lunes, 28 de febrero de 2011

"Investigación proyectual: historia de las teorías, los procedimientos y las técnicas –theorias, praxis y poiesis" por Dr. Arq. Jorge Sarquis



El procedimiento configurador de la forma espacial arquitectónica, conocida hoy como el proyecto -el verdadero método o camino por el cual la arquitectura llega a su concreción-, no siempre se realizó de la misma manera. Si en sus orígenes .fue la composición mediante tipos estabilizados y consensuados socialmente, cuyas partes se organizan en un todo orgánico, como paradigma del pensamiento clásico, en el Renacimiento se introduce la idea de libertad creadora -abandonando la de mimesis y la teología como principios constructivos- a través de la noción de proyecto y representación. El Iluminismo provoca una gran revolución en todos los ámbitos, y se acentúa la idea de lo moderno contra el predominio de lo clásico. Las vanguardias artísticas y la modernidad arquitectónica se instauran definitivamente, y a mediados del siglo XX otra crisis -cada vez más frecuentes-, ahora contra una modernidad universalista, deja a la arquitectura y sus procedimientos en manos de los propios autores, sin la más mínima posibilidad de legitimación externa.
Este artículo fue premiado en la Bienal de Arquitectura de la Sociedad Central de Arquitectos y el Consejo Profesional de Arquitectura y Urbanismo 1995-1996, en enero de 1997, en el rubro "Teoría de la arquitectura". Su título fue "La investigación proyectual, una teoría, metodología y técnica de formalización arquitectónica contemporánea"

De la teoría como interpretación del mundo prefigurado

Una de las crisis fundamentales de las disciplinas tiene que ver con las exigencias de una realidad cambiante que no se atiene a cómo el mundo constituyó y dividió los saberes; ellos fueron producto de un momento histórico y eran funcionales para ese momento, pero esta situación exige hoy ser modificada. Esta fue una preocupación de la filosofía, y fue Aristóteles, trescientos años antes de Cristo, quien concretó un mapa de fragmentación del saber como modos de estar en el mundo: theoria, praxis y poiesis. Esta partición ha perdurado de distintas maneras hasta la crisis de la modernidad que comienza en el Renacimiento, aunque perdura en las diversas trilogías que podemos advertir ya en Vitruvio, cuando divide la arquitectura en venustas, firmitas y utilitas, y que luego la historia desplegará con diferentes énfasis en diversas épocas y autores. Una partición semejante es la que adopta Kant cuando postula las tres Críticas: a la razón pura -la que entrega fundamentos para la ciencia-, a la razón práctica -sobre la ética-, y finalmente a la crítica del juicio -sobre la estética. La misma división la observamos respetada en Weber y en Habermas, el filósofo de la modernidad, cuando fragmenta la realidad en las esferas de la ciencia, la ética y el arte.
Es dable observar que los campos se refiguran permanentemente y además se crean nuevos y se integran otros para abordar objetos de conocimiento que así lo exigen. La investigación cumple un rol fundamental en este proceso de renovación de los saberes, sin dejar de lado la práctica, que ante los nuevos desafíos debe dar nuevas respuestas, no siempre verificadas de antemano para garantizar su éxito.
La arquitectura no ha instaurado, como muchos otros saberes, un campo de investigación;
y mucho menos en torno a las cuestiones del proyecto, como tiene en torno a la formación y a la práctica profesional. Plantear configurar un campo legítimo de investigación en arquitectura implica colocarlo en paridad y competencia con otros campos de saber que tienen sus propios espacios de investigación, con sus propios medios para una finalidad básica: producir o, mejor, crear conocimientos para cada campo en principio y de carácter general después. Tal como hemos comprobado en un artículo previo (Sarquis 1995), el trabajo de creación se realiza en los momentos de creación específica de cada campo, es decir, cuando se transita el camino de la formulación de las nuevas ideas, o sea, el tiempo metodológico de la profesión y la formación, y no solo el de la investigación. Pero si la creación es la condición que los iguala, la diferencia es que en la investigación se exigen otras cosas como protocolo de los experimentos: métodos especiales y sobre todo justificación y validación de los hallazgos o creaciones producidas. Esta coincidencia del momento de la creación de lo nuevo en todos los campos suele generar no pocas confusiones entre las áreas de desarrollo en cada campo. Insistimos que es en ese momento, ni antes, en el momento del establecimiento de las causas previas (creación propia de la historia), ni después (creación de las técnicas constructivas), cuando se concretan las creaciones proyectuales. Es en el camino o proceso de gestación, o mediación, tal como además lo definió Aristóteles cuando establece los "mediante": 1) el hacer teórico busca la verdad mediante la contemplación de los entes que ya son; 2) el hacer práctico busca la justicia y la pertinencia mediante la acción en la vida cotidiana; 3) el hacer poiético busca la producción o fabricación de artefactos mediante la proyectualidad previa de los entes que "todavía no son" (Dussel 1980: cap. 5). Esta rígida fragmentación sufre interpenetraciones desde la primera modernidad, y así sabemos que el hacer poiético requiere de la theoria para orientar su acción en el sentido deseado, y además requiere saber dónde está la verdad de lo éticamente correcto para colocar su artefacto entre ello mediante el proyecto. Artefacto que ingresará a la vida cotidiana para su uso práctico mediante ciertas leyes del habitar.
El ámbito propio de la poiesis es óntico, natural o material como punto de partida, pero se refiere semánticamente a artefactos o al mundo cultural. La categoría propia es la de la coherencia formal del artefacto, su principio operativo es el de la proyectualidad poiética. Siguiendo con esta lógica, se establece la diferencia entre teoría, práctica y producción, donde hay métodos o hábitos del hacer distintos (Tabla 1) .




Cada campo de conocimiento de la realidad realiza las investigaciones con sus propios medios, es decir en sus espacios de mediación, que son los de investigación. La historia lo hace mediante el análisis de las fuentes para los juicios interpretativos sobre los valores y sentidos de los objetos y acontecimientos pasados. La tecnología, mediante la experimentación para innovar en materiales y técnicas de producción. La semiología, mediante el análisis para reformular los sentidos cristalizados. La sociopsicología, mediante encuestas, entrevistas y observaciones para una mejor comprensión de la sociedad. La arquitectura, mediante el trabajo proyectual para la iluminación de problemas urbanos y arquitectónicos y creación de soluciones. En el Iluminismo, el debate sobre la teoría de la arquitectura era acuciante. Conviene aquí recordara Quatremère de Quincy (1832: voz "Teoría"), quien ya diferenciaba tres tipos de teorías con las respectivas actitudes proyectuales: 1) la teoría práctica "de los hechos y de los ejemplos", 2) la teoría didáctica, aquella "de las reglas y de los preceptos", y 3) la "teoría de los principios de las razones sobre las que se apoyan las reglas, y que es llamada teoría metafísica". Mientras el primer grado está situado en un nivel cotidiano de la pura empiria, la experiencia se pone como una adquisición insustituible, el segundo grado, el didáctico, constituye "la enseñanza cotidiana de la escuela". Finalmente, el tercer grado se representa como aquel fundamental: éste "se remonta a las fuentes de donde emanaban las leyes". "El origen en cuestión -o sea aquello que funda la arquitectura en cuanto arte- es literalmente una surgente, una fuente de la cual emanan leyes superiores."
De los pocos acuerdos que hay en estos tiempos, uno es que la investigación produce conocimientos. Éste es el objetivo de toda investigación, y el objeto son los problemas que se consideran irresueltos en el campo disciplinar a indagar, en nuestro caso los de la arquitectura, Otro acuerdo, aunque ya no tan generalizado, es considerar que todo objeto de investigación, si es un saber, debe poseer: a) una dimensión teórica que enmarque e ilumine la concepción y el sentido del objeto, en nuestro caso, la arquitectura; b) una dimensión metodológica, el camino por el cual el objeto llega a su creación, siendo en nuestro caso el proyecto, verdadero procedimiento configurador de la forma que anticipa lo que no existe; y finalmente c) una dimensión técnica que permitirá colocar ese objeto en su máximo estado de concreción, construir la obra.
El asunto de este texto es el estudio del desarrollo histórico, hasta la actualidad, de los mecanismos de prefiguración de la forma arquitectónica en todas sus dimensiones. Ello nos coloca inmediatamente en la consideración de los problemas de la arquitectura, que desde sus aspectos teóricos hasta sus obras concretas condiciona y es condicionada por estos procedimientos anticipatorios.
La teoría como la dimensión de mayor abstracción
Cada una de estas dimensiones admite su apertura triádica en las mismas categorías dimensionales, para tener una visión completa del problema. Esto no significa un trabajo enciclopedista que pretenda barrer sistemáticamente todas las cuestiones de la arquitectura, ni que las dimensiones se relacionen armónicamente ocultando los conflictos reales que en la modernidad y no sólo en ella supone la relación entre teoría, metodología y técnica.
Podríamos afirmar que no existen tareas carentes de teoría (Sarquis 1992) y menos aún en relación pacífica con su práctica. Esto vale más aún para las tareas artísticas de la modernidad, incluidas las aparentemente menos reflexivas y más espontáneas (ver Trías 1991: 229).
La arquitectura, una práctica social compleja, implica ineludiblemente teoría, desde que Alberti en el siglo xv la incorporó a las artes liberales -junto a la pintura y la escultura desafectándolas de las artes mecánicas. No obstante, no es sencilla la definición de qué es hoy una teoría específica para el campo de la arquitectura, el urbanismo y los diseños, incluso sabiendo que en estos campos existen diferencias que hacen difícil la formulación de una teoría abarcativa -ontológico histórica- del procedimiento prefigurador de tales saberes y prácticas sociales.
Es claro que no se trata de una teoría científica particular que formula leyes generales objetivas y de necesario cumplimiento. Las distintas teorías de la arquitectura y los diseños, como aspectos o no de una teoría del arte, tienen su propia historia que comienza con Plinio y Vitruvio en el pensamiento clásico y recomienza con Alberti en el Renacimiento, y más adelante con los tratadistas del Iluminismo. Tras el acople e identificación conflictiva con la práctica que sufriera la teoría desde los primeros maestros de la modernidad de principios del siglo xx, que en su lucha contra el academicismo neoclásico e historicista provocó el rechazo de la teoría junto con los estudios históricos, en la actualidad la legitimidad de reconstruirla y la eficacia de su existencia es aceptada más allá de los intensos debates que suscita.
Para la arquitectura y los diseños se trata no sólo de imaginar la existencia misma de estas prácticas teóricas, y cuáles son, sino de pensar si están dadas las condiciones de posibilidad para la formulación de teorías de influencia efectiva sobre estas prácticas específicas. Una teoría hoy -al menos desde esta postura- debe reconocer la existencia de un conjunto de componentes en pugna en un espacio de fricción. Entre ellos, las finalidades externas o condiciones de posibilidad heterónomas y las internas o condiciones -irrenunciables- de posibilidad de una existencia autónoma, que se expresan de manera diferente según sea la concepción teórica de la arquitectura. O bien, comprometida con la cultura y la sociedad, con un modus operandi cercano a una de las variantes de la investigación proyectual propuesta, como el modo más apropiado para dar respuesta a las exigencias de los protagonistas mencionados (exigencias externas de los usuarios, internas de la propia disciplina y postura ideológica y desean te de los actores), y que en este escenario puja por instalarse, en clara oposición al procedimiento como proyecto instrumental o dispositivo que condiciona y determina hoy el operar profesional en general. En un texto altamente recomendable por lo esclarecedor sobre este tema, Morales expresa (1992: 93): "a la teoría le pertenece suponer y proponer las condiciones para que lo posible o habido se constituya en determinada realidad. Esto implica la necesidad de poner condiciones a la teoría para que sea en rigor constituyente de realidad".
Muchas veces se insiste -y con razón- en que los arquitectos no tienen teorías, y en rigor es cierto si hablamos de teorías conscientes y en el sentido fuerte del término, pero en nuestro caso la palabra teoría debe leerse como teorizaciones o como concepciones de la arquitectura. En este sentido, las reflexiones sobre las condiciones de la formación de la teoría quedan expresadas con toda claridad en Ferry (1997) y se complementan con la idea de Kuhn de "tensión esencial" (1959), como el modo en que se instauran las nuevas teorías en cualquier campo. Ferry plantea que todos los saberes tienen al mismo tiempo dimensiones teóricas y prácticas, y que en todo hacer hay un proceso de transformación, tanto en los objetos concretos como en los objetos simbólicos. Propone un esquema para analizar los distintos momentos de la conformación de los diversos niveles desde el puro hacer a la teorización de mayor nivel de abstracción, y que coincide en gran medida con lo expresado en la Tabla 1, aunque con mayor discriminación de los niveles de integración.
Define un primer nivel, de la práctica o del hacer, coincidiendo con el primer nivel de Quatremère. Aquí el operador no guarda ninguna distancia con el objeto, es decir, con relación a su práctica. Es pura producción empírica; sería el hacer (obras) sin reflexión teórica.
El segundo nivel se produce en el momento -muy posterior- en que se realiza un discurso sobre el hacer que intenta responder a la pregunta del cómo hacer y que surge por disputa entre los realizadores que poseen distintas maneras de hacer. Es decir, es un discurso empírico que formula indicaciones, como si fueran recetas de cocina. Se ha producido un distanciamiento con el hacer, en el momento que formulo las recomendaciones, aunque breves, dejo de lado la acción. Este segundo grado de la escala se identifica con un nivel técnico. Es decir que el técnico no es un simple practicante, sino que posee y domina un saber. Se presenta como el primer nivel de conocimiento, nivel de conocimlento técnico.
Existe un tercer nivel, a través del por qué hacer. y en este nivel se incorporan nuevas variables que intervendrán en el hacer. Es decir, ya no se trata solo de cómo hacer sino además del para qué hacer y qué hacer. Ferry lo define como nivel praxiológico, es decir, se refiere a la praxis (que no es solo la práctica): "la praxis es la puesta en obra de diferentes operaciones en un contexto dado que es necesario analizar y en el que tomar decisiones referentes al plan de ejecución de lo que se hace", es decir, la gran diferencia está en que frente a un problema (transformar un programa en proyecto) no solo se precisará de una capacidad técnica sino que se deberá preguntar sobre la significación de la demanda e interpretarla. Al realizar toda esta operación se estará en el nivel praxiológico. Y en este nivel ya podemos, según Ferry, empezar a hablar de teoría; va a aparecer una mediación (con textos, obras, discusión con colegas, etc.) que implica una reflexión teórica. y en este nivel cita a Schon (1992) y al práctico reflexivo, como aquel que pone de manifiesto esta capacidad de pensar la práctica.



Finalmente define un cuarto nivel: lo hace a partir de decir que aquí se produce un corrimiento que va más allá de la acción, el nivel científico. Su objetivo es conocer y entender cómo funciona un sistema y cómo funcionan los actores de este sistema, y no pensar necesariamente en una mejor acción posible. Este cuarto nivel presenta un compromiso entre práctica y acción de otro nivel, lo que Bachelard llama la práctica de la teoría. Este nivel de la práctica teórica es el momento que trata finalmente de cubrir mi propuesta, de comprender cómo funciona el sistema y sus actores, cuáles son sus unidades de análisis -los proyectos realizados y los experimentales o académicos-, las variables a tener en cuenta en los distintos tipos de intervenciones -red vial, tejido de la construcción del hábitat, espacios verdes-, y los indicadores para evaluar -parametrizando series en función de estos indicadores- cada una de estas variables y la totalidad del proyecto. Por último, los conocimientos que es dable esperar de ellos deben ser discriminados por los pares, expertos o usuarios de las futuras obras. La Figura 1 representa estos cuatro niveles, según Ferry.

Si este fue el origen de instauración de las teorías, su proceso de renovación queda expresado por Kuhn (1959) en la idea de que existe una "tensión esencial" entre los objetos que se incorporan al sistema de los objetos desde la pura empiria y las teorías existentes que no los explican. Al ser relacionados por alguien se crea lo que podríamos llamar segundidad. y por último, cuando se constituye una nueva teoría general -terceridad- que los explique, se instituye una nueva teoría que es dadora de sentido y fija las reglas del cómo hacer para todas las producciones que sobrevienen.
El procedimiento proyectual es reconocido por nuestra hipótesis como lo más específico de la disciplina, aunque su razón de ser sea la construcción de las obras. La proyectualidad está condicionada por una realidad que exige abrir la disciplina a la comprensión de las finalidades externas, con la ayuda de otros saberes no sólo de carácter técnico sino sociales y humanísticos. Las finalidades internas -intradisciplinares- tienen con el arte su ligadura más potente y una larga tradición en ello; en cambio, las externas sólo pueden hacerlo en la medida en que se lo planteen como un proceso de investigación, que debe entrar en ese "espacio de fricción" mencionado para ser trascendido en la forma final.
Es posible rastrear y reconocer entonces en el momento actual aquellas lógicas ordenadoras o estrategias del procedimiento que venimos señalando y que con toda intención hemos evitado denominar "proyecto" para remarcar que éste es un modo y momento específico de la modernidad, y que si bien es aún hegemónico existen sobrados indicios de que se ha incorporado un modus operandi de carácter transdisciplinar que denominamos investigación proyectual. Si bien no es necesario aún discriminarlo totalmente del proyecto, como modo general, al adoptar aquí para la investigación proyectual un carácter transdisciplinar, éste afecta inevitablemente a los otros modos proyectuales dedicados a la formación y muy especialmente a la profesión. Si bien es cierto que la investigación proyectual propuesta posee orientaciones y la más técnica o concreta se acerca mucho al ejercicio profesional, existen diferencias notables entre ambas. Dichas orientaciones van desde los planteos utópicos que se lanzan como anclas al futuro, a otros que aíslan variables para explorar a fondo sus posibilidades de cambio, produciendo series de proyectos preliminares ponderados. Algunas incluso la plantean casi como una práctica profesional innovadora que compite con la proyectualidad instrumental y comercial de la mayoría de la práctica profesional. De hecho, esta idea de utilizar el proyecto como instrumento de investigación se ha alimentado de los proyectos realizados por profesionales tales como Eisenman, Koolhaas, Zaera Polo, y otros que establecen una suerte de continuidad desde una docencia que investiga y que se aprovecha en la profesión.
Podríamos augurar, tal vez con demasiada audacia, que la condición de posibilidad de crecimiento de la arquitectura implica aceptar una íntima y fluida relación dialógica -es decir de diálogo de ida y vuelta- de los proyectos formativos y profesionales con la investigación proyectual, como el procedimiento anticipador y prefigurador más apto para la creación de conocimientos y para indagar las nuevas exigencias que se van presentando. Para ello vamos a explicitar las diversas estrategias que se han discriminado como convivientes y qué características posee cada una de ellas.
Pero ¿existe alguna relación entre la crisis de la arquitectura y los diseños y el procedimiento, estructura, manera o "arquitectura" que adoptan estas prácticas sociales en el despliegue de su saber? Nuestra hipótesis es que el debilitamiento del rol social de la arquitectura y los diseños es una consecuencia directa de la forma y manera en que se introducen las condiciones sociales o "finalidades externas", posibilitando o distorsionando el despliegue de sus valores específicos o finalidades internas. Y la forma y manera, o los métodos o, mejor aún, las lógicas que siguen hoy -al desentenderse del esclarecimiento de sus finalidades externas (Wellmer 1985 [1993: 129])- van quedando reducidas a ser mera "razón instrumental" -acrítica y consoladora- de un modo de producción neoliberal que reduce a los "disciplinados" actores a cumplir estrictamente con los indicadores de la lógica del costo-beneficio, propio de las ideas hegemónicas de esta sociedad. Reiteramos entonces, éstas condiciones externas -planteo y exigencias de la sociedad a la disciplina, pero que ésta asume como condición de existencia y posibilidad de creación no pueden ser atendidas sin el apoyo de otros saberes, en los que las ciencias humanas cumplen un rol fundamental. De igual modo -las condiciones de posibilidad del desarrollo de las finalidades internas- se enmarca en el contexto de la pérdida de la unidad orgánica de la obra y se enfrenta a la aporía de una sociedad escindida que la obra debe trasuntar y que al presentarse con apariencia de unidad -hecho al que no puede renunciar- no expresa la verdad respecto a la sociedad en que le toca actuar. Ambas instancias irrecusables -externas e internas- operan desconociendo la existencia de un actor social -el arquitecto o diseñador- que, motorizado por su deseo -tanto de satisfacción subjetiva como de producción de lazo social-, transforma estos materiales o pre-existencias en el territorio mediador de lo que se denomina procedimiento configurador anticipatorio según lógicas intradisciplinares e históricas.
Es necesario entonces reconocer la importancia de la dimensión teórica y comprender la arquitectura y los diseños como saberes particulares, en los que surge la necesidad de una epistemología crítica o metateoría para los saberes del entorno construido, con sus teorías particulares -sean o no científicas- para comprender la arquitectura y los diseños como fenómenos de la cultura. La especificidad del procedimiento prefigurador que advertimos (en la actualidad el proyecto), emerge como condición de posibilidad de la misma, y en él se juega la fricción entre determinaciones heterónomas (la tan negada función) y la autoreferenciada autonomía (la forma), para lo cual es necesario desentrañar la lógica que lo sostiene y los márgenes de libertad creadora que permite y compromete éticamente.
No siempre la realización de una obra requirió del proyecto, sea anticipador o hermenéutico crítico, ni tuvo la configuración el procedimiento y el lenguaje expresivo que hoy le conocemos. Este instrumento, mediador por excelencia, (2) no fue siempre la herramienta que los agentes de la producción del hábitat utilizaron para concretar sus objetos. Como todo producto histórico, no es ni natural ni neutro, está íntimamente comprometido con los momentos de cambio o crisis de la disciplina y la sociedad, (3) y nos deja los siguientes interrogantes: ¿Fue siempre el proyecto -tal como hoy lo conocemos- el mediador privilegiado para arribar a la forma arquitectónica? ¿Es el único y mejor método posible para producir arquitectura hoy? ¿Cómo juegan su rol hoy los arquitectos en la gestación y control de la forma arquitectónica en los mediadores disponibles? ¿Cómo ingresan los usuarios al proyecto? ¿Cómo incide la arquitectura en la subjetividad y cómo el hombre condiciona la arquitectura?

