jueves, 7 de marzo de 2013

"LA RELACIÓN DEL PERONISMO CON LOS INTELECTUALES" por Nicolas Parrilla


 
El surgimiento del peronismo como movimiento en la década de 1940 revolucionó totalmente el escenario político de la Argentina, y a su vez produjo una infinidad de lecturas desde distintos universos. El mundo de las ciencias sociales no fue la excepción: el estudio de semejante fenómeno tuvo diversas variantes, que van desde el apoyo incondicional hasta el odio más absoluto y visceral.

El discurso populista de Perón y su alianza con los sectores obreros generaron una gran cantidad de adhesiones, como así también de rechazo por ciertos sectores de la sociedad. La imagen que representa el nacimiento del peronismo, aquella de las masas avanzando hacia la Plaza de Mayo el 17 de octubre de 1945, le dio al movimiento una identidad plebeya y anti-intelectual. La consigna “alpargatas sí, libros no” germinó una mezcla de horror y estupor en la comunidad intelectual vernácula.

El escritor, poeta y ensayista Ezequiel Martínez Estrada, presidente en dos períodos de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), fue quien resumió el parecer de las clases letradas llegando al extremo de comparar a los seguidores peronistas con los de Juan Manuel de Rosas. “El 17 de octubre esos demonios [los demonios de la llanura] salieron a pedir cuentas de su cautiverio, a exigir un lugar al sol, y aparecieron con sus cuchillos de matarifes en la cintura, amenazando con una San Bartolomé del Barrio Norte. Sentimos escalofríos viéndolos desfilar en una verdadera horda silenciosa con carteles que amenazaban con tomarse una revancha terrible”, describió en su obra “¿Qué es esto? Catilinaria”, que fue publicada en Buenos Aires en 1956.

Sin embargo, no todo fue oposición, sino que desde el surgimiento del peronismo, apareció un grupo de intelectuales que apoyó el movimiento, aun sabiendo que su ideología casi los condenaba al rechazo de sus pares. Dentro del mundo letrado, confluían personajes tan disímiles ideológicamente como Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz, ambos con sensibilidad popular, provenientes de sectores yrigoyenistas del partido radical, pero también Gustavo Martínez Zuviría, un escritor perteneciente a una familia patricia y ferviente militante religioso, nacionalista y antisemita.

Para Jauretche y Scalabrini el surgimiento del peronismo significó ver reflejada la representación de sus ideales: se alejaron de FORJA luego del 17 de octubre, e incluso este último afirmó que “lo que había soñado e intuido durante muchos años estaba allí presente, corpóreo, tenso, multifacetado, pero único en el espíritu conjunto”.

Sin dudas, Jorge Luis Borges fue el mayor símbolo del conjunto de intelectuales de tendencias antiperonistas. Su oposición a la figura de Perón, plasmada a lo largo de su vida y obra, le valió en 1946 la degradación de su labor de titular de una biblioteca municipal al puesto de inspector de aves y conejos en los mercados y ferias públicas para la Municipalidad porteña.

Así mismo, el movimiento dio lugar a la aparición de nuevas voces dentro del mundo letrado, los intelectuales netamente peronistas. Uno de sus símbolos fue John William Cooke, una de las plumas más destacadas de la izquierda peronista. Cooke, quien consideraba que el movimiento debía adoptar una faceta revolucionaria, fue designado por el mismo Perón como su representante en Argentina durante su exilio, cruzó una frondosa correspondencia con él, y definió al peronismo con una frase que quedó en la historia: “el hecho maldito del país burgués”.

Otra personalidad destacada fue la de Leopoldo Marechal, poeta, dramaturgo y ensayista, autor de obras icónicas de la literatura argentina como “Adan Buenosayres” y “Megafón, o la guerra”. Sin embargo, nunca llegó a alcanzar un reconocimiento acorde a su excelencia, en parte debido a su compromiso justicialista, que lo desplazó de la preferencia de los generadores de prestigio, liderados por una elite antiperonista.La intelectualidad peronista también dio nacimiento a diversas ediciones. La revista cultural “Sexto continente”, que se había presentado como una contra-“Sur” (icónica publicación encabezada por Victoria Ocampo), proponía un proyecto cultural latinoamericanista y una visión popular de la cultura. Otra revista, de tono más político, “Hechos e ideas”, tenía como objetivo servir de vehículo a los intelectuales nacionalistas populares, para convertirse en los ideólogos del peronismo. Fundada primero en 1935 como un órgano del partido radical, fue refundada en 1947, para volcarse claramente hacia el peronismo.

 

 

"ALGO MAS QUE UN LIDER AUTORITARIO"por Beatriz Sarlo


Es demasiado sencillo enterrar a Chávez en el catafalco de los líderes autoritarios, como un representante más de América latina en toda su tipicidad. Quedan varias cuentas por hacer antes de dejarlo allí.

La primera es la del pasado político venezolano anterior. Chávez no es inmotivado . Tampoco es el primer presidente de Venezuela que despilfarra la renta petrolera; no es el primero que esboza planes suntuosos que quedan a mitad de camino, olvidados, cubiertos por la ocurrencia siguiente. No es el primero que usó esa renta en el corto plazo, discurseando sobre el futuro sin darle bases más sólidas.

