus movimientos no está marcada por metas que lo atraen sino por realidades dadas que lo r4epelen. Y la repulsión desnuda, la repulsión vivida como un absoluto y no como momento derivado de una previa percepción de valores y objetivos que califican de rechazable lo rechazado, se resuelve en un puro negativismo.
La negación, en su variante absoluta, es un modo de depender de lo negado, El joven rebelde, carente de una tabla de valores propia, necesita conocer la tabla de valores de sus padres para construir por inversión la suya.
Si su rebeldía se expresa en la indumentaria, ruborizará a su padres presentándose desgreñado, grasiento y con deshilachados jeans en las recepciones que ofrece su familia. Si se expresa a través de la literatura, escribirá versos obscenos que escandalicen a la tía Eduviges.
Y si se expresa en términos políticos, las opciones del joven rebelde no serán otras que las del contorno familiar asumidas consigno invertido. En mis tiempos, por lo menos, este rechazo negativista consistente en poner cabeza abajo la escala de valores de papá se cumplía en el terreno político a través de la siguiente operación: el adolescente se preguntaba qué era lo que papá más temía y de testaba en el campo político. La respuesta era, generalmente: “ el comunismo internacional”. Y el joven rebelde, en consecuencia corría a inscribirse en el Partido Comunista.
Pero esta afiliación fundada en la mera inversión mecánica del anticomunismo paterno reviste peculiares modalidades. Bajo el rótulo de “comunismo”, nuestro joven rebelde asumía como su propio destino político no lo que el comunismo era, sino la imagen negativa que tenía del comunismo su padre.
Papá creía que los comunistas eran inescrupulosos, y nuestro joven rebelde posaba de sanguinario y violento. Papá creía que los comunistas negaban los valores fundamentales de la familia, y nuestro joven rebelde abogaba por el amor libre y la lucha contra el autoritarismo paterno. El comunismo que nuestro joven rebelde abrazaba no era sino una antología en negativo de los juicios o prejuicios anticomunistas de su familia.
Pero, una vez ingresado en el PC, el joven rebelde se encontraba con la sorpresa de que los comunistas no eran así. Los descubría pacíficos y rutinarios, cumplidores de horarios y amantes de la vida familiar. Por momentos, hasta se parecían a papá.
Sobrevenía entonces el desencanto, y el joven rebelde traducía su frustración en dos actitudes posibles: o abandonaba el partido para canalizar su rebeldía por otros conductos, eventualmente la droga o la cultura beat, o permanecía un tiempo más en el partido para genera una escisión colectiva de extrema izquierda. Gran parte del extremismo revolucionario ha tenido este origen.


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En un grupo originado de esta manera, el rechazo negativo de lo dado confluye con la renuencia mágica a desarrollar conductas acordes con los contenidos objetivos de la propia experiencia. Magia y negación son variantes complementarias de esa niñez estancada y resistente a la maduración que es el extremismo revolucionario.
Y al igual que la concepción mágica de las cosas, o más bien como parte inseparable de ella, también este componente negativista del extremismo revolucionario impide a la larga que la acción originada en ella sea realmente una política.
Una política, cualquier política, implica una necesidad de crecer, de sumar, de asumir real o siquiera demagógicamente la representación de anhelos colectivos, de escalonar los propios fines en programas máximos y programas mínimos que permitan construir la mayor red de alianzas posible.
Pero el extremismo revolucionario sacrifica siempre e invariablemente estas inherencias de la política como tal a la necesidad de ser y, sobre todo, de parecer terrible.
Montoneros fue, en buena medida, un producto, y a la vez un canalizador, de ambos componentes. Un político revolucionario – que lo es fundamentalmente por su aptitud para atender a la experiencia acumulada en la historia- sabe que consignas tales como “ cinco por uno, no quedará ninguno” , o “ llora, llora la puta oligarquía, porque se viene la tercera tiranía” no sirven para construir una política. Sirven si, para presentar como propia una personalidad escandalosa que asuste a la tía Eduviges.
Los propósitos del rebelde, en realidad, no van más allá de esto. Mientras el revolucionario rechaza una realidad dada con el ánimo de superarla, el rebelde la rechaza con el ánimo de que su rechazo conste. Y un rechazo proyectado al servicio de su propia constancia tiene que ser forzosamente directo, agresivo, clamoroso. Aunque la agresión fortalezca a la realidad agredida y sacrifique la posibilidad de superarla; es decir, de dar al rechazo una dimensión política.
A los montoneros leds tocó vivir una realmente dramática contradicción entre la mayor oportunidad jamás concedida a un grupo de izquierda en la Argentina para la construcción de un gran movimiento político y la cotidiana urgencia infantil por inmolar esa posibilidad al deleite de ofrecer un testimonio tremebundo de si mismo.