De los procedimientos como instrumentos configuradores y sus lógicas

Para predicar sobre la historia de las teorías de los procedimientos -como categoría disciplinar y no genérica- es conveniente hacerlo comprendiendo su desarrollo actual, para contextualizarlo luego históricamente e indagar sobre su genealogía que lo sitúa como el medio más específico y el lenguaje apropiado e irremplazable para anticipar la construcción de las obras de arquitectura y diseño. No siempre lo hizo a partir de transformar las finalidades externas -éticas, sociales y económicas- en internas -formales, estéticas y técnicas- mediante teorías, metodologías y técnicas específicas que modelan materiales históricos conducidos por actores sociales preparados académicamente para tal fin. En palabras de Adorno (según Wellmer 1985), "la arquitectura da respuesta a ciertas finalidades, mediante ciertas formas y con ciertos materiales".
Esta situación, configurada históricamente, no surge por generación espontánea ni capricho personal, sino como resultado de matrices sociales de acción, entretejidas a medida que fueron apareciendo en las diversas condiciones en que le tocó producir el hábitat, y hoy conviven con diversos grados de presencia, tal como lo entiende Williams (1977: cap. 2, ap. 7) cuando sostiene que en la producción de los bienes simbólicos y culturales coexisten conflictivamente diversos tipos de materiales: hegemónicos o dominantes, emergentes o nuevos, y arcaicos o residuales; todos inciden con pesos diversos en la toma de decisiones para la configuración de la forma.
Nos interesa situarlo históricamente para relacionarlo con un interrogante fundamental. ¿Es posible modificar individual y socialmente el procedimiento proyectual de la arquitectura y los diseños? A los efectos de no caer en "ideales metodologicismos abstractos con pretensiones de universalidad" alejados de las reales condiciones del operar disciplinar, es necesario trabajar en las descripciones de las operaciones concretas. En otros términos, y aunque semeje un juego de palabras, si el tema de este texto es "la arquitectura del procedimiento", es imprescindible contextualizarlo en el ámbito de lo que es imposible negar: "la crisis y falta de proyecto de la arquitectura y los diseños" como actividades culturales diferenciadas, realizadas por disciplinados actores de estas prácticas sociales específicas.
Su antecedente primigenio, la composición original de griegos y romanos, vigente en plenitud desde el Renacimiento hasta los comienzos de la modernidad de principios del siglo xx, operó regida por tratados y manuales que asumían el control total del proceso de organización estético-utilitario-constructivo del arte de la arquitectura, componiendo partes conocidas en una totalidad orgánica en la que es imposible no reconocer la interdependencia de las mismas, que funcionan subsumidas en el cuerpo jerárquico de la obra como totalidad corpórea unitaria. Allí prevalece la idea de hilemorfismo -íntima relación entre materia y forma-, pero que paradójicamente, si bien toma al hombre ideal como base de sus medidas y proporciones, lo hace solo de sus estables partes externas, sin atender a sus aspectos internos más inestables o dinámicos tanto fisiológicos como emocionales.
Es Alberti quien incorpora a mediados del siglo xv la arquitectura -junto a la pintura y la escultura- en las artes liberales o del espíritu, integradas hasta entonces por el trivium gramática, dialéctica y retórica-, como las artes del decir, y el cuadrivium -geometría, música, matemáticas y astronomía-, como las artes de lo dicho (Gimpel 1968: cap. 3). De esta manera, destierra a la arquitectura de las artes manuales en las que se encontraba subsumida como ejemplo de una tejné y una poiesis griega, con principios teóricos e indicaciones de sentido poco difundidos, salvo los tratados de Vitruvio y Plinio, que anticipaban las reglas de un hacer racionalizado, donde la ratio indicaba las raciones o partes en que se dividía el cuerpo a construir y la mans indicaba las medidas y proporciones aritméticas a respetar por necesidad para producir una obra per-fecta, lo mejor o bien hecha, a la que no se puede agregar nada, que además para ser bella debía cumplir con la perfección imitativa de la idea de totalidad integrada por partes, como ocurre en la apariencia del cuerpo humano.
La historia de los Tratados y Manuales que produjo no solo excelentes obras de arquitectura sino que hizo ciudades en todas las metrópolis occidentales- no es sino la de su alteración y transformación hasta su extinción irrecuperable, como material histórico de utilidad compositiva. Caído el sistema que operaba componiendo partes preexistentes, significativas socialmente dentro de un código o lenguaje compartido, el proyecto asume en la modernidad el rol protagónico de mediador imprescindible entre el pedido de la sociedad y la obra construida.
Pero sin duda, en la misma idea de invención que se instala en el Renacimiento anida el germen de la idea de proyecto que se despliega y emerge con fuerza en el Iluminismo y, con la precisa denominación hoy conocida, en las vanguardias históricas. Antes del Renacimiento, los códigos compositivos de partes identificadas para cada sitio (las naves, los atrios, los transeptos, los patios, las galerías) en las iglesias, conventos o palacios eran inamovibles. Esto no ocurre a partir del quinientos, cuya alteración del sentido de las partes en la totalidad orgánica y de la obra misma pone en cuestión el carácter sagrado de ciertas formas y las utiliza con el carácter profano que conocemos -como Palladio-, realizando actividades proyectuales en el sentido profundo del término.
Por el contrario, a partir de la hegemonía del proyecto, en la modernidad, no sólo se producen reiterados intentos de retorno de materiales históricos superados -las tipologías rossianas, por ejemplo- sino que en la misma práctica proyectual anidan restos arcaicos del sistema compositivo clásico que produce, mira y juzga los proyectos con ojos e ideas que intentan recomponer la unidad imposible y el equilibrio pacífico de partes.
La asunción de la posibilidad de la invención del espacio moderno encuentra en el término "proyecto" el instrumento privilegiado de la ideología del progreso, hegemónica hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX, cuya aparición de hecho surge con la propia disciplina en el Renacimiento -y opuesta a la noción de composición (Colquhoun 1991: 55- 79; Hernández 1995)-, se afianza en el Iluminismo y se hace hegemónica y consciente a partir de las teorías de los primeros modernos y herramienta de la experimentación con la primera Bauhaus.
Esto se comprueba además en el origen etimológico (Corominas 1974) de ambos términos. Proyecto (1737) proviene de abyecto, "arrojar hacia adelante un proyectil", y también de conjetura o hipótesis, claramente indicado en la acción de proyectar, respecto de un funcionamiento futuro a verificar en la realidad; de igual modo significa objectum, como objeto u objetivo propuesto; también sobjeto, subjectus, sujeto, someter, poner bajo el control de un individuo las representaciones del mundo y con ello lo que vendrá, y además trayecto, travesía como proceso y recorrido. Progreso proviene curiosamente de agredir, familiar de "arrojar hacia adelante proyectiles"; en él se deben incluir transgredir, como cambio de una situación estabilizada, y también regresar (es decir, no siempre avanzar). En ambos casos se advierte la incorporación de la idea de tiempo, de la que se toma clara conciencia en la modernidad. También el término pro da cuenta de la idea de causa, y se encuentra presente en los pioneros de la arquitectura moderna, no sólo por estar en pro o a favor de algo sino de luchar para conseguirlo, tal como era el espíritu hegemónico en el primer tercio del siglo XX. Composición, en cambio -donde la idea de progreso y tiempo carece de relevancia-, proviene de componer y de cum, como "con", y posición, como "poner en relación partes entre sí, o unas cosas con otras, o la distribución equilibrada, formando un conjunto armónico, de los diferentes elementos que figuran en una obra de pintura, escultura o arquitectura". (4) Un término familiar utilizado en la filosofía es composible, como potencial de pasar del estado de imposibilidad al de posibilidad. En música, pintura, escultura, literatura, poesía, el término composición aún se utiliza (resulta curioso que a un arquitecto jamás se lo llamó compositor) y no ha sido reemplazado ni por proyecto ni por diseño. Por último, diseño recibe múltiples denominaciones, desde la acción de idear y dar forma bi o tridimensional a la idea, hasta "dibujar" o "designar", como insiste Baudrillard en la Economía política del signo. De todas formas, alrededor de los sesenta los arquitectos utilizaron diseñar como hoy se entiende proyectar en el lenguaje común.
En un breve rastreo de la historia contemporánea advertimos que la consigna de los primeros modernos fue utilizar el proyecto como construcción libre -opuesto a la idea de composición clásica- para "inventar un espacio y una forma". Apoyados e impulsados por una falta, la de un código común establecido -aunque en la conciencia inédita de trabajar con materiales comprometidos con la época-, y a partir de considerar la subjetividad como fuente inspiradora de la libertad creadora individual, ésta se constituye en la herramienta privilegiada para tal cometido, olvidando, o en contra de la historia disciplinar y en consecuencia del sistema compositivo que lo asistía.
Tal certeza inicial, ante el relativo fracaso social de una forma y espacialidad abstracta, se encontró con sus límites hacia los cincuenta en la idea de que el genius loci, el genio del lugar de Norberg-Schulz (1967) , se podía constituir en la inspiración genuina para el proyecto. Se encontrarán allí las claves a descifrar para alimentar el proyecto con un material objetivo y legítimo que en las manos del creador deberá generar un buen proyecto. Según Sola-Morales, en la situación actual y a partir de los ochenta no se puede inventar la forma y el espacio desde la subjetividad creadora ni desde las claves contenidas en el sitio y decodificadas por el proyectista. La condición de posibilidad de sostener a la disciplina con un rol social consistente estriba en imaginar una espacialidad a partir de la sociedad y en la que se genere la posibilidad del acontecimiento (5) y se albergue el interminable y cambiante flujo de significados (6) e información.
Decíamos que la historia del hombre muestra que desde sus orígenes y en cada período fue construyendo su propio hábitat con características definidas. De este quehacer emergió, en un momento determinado -y según versiones diversas-, esta práctica social diferenciada llamada arquitectura que generó modos o maneras -en definitiva mediaciones, siempre anticipatorias- adecuadas para configurar tal arquitectura. Parece lógico que para producir los distintos hábitats y arquitecturas se hayan adecuado las herramientas para organizar sus objetos y que éstos se gestaran según fueran las condiciones de posibilidad de la disciplina de modo más general e intemporal- y sus condiciones de existencia concretas en cada momento y lugar. Veamos entonces cada una de estas lógicas.

a) Lógicas de los primeros procedimientos: el predisciplinar, el protodisciplinar, la composición

Es claro que existió un largo recorrido del pre al post-disciplinar. El desarrollo histórico de esta concepción inespecífica del proyecto como instancia de prefiguración (más abstracta y previa) de una idea que alcanzará a posteriori un mayor grado de concreción, tiene una primera formulación en lo que hemos denominado el predisciplinar. Refiere al que operó dando respuestas a las exigencias del medio ambiente con estrategias y materiales naturales y que hoy se sintetiza -aunque de manera diversa- en las profesiones y disciplinas tradicionales. Para la arquitectura y el diseño actual, el predisciplinar es en primer término el usuario y luego el alumno que ingresa en dichas carreras, habiendo desaparecido el constructor idóneo de los poblados europeos o aborígenes -la más pura tejné, formada por el hábito reiterado de hacer sin innovar. En términos de Ferry (1997) sería el primero y segundo nivel de teorización, con planificaciones guiadas por principios técnicos, mitos y convenciones sociales. Este saber predisciplinar construyó, en sus mejores momentos, valiosos edificios sin arquitectos, objetos sin diseñadores y ciudades sin urbanistas, pero este resultado ocasional se dio en situaciones especiales de la Edad Media y no ha vuelto a repetirse, salvo en circunstancias de grupos no disciplinares que en los sesenta, con el movimiento hippie y en rechazo de la cultura urbana, intentaron construcciones sin arquitectos que resultaron irrelevantes.
Como anticipamos, cada procedimiento, en cada momento histórico, tuvo características diversas. Veremos en detalle los componentes y las lógicas que orientaban a cada uno de ellos como herramientas prefiguradoras.
El diálogo ontológico histórico que proponemos para comprender la actual convivencia tensa y conflictiva entre los distintos procedimientos prefiguradores de la forma se inicia por aquellos componentes más arcaicos y paradójicamente también más actuales: las formas que los usuarios del hábitat van incorporando en su acervo cultural y que coinciden -en nuestra teoría- con el saber de los jóvenes dispuestos a ingresar a "ser disciplinados por los cultores de un saber milenario", que en nuestras investigaciones hemos denominado los predisciplinares de la arquitectura y el diseño. En ese saber surgen diversos modos de organizar el espacio que alcanzan niveles de calidad y originalidad, interfiriendo forma con utilidad, basándose en una estrategia de adición de unidades habitativas, de actividades exteriores o interiores, con diversos grados de jerarquía y uso. Desde sus orígenes, este rasgo está presente en los sucesivos procederes configuradores. Como registro de su operar originario se pueden apreciar pueblos enteros, tanto en Europa -España, Italia, Dinamarca, Francia y otros- como en África, Asia y América, que han dejado construcciones vernáculas de lo que se ha dado en llamar "arquitectura sin arquitectos" o -como hemos afirmado desde nuestra investigación- arquitectura predisciplinar. En ella se posee una tejné que se transmite -sin teoría- por convenciones, mitos y hábitos constructivos. Conjeturamos que es en esta tejné donde se incuba la idea de ordenar estas construcciones por partes ya probadas en su utilidad e integrando una totalidad unitaria. En general sólo se visualizan hoy para esta lógica la existencia de construcciones degradadas de sectores urbanos periféricos que, sin concepciones teóricas -aunque con cierta tejné de escasas y a la vez rígidas teorizaciones- realizan de manera directa las obras sin representaciones previas y respondiendo a fines externos directos que se presentan como problemas prácticos a resolver.
Es en el Renacimiento cuando se configura definitivamente la disciplina como un saber que requiere de saberes previos y teorías explícitas, tanto para componer sus obras como para construirlas. Este saber alcanza desde entonces y hasta la modernidad de las vanguardias históricas, atravesando el Iluminismo, distintos niveles de desarrollo y riqueza significativa en las obras que concreta, configurando la mayor parte de las ciudades occidentales y otorgando a las más valoradas el calificativo de obras del arte de la arquitectura que son producidas por sujetos denominados artistas y más tarde genios (Jauss 1977). En paralelo, decae la producción predisciplinar de calidad y perdura una producción cada vez más inespecífica y degradada, hasta configurar en nuestros días las caóticas periferias urbanas.
En el mismo registro de estas obras caracterizadas por la belleza y perfección alcanzada o por la ruptura que producían respecto de la establecido, abriendo nuevos campos a la producción simbólica, emergen algunas propuestas que son apenas ideas y dibujos que no lograron su concreción, y en consecuencia no fueron aceptadas fácilmente en el interior de una disciplina que ponía fuertemente el acento en la lógica de la dura piedra, el hierro o el ladrillo. No obstante, jamás dejaron de producirse y valorarse aunque fuera extradisciplinarmente. Así, tanto Leonardo y Miguel Angel como Piranesi, Boullée, Soane, Wren, Ledoux, Marinetti y Williams incursionaron en exploraciones formales y espaciales que legítimamente hoy denominaríamos experimentaciones arquitectónicas. Pero la puesta en superficie de esta incipiente forma de investigación proyectual coincide con la instauración de un momento caracterizado por la puesta en crisis de todos los valores y las reglas de la disciplina para conseguirlo. Vivimos una etapa de crisis disciplinar que deberá reconstruir, sobre las ruinas de la disciplina, nuevas reglas del juego de un saber milenario e imprescindible.
Este recorrido filogenético podría semejarse al ontogenético que un individuo hace cuando elige -desde su predisciplinar inconsciente- la profesión de arquitecto. Ingresa a la facultad y egresa a un campo de prácticas que vive una etapa desintegradora y a la vez de reconstrucción disciplinar que ofrece como alternativa, ante la diseminación, el todavía inseguro camino de la experimentación, que bien puede integrarse como parte central de la investigación proyectual, que pretende indagar nuevos ejes disciplinares de teorías, reglas y materiales.

b) Lógicas de los dispositivos disciplinares: la composición protodisciplinar, la composición proyectual, la exploración mediante la composición proyectual, el proyecto compositivo, el proyecto instrumental

Dado que no es este un trabajo de historia, se tomarán los procedimientos hegemónicos conocidos de cada momento -desde los autores citados y no mediante un trabajo con fuentes primarias, que convocamos a realizar en profundidad por los expertos-, sus puntos de inflexión, pero no las causas y razones de dichos cambios. Partimos de registrar las diferentes maneras de que se valió la disciplina para concretar sus objetos en largos períodos y los modos hegemónicos utilizados.
Sosteníamos que un milenio antes de Cristo, en la Grecia y Roma antiguas, surgió en la cultura occidental lo que llamamos en sentido lato arquitectura -en rigor, protoarquitectura-, como construcción diferenciada de la habitual tejné. Noción compleja que llega hasta nuestros días y que tiene una primera división entre artística e ingenieril en el mundo griego, a la que le sucede una segunda entre hacer útil e inútil en la fase de la constitución autónoma del arte y los saberes, desde el Renacimiento hasta el Iluminismo.
Desde allí avanza hasta la modernidad de las vanguardias históricas, en que se instituye definitivamente como práctica social autónoma -producto inevitable además de la división social del trabajo-, y con la aparición de los diseños -como expresión de la última modernidad, heredera de las artesanías milenarias- llega a la producción industrial seriada y selectiva.(7) Conjeturamos que estos procedimientos tuvieron una larga historia, previa a la institución del operar disciplinar, hasta que se dieron las condiciones de posibilidad para que emergieran primero como saber compositivo y luego como saber proyectual.
La composición protodisciplinar
De aquella lógica quedan en el interior del sistema compositivo clásico trazas y modos de operar que se absorben en éste y que configuran la manera más extendida de prefigurar la arquitectura, al punto que "resiste" casi dos mil años a todos los cambios dando respuesta eficaz a todas las exigencias que se sucedieron en la historia. Es conocida como la estrategia clásica, instituida en lo que podríamos llamar el tiempo del origen disciplinar -aún no institucional- de la arquitectura, tal vez del urbanismo y las artesanías con fines utilitarios o religiosos y espirituales.
Lo acontecido como importante en Grecia y Roma -fundante para la cultura occidental- es la creación de la diferencia. Diferencia entre construcciones del poder -palacios, templos, monumentos-, con carga significativa y un orden visible, y la extendida construcción predisciplinar habitual. Aquí se puede considerar el inicio de la disciplina de la arquitectura, con todas las determinaciones que impone esa primaria tejné, y que alcanza su punto cumbre con losconocidos textos fundantes de Plinio y Vitruvio (siglo I d.C.) donde se legitima el sistema compositivo de ejes y proporciones -latente en el predisciplinar-, ritmos y armonías, mímesis y unidad orgánica que se venía instituyendo y cuya búsqueda central era la perfección mimética de la belleza.
A posteriori -sin claridad histórica ni acuerdos sobre el tema-, los textos y obras realizan un largo recorrido subterráneo, atravesando el medioevo hasta hacer su reaparición con Alberti en Italia. El componente principal sobre el que se apoyó la producción del período fue un ideal de belleza que se instauró no sólo en la arquitectura sino en todas las artes y perdura hasta nuestros días con diversas vicisitudes y adquiriendo expresiones varias.
De ese período, conocido como Edad Media -que carecía de la idea de autor y desconoce la subjetividad de los constructores-, queda el rol social idealizado de los productores de belleza mediante la tejné compositiva disciplinar, sin una extendida concepción teórica, pero con una metodología y técnica cada vez más ajustada. Sin interrogarse por fines externos, que respondían al poder político o religioso, comienzan a fundarse las finalidades internas mediante el paradigma de la belleza -por mímesis, buscando la perfección-; la estrategia compositiva configura un rígido pero armónico "cuerpo orgánico" integrado por un todo y partes inseparables e irremplazables.