La segunda cuenta requiere no repetir, en el juicio sobre Chávez, los rasgos sumarios de sus propios pronunciamientos ni la grandilocuencia sin fisuras de sus gestos. Nos ponemos rápidamente de acuerdo: no le interesaba la lógica republicana. Pero Chávez fue algo más que un militar vuelto líder carismático que despreció las libertades clásicas. Su historia, desde que conoció, como cadete, al nacionalista peruano Velazco Alvarado, el presidente de la reforma agraria, trae anuncios desde el comienzo. No fue un recién llegado al escenario, que se transforma a medida en que se consolida. Anunció lo que llegaría a ser. Chávez fue, además, un caudillo militar y usó al ejército no sólo como instrumento de un golpe, sino también como sostén de su expansiva fuerza territorial. En esto se diferencia de otros líderes de América latina, en primer lugar de Evo Morales, de Correa y de Néstor Kirchner , que se sostuvieron con fuerzas de otro origen.

Su poder se extendió demasiado, pero su popularidad no resultó solamente de un vasto parque de artefactos publicitarios y del adoctrinamiento de masas. Su imagen no se construyó sólo a expensas de la libertad de prensa. No tuvo contemplaciones con esos derechos, pero no lo votaron como consecuencia de que los limitó cuantas veces pudo. Como muchos de los actuales presidentes de América latina, usó el aparato estatal y el dinero público para imponerse. Estos dirigentes han aprendido que el Estado es la máquina que construye su poder. La larga saga del exilio de Perón, esos 18 años de proscripción, hoy es inconcebible. La ocupación del Estado y la incontrolada disposición de sus recursos son la clave de bóveda del poder, la matriz donde se reproduce.

El tercer punto a considerar: la hegemonía cultural y política del chavismo cambió, probablemente para siempre, la relación de los sectores populares con los gobiernos en Venezuela. En un nivel simbólico, Chávez aseguró su representación: se identificaron con el líder como no se habían identificado con los dirigentes anteriores, aunque éstos fueran más respetuosos de las instituciones. Podrá decirse, con razón, que uno de los dramas latinoamericanos es la escisión entre la institucionalidad política y la experiencia de que esa institucionalidad no es el instrumento que responde más rápido a necesidades reales. Ésta es una cuestión abierta; sobre ella, la Argentina escribe también un capítulo, con su propio estilo. De allí al desprecio por las instituciones hay solo un paso.

Frente a Chávez, la democracia debe preguntarse una vez más qué sucede con sus promesas incumplidas. Entender a Chávez no implica justificarlo. Y es también una tarea mucho más difícil que la sencilla identificación que pasa por alto todo. Exige aceptar y corregir que, en la mayoría de los países sudamericanos, la democracia no ha persuadido de que es un régimen capaz de superar los límites que le plantean la pobreza y la injusta distribución del ingreso, la violencia (que en Venezuela perduró y se agravó durante el chavismo) y la destitución en la vida cotidiana. Éstos son los problemas de la democracia que el cesarismo plebiscitario no soluciona, pero pone trágicamente al descubierto. Los señala, los utiliza como bandera de transformación y como excusa demagógica, les da reconocimiento, los malversa, los desordena, los ataca y, al mismo tiempo, los deja persistir.

Hugo Chávez fue, además, un caudillo de carisma agobiante y arrollador (su simpatía, su voz, la munificencia de su oratoria rica en maldiciones, imprecaciones, vocativos de fuego y amenazas). A diferencia de otros líderes populistas, su relación con la tradición histórica de América latina fue intensa y peculiarmente íntima. El adjetivo "bolivariano" no era, en su caso, una mención escolar; mostraba el deseo de inscribirse en la larga duración histórica. No se trata de medir ahora la versión de Chávez sobre esa historia, sino la fuerza que buscó en un linaje que arrancaba en las guerras coloniales y llegaba a hombres que sólo él recordaba en la vorágine superficial del discurso político: Sandino, Prestes. La relación de Chávez con estos hombres era vital. Se sentía uno de ellos.

Esto no mejora su autoritarismo, pero indica que su temple estaba atravesado por vetas auténticas del pasado y rayos de novedad. Fue el último antiimperialista a la vieja usanza. Y el primero de una fila de líderes que practicaron un antiimperialismo que, influido precisamente por un error arcaico, no les permitió distinguir los conflictos planetarios del presente. En Chávez estuvieron esas dos almas. La de la renovación de un discurso latinoamericanista que agonizaba después del fracaso autoritario de la revolución cubana y la de un antiimperialismo viejo y nuevo, que lo llevó a sus incursiones diplomáticas en Irán.

Durante todos los años que gobernó, la oposición no estuvo a su altura. Esto no convierte a ningún gobierno en aceptable ni justifica sus errores. Pero simplifica la foja de sus responsabilidades, sin eximirlas. Oponerse a un líder carismático que ocupa sin fisuras todo el Estado vuelve imprescindible un gran potencial político que incluya el reconocimiento inteligente de las causas que lo han sostenido allí. Por supuesto, tampoco sus herederos tienen una tarea sencilla por delante. Ellos enfrentan el dilema de una repetición imposible, precisamente por las razones que hicieron de Chávez el hombre que los dirigió hasta ayer. Y que hasta ayer los mantuvo unidos. La herencia puede separarlos.