Esta acción autotestimonial, arquetípicamente presente en cada gesto montonero, es siempre inhibitoria de la acción política. Hacer política es desentenderse de uno mismo, trascenderse. Un político vive primariamente atento a sus metas, no a su imagen. Sólo secundariamente atiende a su imagen como algo cuyo valor no es absoluto sino derivado del fin. Y una imagen elaborada en función de genuinos fines políticos nunca es terrible.
Ortega y Gasset, en un ensayo que escribió en los años '30 sobre los argentinos, les atribuyó justa o injustamente un modo de encarar la propia vida que se asimila en cierto modo a lo que aquí se viene describiendo como una niñez estancada.
Ortega creía advertir un contraste entre los europeos, empeñados en hacer, y los argentinos, empeñados en ser. Por un lado, una vida abierta al mundo, a los demás, a una constelación de fines exteriores a ella. Por el otro, una vida ensimismada, revertida sobre sí misma, en la que el sujeto quela vive permanece consagrado a la construcción de su propio personaje. Un europeo, en la visión de Ortega, elige ser escritor porque quiere escribir. Un argentino elige escribir porque quiere ser escritor.
Esta visión puede ser acertada o no como caracterización global de los argentinos – en todo caso creo que es menos acertada hoy que en los años '30-, pero muerde sin duda sobre la realidad, sise enfoca con ella a la extrema izquierda, argentina o europea.
Un político revolucionario es un hombre que quiere hacer la revolución. Un militante de extrema izquierda es un hombre que quiere ser un revolucionario. Y hay considerables diferencias entre las motivaciones que llevan a construir en el mundo exterior una revolución y las que llevan a construir en uno mismo una personalidad revolucionaria.
Un político revolucionario, con su vida proyectada hacia una revolución entendida como fin que lo trasciende, está espiritual y psicológicamente disponible para asumir, a partir de la experiencia histórica, la creencia de que el camino hacia la revolución pasa por una coexistencia pacífica compartible con Willy Brandt, por un programa mínimo que lo asocie con Andreotti, o por las vías institucionales de la democracia parlamentaria y pluralista.
Para un militante de extrema izquierda, en cambio, la tarea de construirse autocontemplativamente una personalidad revolucionaria requiere otros ingredientes. La contemplación, autopracticada o buscada en otros a propósito de uno mismo, necesita un objeto claramente visualizable, audiovisualmente más atractivo.
Mientras que en un político revolucionario la tarea de hacer una revolución le exige a veces ofrecer de sí mismo la desteñida imagen de un concejal, la de construir una personalidad revolucionaria reclama colorido, brillo, una arquitectura de signos y símbolos asimilables a la temática de los posters.
Frente a la necesidad de hacer la revolución, que se resuelve en el universo de la política, la necesidad de dejar teñida en el universo de la imagen, reducida a pura iconografía: el birrete guerrillero, la estrella de cinco puntas, los brazos en alto enarbolando ametralladoras.




NOTAS
1 José López Rega, un ex policía aficionado a las ciencias ocultas, se convierte a mediados de los años '60 en secretario privado del general Perón y desde ese cargo acaba por ejercer una enorme influencia sobre el viejo líder político y sobre su tercera esposa, María Estela Martínez de Perón. Designado ministro de Bienestar Social en el gobierno surgido del casi plebiscitario triunfo electoral que obtuvo el peronismo en marzo de 1973, llegó a ser el virtual “hombre fuerte” de la Argentina bajo la gestión de la señora de Perón, quien sucedió en la presidencia a su esposo tras la muerte de éste en julio de 1974. Sus relaciones con el matrimonio Perón fueron comparadas a menudo con las de Rasputín con el zar Nicolás II y la zarina Alejandra. Se le atribuyó el patrocinio de un terrorismo de Estado que se manifestó en las actividades de la denominada Alianza Anticomunista Argentina (AAA).
2 Mario Eduardo Firmenich, nacido en 1949, se convirtió en máximo líder de la organización Montoneros después que murió Fernando Abal Medina el 7 de setiembre de 1970, en un encuentro armado con la policía. Como otros dirigentes del grupo, proviene del área católica de extrema derecha. Amigos del general Aramburu suelen invocar este origen para respaldar la tesis de que el secuestro y el asesinato del ex presidente fueron cometidos en connivencia con sectores internos del régimen militar encabezado por el general Onganía.