La composición proyectual

En la base de la composición clásica está la valoración de una concepción corpórea de la arquitectura (Morales 1999: 105 ss), entendiendo este cuerpo como un integrum, idea de cuerpo inanimado -soma- integrado por partes. Esta idea de capturar la totalidad por partes proviene -según Morales- del temor a una inmensidad desconocida, incomprensible e inatrapable como objeto de conocimiento. Estas partes son raciones -pro-ratio- que pueden tanto integrarse como dividirse -scire- para su clara intelección. Esta forma de componer se presenta como necesaria y no deja lugar a la libertad compositiva tal cual se la comprende en el Renacimiento. Esta concepción se entiende mejor cuando a ella le suceden la concepción funcionalista y la espacial de la arquitectura.
Es entonces en el Renacimiento cuando se instaura esta particular y trascendental estrategia ordenadora disciplinar. Se sabe que además se constituye institucionalmente como saber sistematizado en un cuerpo disciplinar donde la figura social del arquitecto tendrá la responsabilidad de realizar los proyectos y la dirección de la obra. Si bien se señala a Brunelleschi como el "primer arquitecto", será el Tratado de la Arquitectura de Alberti el que instalará a la arquitectura definitivamente en las artes del espíritu, como una práctica que requiere de saberes previos, teorías explícitas y reglas prescriptivas, tanto para componer -con ejes, armonía y proporción- sus obras como para construirlas.
Si bien en lo manifiesto se trabaja sobre la idea de composición, en lo latente se anida en el elogio de la libertad -presente en los textos de Alberti- la idea de creación propia de la noción de proyecto guiado por el principio constructivo organizador del todo y las partes. Con esa misma concepción se realizan los grandes aportes a la arquitectura desde Palladio hasta las vanguardias históricas.
Adorno es claro al respecto, comienza a trabajarse subterráneamente con la idea de proyecto -aún no mencionado como tal-, cuya lógica es la del principio constructivo: "La construcción es la única figura posible de la racionalidad del arte, al igual que en su comienzo, en el Renacimiento, la emancipación del arte de su heteronomía cultual coincidió con el descubrimiento de la construcción, entonces llamada composición"... "La construcción se diferencia de la composición aún en su más amplio sentido, que incluye la composición plástica, porque sojuzga tiránicamente todo cuanto desde fuera le llega y también todos los elementos inmanentes." En este período, que transita del siglo XV al XX, se piensa que se está desplegando en toda su potencia la idea de composición y en realidad, hipotetizamos, se está asistiendo al crecimiento -en el interior del sistema compositivo- de la noción de proyecto, en el sentido explicitado por Adorno de estar guiado por el principio constructivo.
Por otra parte, siendo el hombre y la racionalidad no cultual la que funda el desarrollo de la ciencia positiva, es la técnica y la lógica de la tecnología -tectónica- la protagonista central que se va a agregar a la belleza clásica -aunque modificándola-, postergando la indagación rigurosa sobre el uso que albergará la forma arquitectónica generada a partir de la belleza y la técnica.
Si la filosofía sitúa el comienzo de la modernidad en Descartes (1596-1650), en pleno auge del Renacimiento, cabe interrogarse por qué la arquitectura alcanza la modernidad hacia fines del siglo XIX, justamente cuando en el pensamiento de lo que constituye el círculo de la sospecha (Nietzsche, Marx y Freud) la ponen en crisis por el exceso de una racionalidad establecida por el cartesianismo y relanzada por Kant hacia 1750, no para hablar de una posmodernidad -por la distorsión que ha sufrido el término- sino para pensar otra situación aun sin denominación. ¿Se corresponde la "composición proyectual" que describimos para este momento con un atisbo de modernidad real incipiente?

La exploración mediante la composición proyectual

El espíritu de libertad creativa y ruptura de las convenciones naturalizadas que anidaba en la idea de proyecto y que controlaba la "composición proyectual" generó y albergó otra poderosa e imaginativa corriente, más subterránea aún, que hará su primera y fugaz eclosión en el siglo de las luces (1750-1800) para luego opacarse por más de un siglo y renacer en el XX apelando a la invención disciplinar más extrema para la época.
La utilidad social y disciplinar de estas exploraciones proyectuales radicaba en la anticipación de formalizaciones que -insegura de sus resultados- tanto la sociedad como el campo disciplinar no estaban aún en condiciones de aceptar. Pero estas imágenes o visiones de futuros probables o escenas posibles se constituían en elementos indispensables para dinamizar el desarrollo del debate de ideas tanto al interior como al exterior de la disciplina, estableciendo una cadena de transmisión entre la sociedad y la arquitectura.
Así, estas opiniones -en muchos casos verdaderas utopías- fueron constituyendo un campo disciplinar específico y no siempre universitario o académico, regido por una lógica irregular e inconsistente, recién ahora legitimada a partir de las teorías contemporáneas del caos, los fractales, los rizomas o las catástrofes, en desarrollos lineales y no lineales que, diferentes en cada dimensión, pueden posibilitar experiencias innovadoras del habitar.
Este saber "otro" con cierto grado de "ilegalidad" se constituyó, por este mismo carácter, en un espacio de especulación "teórica" en el sentido de un producto que va a quedar en la mera formulación y no va a alcanzar la construcción concreta tal cual se lo ha formulado, pero va a fundar una producción caracterizada por el "exceso", es decir por un plus de significación -aún innombrado e impensado-, y para el que hay que crear las categorías y conceptos que permitan pensarlo y nombrarlo.
Es decir, se ha generado y legitimado un procedimiento que produce conocimientos (8) de los que se carecía hasta entonces en el campo de las imágenes, conocimientos no de hechos sino de comprensión de problemas, no del todo visibles, cuya resolución formal arroja luz sobre los mismos. A esta actividad y producto postulamos denominar como una orientación imprescindible de la investigación proyectual, aunque se advierte su cercanía con la proyectualidad formativa y profesional.

El proyecto compositivo

Este modo de operar -conocido como proyectual a secas- que se identifica con el proyecto moderno y que conjeturamos se instaló con los primeros maestros de la modernidad y acompañó a las vanguardias históricas emergentes a principios del siglo XX, es una modalidad de trabajo que podemos considerar heredera de la subterránea "exploración proyectual" antes mencionada y de la manifiesta "composición proyectual" de ese período y que aquí se podría denominar, invirtiendo la prioridad, "proyectual compositiva". Coexisten en el interior de esa manera de operar estrategias compositivas que desde el Cinquecento se guiaban por el principio constructivo del todo y las partes, y que en muchos momentos de la contemporaneidad -por ejemplo tipologías rossianas en los sesenta- emergieron guiando la lógica de los procedimientos y privilegiando las composiciones por ejes -en principio balanceados y luego simétricos- muy alejados de los principios de los primeros maestros. Esto implica privilegiar el principio constructivo del proyectar, pero sin liquidar la lógica compositiva, influyendo en el interior de la proyectualidad -el hecho que se la llame entonces "composición balanceada" da una idea de su peso- que incluso mantiene el nombre de Composición para la materia central de las facultades de arquitectura del país hasta casi los años sesenta, en que se cambia sucesivamente por Diseño, Proyecto y finalmente Arquitectura.
No obstante, podemos afirmar que lo que se conoce como proyecto es en realidad una parte de un procedimiento organizador de la forma más abarcativo que lo trasciende -al menos desde las definiciones conocidas y desde Adorno- porque se incorpora una exigencia, la función -que se agrega a la belleza (ahora originalidad) y a las invenciones que aporta la técnica como subsidiaria simbólica de la ciencia positiva-, que se presenta con el conocido apotegma "la forma sigue a la función". Así se difunde, instaura y legitima una teoría de la arquitectura que nunca alcanza la eficacia de las expectativas que crea. Y no solo eso, sino que oculta en la palabra misma, de origen biológico, las múltiples actividades, hábitos, deseos, costumbres, en fin, el ethos, que es lo que realmente era necesario indagar para incorporar a los proyectos, en los cuales sigue prevaleciendo la imagen del cuerpo proporcionado de origen clásico como patrón de comparación y valoración.
La noción de función en el campo de la biología trae consigo la idea de finalidad y estructura que luego se adapta para la arquitectura.
En síntesis, de los protagonistas que se han identificado en el más dominante y actual procedimiento configurador, ya aparecen hasta aquí casi todos los componentes o integrantes, a saber:
- La concepción teórica -explícita o implícita- que orienta la tarea hacia el cumplimiento del motivo inicial se hace inexistente y se postula ligada indisolublemente a la práctica. Se advierten hasta aquí cambios en los principios constructivos y lógicas proyectuales, así como en las técnicas específicas de concreción.
- El motivo inicial o los fines -externos en la pregunta por el sentido e internos en las cuestiones estético formales- de la disciplina están presentes y por primera vez se toma conciencia de los materiales que aportan y las hipótesis de trabajo que generan.
Si bien se proviene de una lógica que tiene presente al autor individual como protagonista, se comienza a valorar el trabajo en equipo, aún disciplinario, y en caso de ser interdisciplinario lo es de las especialidades técnicas necesarias para resolver las exigencias de los nuevos tiempos provocados por los avances de la tecnociencia, aunque se desconocen todavía las lógicas diferenciadas de los actores en los distintos roles y momentos del proyecto compositivo.

El proyecto compositivo deviene el dispositivo instrumental del partido

Tal vez como nunca en este período de instauración del capitalismo financiero, o tardo capitalismo informático globalizado, del hombre hipercosificado e hipercodificado y previsible, que suprime todas las diferencias, se hace necesaria la existencia de un sistema de prefiguración o anticipación de la forma arquitectónica totalmente instrumental a estos fines y soportado por una razón que no se interrogue por los fines y esté atenta sólo a los medios más eficaces y racionales para maximizar ganancias y reducir pérdidas. Tal como lo anunciaran Adorno y Horkheimer (1944), en aquel célebre texto anticipatorio de lo que vendría: una razón instrumental, ciega a los verdaderos intereses o fines del hombre y atenta sólo a una razón instrumental que cumpla los fines impuestos por los intereses de quienes lo imponen, por un camino que puede o no ser racional.
Este modo de prefigurar la forma adopta lenguajes estabilizados por los primeros maestros e incorporados por la sociedad, sea un internacionalismo de base "racional", que llega a un curioso pintoresquismo en las grandes obras urbanas o a un racional tecnicismo de coloración miesiana, muy lejos de las intenciones críticas e irónicas de Mies sobre la necesidad de no olvidar la tectónica aún cuando las nuevas técnicas obliguen a la invención de un lenguaje realmente moderno.
Esta situación alcanza su mayor grado de indiferencia y pérdida de valor en los setenta, cuando ante el clamor de un posmodernismo que llama a reinstalar la diferencia, sólo consigue legitimar un "vale-apelar-a-todo", que en realidad significa un vale cualquier cosa, y muy especialmente una suerte de arquitectura de baratijas, de cristales espejados en los casos más estridentes, o una falta de calidad constructiva desgarradora que ha perdido hasta los mínimos valores de una construcción histórica que rivalizaba dignamente con la arquitectura, según Loos, desde una técnica sin pretensiones significativas aunque conservadora y eficaz.
Aquí no podemos hablar de lógicas específicas de configuración de la forma, porque carece de interés para sus operadores, y el hecho de consignarla en este texto tiene el sentido de advertir su presencia, que aunque estentórea y rimbombante se introdujo subrepticiamente en muchos espíritus disciplinados, bien intencionados e inteligentes que perdieron el rumbo de una búsqueda auténtica en aras de producir obras significativas que terminaron siendo meros alaridos sin trascendencia cualitativa.
En la versión argentina, el partido, proveniente del parti de la École de Beaux Arts francesa, por diversas razones se instala en las facultades de arquitectura como opuesto a la idea de composición clásica -escasa de imaginación y creatividad-, y produce en las primeras décadas excelentes obras de arquitectura, pero luego reproduce un mecanismo apto para una razón instrumental atenta a apurar los mecanismos de producción de la arquitectura.

c) Lógicas de los dispositivos disciplinares refigurados: la exploración y experimentación proyectual, la investigación proyectual

Hemos creado este apartado con la idea de la existencia de una práctica transdisciplinar y a la vez, reconocemos, temeraria y provocativamente propuesta como postdisciplinar- que instituye una denominación que pretende ser abarcativa hacia finales de un siglo dominado por la diseminación del campo disciplinar. Pero en realidad deberíamos hablar -para ser fieles a nuestras intenciones- de la disciplina refigurada, ya que postular una disciplina transdisciplinar no es sino contribuir a la diseminación disciplinar que criticamos y lamentamos. Esta nominación ha nacido en el interior de una reflexión sobre los procedimientos específicos del proyecto, más preocupados por variar los modos de control y producción de la forma que por una concepción de la arquitectura que responda a las nuevas condiciones de su producción. Sin intención de renombrarlo -nos referimos al procedimiento conocido desde principios de siglo de manera hegemónica como proyecto-, de hecho derivó en la situación contemporánea en dos líneas básicas. Por un lado, la de aquellos que intentaron aceitar un dispositivo instrumental (9) existente y casi hegemónico, pero a todas luces reconocido impotente como metodología -en los sesenta- para "manejar" la innumerable cantidad de datos que las nuevas exigencias económico sociales le requerían al proyecto, pero sobre todo, era evidente, tentados en aprovechar los avances de la informática y aplicar a la arquitectura la noción de problem solving tan difundida en los medios ingenieriles americanos, sin advertir que la arquitectura es antes que nada un problema cultural que muchas veces acentúa la existencia de estos problemas, que no pretende resolver sino exponer con su mayor crudeza. La segunda línea, a la que llamamos experimentación proyectual, con múltiples orientaciones que van del expresionismo subjetivo a lo Gehry a las racionalidades más extremas de un Eisenman, que en sus inicios podríamos colocar en el haber de una incipiente exploración proyectual, no llegó aún al campo profesional ni a la enseñanza de modo explícito. En la opción racional, no lograron, entre otros factores, crear mecanismos eficaces de producción ni de control de la forma, dejando como saldo una creciente desilusión sobre las posibilidades de aplicar al procedimiento proyectual mediaciones de racionalidad y dejando librada la creación de la forma a las intuiciones de los creadores con la distinta suerte que ello implica.
No obstante, y tal como ocurre en la historia de la disciplina, la racionalidad sistematizadora y el expresionismo subjetivo -aunque parezcan opuestos- comparten el objetivo de superar la utilización del instrumento proyecto como un dispositivo -casi como un piloto automático que produce la forma, sin ningún tipo de conflicto para el creador ni para el receptor- al servicio de la razón instrumental antes señalada.
Por otro lado, se acentúa la idea sembrada por el Team X que lo que importa cambiar es la arquitectura y que en todo caso los métodos serán una consecuencia de estos cambios sustanciales en la concepción de la arquitectura.
Esto lo capta, con las características tan bien señaladas, Cacciari (1981), quien resume los tres tipos de proyectos ya marcados, del segundo de los cuales es posible desprender la idea de un tipo de proyectualidad -profesional y formativa- ligada por necesidad a una idea de investigación proyectual, tal como la que estamos proponiendo y que explicitaremos con mayor detalle en próximos escritos.
Estos modos se presentan en la actualidad conviviendo de diversas maneras, no siempre
conscientes ni pacíficamente, determinando más de una de las decisiones que definen las formas de los objetos producidos y con los cuales convivimos. Estas lógicas conviven hoy en el compósitum del instrumento prefigurador actual, cuya mayor dificultad de identificación en la descripción radica en que en el último tercio del siglo XX oscila, no sin tensiones, entre ser un dispositivo instrumental o asumirse como las muchas orientaciones de la investigación proyectual algunas de las cuales se encuentran muy cerca de la tarea profesional de los arquitectos más innovadores de este fin de siglo sean los mayores, como Eisenman o Koolhaas, o los jóvenes, como Zaera Polo, Greg Lynn, Ábalos y Herreros, o Ben Van Berkel-, en todos los casos intentando cargar la acción proyectual de un alto grado de racionalidad y en definitiva de objetividad, aunque reconociendo la dimensión poética de sus elecciones formales, llevadas a cabo más directamente por extremos expresionistas a lo Gehry o minimalistas a lo Herzog & de Mouron.
Este compósitum de ambas situaciones que opera hoy en la interioridad del actual procedimiento organizador de la configuración, al que denominamos dispositivo para la proyectualidad instrumental (y no decimos profesional dado que no siempre es funcional a esta instrumentalidad ciega a los fines) y experimental para las intenciones de innovación, se fue constituyendo en cada fase de su desarrollo histórico (10) y se relacionó dialécticamente con las anteriores, creando sus propias teorías, metodologías y técnicas, es decir su racionalidad y su lógica -la más de las veces inconsistente-, aunque fuera de manera incipiente, imprecisa y sabiendo que los conceptos hoy utilizados no siempre tuvieron en la historia la misma significación.
Es necesario y posible discriminar tres dimensiones o instancias a experimentar (y hasta podríamos denominar grupos de aspectos), a considerar entre los componentes de los procedimientos y cuyas relaciones son más o menos intensas según se trate de las primeras estrategias compositivas o de las actuales como el hegemónico dispositivo proyectual instrumental o la emergente experimentación e investigación proyectual como partes de la cultura material del hábitat: 1) las teorías con sus lógicas, estrategias y técnicas objetivadas; 2) las metodologías, motivos, finalidades externas e internas a la disciplina; 3) las técnicas encarnadas en el autor y la lógica de sus roles subjetivos y sociales. Observando en detalle estos componentes dimensionales y sus conflictivas relaciones -que se vinculan según una lógica aleatoria e inconsistente-, configurando un proceso escasamente previsible, se podrá comprender mejor el proceso heurístico devenido hoy dispositivo proyectual instrumental y hegemónico, y que de modo más abarcativo se podría denominar dispositivo configurador de la arquitectura del hábitat.
De la situación actual, nominada por Lyotard como "condición posmoderna", o hipermoderna -según Wellmer y Tafuri- por su radicalización de la modernidad -siempre y cuando sea rescatada de sus estereotipos-, emerge un procedimiento prefigurador de las formas de la arquitectura al que apostamos como posibilidad de rescate del saber disciplinar, que hemos denominado de investigación proyectual. Su puesta en superficie coincide con la instauración de un momento caracterizado por la crisis de todos los valores y las reglas de la disciplina para conseguir la forma arquitectónica.
Vivimos una etapa post disciplinar que deberá reconstruir, sobre las ruinas de la disciplina, nuevas reglas del juego de un saber o conjunto de saberes milenarios y contemporáneos, que aún consideramos imprescindible para configurar el entorno físico del hombre. Este modo emergente de organizar el espacio arquitectónico -que conjeturamos se da ligado a los quehaceres más innovadores del urbanismo y el diseño- ya no es el del proyecto compositivo condicionado como dispositivo instrumental, aunque sea hegemónico, sino la investigación proyectual como articuladora imprescindible entre la formación y la profesión, y que creemos acertado denominar así por sus claros rasgos diferenciales.
Como en un juego de mamushkas o de círculos concéntricos, desde el pre y protodisciplinar a los disciplinares -compositivo y proyectual compositivo-, hasta el actual investigador proyectual transdisciplinar, en el que podemos incluir la distorsión operada con el dispositivo instrumental, cada cambio en la metodología utilizada para prefigurar la formalización del espacio incluye los anteriores, tal como lo señala Williams en su teoría de la cultura material (1977: cap. 2) .
Proponemos tres indicadores que se han identificado integrando la investigación proyectual como aspectos determinantes de la misma:
- Una concepción teórica explícita (no sólo implícita) que oriente la tarea hacia el cumplimiento del motivo inicial y explicite su metodología, su técnica, los principios que poseen los procedimientos configuradores, sean o no constructivos, las lógicas proyectuales que poseen, y su discusión abierta en las escuelas y publicaciones especializadas
- La necesidad de esclarecer el motivo inicial o fines externos y de hacerlo de manera interdisciplinaria dada la complejidad de los problemas actuales. La necesidad de trabajar fines internos a la disciplina a partir de reconocer la existencia de los materiales históricos que se aportan y las hipótesis proyectuales que se generan en la relación entre ambos fines.
- La existencia de un individuo creador, proyectista (investigador proyectual) con un fuerte componente de autor. El conocimiento de las operaciones con lógicas diferenciadas de los actores en los distintos roles y momentos del dispositivo -propositivo y crítico- prefigurador, advirtiendo que sólo se conocen aquellos que les afectan en tanto fines de la razón instrumental.
En consecuencia, podemos afirmar que la investigación proyectual conlleva -a partir de los experimentos proyectuales- la revisión de las teorías, las metodologías y las técnicas de la arquitectura, y los productos se valoran según el gradiente de creatividad en cuanto a planteo arquitectónico innovador, de modo tal que ese conocimiento puede ser útil para derivar desde allí una serie de proyectos arquitectónicos, ahora sí con destino a la formación o a la profesión. De esta manera es posible establecer un campo de investigación sistemático, útil para la profesión y la formación, ya que sus productos pueden ser la base que permita desarrollos posteriores a partir de ellos como proyectos cabezas o inicios de series del arte de la arquitectura.

De las técnicas como la dimensión de mayor concreción

Al considerar la problemática de la técnica en la parte final de este artículo que comenzó apoyándose en la división aristotélica de los saberes, actividades o modos de estar en el mundo entre theoria, praxis y poiesis (ya esta última considerada actividad autónoma, aunque desprendida de la praxis), con sus determinantes estéticas propias, creo necesario cerrarlo con una reflexión complementaria que relaciona de manera directa la poiesis -modo fabril de estar en el mundo- con la tejné, uno de los cinco modos que la razón tiene para llegar a la verdad, según las ideas que plantea el estagirita, y donde la palabra tejné adquiere muchos significados y se entrelaza en muchos de ellos con la idea de poiesis.
Pero la noción de tejné es una noción genérica y común previa a sus distintas especificidades. Aunque en esta noción impera el sentido de lo técnico sobre lo artístico, esto no quiere decir que tal tejné no pueda especificarse hacia el valor belleza y no a la mera aplicabilidad o utilidad. Efectivamente, el concepto designa antes que nada trabajo manual. Viene de tekp, raíz indoeuropea que señala trabajar la madera. En el griego primitivo (tectónico) señala ya la noción de arquitecto que se menciona en los poemas de Homero. (Aspe Armella 1993)
Prueba de esto es que hasta para la retórica hay que poseer una técnica apropiada. En definitiva, estamos hablando de habilidades y destrezas en el manejo de cualquier tema y cualquier material.
Por ello la tejné, en tanto modo o camino hacia la verdad, es un conocimiento. Estos tres conceptos, técnica, poiesis -fabricar con arte- y conocimiento, son en última instancia los tres aspectos que intentamos relacionar en la investigación proyectual de la arquitectura como producción fundante de la cultural material. Aristóteles, según Aspe Armella (1993), manifiesta que son cinco los modos de llegar a la verdad que tiene la razón: tejné, phrónesis, epistéme, sophía y nous, II pero sólo tres las actividades que competen a esas formalidades cognoscitivas: 1) theoria como actividad de la epistéme, sophía y noûs; 2) praxis como actividad del hábito prudencial phrónesis; 3) poiesis como actividad de la tejné (Tabla 2).












Si bien Aristóteles hace una primera división entre la teoría y la práctica, a esta última la divide en dos, según que la acción recaiga con el fin en sí misma, pues una acción bien hecha es ella misma un fin, o en la poiesis cuando el fin, la producción, cae fuera de su principio.
En el conocimiento científico la verdad del conocer es la verdad del ser, es decir, allí la verdad no se construye sino que el conocer busca la identidad con el ser. Mientras que en el conocimiento artístico la verdad implica precisamente la no identidad, puesto que versa sobre seres que todavía no son. El conocimiento por tejné implica que el sujeto construya aquello que en último término será la verdad del arte: la obra, el ser. Por ello, Aristóteles afirma categóricamente: "Para conocer las cosas que queremos hacer, hay que hacer las cosas que queremos saber." O como lo diría Pareyson, "el arte es un hacer tal que mientras hace inventa el modo de hacer". A este respecto, Jauss (1977: cap. 5) cita a Valéry en su libro El método de Leonardo, donde explica que la poiesis busca la verdad allí donde el hombre con su hacer la ha construido. Aquí podríamos acuñar una frase de la investigación proyectual que resulta de la inversión de la frase anterior: "para conocer las cosas que queremos saber, no hay que hacer las cosas que sabemos hacer sino las que no sabemos hacer". Cuando afirmamos que la investigación proyectual, según sean las orientaciones, puede también esclarecer problemas, es porque Únicamente utilizando la herramienta del proyecto, es decir, haciendo de determinada manera, podemos aportar un conocimiento sobre un determinado problema, si bien ésto no es exclusividad de esta proyectualidad sino que puede serIo de las otras. Lo que ocurre es que al comprometerse a partir de nuevos principios ya innovar en algunas variables, en algunos casos los resultados pueden ser de tres tipos: planteamientos arquitectónicos innovadores en algunas variables, iluminadores de problemas -generalmente de fragmentos urbanos- o buenos proyectos de arquitectura pero no necesariamente innovadores.
El ámbito del arte y el de la moral son intelectuales, puesto que son modos de conocimiento, pero esto no implica ni el orden de la especulación ni el del silogismo especulativo. Sí es intelectualista en tanto que la voluntad supone a la inteligencia para moverse hacia su objeto propio; también es intelectualista en tanto que la teoría es la forma suprema de la praxis; pero no es intelectualista en tanto que todo conocimiento, al ser intelectual, versa sobre lo universal y necesario. El orden práctico de la razón no es derivado del orden especulativo, son genéricamente distintos, aunque proceden ambos de una misma inteligencia. El fundamento último del arte y de la prudencia es el noûs y no la epistéme. Esto lleva a establecer la diferencia genérica entre el silogismo especulativo y el práctico. Las premisas del silogismo práctico por arte nunca son verdaderas, sino probables, y por ello la actividad productora no puede ser adecuación sino invención. Conocer esta dimensión de la técnica, vista desde su constitución histórica en la Grecia clásica y especificada en su hacer poiético, nos resulta imprescindible; pero de igual manera su complicada concepción actual, en Heidegger (citado por Trías 1991: 279) como expresión final de la metafísica -en su al fin conquistado dominio sobre la naturaleza externa e interna de los hombres-, no puede ser ignorada para no caer en los facilismos vigentes de celebración banal en la sociedad y en su relación con la arquitectura del imaginario seductor del "high tech" que se aplica acríticamente en países centrales y periféricos.
En consecuencia, en general -y en este apartado específico en particular- se observará a la técnica desde una perspectiva mayor a la vez posicional y valorativa-, referida no sólo a las técnicas de concreción de las obras en la historia de los procedimientos configurado res y las teorías que los respaldaban, sino llegando incluso a la historia de los sistemas de representación de la arquitectura, es decir, a la dimensión técnica del proyectar, especialmente en el siglo XX.
No nos vamos a referir al movimiento de la habilidades y destrezas de los actores proyectista en posesión de los principios constructivos, reglas y materiales, porque lo desconocemos en las diversas fases de la historia, sí lo haremos sobre el momento actual con mayor detalle más adelante.

De la técnica en acto

Sobre la técnica es imposible predicar, solo cabe gozarla o padecerla, toda indicación cae en aquella sentencia de Wittgenstein: "de lo que no se puede hablar es mejor callar". Cualquier extensión discursiva caería en las descripciones que ya hemos realizado en los apartados anteriores, o sería una lejana representación, seguramente falsa u opaca, más allá de las intenciones del autor, traicionando el sentido de toda esta investigación.
Sí podemos afirmar que el momento de la poiesis proyectual es similar en los tres proyectares citados. Si bien el proyectar no es un acto sino una sucesión de actos, es posible identificar dos tipos de momentos en todas las fases del proceso: uno es un impulso a proponer algo y el otro, posterior, es una reflexión sobre lo hecho, donde el creador dialoga con su propio interlocutor imaginario (Martínez Bouquet 1989) acerca de esa propuesta. Es en este micromomento cuando la concepción general incide y orienta el momento propositivo subsiguiente hacia la finalidad propuesta: obtener un conocimiento, y en este caso atender a la innovación de las variables expuestas. En cambio, si se trata del aprendizaje de la tejné proyectual, las variables están allí para ser aprendidas. Si en cambio se trata de hacer una obra, el trabajar con todas las dimensiones de la realidad condiciona el objetivo perseguido.

Los dispositivos disciplinares refigurados

En última instancia se trata de refigurar la arquitectura del proyecto. Y a ésto nos referimos
cuando hablamos de revisar el propio procedimiento proyectual para incorporar las disciplinas que sean necesarias y proponer un nuevo modo de articularlas para una nueva manera de hacer arquitectura, tal como lo vienen proponiendo en el mundo las tendencias más audaces que advierten la crisis en que se encuentra sumida la forma tradicional de hacer arquitectura. Sería como enunciar: así la arquitectura no tiene proyecto, el proyecto de la arquitectura depende cada vez más de la arquitectura del proyecto.

Epílogo

Este rápido recorrido por las maneras que se adoptaron en distintos momentos históricos (símil filogenético) en el procedimiento prefigurador de la forma, encuentra su homólogo en la dinámica ontogenética que un individuo hace cuando elige -desde su predisciplinar inconsciente- la profesión de arquitecto. Ingresa a la Facultad de Arquitectura porque entre las opciones de la práctica siente que su yo predisciplinar elige la de constructor del hábitat.
Y lo hace seleccionando entre los saberes prototípicos arcaicos incorporados al sujeto en su experiencia vital hasta la juventud (sea de médico, guerrero, juez, gobernante, religioso o constructor del hábitat), sin la conciencia plena de sus potencialidades.
Durante la carrera se lo instrumenta para desempeñar las tareas específicas de esa disciplina, y se lo hace -salvo excepciones- reprimiendo su saber predisciplinar, que le otorgó su experiencia sensible y por lo cual eligió ésta y no otra disciplina.
Cuando egresa al campo de la práctica, vive hoy una fase de crisis disciplinar que le ofrece una falsa dicotomía de alternativas, ante las que tiene que tomar conciencia: la diseminación disciplinar o la proyectualidad instrumental. Allí, y en muy pocos casos, se le informa que existe el inseguro pero fructífero camino de la investigación proyectual, que pretende indagar nuevos ejes disciplinares de teorías, metodologías y técnicas en reglas y materiales.

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Jorge A. Sarquis es arquitecto, graduado en la Universidad Nacional de Córdoba en 1965. Profesor Titular interino en la FADU-UBA (1984-2000). Autor de libros de arquitectura en relación a la creación y la investigación proyectual. Director del Centro Poiesis de Investigaciones Interdisciplinarias sobre Creatividad en Arquitectura y Diseño. Ha recibido subsidios a la investigación del CONICET, UBA y Agencia Nacional de Promoción Científica (1985-2000). Premio Mención Nacional de Arquitectura al libro Creatividad en arquitectura desde el psicoanálisis (1985, con otros). Creador de Talleres de Experimentación Proyectual. Director del Coloquio Internacional Creatividad + Arquitectura + Interdisciplina, FADU-EPFL-UNESCO (1989). Editor del libro del Coloquio (1990). Desde Poiesis, organizó visitas académicas de Eisenman, Libeskind, Silvetti, Consuegra, Miralles, Mayne, Zaera Polo, Piñon, Muntañola, Herreros, Arroyo, Torres Nadal y Prada Poole (1992). Premio Teoría (SCA-CPAU) en la Bienal de Arquitectura de Buenos Aires de 1996 Director de la Sexta Conferencia Internacional ANYbody '96. Redactor y director del Programa Curricular del Master en Arquitectura y Diseño Urbano, FAA-UMSA, La Paz, Bolivia (1996). Director del Programa de Actualización Proyectual, Escuela de Postgrado FADU (1997-2000), y Profesor Titular de la materia electiva "La Investigación Proyectual". Profesor Intercampus de la Universidad de Barcelona (1998), Politécnico de Cataluña (1999-2000) y Politécnico de Madrid (2000-2001). Autor del libro La creatividad, via regia de la investigación proyectual (FAA-UMSA, 1998). Presidente deAIADU, Asociación de Investigadores en Arquitectura, Diseño y Urbanismo (1998-1999). Ha dictado conferencias sobre creatividad e investigación proyectual en Latinoamérica y Europa. Director de "Poiesis 2000", celebrando 22 años de investigación con cinco eventos académicos.Notas:1. En septiembre de 1999 se organizó en la FADU-UBA un congreso titulado "El Habitar: Una Orientación para la Investigación Proyectual".
2. Para el desarrollo de esta hipótesis se extraen algunos pasajes del texto "El procedimiento proyectual como problema, en el contexto de una teoría crítica de la arquitectura y la investigación proyectual", donde se describen algunos aspectos de los elementos intervinientes en los diversos momentos de la proyectualidad, sus relaciones, sus lógicas, sus actores, roles, etc., conducente a la construcción de una epistemología crítica de la arquitectura, en vías de realización (Sarquis 1992)
3. Es necesario dejar en claro que hablamos tomando partido teórico por una concepción de la arquitectura que nace y es entendida como construcción intencionalmente diferenciada de aquella que se produce, ingenua o predisciplinarmente, sin posición teórica para configurar el hábitat.
4. Resulta curiosa la siguiente definición de composición: "En la terminología artística, se emplea esta palabra desde el siglo XVIII, hablándose hasta entonces de la invención, para designar la idea determinante de una obra artística, su asunto y al aspecto definitivo después de ejecutada".
5. Acontecimiento, en el sentido de Badiou (1989: cap. 8), con posibilidad de instalar una verdad y constituir un sujeto, para lo cual la arquitectura -como saber particular del campo del arte- posee tal condición genérica, mientras no se "suture" a la filosofía y accione provocando "excesos" que convoquen al pensamiento filosófico a componer categorías que comprendan el fenómeno y lo nombren.
6 Desde este posicionamiento teórico, la obra de Gehry en Bilbao sería un buen ejemplo, ya que la obra y lo que allí ocurre se han transformado en un acontecimiento que escapa a la comprensión de las categorías tradicionales de la arquitectura.
7. En el texto precedente lo denominamos globalmente "dispositivos" para evitar la designación de "proyecto", por corresponder éste a un determinado período histórico, que ahora advertimos como no generalizable.
8. En este sentido es interesante la descripción de Wagensberg (1985; 95) -un epistemólogo de la ciencia que sin advertirlo sostiene la posición teórica del arte como lenguaje y comunicación-, quien nos habla de que ambas prácticas -la ciencia y el arte- poseen principios teóricos y formas de verificación, pero son distintas. La ciencia se guía por el "principio de objetivación de complejidades finitas e inteligibles" y su verificación se da en la comprobación de sus teorías -desde el creador a infinitos sujetos receptores- en todos los campos de aplicación, y no se admite ninguna excepción a la regla. El arte se guía por el "principio de comunicación de complejidades infinitas no inteligibles" y su verificación se da cuando se logra al menos una comunicación entre autor y receptor del problema tratado.
9. Se utiliza aquí en el sentido que Foucault (1969) habla de dispositivo, un hacer no controlado explícitamente, del que se desconocen sus supuestos teóricos, pese a operar como herramienta, instrumento o proceso de una tarea.
10. Que no se desplegará, pero debería ser motivo de un estudio especial, que dé razones de su existencia y modificaciones.
11. Tejné significa técnica; phrónesis, prudencia (o lucidez); epistéme, conocimiento; sophía, sabiduría teórica; y noûs, la cualidad más elevada del espíritu que capta los primeros principios, cuando es activa es noûs poietukós.

"LA HISTORIA Y LA POSTMODERNIDAD"´por Rafael Vidal Jiménez





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"La función de "decir la verdad" no debe adoptar la forma de la ley; sería asimismo vano creer que la verdad reside de pleno derecho en los juegos espontáneos de la comunicación. La tarea de decir la verdad es un trabajo sin fin: respetarla en su complejidad es una obligación de la que no puede zafarse ningún poder, salvo imponiendo el silencio de la servidumbre".
(Michel Foucault, Saber y Verdad)


I
El siglo XX no se acaba con certezas ni reafirmaciones. No es un final convincente puesto que sólo arroja profundas dudas materiales e intelectuales. No se presiente ya aquella proyección decimonónica occidental hacia el futuro; es tiempo de contracción, retraimiento, congelación; de pérdida de la confianza en el hombre y en su propia historia fundada en los valores de la metafísica tradicional: la Verdad, La Bondad y la Belleza. Nos enfrentamos en este fin de milenio a la muerte de una idea, de un mito esencialmente contradictorio: el progreso como argumento fundamental de la historia humana. Por tanto, urge la necesidad de tender un puente crítico-reflexivo sobre sus inevitables consecuencias en todos los órdenes de la experiencia humana.