3 Raúl Sendic fue el fundador y máximo dirigente del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. Nacido el 16 de marzo de 1926, milita desde su adolescencia en las filas del Partido Socialista de Uruguay, que lo ve ascender rápidamente a puestos de conducción, primero como dirigente de la Juventud Socialista y más tarde como integrante del comité ejecutivo partidario. En los primeros años '60 se aparta de la agrupación para poner en marcha la organización guerrillera, luego de cumplir en 1960 una visita a Cuba que resulta decisiva para orientarlo en esta dirección. Capturado en 1972 en medio de la campaña militar que habría de destruir al movimiento tupamaro, Sendic sufre un largo período de prisión, que aun continúa en 1984, y durante el cual fue sometido, según fehacientes denuncias, a terribles torturas.
4 Autonomía operaia (autonomía obrera), grupo de extrema izquierda que creció durante los últimos años '70 bajo la guía doctrinaria de Toni Negri, Franco Piperno y otros líderes menores, que actuaban principalmente en el campo universitario. Predicadora y practicante de la violencia revolucionaria, critica a menudo el “militarismo” de ciertos grupos armados clandestinos, como las Brigadas Rojas, y auspicia como alternativa la “violencia de masa”.
5 Entre las formulaciones más características de esta filosofía, figura una declaración de Potere Operaio ( poder obrero), organización italiana de extrema izquierda emanada de las turbulencias de 1968 y considerada la matriz histórica de las Brigadas Rojas y otros grupos terroristas que operaron en Italia en la década de 1970: “ Cuando el Estado se vea obligado a erigirse en pura forma de dominio y de destrucción física, cuando el Estado se vea reducido a sus cuerpos armados, entonces las condiciones de la victoria de la revolución estarán aseguradas “. 8Potere Operaio del lunedi, 2 de abril de 1972, citado por Giampaolo Pansa, Storie italiane de violenza e terrorismo,Laterza, Bari, 1980, p.33).
6 En 1961, cuando faltaba más de un lustro para que el autoritarismo de Pacheco Areco comenzara a socavar la slibertades democráticas en el Uruguay, Raúl Sendic escribió en El Sol, órgano del Partido Socialista Uruguayo: “ El régimen que impera en nuestro país tiene un rostro y una máscara. La máscara es la apariencia de libertad y de democracia experimentada sólo por la gente rica y que sólo sirve para ser mostrada al exterior. Pero la democracia burguesa en nuestro país, como la democracia burguesa en todas partes, no resiste la prueba de fuego de la lucha de clases. Aquí ha caído la máscara y ha dejado a la vista un rostro siniestro, que evoca las macabras fauces del fascismo”. Sendic aparece aquí en una de sus últimas apelaciones al método discursivo para “ desnudar al fascismo” ante la conciencia de las masas. El escaso rendimiento de este esfuerzo bajo el colegiado uruguayo ha de llevarlo después a la impaciente metodología de las ametralladoras.
7 Silverio Corvisieri, Il mio viaggio nella sinistra, Ed. L”Espresso, 1979, p. 173
8 Silverio Corvisieri, ibid. p. 125
9 El Ejército Revolucionario del Pueblo ( ERP) era una formación guerrillera constituida en 1970 como brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), de orientación trotskista.
10 El teniente general Pedro Eugenio Aramburu fue uno de los principales líderes del alzamiento militar que en setiembre de 1955 puso fin a casi una década de régimen peronista. En noviembre de ese año ascendió a la presidencia luego de encabezar con éxito una conspiración contra el general Eduardo Lonardi, titular del primer gobierno surgido del golpe castrense contra Perón. En contraste con la actitud conciliadora demostrada por Lonardi frente a ciertas franjas del peronismo, sobre todo en el campo sindical, Aramburu asumió la representación de los sectores militares y civiles más antiperonistas. Su actuación al frente del gobierno militar, en consecuencia, tuvo un fuerte carácter represivo. La máxima expresión de esta política fue el fusilamiento de más de treinta militares y civiles en junio de 1956, luego de un fracasado intento insurreccional peronista. Durante la década que siguió a su paso por el poder ( 1955-1958), Aramburu fue evolucionando hacia posiciones más flexibles hasta convertirse hacia fines de la década de 1960 en promotor de un acuerdo con el peronismo que permitiera dar una salida institucional al régimen militar instalado en 1966. El asesinato de Aramburu por los montoneros dejó trunco este proyecto.
11 Con el nombre de “ Cordobazo” se conoce en la Argentina el alzamiento popular que en mayo de 1969 sacudió la ciudad de Córdoba, principal centro de la industria automotriz en la Argentina. Aunque sofocado finalmente por las Fuerzas Armadas, el “ Cordobazo” marcó para el régimen militar del general Onganía el comienzo de un proceso de deterioro que culminaría con su caída un año después.
12 Los líderes del alzamiento militar que derrocó en 1966 al presidente constitucional Arturo Illia eligieron la denominación de “ Revolución Argentina” para el proceso de reforma institucional que consideraban puesto en marcha con esa insurrección.

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