No es mi intención realizar aquí un registro empírico pormenorizado de los hechos concretos que se proyectan sobre este telón de fondo de la desilusión occidental, por otra parte muy necesario (1). Tampoco la de aportar una gratuita visión decadentista del proceso. Pretendo abordar el asunto desde una óptica muy determinada. La de la situación real, en este contexto problemático, de ese sujeto específico que hasta ahora se había encomendado a la tarea socialmente responsable de aportar visiones de conjunto de los fenómenos humanos desde una triple óptica descriptivo-explicativa, integradora y proyectiva: el historiador (2). Edward H. Carr, en su intento de dar respuesta, allá por el año 1961, al interrogante "¿Qué es la historia?", hacía alusión a la figura del historiador afirmando que "lo mismo que los demás individuos, es también un fenómeno social, producto a la vez que portavoz consciente o inconsciente de la sociedad a que pertenece; en concepto de tal, se enfrenta con los hechos del pasado histórico" (Carr, 1987: 93). Del mismo modo, más adelante, concluía: "El proceso recíproco de interacción entre el historiador y sus hechos, lo que he llamado el diálogo entre el pasado y el presente, no es diálogo entre individuos abstractos y aislados, sino entre la sociedad de hoy y la sociedad de ayer" (Carr, 1987: 119). La materia prima con la que trabaja el historiador son los hechos humanos en su instalación y devenir temporal. Como indica Julio Aróstegui, "la historia es sociedad más tiempo, o menos metafóricamente, "sociedad con tiempo". Por ello toda conciencia que el hombre adquiere de lo histórico es, de alguna manera, una conciencia de la temporalidad, y ello es una cuestión sobre la que se han pronunciado desde hace tiempo los filósofos, desde Kant a Ortega y desde Lukács a Ricoeur" (Aróstegui, 1995: 167). Así, un análisis de la actitud del investigador del pasado en relación con esa categoría opaca y referencial que es el tiempo nos dará las claves de la conformación actual de una conciencia colectiva concreta de la temporalidad. Ésta será la expresión del universo simbólico desde el que hoy se pretende dar cuenta de lo que creemos ser y de lo que queremos llegar a ser. Dicho de otro modo, el problema de la historia sólo es comprensible dentro de una problemática de ámbito más general: la aprehensión cultural de la vivencia individual y colectiva del tiempo. La cultura es gestión simbólica social de la presencia fenomenológica de la duración y el cambio. En ese sentido, convierte la experiencia total del tiempo en el núcleo en torno al cual se entretejen en tensión continua los elementos de configuración de la representación mental intersubjetiva de lo que una sociedad percibe de sí misma con pleno sentido: sistemas de relación-dominación, conflictos, deseos y perspectivas. Todas las culturas han construido y siguen construyendo relatos como mediadores simbólicos entre esa vivencia temporal, inaprensible en sí misma, y la coexistencia humana en su complejidad constitutiva (3). Como indican Appleby, Hunt y Jacob, "el intelecto humano reclama exactitud mientras el alma desea significación. La historia atiende a ambos con relatos" (Appleby, Hunt, Jacob, 1998: 245) (4). En nuestra cultura occidental lo social devino en histórico desde el momento en que se hizo inteligible desde una perspectiva temporal en proyección. Es ahí donde hemos de situar, para empezar, el significado del desarrollo de ese tipo específico de relato historiográfico, que comenzó a autodefinirse como disciplina científico-académica en el siglo XIX desde el impulso de la modernidad.

Sin ánimo, en principio, de preceptuar, sino tan sólo de describir e interpretar, intentaré hacer un esbozo de los cambios fundamentales que parecen inscribirse en el trabajo del historiador tal y como se está realizando en la rutina socio-profesional del día a día. Ciertamente, el panorama actual de la historiografía es tan complejo como el de la ciencia, en general. Podemos afirmar que existe hoy una enorme diversidad de formas de hacer historia en lo que atañe a aspectos tales como la manipulación concreta de la dimensión temporal donde se sitúan los fenómenos estudiados; el manejo específico de las categorías de verdad y objetividad; la utilización de diversas escalas de observación de los hechos investigados; el problema de la relación teórico-metodológica entre acción individual y estructuras sociales; y las técnicas de exposición, con el relato en el centro de la discusión, en suma (5). Ello entraña una notable dificultad para establecer agrupaciones, clasificaciones y secuencias según el esquema lineal-acumulativo utilizado en las historias de la filosofía y de la ciencia de corte "moderno"(6). Estimo que, en la perspectiva de nuestro presente ambiguo y pluridimensional, sería de gran utilidad adoptar como base conceptual el término "tradición", tal y como lo define Manuel Cruz. Para este autor, la "tradición" sería "una unidad coherente de problemas que intenta dar cuenta de las incitaciones de su presente" (Cruz, 1991: 152). Desde este ángulo, no todo lo pensado, dicho y publicado hoy será necesariamente contemporáneo y actual. De ahí, que lo novedoso no se sitúa en la simple enunciación, sino en el propio pensamiento, en la estructuración de un discurso diferenciado conectado a lo vivido en el presente. La moda, por otro lado, pertenecería al ámbito de la acogida académica inicial, a la vez que a la ineficacia actual del discurso que pretende. Por consiguiente, en medio de las fracturas que operan de forma evidente en la disciplina, creo que sería posible establecer un principio separador de las distintas corrientes que subsisten y se desarrollan hoy día como correlato de la equivalente fragmentación en la línea del tiempo que padecen la ciencia y el pensamiento en su conjunto, de un lado, y las estructuras sociales modernas, de otro. Una ruptura que tiene mucho que ver, pues, con la fisura que parece haberse abierto entre un pasado muy reciente y una actualidad que se aleja de los principios sobre los que se había asentado el mundo occidental hasta las décadas de los setenta y ochenta. En consecuencia, estimo factible la distinción entre, en un extremo, formas presentes de hacer historia, de tradición moderna, en constante alejamiento con respecto a la actualidad, y, en el otro, ciertos modelos historiográficos, situados entre la novedad y la moda, que sí son específicamente contemporáneos, nos guste o no, por cuanto responden de algún modo a las nuevas condiciones cognitivas y de sociabilidad impuestas por ese fenómeno general que denominamos postmodernidad (7). Esto, como veremos, no nos obligará a hablar de una historia específicamente postmodernista, sino, más bien, de una disolución postmoderna gradual del pensamiento histórico en su acepción clásica.


II
Primeramente, tendríamos que considerar todo ese núcleo historiográfíco de matriz moderna ilustrada que, con un origen decimonónico preciso, ha dominado el ámbito profesional-académico de la disciplina hasta el último tercio del siglo. Me refiero, de entrada, a la historiografía positivista metódico-documental y, después, a los modelos siguientes y subsecuentes que, pretendiendo ser una superación en el siglo XX del empirismo historiográfico originario, nunca abandonaron algunos de los presupuestos ontológicos y epistemológicos fundamentales que dieron vida a ese primer prototipo de historia científica. Sobre todo, en lo relativo al concepto general del devenir del tiempo y al significado transcendente de la historia humana. Me refiero a la escuela historiográfica francesa de "Annales", al "materialismo histórico", a la "historiografía cuantitivista", y a ese epígono configurado por la llamada "historia social".

Hagamos, pues, un poco de historia. En directa conexión con la emergencia del proceso industrializador de las sociedades occidentales, la historia se forjó como disciplina reglamentada de conocimiento dentro de un rígido marco intelectual positivista, cuya más adecuada expresión la conformarían Augusto Comte y su "Curso de filosofía positiva" (Comte, 1987). Este profeta de la nueva religión laica –la ciencia como forma superior de conocimiento racional sustentada por los pilares fundamentales de la experimentación y la matematicidad- aportará los instrumentos sobre los que autores como Leopold von Ranke fundarán la ciencia historiográfica (8). Pero, no me situaré en una historia de la historiografía al uso. Dejaré al margen la importancia capital que cobran aquí los aspectos técnicos y de método, basados, sobre todo, en una preocupación básica por el rigor crítico documental. Lo que me interesa destacar es que el pensamiento histórico que comenzó a perfilarse en este momento enlaza directamente con las concepciones fundamentales que serán el eje de las estructuras de pensamiento y sistemas de creencias a través de los cuales se ha desenvuelto la cultura occidental hasta hoy. Para empezar, las posibilidades ilimitadas del conocimiento racional objetivo humano. La historia nace como ciencia en tanto el estudio del pasado humano se concibe desde una radical independencia entre sujeto cognoscente y objeto de conocimiento. Realismo ontológico –principio de la existencia de la realidad investigada fuera de la mente del sujeto cognoscente-, determinismo ontológico –principio de la existencia mecanicista de un conjunto limitado de leyes generales que rigen los procesos naturales y humanos-, y determinismo epistemológico –principio de la posibilidad de conocimiento acumulativo de la realidad estudiada por parte de un observador exterior situado en una situación privilegiada-, todos en un sentido estricto, constituyen los referentes de autoridad y los supuestos filosóficos legitimadores del valor de verdad de los enunciados propuestos por una historia que se afirma a sí misma como ciencia social objetiva (9). De este modo, podemos entender por historiografía de tradición moderna aquella que se basa en la idea esencial de la plena objetividad, universalidad y unidireccionalidad del pasado humano, así como en la posibilidad de establecer relaciones de causalidad y principios de regularidad entre los fenómenos estudiados. Todo ello dentro de visiones de conjunto que puedan dar sentido global a la experiencia humana.

El positivismo, aunque desestimase la plausibilidad de la búsqueda de causas finales más allá de la propia experiencia, no renunciaba al modelo de explicación causal implícita en los mismos relatos confeccionados a través de la ordenación secuencial de los hechos tal y como fueron seleccionados y extraídos de los documentos. Pero, en realidad, esta noción de una causalidad inmanente del discurso histórico objetivo y universal será realizable gracias a la adopción de otro principio revolucionario. La ciencia histórica no sólo surge en este momento como fruto del intento de aplicación al terreno de lo social de las estructuras de conocimiento científico genuinamente modernas que entonces se desarrollaban. La historia fue posible porque es en ese instante cuando se comienza a concebir un modo de articulación de dos dimensiones de la vida humana que, en principio, se mostraban separadas e ininteligibles desde un enfoque unificador: la repetición de lo idéntico –la tesis del sujeto- y la sucesión de lo diferente –la tesis de la historia. Ese elemento conector será la idea de progreso, la concepción de la existencia humana, insertada en el tiempo, como un proceso de perfeccionamiento indefinido según una finalidad racionalmente determinada.

Hasta entonces las categorías del pensamiento premoderno se habían basado en una comprensión de la existencia humana centrada en la repetición cíclica de una identidad originaria arquetípica. Este tipo de pensamiento mítico estudiado, entre otros, por Mircea Eliade en obras como "El mito del eterno retorno" (Eliade, 1994), convertía el tiempo en un receptáculo sagrado portador de la esencia constitutiva del ser de las sociedades. En este caso, el rito, con sus símbolos mnemónicos, cumpliría la función de ahuyentador mágico de las contingencias de un presente exorcizado a través de una continua referencia a la creación cósmica, realizada de una vez y para siempre (10). La acción humana, dentro de la perspectiva de la aprehensión colectiva de un tiempo circular y eterno, quedaba, pues, determinada firmemente por las señas de identificación fijadas en los relatos de origen, de contenido nominativo, cuya autoridad se situaba no tanto en quien lo enunciaba, sino en el propio enunciado. Como ha puesto de relieve Jean-François Lyotard al referirse a este tipo de narraciones, "el relato es la autoridad en sí misma. El relato autoriza un nosotros indestructible, por encima del cual sólo hay ellos" (Lyotard, 1995: 44). Se trataba, en consecuencia, de una estructura de memoria colectiva que, elaborada desde la repetición, encontraba su medio más adecuado de expresión en la oralidad, frente a esta otra cultura escrita ilustrada que no se dirigirá ya hacia la conservación del orden, sino a hacia los efectos futuros de la acción. Como indica Jurij M. Lotman, "característica de la conciencia "escrita" es la atención a la relación causa-efecto y al resultado de la acción: no se registra en qué momento es oportuno sembrar, sino cómo fue la cosecha en un determinado año. A esta misma conciencia va ligada una acentuada atención a la dimensión temporal y, como resultado de ello , nace el concepto de historia. Podemos decir que la historia es uno de los subproductos de la escritura" (Lotman, 1993: 3-4). Es, pues, una radical ruptura con este concepto premoderno del tiempo la que determina el verdadero impulso que cobra la historia como principio nuclear de significación de la existencia humana. No se trata, por consiguiente, de la aparición de un modo concreto de concepción de la historia, sino de la irrupción histórica de la propia historia por medio de la idea de progreso como solución al problema de la aprehensión social de la singularidad e irreversibilidad de los hechos tal y como se perciben por medio de los sentidos.

La Ilustración, todavía desde una perspectiva de absoluta integración entre hombre y naturaleza, y desde una conciencia crítica de las limitaciones del conocimiento, aportó un primer modelo a esta idea. Kant, en su recensión sobre la obra de Herder "Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad", indicaba, a modo de conclusión, que "la tarea del filósofo consiste en afirmar que el destino del género humano en su conjunto es un progresar ininterrumpido y la consumación de tal progreso es una mera idea –aunque muy provechosa desde cualquier punto de vista- del objetivo al que hemos de dirigir nuestros esfuerzos conforme con la intención de la Providencia" (Kant, 1987: 56). Era el nacimiento de un concepto de historia universal unilineal con "un hilo conductor a priori", acorde con un principio de adecuación de las acciones humanas a los dictados de la Naturaleza (Kant, 1987: 23) (11). Sin embargo, Kant limitaba esta perspectiva moral de la idea de progreso como consecuencia del posibilismo abierto por las indeterminaciones de la libertad humana. En otro texto –"Replanteamiento de la cuestión sobre si el género humano se halla en continuo progreso hacia lo mejor"- indicaba que "nos las habemos con seres que actúan libremente, a los que se puede dictar de antemano lo que deben hacer, pero de los que no cabe predecir lo que harán y, además, saben extraer del sentimiento de los males que ellos mismos se inflingen, cuando ello se vuelve realmente pernicioso, un revitalizado impulso para hacerlo mejor que antes de caer en tal estado" (Kant, 1987: 85). En definitiva, este primer esbozo de la idea de progreso, de la historia como proceso conectado a un fin, a un plan superior de la naturaleza racional humana, dejaba importantes resquicios a los imponderables de una irracionalidad no del todo sometida. Kant planteaba la idea en términos de una sabiduría negativa que hiciese frente a los obstáculos impuestos por la contingencia humana al deber moral. Será Hegel quien resuelva este problema de la necesidad de una sabiduría superior que gobernase todo el proceso, separando el desarrollo de la idea en el espacio –la naturaleza- y en el tiempo –la historia. Así, el Espíritu Absoluto, la idea como soberanía de la Razón en el mundo, permitiría en su propio devenir temporal una cognoscibildad absoluta de la realidad en tanto entidad absolutamente racional. Esto es, el sujeto se afirmaría en la historia mediante una completa disolución de los otros en sí mismo. Sin embargo, el carácter implacablemente teleológico que adopta en Hegel la idea de historia nunca ha de confundirse con la idea de un final definitivo, de un estadio histórico terminal que significase la paralización del cambio. La idea de fin en Hegel, como indica Perry Anderson, es la de una consumación filosófica de un orden social dominado por el estado liberal en proceso continuo de autorrealización como expresión del Espíritu (Anderson, 1996). En resumen, la lógica contradictoria del progreso, basada en la tensión entre liberación y dominación, pasó por varios estadios de gestación y formación hasta que fue calando hondamente en la mentalidad del nuevo historiador profesional positivista, primero, y marxista, después. Como señala Antonio Campillo, esta idea creció en una primera fase naturalista, mercantilista, kantiana, para ser objeto de una reformulación, tras la crisis romántica, en términos hegelianos en un contexto de industrialización consumada (Campillo, 1995). Por eso, la idea de progreso pronto se identificó no ya tanto con la plenitud de los ideales políticos liberales, sino, sobre todo, con un concepto de crecimiento económico ilimitado sobre la base de una continua innovación tecnológica (12).

En definitiva, la labor de ese nuevo científico social de la historia, como he sugerido, se plasmará en la confección de metanarraciones, de grandes esquemas descriptivo-legitimadores de los nuevos órdenes sociales emergentes en las revoluciones económicas y políticas del XIX(13). Basados en un esquema heroico del progreso humano estimulado por los avances de la ciencia, y en un concepto épico del desarrollo del "estado-nación", estos relatos serán el producto de un trabajo directo sobre los documentos, alentado por un principio de conexión necesaria lineal, congruente con la propia ordenación lógico-textual de los acontecimientos protagonizados por sujetos activos perfectamente individualizados. Las fuentes documentales alcanzarán, así, carácter transcendente y la acción humana se convertirá, pues, en la expresión de un tiempo sin camino de vuelta, donde la causalidad queda inscrita en la orientación temporal racionalmente autorregulada hacia un futuro previsible y deseable. Esta es la idea de modernidad, la de una época que no se define sino en su incontenible apertura hacia un futuro universal como permanente traslación hacia lo nuevo. El presente no cobra, pues, entidad, sino como simple enlace entre lo que Koselleck identifica como el espacio de la experiencia –el pasado- y el horizonte de las expectativas –el futuro (Koselleck, 1993). Por eso, en este sentido, toda comunidad insertada en la historia no se autolegitima ya en lo que es, sino en la idea de lo que quiere y debe ser. Como señala Beriain, lo que define a la modernidad es ese horizonte de movimiento que se excede a sí mismo continuamente, convirtiéndose el tiempo en una experiencia que ya no sólo tiene que ver con un principio y un fin, sino con la transición, con la superación cada vez más acelerada del acontecimiento (Beriain, 1990). Ello explica, a mi entender, el especial acento que estos historiadores pusieron sobre el cambio en sus relatos, hasta el punto de que la creciente aceleración del ritmo histórico fue atenuando esa otra dimensión constitutiva de lo social que es la permanencia.

Se habían consolidado, por consiguiente, los cimientos de una ciencia historiográfica que se sometió, no obstante, a una intensa renovación, especialmente, a partir del primer tercio del siglo XX. Es el momento de la puesta en marcha de la historia de las estructuras representada por corrientes como la escuela francesa de "Annales" y el marxismo como teoría general del movimiento histórico, heredera directa del proyecto de progreso moderno en su modalidad alternativa a la originaria fórmula liberal (14). Más allá de sus encuentros y diferencias estas tendencias incluyen como novedad un nuevo modo de gestión textual del concepto histórico del tiempo. Ello tiene lugar a través de la noción de estructura, la cual pretende ser un principio de causalidad interna entre los fenómenos históricos de mayor alcance que la superficial narratividad de la historia-relato positivista. Para Braudel, uno de los más destacados teóricos de "Annales", si no el único, estructura es "una organización, una coherencia, unas relaciones suficientemente fijas entre realidades y usos sociales...que el tiempo tarda enormemente en desgastar y en transportar..."(15). Este concepto hace referencia a múltiples, casi imperceptibles y profundas conexiones entre todas las dimensiones de la realidad histórica. Del mismo modo, está directamente ligado a una idea específica del tiempo histórico que se asienta en la captación de las permanencias y de las resistencias al cambio en el plano de la larga duración. Lo que aquí subyace es un modelo de tiempo constituido por distintos ritmos de aceleración: el tiempo como velocidad histórica, como velocidad diferencial de cambio (16). Y de ahí el engranaje que Braudel estableció entre distintas longitudes de onda temporal histórica, haciendo alusión a un tiempo corto, a un tiempo medio y a un tiempo largo, el de esas estructuras en las que se mantienen casi inalterables las condiciones sociales impuestas en una época determinada. Una forma, por consiguiente, de organización formal de los hechos históricos en ámbitos abstractos en los que los aspectos económico-sociales, político-ideológicos y culturales quedan entrelazados mediante los mecanismos deductivos de la causalidad estructural: la "historia total" (17). En realidad, esta perspectiva, como puso de manifiesto Tuñón de Lara, apoyándose en Labrousse y Vilar, tiene un claro paralelismo con los constructos marxistas de estructura y coyuntura. En el primer caso habría una correspondencia entre el tiempo largo de Braudel y la estructura como modo de producción, es decir, conjunto estructural constituido por unas relaciones sociales de producción concretas y unas fuerzas productivas en un grado determinado de desarrollo. Éste sería el ámbito de lo permanente, de la hegemonía explotadora de una clase sobre el resto del cuerpo social. Por otra parte, las coyunturas, expresión, al nivel más superficial de los hechos, de la conflictividad inherente a toda sociedad, guardarían una clara similitud con el tiempo corto como motor de cambio. Pero, también, existen las diferencias de enfoque. Éstas estarían en lo que Tuñón de Lara manifestó como relativización marxista del predominio braudeliano de la larga duración estructural con respecto a la corta duración coyuntural. La resistencia al cambio se intuía como un peligroso freno al proyecto de transformación social revolucionaria del programa marxista. Por eso el marxismo optó por estimular algo más el análisis coyuntural como vehículo estimulante de un proyecto de progreso firmemente asumido desde los parámetros de la igualdad y libertad (18).

En general, estos modelos historiográficos, en la misma medida en que se autoafirmaron como sólidas alternativas a lo que entendieron como déficit explicativo del relato factual lineal positivista, y en tanto propusieron esquemas formales de análisis estructural presuntamente superiores en su cientificidad (19), no forzaron, a mi entender, un verdadero cambio de paradigma. La sustitución del acontecimiento por la estructura y de la corta por la larga duración no me parecen hitos teóricos que realmente afectasen al concepto mismo de historia y de tiempo histórico (20). Al margen del talante multidisciplinar y del desarrollo de determinados procedimientos de método adoptados, lo que se puso en marcha fue un simple cambio de técnica expositiva, no de concepción esencial del objeto de estudio. Y es que, en realidad, el artificio conceptual de las estructuras, en cuanto manera específica de ordenación textual de los hechos, no alteraba en lo más mínimo la concepción teleológica y necesaria del proceso histórico. En realidad, el aparato formal estructural resultó ser una nueva fórmula de integración de las nociones de cambio y duración, desde la idea de progreso, centrándose, esta vez, más la atención sobre todo aquello que permanece frente a lo que cambia. Así, una cierta ralentización del proceso histórico parece presentirse con respecto a la aceleración constante que imprimían los positivistas a sus relatos. Pero, más allá de algunas resistencias al cambio, el concepto moderno de la historia no quedaba, en modo alguno, en entredicho como perspectiva de movimiento hacia un futuro en continua autosuperación. El sentido de la determinación espacio-temporal se mantenía inalterable en el devenir del proceso histórico entendido como fenómeno global complejo en evolución constante. Fundiéndose relato especulativo y relato emancipador en esta historiografía estructural, las estructuras, como alusión a los diferentes ritmos de evolución dentro de una única línea del tiempo, no cuestionaban lo esencial de la narratividad como cristalización en el discurso de una visión de la historia en clave de progreso humano indefinido. Existe, pues, también en este tipo de historia una determinación narrativa implícita del principio y el fin en la canalización, y captación simbólica de las discontinuidades que la experiencia social pone de manifiesto. Lo cual también me parece válido para esa última versión de la historiografía específicamente moderna: la "historia socio-estructural". En ella el concepto sociológico de "estructuralidad", como modo de relación entre estructura y acción, remite a una metafísica de las propias estructuras, que en su relativa autonomía no pierden contacto con los hechos que acontecen en su interior (21). Pero, en este caso seguimos en el ámbito de la historia en tanto fenómeno instalado en la secuencia temporal del progreso.



III
Hasta aquí siglo y medio de historiografía moderna, cuyos pilares esenciales lo representan el concepto fundacionalista de la ciencia; la afirmación de la realidad extra-mental del objeto de estudio y del valor de verdad de los enunciados propuestos; el principio de conexión causal-explicativa y de reguralidad legaliforme de los fenómenos; y la percepción del tiempo social como tiempo histórico, esto es, continuo, ascendente, irreversible, necesario, unitario, universal, previsible. Proyectado hacia un fin. Volcado hacia una meta como referente absoluto del sentido total de todo lo acontecido en el pasado: la expresión integradora y significativa de la duración y el cambio, de lo que permanece y fluye en las sociedades en torno al objetivo esencial de la libertad y el bienestar humanos. Pero un nuevo marco socio-histórico se está delimitando en la sociedades de fin de milenio. Éste no nos permite seguir leyendo los hechos de acuerdo con los patrones de inteligibilidad específicamente modernos. Siguiendo a Zygmunt Bauman, pienso que, al margen de que aceptemos o no los presupuestos elementales en los que se basa ese movimiento intelectual tan ambiguo en su propia definición como es el postmodernismo, es necesario reconocer cambios fundamentales en la estructuración de una nueva realidad social que podemos denominar postmoderna (22). Algunos de sus rasgos fundamentales son: primero, papel determinante de la intensificación de los procesos comunicativos que, implicando un aumento de las contactos sociales en el tiempo y en el espacio, representan una reducción paulatina de la distancia entre emisor y receptor a escala planetaria (23). Segundo, extensión globalizadora de la lógica expansionista, dominadora y explotadora del sistema económico capitalista transnacional. Éste se basa, por una parte, en la posición preferente de las exigencias productivas con respecto a un factor trabajo plenamente flexibilizado, así como en la subordinación de aquéllas a criterios de rendimiento y eficacia, donde los medios técnicos se imponen a los fines sociales. Por otra, en la preeminencia de la figura del consumidor frente a esas otras dimensiones del individuo como ciudadano y trabajador (24). Tercero, crisis global de sentido con la consecuente atomización progresiva de las comunidades en torno a una creciente multiplicidad de identidades inestables elaboradas según afinidades étnico-lingüísticas, de género, y de gustos, estilos y modas consumistas (25). Cuarto, cuestionamiento del principio funcionalista de la cohesión social entre sistemas normativos dominantes y acción individual, compatible con nuevos modos de control político panóptico conectados a las nuevas tecnologías cibernéticas (26). Quinto, geopolítica internacional del "caos". Junto al dominio político-militar de uno solo –Estados Unidos- y el poder económico ejercido por la tríada norteamericana, europea y japonesa, se pone de manifiesto una paulatina usurpación de la autonomía institucional de los gobiernos. Esto se explica por el deslizamiento de los núcleos de toma de decisiones fundamentales hacia nuevos centros de poder constituidos por la grandes corporaciones multinacionales y sus prolongaciones mediáticas subsidiarias (27).

Es, en conclusión, una confusa tensión entre tendencias centrípetas globalizadoras y reacciones centrífugas situadas a nivel local las que caracterizan a este mundo finisecular. En este nuevo reino de lo fugaz y lo transitorio la pérdida de la centralidad y la opacidad creciente de las nuevas formas de control social implican la disolución del punto de referencia moderno. El que representaba la racionalidad sustantiva de los fines, de la idea. Ello en favor de una racionalidad más débil y formal, pero más eficaz desde su conformación técnica, comunicativa e informática. Desde esta sombría perspectiva, es evidente que los grandes relatos historiográficos modernos van dejando de tener sentido. La historia padece, en consecuencia, el impacto irreparable de una profunda crisis de comprensión del mundo como producto de la razón. Es por ello que la nuevas corrientes que antes situaba entre la moda y la novedad, aun cuando no se pretenden postmodernistas, no hayan podido mantenerse a salvo de la andanada de críticas relativistas que, rayando el nihilismo más implacable, amenazan con implantar de forma oficiosa el desierto nietzscheano en todas las esferas del conocimiento científico institucionalizado.

Hemos de afrontar la crisis del representacionismo como principio de correspondencia entre lenguaje y realidad impulsada, en parte, por Richard Rorty y su concepto de "giro lingüístico". Esto se traduce en una concepción de la realidad como producto cultural, como entidad no-preexistente al proceso social de creación y captación simbólica de la misma (28). La consecuencia inmediata será la consideración de la verdad como expresión de prácticas sociales concretas dotadoras de sentido de una realidad cuyo significado, indeterminado apriorísticamente, sólo se produce por medio de dichas prácticas y dentro de un consenso (Rorty, 1996). La realidad queda, así, convertida en discurso social. Y éste en un espacio enunciativo configurador y habilitador de un objeto emergente de la nada (Foucault, 1987). Un discurso que en sí se pluraliza en la incomensurabilidad de las prácticas que las generan y donde el sujeto ya no se realiza mediante la disolución del otro en el mismo, sino en la ilimitada dispersión que deja a los demás ser lo que son. El pensamiento deja, pues, de ser un neutralizador absoluto de la diferencia en la unidad, para operar como organizador fenomenológico-hermenéutico del diálogo infinito con el otro (Gadamer, 1998). Por ello, en la medida en que la suspensión fenomenológica de la realidad convierte a ésta en mero contenido intersubjetivo de la conciencia, la explicación ya no constituye el modo dominante de aproximación al objeto contingente. Es la interpretación la que sirve de catalizador de una experiencia puramente comprensiva. Ésta apunta a un mundo disgregado en la infinitud de significados liberados en la excepcionalidad metafísica de las prácticas a las que puedan remitir. Se trata de una verdadera quiebra de los principios mismos de realidad y objetividad que enlaza perfectamente con la óptica deconstruccionista de Derrida (29). Éste, al convertir los textos en productos subjetivos sometidos a la indeterminación de la variabilidad de los múltiples factores que conducen a una interpretación siempre abierta, limita todo producto cultural a un proceso de intercambio dialógico, intertextual; a una co-creación que enfrenta a autor y receptor (30). El resultado: el desanclaje referencial parcial del discurso, el extrañamiento de una "realidad" que no sólo subsiste en la tensión entre interminables "juegos del lenguaje", sino, también, en los actos concretos en los que éstos tienen lugar. Por eso, dicho sea de paso, la semiótica debe transcender los cerrados límites del concepto inmanente del discurso desde el que se ha venido desenvolviendo hasta ahora. Quizá pueda instaurarse una nueva semiótica con criterios más pragmáticos, una semiótica de la "transdiscursividad" que Vázquez Medel sitúa en "la tensión entre identidad y diferencia, entre singularidad y pluralidad, entre estabilidad significativa y apropiación del sentido. Una semiótica que soslaye, precisamente, el conflicto entre las estructuras y sistemas de significación (códigos, "lenguas"), por un lado, y las pulsiones personales que construyen el ámbito de la vida y del deseo a través del "habla", de la "parole", por otro" (Vázquez Medel, 1998: 1).

Bajo estas premisas la escritura de la historia, obviamente, no puede seguir siendo lo que ha sido hasta ahora. Están quedando al descubierto los sesgos culturales e ideológicos, camuflados de racionalidad y progreso, que permitían a los grandes relatos modernos un deliberado sometimiento de culturas, grupos e individuos, arbitrariamente arrancados de sus núcleos argumentales esenciales. Como sabemos, la crisis deslegitimadora de las grandes metanarraciones emancipadoras y especulativas anunciada por Lyotard sirvió para poner de manifiesto la inviabilidad de un proyecto histórico fundado científicamente en los presupuestos ilustrados de la objetividad y la universalidad. El conocimiento quedaba relegado a una mera perspectiva ideológica; absorto en su propia "vulgaridad". El propio Lyotard indicaba: "Una ciencia que no ha encontrado su legitimidad no es una ciencia auténtica, desciende al rango más bajo, el de la ideología o el instrumento del poder, si el discurso que debía legitimarla aparece en sí mismo como referido a un saber precientífico, al mismo título que un "vulgar" relato" (Lyotard, 1989: 74). Es esta "vulgaridad" del discurso científico, en general, y del histórico, en particular, la que constituyó el centro de la reflexión crítico-filosófica de Michel Foucault. En resumen, este pensador firmó la verdadera carta de defunción de la historiografía en su sentido clásico y moderno. Esto llevó a un ferviente admirador suyo a decir que "Foucault es el historiador completo, el final de la historia" (Veyne, 1984: 200). Foucault instala los hechos humanos en la "rareza", esto es, en el inmenso vacío desde el que no es posible su inteligibilidad racional. Reduce los objetos sociales a la calidad de objetivaciones contigentes de prácticas sociales singulares. En consecuencia, hace de la gramática historiográfica una actividad preconceptual, puesto que la representación remite a la acción concreta desde la que la conciencia se dirige hacia un mundo no inmanente. De esta forma, la conexión lineal entre los acontecimientos y la evolución finalística de categorías humanas universales se desmoronan ante una historia de rupturas, de discontinuidades, de la desintegración de su sentido transcendente. Una historia que deja, pues, de ser historia, que sólo es simple expresión de una "voluntad de poder" circunstancialmente desplegada hacia un sujeto plenamente objetivado (Foucault, 1984). Y es por ello que, si queda algo por hacer al historiador, esto sea la articulación de una prospección genealógica que sirva para desmontar los mecanismos disciplinares de identificación, clasificación y procesamiento de los integrantes de unas sociedades humanas encerradas en sus propios discursos.



IV
Este es el panorama general de una crítica postmodernista "anti-histórica" que lanza enormes retos a los historiadores de este fin de milenio. Es la amenaza del triunfo de un pensamiento ahistórico que, poniendo de relieve la unívoca correspondencia entre modernidad, progreso e historia como modo de comprensión de lo social, preconiza la no idoneidad actual de tal perspectiva. Es decir, se pretende que lo histórico es una forma de pensamiento exclusivamente moderna que va dejando de tener sentido en nuestro mundo postmoderno. Roger Chartier, historiador francés formado en los ambientes de la ya agotada escuela de "Annales", es, quizá, uno de los que más decididamente han asumido el desafío. Citando él mismo a Foucault, señala: "La historia de la ciencia, en su definición filosófica francesa, tiene un primer desafío: poner en evidencia la historicidad del pensamiento universal; oponer a la razón, entendida como una invariante antropológica, la discontinuidad de las formas de la racionalidad. Se trata por tanto de cuestionar "una racionalidad que aspira a lo universal aunque se desarrolle en lo contigente, que afirma su unidad y que no procede por tanto más que por modificaciones parciales, que se valida a sí misma por su propia soberanía pero que no puede disociarse de su historia, de las inercias, de la gravedad o de las coerciones que la someten" " (Chartier, 1996: 6). Semejante actitud revisionista y relativizadora va impregnando día a día esas nuevas formas de hacer historia que, con anterioridad, clasifiqué en torno a un nuevo paradigma de naturaleza postmoderna. Se trata de la "nueva historia cultural" y de la "microhistoria" italiana. En general, los historiadores siempre se han mostrado ajenos a las repercusiones teóricas de su quehacer, reduciendo su trabajo a la aplicación mecánica e irreflexiva de determinadas técnicas investigadoras y expositivas aprendidas en sus años de formación. Sin embargo, como agente histórico en sí, el historiador expresa en el ejercicio de su profesión las invocaciones de los nuevos condicionamientos socio-cognitivos sobre los que se está configurando nuestra nueva sociedad "posthistórica". Por eso, el nuevo tipo de relato que se está escribiendo en el seno de estas corrientes lleva impresas las marcas imborrables de los nuevos discursos deconstructores de la concepción ilustrada de la ciencia y de la historia. Es más, es posible admitir que el nacimiento de esta nueva historiografía emana, en parte, de una intensa reflexión teórica, de un permanente diálogo con esas otras disciplinas sociales –la sociología, la antropología y la lingüísticas- pioneras en la asunción de la nueva perspectiva pragmática, postestructuralista y postmodernista que cuestiona los viejos paradigmas modernos (31).

En lo que atañe a la "nueva historia cultural", son Robert Darnton, Lynn Hunt, Gabrielle S. Spiegel y el mencionado Roger Chartier los autores que sin duda mejor la representan (32). Esta corriente historiográfica surge de un doble intento de superación. De la historia de la cultura tradicional –"historia intelectual"-, por una parte; y de los modelos macroestructurales de la historia de la mentalidades, según la escuela de los "Annales", por otra (33). Junto con las aportaciones de Hunt (34), es el trabajo teórico de Roger Chartier el que mejor expresa la nueva perspectiva. En un libro lleno de resonancias foucaultianas como es "El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación", Chartier alude a una historia encaminada hacia los procedimientos reguladores de la producción de significado. Convirtiendo los textos en mediatizadores discursivos de las prácticas sociales concretas desde las que aquéllos cobran vida, indica que "las obras, en efecto, no tienen un sentido estable, universal, fijo. Están investidas de significaciones plurales y móviles, construidas en el reencuentro entre una proposición y una recepción, entre las formas y los motivos que les dan su estructura y las competencias y expectativas de los públicos que se adueñan de ellas" (Chartier, 1995: XI). Esta historia se asienta en una concepción mucho más dinámica y heterogénea de lo social respecto a los paradigmas estructurales. Y, también, en un marco decididamente herméutico-fenomenológico que, a su vez, ofrece plena acogida a los planteamientos esenciales del deconstruccionismo derridiano –lo acabamos de comprobar. Se privilegia, pues, en nombre del "giro lingüístico", el análisis del discurso sobre cualquier otro tipo de indagaciones relativas a un mundo social material exterior al mismo. Mediante la identificación que establece entre realidad humana y universo simbólico que la configura, se culmina en un estricto reduccionismo cultural de lo social que no permite las viejas distinciones sectoriales entre historia de las mentalidades e historia socio-estructural. Es una historia del discurso.

Un tipo de historiografía, por consiguiente, que, en mi opinión, debe mucho a la estela dejada por los "cultural studies" aparecidos entre mediados de los cincuenta y principios de los sesenta en el seno del Center for Contemporary Cultural Studies de Birmingham. Situadas en terrenos diversos como la etnografía, la literatura y la teoría lingüística, sus investigaciones se centrarán especialmente en el análisis de los efectos sociales de los "mass-media". Desechando los esquemas estructural-funcionalistas de estímulo-respuesta, esta corriente apuntará hacia una concepción de lo social como proceso complejo y cambiante de dotación de sentido. De ahí que adoptará un concepto de cultura como conjunto inestable de valores que, en sus intercambios cotidianos, generan los márgenes reales de posibilidad de la acción social. En un plano de absoluto inclusivismo ideacional-social, lo cultural se presenta, no ya como mero reflejo residual de una realidad social autónoma y estable, sino como espacio de tensiones y contradicciones sociales en continua negociación integradora (35). Posición teórica que, colocando la recepción en el centro de la investigación, es aplicada por Chartier en otros ámbitos históricos como el de las prácticas de lectura oral en la edad moderna (siglos XVI-XVIII). En uno de sus estudios llega a conclusiones como ésta: "El tema de la lectura en voz alta se encuentra en medio de varias historias: la de las obras y de los géneros, la de los modos de circulación de lo escrito, la de las formas de sociabilidad y de intimidad. Reencontrar las modalidades, los objetos, la trayectoria de esta manera de leer, a menudo ocultada para beneficio de aquella que es la nuestra hoy día, no carece de importancia para señalar las variaciones históricas o sociales de los usos de los textos que se han convertido en libros" (Chartier, 1995: 144). Centrada la atención en los efectos siempre cambiantes de sentido de los textos y en las prácticas indeterminadas vinculadas circunstancialmente a ellos, relativismo, ruptura y variación acaban desplazando, en definitiva, la objetividad, continuidad y necesidad en la historia. Dicho de otro modo, puesto que los elementos de los códigos simbólicos están sometidos a una incesante reactualización en los contactos sociales cotidianos, la singularización e individualización del significado en relación con el contexto, que este concepto de cultura pone en juego, abre las posibilidades de la negación de la universalidad del lenguaje conceptual y de la racionalidad humana.

Consecuencias similares para la suerte de la historia se perciben en la "microhistoria". Ésta, de origen italiano, tiene sus más destacadas figuras en Carlo Ginzburg y Giovanni Levi. Como este último señala, "no es casual que el debate sobre la microhistoria no se haya basado en textos o manifiestos teóricos. La microhistoria es por esencia una práctica historiográfica, mientras que sus referencias teóricas son múltiples y, en cierto sentido, eclécticas" (Levi, 1996: 119). Ausencia de ortodoxia doctrinal, eclecticismo, práctica basadas en formalismos teóricos débiles. ¿No son éstos los signos que definen la ciencia en la postmodernidad? Sin embargo, el mismo Levi apunta hacia algunos rasgos comunes que dan sentido global al trabajo microhistórico. De entrada, una respuesta a la incapacidad de los paradigmas estructuralistas, funcionalistas y marxistas para responder adecuadamente a los problemas económico-sociales, políticos-ideológicos y culturales hasta ahora planteados. Ante todo, en lo relativo al automatismo del cambio social, situándose la crisis de la idea de progreso en el centro en torno al cual gravita toda la especulación. La microhistoria renuncia a la predicción, al establecimiento de esquemas teóricos previos que sometan los hechos desde el "a priori" de la experimentación, y, por ello, descarta la atribución de una dirección preconcebida a los fenómenos históricos estudiados. Su objetivo será el intento de comprensión e interpretación –no de explicación bajo leyes generales- de la acción y conflictos humanos en su doble autonomía e inscripción en sistemas sociales normativos. Sin que ello deba suponer un relativismo radical, la "microhistoria" entiende lo social no como estructura de objetos naturales y universales dotados de atributos consustanciales, sino como conjunto complejo de relaciones cambiantes dentro de contextos en permanente readaptación. La ambigüedad de los mundos simbólicos entrecruzados, la pluralidad de interpretaciones por parte de los actores sociales, y la continua tensión entre símbolos y acción, entre ésta y estructura, definen el proceso de descripción microhistórica.

Tres podrían ser, en resumen, los aspectos fundamentales que delimitan el talante fenomenológico de este modo de hacer historia. El primero, la escala de observación. El microhistoriador basa su investigación en una expresa reducción metodológica de la misma. Pero este análisis microscópico al nivel local de individuos concretos insertados en espacios de relaciones concretas no constituye una finalidad en sí misma. Tan sólo responde a fines experimentales que, en todo caso, condicionan las conclusiones y su modo de exposición. Se trata del valor metodológico de la pista, del indicio configurado en lo que se ha llamado lo "excepcional normal", esto es, la situación particular que tras su intensa indagación desvela lo que puede ser útil para alcanzar generalizaciones flexibles relativamente extrapolables, y nunca modelos rígidos mecanicistas. Esto fue, por ejemplo, lo que llevó a Levi a considerar en su historia de un exorcista piamontés del siglo XVII –"La herencia inmaterial"- que los sistemas de compraventa de tierras en la comunidad campesina investigada no respondían a las leyes impersonales y supuestamente fijadas del mercado, sino a las relaciones de parentescos establecidas entre sus miembros, de las que dependían las variaciones de los precios (Levi, 1990). Como indica Carlo Ginzburg,, "en algunos estudios biográficos se ha demostrado que en un individuo mediocre, carente en sí de relieve y por ello representativo, pueden escrutarse, como en un microcosmos, las características de todo un sistema social en un determinado período histórico, ya sea la nobleza austríaca o el bajo clero inglés del siglo XVII" (Ginzburg, 1986: 22). Perspectiva que dio vida a una obra que podemos valorar como verdadero hito fundador de la escuela: "El queso y los gusanos. El cosmos, según un molinero del siglo XVI".

Un segundo aspecto destacable en la toma de posición microhistórica es la influencia recogida directamente de la antropología fenomenológica del Clifford Geertz de "La interpretación de las culturas" (Geertz, 1988). Hecho también atribuible a la ya aludida "historia cultural". El modelo teóricamente débil de la "descripción densa" de este autor, el cual entiende su trabajo como el registro de redes de significación en contextos sociales de interacción simbólica en constante flujo y variación, es decisivo para esta nueva historia postmoderna. La teoría queda, por tanto, reducida a una mera translación al lenguaje académico de los resultados de una experiencia investigadora muy pegada a la práctica y al contexto interpretativo específico donde se sitúe dicho trabajo. Un relativismo que el propio Geertz asumía, más bien, como "anti-antirrelativismo", como el rechazo de constantes formales, evolutivas y operativas que, en nombre de una razón sustantiva, sólo suponen la superioridad etnocentrista de la civilización occidental sobre el resto de culturas. Lo cual introduce a Levi en un debate sobre la racionalidad humana que resuelve compatibilizando la existencia de universales, estados y procesos cognitivos esencialmente humanos con el libre desarrollo de diversas respuestas culturales a dichas facultades del hombre como especie (Levi, 1996). Y es que –quiero puntualizarlo aquí- es apreciable en las posiciones teóricas relativistas de los nuevos historiadores un cierto reparo ante el peligro de quedar atrapados en el callejón sin salida del irracionalismo más absoluto. Por último, como se desprende de todo lo anterior, el concepto de "contexto" alcanza aquí una nueva dimensión. Éste ya no se percibe como estructura social dada, sino como marco socio-histórico hallado en el juego variable de conexiones intersubjetivas cambiantes no necesarias (36). Un concepto que puede contribuir, no obstante, a dar cierta formalidad a los enunciados del historiador. "Aquí el contexto implica no sólo la identificación de un conjunto de cosas que comparten ciertas características, sino que también puede operar en el plano de la analogía –es decir, en el ámbito donde la similitud perfecta se da, más que entre las cosas mismas, que pueden ser muy diversas, entre las relaciones que vinculan las cosas-" (Levi, 1996: 139).

En resumen, estamos ante una historiografía que renuncia a las clásicas visiones globales de conjunto para realizarse en la contemplación de lo local. Que desecha las estructuras y coloca a los sujetos anónimos en el papel concreto que desempeñan dentro del contexto al que pertenecen en tensión con sus propios intereses. Que desencadena una renovación de las técnicas expositivas del relato (37). Pero no ya desde esa legitimación positivista que convertía a los grandes hombres en sujetos transcendentes reales inscritos en un plan superior y objetivo de la historia. Desaparecen tales pretensiones de verdad. Estamos ante una historia "débil". A la vez que el propio sujeto se desubjetiviza, aquí la técnica narrativa responde a la simple necesidad, en la que insiste Hayden White, de percibir la realidad en su conformación coherente con principio y fin. La narración, pues, como aparato semiótico que dota a los hechos, desde su similitud y contiguidad, de un orden común instalado en el tiempo, donde lo supuestamente real se presenta como deseable y concebible en su consumación (White, 1992). Como señala Manuel Cruz, haciéndose eco de la obra de Ricoeur, "el correlato más próximo, que probablemente sería ‘contar las cosas tal como son’, debe ser sustituido por este otro, sólo en apariencia más modesto: ‘contar las cosas tal como nos pasan’ " (Cruz, 1991: 163) (38). Desplazado el progreso del eje de descripción de lo social en el tiempo, anulado el principio de conocimiento racional absoluto de la realidad, la interpretación hermenéutica se convierte en un nuevo modo de ser-en-el-mundo. Siendo cada hecho susceptible de ser liberado desde cualquier sistema simbólico en su sentido no predeterminado, no parece quedar alternativa a los intentos de traslación fenomenológica de significados de una comunidad discursiva a otra. Pero ello va acompañado de una nueva concepción colectiva del tiempo que suprime la historia universal como perspectiva de lo social. A la condición postmoderna, testimoniada en esta nueva historiografía, le corresponde, pues, una nueva forma de pensar lo temporal que altera los problemas de la legitimidad y el cambio. El periodo premoderno se situaba en la perspectiva de la lógica de la repetición, encontrando su legitimación en un acto fundacional originario reproducido ritualmente: el tiempo como eternidad. La época moderna se había situado no en la perspectiva de un pasado definitivo continuamente actualizado, sino en los parámetros de un ideal realizable en el futuro, encontrando la comunidad su legitimación en lo que quería llegar a ser, en la realización de un proyecto total: el tiempo como progreso. Estoy con Antonio Campillo al atribuir a la postmodernidad una categoría temporal específica: la variación (Campillo, 1995). Al no existir ya jerarquías de perfección, ante la desaparición de la centralidad de la referencia, las diferencias no pueden ser pensadas en virtud de la relación que puedan guardar con la identidad. No hay soluciones para el problema de la oposición entre sujeto e historia. Es más, éste deja de ser un problema, puesto que desaparecen los esquemas simbólicos desde los que era percibido como tal.




V
Se impone, por tanto, un tiempo pluridimensional, ambiguo, reversible, polivalente, atemporal: el no-tiempo. Y pienso que este nuevo modo de aprehender la instalación de lo social en el tiempo encuentra su modelo en la ubicuidad e instantaneidad de la arquitectura flexible e inmaterial de las nuevas tecnologías de la comunicación informática planetaria. La aceleración de los intercambios comunicativos supone la propia aceleración de los acontecimientos hasta el punto de producirse su propia reversión, su autoanulación antes de consumarse. Podemos hablar de un auténtico paradigma de la comunicación porque, en su actual conformación global, es ésta la que determina una nueva existencia humana desprendida del sentido de la orientación proyectiva en el tiempo. Ya no parece posible la afirmación de Askin en el sentido de que "tender hacia el futuro es crear ese futuro. El movimiento hacia el futuro es el proceso de su creación y realización" (Askin, 1979: 155). Como argumenta Baudrillard, desde su radicalismo extremo, "es el fin de la linealidad. En esta perspectiva, el futuro ya no existe. Pero si ya no hay futuro, tampoco hay fin. Por lo tanto ni siquiera se trata del fin de la historia" (Baudrillard, 1995: 24). Este autor nos sitúa en la reversión de una modernidad aniquilada por anticipación de su propia finalidad. No obstante, quizá podamos seguir percibiendo el flujo creciente de los acontecimientos, que Baudrillard declara en huelga. Pero de lo que sí estamos prescindiendo es de la capacidad de proyectar el cambio, la transformación revolucionaria de la realidad social. La pérdida de la conciencia colectiva de la duración implica la conciencia colectiva del no-cambio, lo cual conduce fenomenológicamente hacia el no-cambio real, hacia la congelación y perpetuación de un cierto orden establecido (39). Un claro síntoma de ello es la creciente esterilización del vocabulario del que hacen gala estas nuevas historiografías donde los conceptos relativos a la conflictividad social han dejado su lugar a una peligrosa "neutralidad", al nuevo conservadurismo de lo "políticamente correcto".

El fin del proyecto unitario moderno en torno a la idea de progreso ha culminado, no obstante, en su consolidación parcial. La que hace referencia al triunfo de la lógica expansiva y dominadora del desarrollo técnico-científico del capitalismo. Los que han sido aniquilados son los demás aspectos que venían a completar la idea: bienestar material humano universal, libertad política en una sociedad civil plenamente constituida, principios de justicia e igualdad, etc. Por eso, autores como Fontana piensan el fin de la historia como consecuencia del éxito de una versión equivocada de la idea conectada al esquema omnímodo del crecimiento económico, el cual arrastró consigo al comunismo fracasado (Fontana, 1992). Y por lo mismo, cree en una posible reconsideración del proyecto desde planteamientos más auténticamente sociales. Mientras tanto, estamos ante la perpetuación de un orden donde el conflicto de los "diferendos" se salda con la victoria hegemónica de un determinado régimen de discurso: el de la explotación, la dominación, la estimulación mediática de un consumismo alienador que sumerge al sujeto a la baja en una ilusión anestésica, paralizadora.

Esta situación viene siendo objeto de diversas tomas de posición. Por una parte, el fracaso del proyecto moderno está estimulando hoy día un cierto intento de retorno a lo sagrado, a la remitificación expresa del sentido de la vida humana. Tal actitud invocadora de lo premoderno es la que se encuentra en autores como David Lyon, al cual, en este sentido, puedo respetar, pero no aceptar (Lyon, 1996). Sobre todo, si ello significa suprimir el estudio de las teorías evolucionistas de los programas educativos de estados norteamericanos como Kansas, por considerarlos en un plano de igualdad con respecto a las viejas cosmologías creacionistas. Recurrencia a motivos premodernos que, al fin y al cabo, no pueden escapar de la propia condición postmoderna. Lo cual nos lleva, por otra parte, al otro extremo del entusiasmo emancipador que Gianni Vattimo experimenta ante el estallido de la pluralidad en su "sociedad transparente" (Vattimo, 1994). Pero, pienso que, tras la aparente liberación que se celebra debido a los efectos desarraigadores del fin de la historia y de la explosión de lo local, el proceso de erosión implacable del principio de realidad, que se presupone, será la oportunidad para fenómenos de control social más efectivos por su propia oscuridad panóptica. Así, no parece quedar otro camino que el de los intentos de reconstrucción de una determinada idea de modernidad desde ángulos que integren los efectos insoslayables de la postmodernidad. En esa situación se encontraría la propuesta de Habermas en el sentido de imponer un verdadero interés emancipador frente al interés práctico e instrumental de la racionalidad práctica del capitalismo tardío. Ésta quedaría sustituida por la autorreflexión, por la "acción comunicativa" integradora de las diferencias desde criterios autovalidados de objetividad dentro de un espacio de auténtico intercambio simbólico (Habermas, 1991). Ello conlleva muchas dudas, pero, pienso que en el plano de las ciencias sociales, en general, y de la historia, en particular, quizá sean reclamables cierta conservación de los protocolos racionalistas de verdad y el restablecimiento de un compromiso moral de naturaleza ilustrada sobre nuevas bases. Se plantea la urgencia de un nuevo programa de la objetividad. A éste responden Appleby, Hunt y Jacob en su trabajo colectivo, ya citado, "La verdad sobre la historia". Se trata de la propuesta de un realismo pragmático que sea capaz de conciliar la explicación causal con la interpretación hermenéutica. Entendiendo que la objetividad, propiedad del objeto, es la que incita la proyección de la subjetividad sobre éste, aquélla permitirá tanto las diferencias interpretativas excluyentes, como la diversidad de perspectivas dentro de un marco discursivo donde sí es posible la inclusión. Es la proposición, pues, de un modo de autoconocimiento a través del otro que no impida, en el marco del respeto de la diversidad cultural, la elaboración de ciertas visiones de conjunto sin las cuales el compromiso social de la historia sería imposible. Existe, por consiguiente, la posibilidad de revitalizar una conciencia histórica crítica que se ponga al servicio del desenmascaramiento de los dispositivos de saber-poder que impregnan los discursos enfrentados; que haga de la genealogía una labor útil de cara a la conservación de la memoria colectiva. Las autoras americanas aluden a esto recordando que Milan Kundera situaba la lucha del pueblo contra el poder en la lucha de la memoria contra el olvido. Y concluyen: "para los historiadores, la lucha de la memoria contra el olvido también involucra al poder, pero en su caso es el poder para resistir dudas debilitantes acerca de la cognoscibilidad del pasado, acerca de la realidad de lo olvidado" (Appleby; Hunt; Jacob, 1998: 253).

Asumo los argumentos centrales de las críticas postmodernistas contra los absolutismos encerrados en la idea de modernidad. Pero comienzo a comprender que la radicalización de las posturas amenaza con introducirnos en absolutismos más paralizantes. Se plantea, por decirlo de este modo, el juego borgiano de "Los dos reyes y los dos laberintos". El laberinto de la "confusión y la maravilla" del rey de Babilonia –el modernismo- va siendo superado por ese otro laberinto, sin "escaleras, puertas y muros", del desierto del rey árabe: el postmodernismo (40). La salida sólo puede ser el establecimiento de una estrategia activa de la resistencia, una estrategia de la confrontación, de la búsqueda incesante de contradicciones dentro de un régimen de discurso al interior del cual sí me parece posible un diálogo entre la verdad y la mentira, entre el objeto y su representación, con independencia del relativismo asumible fuera de ese discurso. Aludo a una "guerra" abierta entre perspectivas encontradas en relación con los objetos configurados por un mismo orden discursivo. Pienso que esta cultura del "simulacro" presenta intersticios desde los que se puede penetrar siempre que se adopte una posición determinada (41). Tras los regímenes de frases lanzados por el poder se esconden correspondencias descifrables entre lo verdadero y lo falso que proyectan sombras sobre las verdaderas relaciones entre medios y fines. Creo que es posible distinguir niveles de apariencia y realidad en la conexión entre las prácticas concretas y los discursos que las generan. Consideremos un régimen de discurso específico como el político y un régimen de enunciados relativos a los derechos humanos universales. Refiramos éste a una acción concreta como la intervención militar en Kosovo por parte de las fuerzas internacionales de la O.T.A.N. Observemos sus resultados. Primero, el elevado número de víctimas causadas entre la población civil. Segundo, la consecuente limpieza étnica llevada a cabo en la zona por parte de los albano-kosovares ante la cómplice pasividad de los efectivos militares asentados en la zona (42). Un primer nivel, el de la apariencia –el mito-, quedaría conectado con la versión oficial vertida por el poder desde la monopolización de los instrumentos de comunicación social. En este nivel, las pérdidas humanas masivas como resultado de la acción, se convierten en consecuencia inevitable del cumplimiento de un objetivo de orden superior moral inexcusable. Del mismo modo, el trato recibido por los campesinos serbios tiene su explicación en la incapacidad material para detener a una población albanesa ávida de una venganza, en el fondo, justificada. Así, se establecería la ficción discursiva de una aparente congruencia entre fines y medios, entre la acción consumada –la muerte y el sufrimiento de la multitud- y los objetivos contenidos en los enunciados –la garantización de los derechos fundamentales de una ciudadanía en peligro.

Pero en otro nivel, el de la realidad dentro de ese espacio discursivo, un análisis crítico podría poner de manifiesto la hipótesis confirmable de que el resultado de la acción –la muerte y el padecimiento en masa de civiles desarmados, serbios o kosovares, es lo mismo- entra en directa contradicción con los contenidos esenciales del discurso oficial sobre los derechos humanos. Estaríamos, pues, ante la identificación crítica de las relaciones reales que se establecen entre discurso y práctica, entre medios y fines. Esta exploración crítica desvelaría que los enunciados sólo cumplen la función disimulada de medios hacia fines absolutamente contrarios a los recogidos en el propio discurso, dentro de una estrategia de poder-dominación. Y no sólo por razones de coherencia lógico-textual. También, por el hecho de que es posible contrastar datos de la experiencia, que perteneciendo al ámbito de la estructura del mundo, han de ayudarnos a tomar conciencia de otros objetivos y otros resultados de la acción emprendida que no estaban contenidos en el discurso oficial: el valor indicativo de lo que no se dice. Y es que podemos admitir que, en relación con la conservación del complejo industrial-militar estadounidense creado en la "guerra fría", razones de estrategia económica y geopolítica, y de prestigio y legitimación internacionales, explican de forma más clarificadora la razón de ser histórica de la intervención del aparato de poder militar de la O.T.A.N (43). Así, nuestro conocimiento de la realidad nos lleva a advertir que, desde la capacidad previsora de los sofisticados sistemas de detección e información de las fuerzas de intervención y ocupación, es siempre posible una evaluación eficaz previa de los daños que se pueden provocar. Además, la presencia de los soldados de la O.T.A.N., en una proporción única en el mundo, no permite aceptar los argumentos de sus comandantes en torno a la incapacidad material para evitar lo que está ocurriendo. La O.T.A.N, como sabemos, ha actuado impunemente apelando de manera implícita a la ley del más fuerte y no amparándose en la voluntad consensuada de la O.N.U. En conclusión, son las víctimas reales de la última guerra de Kosovo las que deslegitiman los principios justificadores desde los que se ha situado la sangrienta acción bélica de la fuerzas internacionales de la O.T.A.N. El sistema de cobertura mediática de estos acontecimientos –como, también, ocurrió en la "Guerra del Golfo"- sí corresponde al ámbito del "simulacro"; la realidad insultante de los muertos, cuya presencia se puede contrastar, no. Ellos atacan con señales televisivas y con bombas, pero nosotros podemos atacar con otras armas: la toma de partido mediante el desmantelamiento crítico y riguroso de las contradicciones entre la realidad como ilusión manufacturada y la realidad como sistema "real" de relaciones de poder captadas simbólicamente.

Por tanto, aun plenamente inmersa en los terrenos fangosos y movedizos del lenguaje, la historia no debe dar la espalda a la acción, a las prácticas, a los acontecimientos como indicios de los conflictos que realmente acucian al hombre en su situación socio-histórica particular. Esta estrategia de la confrontación podría, incluso, ser más ambiciosa. Un discurso sólo se combate con otro discurso capaz de englobar al otro en sus categorías. Admitiendo los sesgos subjetivos e ideológicos que toda teoría social conlleva, Manuel Cruz indica que "entre dos teorías sociales antagónicas, el primer paso para saber cuál de las dos tiene un valor científico mayor es preguntarse cuál de las dos permite comprender a la otra como fenómeno social y humano y hacer patentes, a través de una crítica inmanente, sus consecuencias y límites" (Cruz, 1991: 146). Pero, también, una acción sólo se combate con otra acción. La que generaría, como respuesta, la imposición de un discurso alternativo, cuya relativa, y nunca definitiva, superioridad residiese en esa capacidad integradora hacia la que apunto. Sólo así será posible proyectar en la conciencia colectiva mundos diferentes más deseables. ¿Cuál sería ese nuevo marco teórico desde el que proceder? Su construcción es una tarea pendiente que ha de estar abierta a todo aquello que pueda satisfacer los objetivos planteados, con independencia de su origen intelectual. En tanto aceptemos el fin de los absolutismos de cualquier signo, debe ser una auténtica tarea intertextual en conexión con fines de auténtica naturaleza emancipadora. En este sentido, prescindiendo de prejuicios académicos instrumentalizados políticamente, y desechando toda versión "catequística" y ortodoxa del marxismo fracasado, creo que no será una labor estéril, entre muchas otras, insisto, integrar en ese trabajo heterogéneo una relectura, adaptada a los nuevos tiempos, de la obra personal del Marx maduro. Pienso que en ella, quizá, no encontremos lo que muchos han creido ver hasta ahora: un inútil determinismo metafísico economicista unilineal, de raíz hegeliana. A lo mejor se nos desvela un compromiso no dogmático con el problema de la emancipación humana en las sociedades industriales. Un compromiso en virtud de un realismo práctico abierto a las posibilidades concretas que cada circunstancia social específica ofrezca (44). Al fin y al cabo, ha de reivindicarse la utopía. Opino que la salud de una sociedad debe basarse en su capacidad para seguir proyectando universos simbólicos renovadores. Se trata, en definitiva, de recuperar la historia y de ir perfilando procesos de transformación social habilitadores de las mayorías silenciosas. La historia ha de reconstituirse desde su originaria lucha con el poder; debe ser fundamentalmente utópica. El poder, por naturaleza, aspira a la permanencia; la historia, ante todo, ha de ser energía renovadora. Predisposición al cambio.



Notas


(1) Aunque no constituya una obra historiográfica en sí, destacaría el interesante balance global que Ramonet realiza en "Un mundo sin rumbo" acerca de los fenómenos económico-sociales, políticos y culturales que definen la crisis de fin de siglo (Ramonet, 1997).

(2) Josep Fontana considera que toda visión global de la historia se estructura en torno a tres elementos solidarios: descripción genealógica del presente –historia-, explicación racional de las relaciones sociales –economía política- y proyección hacia el futuro –proyecto social. Las conexiones e interferencias entre estos tres aspectos dependerá del vínculo legitimador o revolucionario que el discurso historiográfico pueda tener con respecto al orden establecido en un momento histórico dado (Fontana, 1982).

(3) Paul Ricoeur expresa: "La universalidad del género narrativo -¿existe una sola cultura en la que no se relate algo de historia?- y la inmensa variedad del género narrativo -¿cuántas especies hay de relatos?- demuestran el carácter simbólico de la conciencia humana del tiempo. Relatando historias, los hombres articulan su experiencia, se orientan en el caos de las modalidades potenciales del desarrollo; jalonan de intrigas y de desenlaces el curso demasiado complicado de las acciones reales del hombre" (Ricoeur, 1979: 18).

(4) En este sentido, las autoras citadas insisten en que "no existe acción sin una narración del funcionamiento del mundo, y la acción es más reflexiva mientras más se afirman las narraciones en una teoría. Aunque los relatos siempre serán cambiantes (de hecho, muestran el cambio en acción), los historiadores siempre tendrán que narrarlos para poder entender el pasado, e importa si narran bien (veraz y detalladamente) o mal" (Appleby; Hunt; Jacob, 1998: 220). El problema de la objetividad aludido al final de la cita será analizado posteriormente.

(5) Como éste no es espacio para la enumeración exhaustiva, tan sólo destacaré como trabajos orientadores de la situación general de la historiografía en lo tocante a los asuntos señalados el ya mencionado de Julio Aróstegui, "La investigación histórica: teoría y método" (Aróstegui, 1995), el de Elena Hernández Sandoica, "Los caminos de la historia: cuestiones de historiografía y método" (Hernández Sandoica, 1995) y la obra editada por Peter Burke, "Formas de hacer historia" (Burke (ed), 1996).

(6) Esto, en todo caso, nos llevará a considerar la evolución de la ciencia desde la perspectiva de "La estructura de las revoluciones científicas" de Thomas S. Kuhn. En ella el autor consagró el concepto de paradigmas como: "realizaciones científicas universalmente reconocidas que, durante cierto tiempo, proporcionan modelos de problemas y soluciones de una comunidad científica" (Kuhn, 1984: 13). Se trata de una noción que sirvió para sustituir la visión acumulativa de la historia de la ciencia por un nuevo esquema basado en las rupturas y las discontinuidades. Es evidente que la actitud de Kuhn en relación con la evolución histórica de la ciencia es fiel reflejo de la crisis de la idea de progreso que aquí se está tratando.

(7) Para un acercamiento global a los elementos culturales y materiales que definen esta nueva etapa que se supone superadora de la modernidad, creo conveniente la lectura de la síntesis elabora por David Lyon con el título de "Postmodernidad". En ella estimo capital la diferenciación entre, de una parte, una esfera intelectual -"postmodernismo"- basada en la crisis del fundacionalismo científico; la quiebra de las jerarquías del conocimiento y del principio de autoridad; y la sustitución del logocentrismo por el iconocentrismo. De otra, una dimensión socio-material –"postmodernidad"- cuyas señas de identificación más resaltables son la nuevas tecnologías de la información-comunicación conectadas al fenómeno de la globalización y la superación del esquema productivo de consumo por el del consumismo postindustrial (Lyon, 1996). Por mi parte, distinguiré el uso de los términos postmodernidad/postmoderna, de un lado, y postmodernismo/postmodernista, de otro, según este esquema.

(8) El concepto de historia de este padre fundador del positivismo historiográfico puede verse en su obra "Pueblos y Estados en la Edad Moderna" (Ranke, 1979).

(9) Ciro F. S. Cardoso elabora su concepto de conocimiento científico en torno a estos tres supuestos filosóficos de la ciencia en su "Introducción al trabajo de la investigación histórica" (Cardoso, 1989).

(10) Creo que, desde la perspectiva de la absoluta independencia material que en las épocas premodernas vinculaba al hombre con la naturaleza, esta concepción de un tiempo cíclico y eterno respondía al modelo impuesto por la directa y cotidiana percepción de los ritmos cíclicos naturales y astronómicos. Ello sería incompatible con la construcción simbólica de un tiempo específicamente humano totalmente liberado de la soberanía del tiempo cósmico. Los nuevos condicionantes materiales derivados de la industrialización alientan, por tanto, la posibilidad de la elaboración colectiva de un discurso humano del tiempo desprendido del marco natural preindustrial.

(11) Hay que aclarar la correspondencia que se establece en la obra de Kant entre los conceptos de "Naturaleza" y "Providencia".

(12) Josep Fontana insiste en la idea de que esta visión de la historia forjada como legitimación del orden burgués industrial sólo sirvió y sirve para justificar las relaciones de explotación y dominación generadas por el capitalismo. Esto cristalizó en una visión unilineal de la historia basada en un absoluto determinismo tecnológico que no da pie a la configuración de otros modos posibles de organización de las relaciones sociales en un marco de verdadera libertad e igualdad (Fontana, 1992).

(13) No creo que sea necesario insistir en las aportaciones decisivas que en lo referente a la definción y crisis de las metanarraciones emancipadoras y especulativas ofreció ya hace tiempo Lyotard en una obra tan conocida como decisiva para la nueva época como "La condición postmoderna. Informe sobre el saber" (Lyotard, 1989).

(14) Tan sólo, a modo de rápida orientación, destacaré como gran obra de síntesis de los principios que dieron vida a la escuela de los "Annales" la editada por J. Le Goff y P. Nora con el título "Hacer la historia" (Le Goff; Nora, 1978). En cuanto al materialismo histórico el fenómeno me parece de una complejidad tal que no permite su tratamiento en este trabajo. En todo caso creo necesario advertir, con Josep Fontana, el enorme distanciamiento, nunca definitivamente comprendido, en general, entre lo que este autor denomina "marxismo catequístico", basado en un fuerte determinismo económico metafísico, y la obra madura del propio Marx (Fontana, 1992). Por tanto, cuando me refiera en este trabajo al "materialismo histórico" estaré hablando de lo que tradicionalmente se ha entendido como tal en los medios académicos, siempre al margen de lo genuino, específico e inagotable de la obra de un Marx realmente olvidado desde su propia muerte.

(15) Citado por Juan Ignacio Ruiz de la Peña en "Introducción al estudio de la Edad Media", p. 132 (Ruiz de la Peña, 1987).

(16) Esta perspectiva es contemplada por Julio Aróstegui en "Manuel Tuñón de Lara y la construcción de una ciencia historiográfica" (Aróstegui, 1993).

(17) La reflexión teórica de Braudel queda recogida en "La historia y las ciencias sociales" (Braudel, 1968). En esta obra se clarifica el encuentro interdisciplinar promovido por "Annales" con ciencias sociales como la sociología y la antropología.

(18) Una aproximación a este problema se encuentra en "Tiempo cronológico y tiempo histórico" (Tuñón de Lara, 1993).

(19) Recuérdese el concepto de "historia-problema" impuesto por L. Fèbvre en sus célebres "Combates por la historia" frente al de "historia-relato" positivista. Para este autor, la historia no habría de quedarse en ese primer nivel de trabajo basado en el análisis crítico del documento. Faltaba un paso más, el de la formulación de hipótesis (Fèbvre, 1959). En cuanto al cientifismo de que hace gala esta escuela historiográfica sólo destacar el recurso a las técnicas cuantitivistas que tuvo lugar en relación con el desarrollo de la "historia serial" muy emparentada con la "historia económica" de S. Kuznets y la "New Economic History" de S. Engerman, A. Fishlow, etc.


(20) En lo que respecta a "Annales" Josep Fontana llegó a decir : "seguirles hoy en su obsesión ecléctica de modernidad, en su neopositivismo que confunde el método y la teoría y mitifica el papel del instrumento, sería peligroso. El axioma es viejo, pero sigue siendo válido: "sin teoría no hay historia" " (Fontana, 1985: 127). Una muestra, pues, del alejamiento del marxismo como pretendida teoría de lo histórico respecto a la historiografía francesa.

(21) El origen sociológico del concepto de "estructuralidad" se sitúa en la obra de A. Giddens. En ella las estructuras sociales son simultáneamente medio y resultado de las prácticas que generan en la interacción (Giddens, 1997). Por otra parte, el trabajo de C. Tilly también constituye un modelo para el desarrollo de esta corriente de la "historia social" (Tilly, 1991).

(22) Hago alusión a la obra de Bauman "Intimations of Postmodernity" citada en "Postmodernidad" de David Lyon (Lyon, 1996).

(23) Un análisis crítico muy interesante sobre los efectos producidos en las nuevas formas de sociabilidad de fines del siglo XX por las nuevos sistema de comunicación, basados en los flujos electromagnéticos a la velocidad de la luz de las redes de comunicación planetaria, puede encontrase en la obra de Paul Virilio (Virilio, 1997). La instantaneidad y ubicuidad de los contactos implica la consecuencia negativa de la pérdida del sentido del cuerpo propio, de los demás y del mundo: la pérdida de la geografía mediante una anulación progresiva del espacio material mediador de las relaciones.

(24) Me remito, en este caso, a los conceptos de "sociedad red" y "empresa red" de Manuel Castells (Castells, 1997). Del mismo modo, una vez más, al trabajo de Ignacio Ramonet (Ramonet, 1997).

(25) En lo que respecta al análisis de los factores determinantes de las crisis subjetivas y globales de sentido en las sociedades modernas es necesario acudir a la obra de Peter L. Berger y Thomas Luckmann (Berger; Luckmann, 1997).

(26) Además de la ya citada obra de Virilio, este fenómeno puede estudiarse desde la perspectiva utilizada por David Lyon en "El ojo electrónico" (Lyon, 1995); sin olvidar la deuda contraída al respecto con el muy conocido "Vigilar y castigar" de Foucault, en lo que afecta al propio concepto de "panoptismo" (Foucault, 1992).

(27) Aquí tengo que referirme al compromiso crítico-analítico de Noam Chomsky (Chomsky, 1996). En cuanto a la imposición de los nuevos parámetros de poder político extragubernamentales, he de hacer alusión al concepto de "subpolítica" contemplado en "¿Qué es la globalización?" de Ulrich Beck (Beck, 1998).

(28) Para una aproximación al punto de vista de R. Rorty, me remito a su obra "El giro lingüístico" (Rorty, 1990). Las resonacias del Wittgenstein del "Tractatus Lógico-Philosophicus" y de los "juegos del lenguaje" son ciertamente evidentes (Wittgenstein, 1989).

(29) Jacques Derrida, basa su pensamiento en una crítica abierta a los valores fundamentales sobre los que se asienta la civilización occidental moderna –el "Bien", la "Verdad" y la "Belleza"- y, por tanto, en un rechazo al logocentrismo presencialista de la metafísica tradicional. En la medida en que la realidad, en su específica textualidad, se reduce a juegos variables de discursos incomensurables, la práctica deconstruccionista significaría una inversión consistente en el desenmascaramiento de las diferencias y de sus estructuras jerárquicas, lo cual me remite directamente a la genealogía nietzscheana retomada por Foucault (Derrida, 1989).

(30) Me gustaría precisar el importante matiz que diferencia los términos "dialogía" e "intertextualidad", utilizados con frecuencia de manera indistinta. El primero alude al concepto bajtiniano de la integración inconsciente del discurso ajeno en el propio (Bajtin, 1985). El segundo implica una toma de conciencia y un reconocimiento explícito de la apropiación de los discursos del otro por parte del sujeto enunciador.


(31) Aludo a ese nuevo movimiento intersubjetivo plasmado en las nuevas sociologías interpretativas de corte fenomenológico como las que representan el "interaccionismo simbólico" y las "etnometodologías". En ellas lo más significativo es la reacción contra los modelos estructurales-funcionalistas y el establecimiento de nuevas unidades de análisis –la persona, el grupo, las relaciones cotidianas-, que suponen un nuevo modo de entender las conexiones entre actor individual y sistema. Un breve pero sistemático y esclarecedor resumen de todo esto puede encontrarse en el capítulo 6 –"El regreso a lo cotidiano"- de "Historia de las teorías de la comunicación" de Armand y Michèle Mattelart (Mattelart, 1997).

(32) En concreto, "The Great Cat Massacre and Other Episodes in French Cultural History" de Darnton representa uno de los ejemplos más significativos de este tipo de historia cultural (Darnton, 1984). Un estudio de síntesis donde se consagran la denominación y los soportes teóricos de la escuela están en "The New Cultural History" de Lynn Hunt (Hunt, 1989).

(33) Recordemos que la historia social de la cultura de "Annales" atribuía actitudes y comportamientos predeterminados a los individuos de acuerdo con su adscripción a un grupo socio-profesional concreto. En cambio, esta historia cultural de lo social procede de manera mucho menos estática: las respuestas del sujeto están mediatizadas por una multiplicidad de factores circunstanciales que sitúan aquél en una red de interacciones sociales más complejas –"pertenencias sexuales o generacionales, las adhesiones religiosas, las tradiciones educativas, las solidaridades territoriales, las costumbres de la profesión" (Chartier, 1995: 54).

(34) Lynn Hunt, en su provechosa colaboración con Joyce Appleby y Margaret Jacob, hace referencia al nacimiento de la "historia cultural" de este modo: "La mente, como depósito de las prescripciones sociales, espacio donde se forma la identidad y se negocia lingüísticamente la realidad, se transformó en foco de la nueva indagación histórica. Allí residía la cultura, definida como repertorio de sistemas valóricos y mecanismos interpretativos" (Appleby; Hunt; Jacob, 1998: 205).

(35) Raymond Williams constituye un verdadero punto de partida en esta escuela. En "The Long Revolution" aparece ya ese concepto de cultura como proceso de construcción socio-histórica de las significaciones (Williams, 1965). Desde un marxismo renovador y abierto al estudio de las relaciones entre cultura y prácticas sociales, también atribuible a Williams, el historiador E. P. Thompson aporta al Centro de Birmingham una visión dinámica de la historia basada en la idea de la lucha de clases como conflicto cultural (Thompson, 1989).


(36) Este desplazamiento del centro de referencia en la interpretación hermenéutica de lo cultural como diálogo con la diferencia conecta directamente con el concepto de "configuración" que aparece en la obra de Norbert Elías: "Para Elías, en efecto, la modalidad propia de las relaciones de interdependencia relacionan a los individuos entre sí en una formación dada lo que define la especificidad irreductible de esta formación o configuración. De esto, las figuras singulares cada vez de las formas de dominio, de los equilibrios entre los grupos, de los principios de organización de las sociedades" (Chartier, 1995: 72).

(37) Ello ha llevado a autores como Josep Fontana, entre otros, a clasificar a este tipo de historiografía, carente de visiones globales de la realidad, dentro del género histórico-literario. "Lo que tendríamos con este tipo de retorno a la narración sería, simplemente, una historia que vuelve a ser, como en un pasado que creíamos superado, un simple cuento a narrar" (Fontana, 1992: 23). Pero lo relevante no es la utilización expresa o no del relato como técnica expositiva; es el sentido que se dé a ese relato.

(38) Manuel Cruz alude al lema positivista rankiano de "er will bloss zeigen es eingentlich gewessen". La idea de que basta dejarse llevar por los documentos para que podamos reproducir el pasado histórico tal y como aconteció. De ello ya me ocupé con anterioridad.

(39) No voy a entrar aquí en el debate sociológico sobre el cambio y la movimiento al que hace referencia Julio Aróstegui haciéndose eco de la obra de Robert Nisbet: "Es cierto que cambio no es mera interacción, movimiento, movilidad. El movimiento y la movilidad son consustanciales con la sociedad, pero nada de ello presupone necesariamente cambio" (Aróstegui, 1995: 162). Lo que me interesa constatar es que la idea moderna de progreso alumbraba una perspectiva de cambio real en su proyección hacia un futuro por construir.

(40) Cito el relato de "Los dos reyes y los dos laberintos", recogido en su célebre libro "El Aleph" (Borges, 1989).

(41) Este concepto de "simulacro" se encuentra en "Cultura y simulacro" de Jean Baudrillard (Baudrillard, 1998).

(42) James Petras, aludiendo a datos del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, se expresa en el sentido de que la mayor parte de los daños sufridos por los albaneses fueron provocados por la O.T.A.N. Por otra parte, su ocupación ha propiciado una expulsión de civiles serbios muy superior – más del 80%, a lo que hay que añadir más del 90% de los gitanos- a la efectuada por los serbios con los kosovares durante las operaciones –50%, aproximadamente. Son los términos de una sistemática "limpieza étnica profesional" auspiciada por las fuerzas de la O.T.A.N. en respuesta a objetivos no tan oscuros (Petras, 1999).

(43) Petras entiende que el apoyo prestado por la O.T.A.N a la salvaje actitud del ELK está conectado a un fin muy concreto: la desestabilización del gobierno de Milosevic, en relación con la guerra comercial entre multinacionales europeas y norteamericanas por los contratos de construcción (Petras, 1999).

(44) También, en este sentido, me tengo que referir a obras ya citadas de Josep Fontana (Fontana, 1982; 1992). Del mismo modo, al capítulo VII –"Sobre la dificultad de (no) ser marxista"- del libro, también señalado, de Manuel Cruz (Cruz, 1991).



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